Apenas llegado de Francia, donde había cursado estudios de ingeniería, fui contratado, aunque todavía no tenía experiencia en obras, gracias a la recomendación de amigos influyentes de mi padre en Buenos Aires, para colaborar en la supervisión de los trabajos que iniciaban el nuevo trazado del pueblo de Junín en el año 1857.
Durante tres años de mi estadía allí no hubo incidentes o novedades que llamaran demasiado mi atención, casi todo el tiempo estaba sumido en la rutina del proyecto y, aunque entablé relaciones amorosas con cierta señorita, tampoco esto cobró mucha trascendencia y pronto nuestros amoríos terminaron por desvanecerse. En un momento, cuando la obra ya estaba avanzada y yo consideraba que había acumulado suficiente experiencia, mi aspiración fue el regreso definitivo a Buenos Aires.
El último día, mientras esperaba la diligencia, me dirigí a la nueva casa de ramos generales, la casa Basterreix, para proveerme de comida para el viaje. Era un día tempestuoso; recuerdo muy bien aquel cielo de oscuridad imponente extendiéndose sobre los ilimitados campos de la pampa; la lluvia caía incesante y el viento se agitaba como un demente. Al ingresar al almacén me encontré frente a un hombre muy viejo que no conocía; estaba sentado en una silla junto a la pared y aparentemente estaba durmiendo. Llevaba calzadas unas botas de potro y tenía puesto un poncho patria, su rostro estaba parcialmente oculto debajo de un chambergo de fieltro inclinado pronunciadamente hacia adelante. Me llamó la atención sobre todo el cuchillo, puesto que lo tenía desenvainado, empuñado en la mano derecha y apoyado sobre el pecho. Era un hermoso cuchillo, de gavilán recto, terminado en las puntas de forma escultórica con cabezas de leones.
Miré hacia todos los rincones y comprobé que no había nadie más. Me mantuve en silencio durante un rato, observando al viejo que daba toda la apariencia de un muerto, pero súbitamente, como si fuera el mismo dios Vertumno cambiando de aspecto, se enderezó enérgicamente y con voz fuerte me dijo:
¡¿Qué necesita?!
Antes de que pudiera contestarle, el anciano, repentinamente sobresaltado, se acercó hasta mí y escudriñándome detalladamente la cara exclamó:
¡Cruz diablo!
Yo no entendía bien a qué se refería con eso.
¿Cómo se llama usted? me preguntó.
Juan Gregorio Díaz.
El anciano meditó un momento y mascullando palabras se alejó un poco de mí. Pero al cabo de un pequeño instante volvió a preguntarme, acercándose nuevamente:
¿Y el apellido de su madre?
Leguizamón.
¡Leguizamón! ¡Lo sabía!
¿Conoció usted a mi madre?
A su madre no me dijo con voz entrecortada, mientras no cesaba de observarme, yo conocí a Fabio Leguizamón.
¡Mi abuelo! grité con excitación. ¡El padre de mi madre! ¡Pero qué extraño que es este mundo! Es realmente increíble que usted... ¿Cuál es su nombre, señor?
Mariano Corvalán.
Es increíble que usted, señor Corvalán, haya conocido a mi abuelo. Le ruego por favor que me cuente acerca de él, pues yo no lo he conocido y sé muy poco de su vida, salvo que fue soldado y que participó en la campaña del ejército del Norte, bajo el mando del general Belgrano.
¿Pero acaso su madre no le habló de él?
Mi madre murió en un accidente cuando yo todavía era un niño.
Entiendo.
¿Pero qué sabe usted? Cuénteme, por favor. Pero antes, dígame, ¿cómo es posible que me haya reconocido?
Su cara, muchacho.
¿Mi cara?
Sí, joven, es la misma cara de su abuelo. ¿Cómo olvidarme de esa cara? ¿Cómo olvidarme de Fabio Leguizamón?
¿A qué se refiere? ¿Fueron ustedes amigos?
No sé si podría considerarlo de esa forma, pero sí puedo asegurarle que lo he conocido bastante bien y que jamás podré olvidarlo.
¿Por qué, señor?
