Tendencias literarias:
La Demasíada
Por el Lic. Carlitos
Menditegui
Tal vez lo más interesante de la obra que se glosará
en el presente artículo sea el dato de que su autor adquiere sus
útiles de escritura en una librería que le queda a dos cuadras.
Su propietario, un vasco que llegó al país hace más
de cincuenta años a bordo de un buque de carga holandés
haciéndose pasar por un rollo de cuerda de cáñamo,
se afeita todas las mañanas con una vieja navaja con mango de carey.
Pese a la pericia adquirida en el uso de este adminículo, suele
tajearse intencionalmente el rostro para aprovechar las existencias de
papel secante que ya casi nadie compra. Una vez la perdió.
Habiendo agotado el espacio prudencial
para maniobras dilatorias, no queda otra alternativa que proceder al estudio
propiamente dicho de la novela La Demasíada, o de cómo
el insigne y confuso posthidalgo Sir Douglas Haig perdió el juicio
entre las marañas ciberespaciales y, tras las conspicuas e incontables
penurias que aquí se relatan, volviolo a hallar hecho un estropicio.
Sería injusto, sin embargo, negar los méritos literarios
de la obra y su creador. A este último hemos de reconocerle, en
primer término y fundamentalmente, una frescura y una naturalidad
inauditas en su manera de escribir como nadie en su sano juicio se atrevería.
Si como muestra basta un botón, los párrafos iniciales son
una mercería completa:
A un terminal de la red cuyo IP nadie conoce conectado estaba cierto
lamer. Douglas Haig era su nombre; gustábale en sus horas de
ocio, que eran las más pues rehusaba humillarse empleándose
a alguna abyecta megacorporación, el recorrer los perpetuos e
influviantes espacios que las tecnologías miliseculares generaban
y ponían neuroimplantadamente al alcance de su sensocórtex.
Navegaba interminablemente por los ignatos laberintos de electrosintóticas
hebras, dejando atrás los prismátodos argumentales y las
megaláteras cuadrifundantes, y deteniéndose de vez en
vez en algún bazar psicotrafalgario o un cluster de canelones
troconivelados; mas su interés mayor estaba en toda ocasión
en los cubiedros criptománticos que encerraban, cual prodigiosas
sectocurias hidrocálidas, las más selectas colecciones
de infotrinchas acarameladas. Las incogneurales sensaciones de motrinimia
llegábanle gota a gota a través de su conexión
de cuasicombativa naturaleza clandestina, la cual desembocaba de caledónica
aunque sustriminal manera en su inextricablemente apantallado LPT1 occipital.
Así
aconteció que del mucho download y del poco firewall, peláronsele
los cables y trastocósele la sesera por una válvula de
vacío.
Nótese cómo desde estas pocas primeras líneas,
el cultivado estilo comienza a delinear una tensa relación de amor-odio
entre la obra y su destinatario, la cual a lo largo de las más
de setecientas interminables páginas que componen el volumen se