Primero, porque él salvó mi vida, pero más aún por su extraordinaria personalidad, por sus particulares y fantásticos hábitos y por la formidable repercusión histórica que ha tenido y que tendrá su misteriosa actividad.
No entiendo bien a qué se refiere, señor Corvalán, le ruego que sea más preciso.
Comenzaré por decirle, pues es lo más cercano a la verdad de todo lo que podré contarle, que su abuelo, Fabio Leguizamón, fue el ser más increíble de quien pueda tenerse memoria. Su existencia, si puede denominarse de esa forma, ha repercutido para siempre en la historia argentina.
¿Qué quiere decir con eso?
¿Ha leído usted a Shakespeare?
No pude más que guardar silencio frente a semejante pregunta. Que un hombre que llevaba puesto botas de potro, poncho y un sombrero de fieltro me hablara de Shakespeare no era imposible, pero, para lo que estaba acostumbrado, tal combinación era, por lo menos, novedosa y llamativa.
¿Ha leído a Shakespeare? ¿Sí o no?
¡Un gaucho ilustrado! Este hombre es un oxímoron, pensé.
Frente a mi mudez y mis gestos de perplejidad, el señor Corvalán, intuyendo algo, exclamó:
Joven, no debe juzgar por apariencias: Mi familia era de las más ricas de Córdoba y en mi juventud he tenido la mejor educación. Luego, en los siguientes años de mi vida, he conservado una importante afición a la lectura y al estudio autodidacta. Y si mi atuendo no se compone de pantalones, levita, chaleco y fraque, es porque yo vivo en el campo y a caballo. La intelectualidad, estimado, no siempre va de la mano del estereotipo que la representa.
Realmente estaba impresionado por aquel hombre singular que estaba ante mí y que fusionaba en su ser términos y modales de dos clases aparentemente antagónicas, como una especie de cuenca viviente adonde desembocaban ríos que nunca se tocaron antes. Este hombre, pienso ahora, era el Río de la Plata. Y aunque hubiera querido saber más de su vida, de su familia y del estilo de vida que llevaba, la curiosidad acerca de mi abuelo me carcomía. Por lo tanto pasé hoja velozmente y fui al punto:
Sí, he leído a Shakespeare, y en cuanto a lo demás, creo que tiene usted razón, señor Corvalán, uno no debe ser prejuicioso con los hombres. Ahora, por favor, cuénteme acerca de mi abuelo.
Le pregunto sobre Shakespeare porque su abuelo lo leía fervientemente. Cada vez que lo veía estaba con una de sus obras en la mano. Vaya a saber cuántas horas, día y noche, aquella alma inquieta habrá sumergido sus ojos, probablemente todo su ser, en las páginas de aquel renombrado escritor. Fabio Leguizamón...
Me senté junto al viejo Corvalán en una silla que me alcanzó y mientras comíamos pororó, me contó esta historia, la fantástica y sobrenatural historia de mi abuelo don Fabio Leguizamón:
"Lo conocí camino a Salta, más precisamente en el paso del río Pasaje, una tarde de febrero del año 1813. Aquellos días el agua del Pasaje estaba muy crecida, así que tuvimos que construir balsas para poder vadearlo, pero no fue tarea fácil, se puede imaginar, pues éramos más de tres mil hombres en el ejército del Norte. El tercer día el río estaba más turbulento, las corrientes se arremolinaban en el medio y la balsa que me trasladaba se zarandeaba para todos lados. En un momento, cuando faltaban pocos metros para llegar a la orilla opuesta, la soga que nos tiraba, y que ya estaba bastante gastada por los continuos viajes, por fin cedió y se cortó. Así pues, la balsa quedó solamente atada a la soga de la orilla anterior y a merced de la fuerza violenta del río. La frágil embarcación dibujó un arco sobre el agua y la misma corriente la devolvió, a toda velocidad, a la orilla de partida, pero a unos ciento cincuenta metros del lugar original. En el brusco movimiento yo caí al agua e instantáneamente empecé a hundirme, pues lamentablemente no sé nadar.
La oscuridad me devoraba en su abismo y las aguas sepultaban mi cuerpo, inexorablemente, con sus líquidos lapidarios e impiadosos. Sin embargo, cuando los demonios ya comenzaban su danza en torno a mi ser vulnerable, una mano poderosa, surgida vaya a saber de qué misterioso e insondable plan, me llevaba otra vez a la superficie: Era Fabio Leguizamón que me salvaba heroicamente la vida.
Así nos conocimos; él fue el sujeto, yo el objeto.
Luego, después de concluir los esforzados trabajos en el río, emprendimos la marcha hasta esa quebrada que llaman Lagunillas y que queda a tres leguas de la ciudad de Salta. Por mi parte, aún conservaba un estado extasiado, producto de la estupefacción que produce el contacto tan cercano con la muerte. Y tal vez como una forma más de mi deseo perseverante de vida, o por el agradecimiento inmenso que sentía por aquel hombre desconocido, o por ambas cosas, fue que empecé a cabalgar pegado, junto a mi homérico salvador.
Pero el héroe pronto dejó de ser homérico, y yo, de agradecido, progresivamente me convertí a curioso, a curioso de él.
Así, prontamente, se invirtieron los papeles: yo sería el sujeto y Fabio Leguizamón el objeto, mi objeto. Sin embargo, aquí me detengo, muchacho, para advertirle algo: Debido a la relación que tuve con ese hombre singular y al conocimiento que poseo sobre una realidad expandida más allá de los límites habituales, me siento inclinado continuamente a poner un manto de dudas sobre la veracidad de cualquier afirmación, aún si se trata de mis propias expresiones.
¿Quién puede afirmar que las palabras del hombre están desnudas de mentiras?
Joven, yo le daré mi opinión: Todas las palabras están vestidas, y vestidas para invierno.
¿Y quién era este hombre? ¿Qué clase de magnífico ser se desplazaba junto a mí, frente a mis ojos, erguido, lleno de coraje y grandeza, movido por principios tan nobles como la independencia y la libertad, y que acababa, seguramente en una de las más insignificantes acciones de su frondosa lista de hazañas, de salvar mi vida?
¡Fabio Leguizamón! ¡Había que verlo! ¡Montado en su alazán tostado, con una mano en la rienda y otra en el libro!
¿Qué está leyendo? le pregunté.
Acentuando las vocales, pronunciando exageradamente algunas consonantes como la R y golpeando fuerte sobre otras como la K, exclamó con soberbia:
Noche de reyes de William Shakespeare.
Lo miré de arriba a abajo, como me miró usted cuando entró a este almacén. Guardé silencio y durante el resto de aquel día disfrazado de guerra pasé mis horas pensando todo tipo de cosas.
Aquella noche antes de dormirme observé a su abuelo: Leía plácidamente su libro gracias a la luz de un fogón. En su uniforme lucía orgulloso una condecoración. Era un escudo de paño bordado con letras de oro en cuya inscripción se leía: La patria a su defensor en Tucumán. Pensé: ¡Qué magnífico hombre, qué estupendo! Luego me dormí en los sueños más dulces.
A la mañana siguiente, apenas me desperté, sucedió algo importante: Descubrí (ahora comprendo que descubrir es un verbo apropiado no sólo para definir el encuentro de una cosa, objeto o persona, sino también para señalar la acción que consiste en despojar a alguien del atuendo que lo cubre) que Fabio Leguizamón no estaba más. Pregunté a algunos soldados si lo habían visto, pero nadie sabía nada. Así pasó toda la mañana. Extrañado y con una sensación de angustia, vaga al principio pero aumentando en su agobio con el paso de las horas, lo busqué durante todo el día, preguntando sobre su paradero todas las veces que podía. Pero era en vano: el sujeto había desaparecido, se lo había tragado la tierra.
Y lo seguí buscando, y pregunté y pregunté: ¿Alguien vio a Fabio Leguizamón? ¿Alguien sabe algo? ¿Saben dónde está?.
Pasaron nueve días.
Aunque no quería, aunque intentaba crear explicaciones que justifiquen su misteriosa ausencia, penosamente fui llegando a la conclusión de que aquel héroe libertador que había salvado mi vida, aquel ilustrado varón que leía a Shakespeare en plena campaña militar, aquel personaje ideal, se había convertido ahora en un simple y vulgar desertor. ¡Pero no! Era imposible. No era posible.
Transcurrieron los días y los meses sin saber nada acerca de su suerte, pasó Salta, pasó Vilcapujio y Ayohuma, peleando aquí y allá, enredándome cada vez más en aquella guerra complicada que avanzaba y retrocedía por la tierra y por sus ríos, viendo morir a la gente, sufriendo heridas, cansancio y hambre, apretado en la enorme masa movediza y gritona, uniformada y embanderada, armada de metales y de pólvora, una masa a caballo, criolla, de lenguaje mezclado, anhelante, civilizada y bárbara, una masa prefigurada en todos los siglos anteriores y que prefiguraba en su ensayo de guerra todos los siglos posteriores, una masa hinchada, flujo y reflujo de sí misma.
En aquella cosa estaba sumergido, como uno de sus protagonistas, es verdad, pero sobre todo como un espectador de aquella obra aparentemente infinita donde los eventos cotidianos se repiten incesantemente, como la vida y la muerte, acontecimientos parecidos entre sí.
Y en la rutina cotidiana de la guerra, sangre y sudor, hombres y caballos, espadas y fusiles, una noche que parecía cualquiera, la más inesperada de aquel tiempo del pasado que todo lo recibe y todo lo hace posible, una noche en particular de aquella serie se erigió para mí: De la nada, con total tranquilidad, apareció frente a mi vista, como si fuera Lázaro que acababa de salir de la tumba, la figura inconfundible que había impregnado con su geometría cada uno de mis pensamientos.
Otra vez, Fabio Leguizamón.
Llevaba puesto el uniforme de siempre, el orgulloso escudo abrochado en el saco y el sable asomado levemente de la vaina. En su mano nuevamente había un libro, en esta oportunidad tocaba El rey Lear.
Mi primera sensación fue quedarme estupefacto, luego tuve ganas de envainarlo con mi sable. Me dijo:
Mariano, ¿cómo está después de tanto tiempo?
Apresurado, le contesté:
¿Se puede saber dónde demonios se había metido?
Aquí, allá, peleando, leyendo.
En ese momento, mientras nos mirábamos mutuamente, un tercero se acercó hasta nosotros y dirigiéndose a Leguizamón le dijo:
Muchas gracias señor por salvarme la vida.
Fabio Leguizamón asintió con la cabeza. En cuanto a mí, debe imaginarse, el asunto me llamó bastante la atención. Pregunté cómo había sido, pero ellos, guardándose ambos en el silencio, me dieron a entender una suerte de intimidad. Lo comprendí rápidamente, puesto que yo había pasado por eso y sabía muy bien de las sensaciones complejas que produce la relación, el contacto espiritual por denominarlo más aproximadamente a la verdad, con alguien que ha tenido en sus manos y ha obrado a voluntad sobre la vida de uno. Hay acontecimientos que son harto complicados para las palabras, pues éstas, que en ocasiones repercuten positivamente sobre los hombres, muchas otras veces, la mayoría, sólo contaminan. Así pues, en casos como estos, la representación a través del lenguaje es como escupir sobre entidades sagradas. Por tales motivos, respetando el debido silencio sobre la cuestión, no pregunté nada más por el momento.
Decidimos sentarnos junto a un fogón, donde tomamos mate y conversamos amablemente, intercambiando opiniones acerca de la actualidad de nuestro ejército y de la guerra en general. Me sorprendió particularmente que no supiera la nueva noticia que estaba en boca de todos. Me refiero al reemplazo del señor brigadier general por un tal coronel San Martín que llegaba con un cuerpo de granaderos.
La noche se cerraba sobre nosotros, pero el fuego parecía proyectarse sin interrupción hacia las alturas, cortando en dos la oscuridad.
En el medio de la charla, nuevamente, sucedió algo insólito: Un soldado al que yo conocía bien, su nombre era Ramírez, se acercó a nosotros y tomando las manos del señor Leguizamón le dijo a este último, con voz emocionada:
Muchas gracias, jamás lo olvidaré.
Yo había quedado paralizado de estupefacción. Enseguida, le pregunté:
¿A qué se refiere?
El señor Leguizamón me contestó Ramírez, que Dios lo tenga en cuenta, ha salvado mi vida en Ayohuma, rescatándome valientemente cuando yo, junto a otros tres dragones, quedamos atrapados en medio de los infantes enemigos.
Apenas un instante después de contestarme, Ramírez, quizá para no molestar a quien se había convertido en su eminencia, se retiró respetuosamente, repitiendo sin cesar:
Gracias, gracias, muchas gracias.
Mis sospechas aumentaban y ahora todo me llenaba de desconfianza. Sin embargo, no sé por qué, tal vez por impotencia, tal vez porque intuía algo que no debía ser nombrado, no le pregunté nada.
Cuando la noche avanzó y el sueño pesaba sobre mí, lo despedí y me acosté a pocos metros de él, que se quedaría un rato más junto al fuego para leer a Shakespeare. Recuerdo su vaga imagen, espectral y luminosa, que vaporosamente parecía infundirme más somnolencia. Recuerdo su estampa entrecortada en mi incesante pero cada vez más lento abrir y cerrar de ojos; su presencia se interrumpía en saltos de luz y oscuridad alternada hasta que, por fin, las sombras me abrazaron inevitablemente y no lo vi más. Lo último que me llegaba de aquella noche eran las interminables voces que, una a una, desfilaban cerca de mí repitiendo monótonamente:
Gracias, gracias.
A la mañana siguiente no estaba más. Comprendí que era inútil buscarlo.
(Aquí la verdad, despojada de sus vestidos, parece ser ausencia, pero es un error, pues la culpa es de los ojos capaces solamente de ver la ropa que cubre y de los oídos que sólo escuchan palabras y no oyen el silencio.)
Unas semanas mas tarde me enteré de que su abuelo había muerto en la batalla de Tucumán, el 24 de septiembre de 1812, varios meses antes de salvarme la vida en el río Pasaje. Me contaron que por su heroísmo había recibido, como tantos otros, una condecoración, que fue sepultada junto a su cuerpo: Era un escudo de paño bordado con letras de oro.
¿Cuántos hombres había salvado?
A muchos."
Las últimas palabras del relato se confundían con los truenos que llegaban de afuera. Los sonidos de la tormenta parecían llevarse la historia, sembrando la llanura con los hombres de otrora, esparciendo su vigencia interminable y trazando con ella el destino de aquellas tierras: Destino que siempre será del pasado y que para siempre descansará en la voluntad de los muertos.
No pude preguntarle nada más, pues las palabras se escapaban de mí o me producían tanta desconfianza que prefería no traerlas más por el momento. El interior de la casa Basterreix se había teñido de oscuridad reveladora. Ambos nos quedamos en silencio; la tormenta, dueña ahora de la pampa, hablaba por nosotros.
Alguien me vino a buscar: la diligencia estaba preparada para partir.
Me despedí de Mariano Corvalán con un fuerte apretón de manos. Recuerdo que la sensación que predominaba en mí, sobre la curiosidad y aún sobre la estupefacción, era el agradecimiento. Antes de salir del almacén miré hacia un costado: En una silla descansaba un libro, cuya tapa, profusamente adornada, reproducía en palabras doradas la siguiente inscripción:
William Shakespeare
La Tempestad
Nunca más volví a ver a Mariano Corvalán o a saber noticia de él. La diligencia me regresó a Buenos Aires, desplazándose en la pampa infinita como un barco en un mar tormentoso.
Juan Diego Incardona
Juan Diego Incardona nació en Buenos Aires el 27 de Julio de 1971 y vivió la mayor parte de su vida en Villa Celina, un barrio del conurbano bonaerense.
Es colaborador permanente de la revista EOM.
Ha publicado cuentos y ensayos en diferentes suplementos y revistas de Argentina, España, México, Colombia y Uruguay.
Axxón 132 - noviembre de 2003
Ilustró: Valeria Uccelli
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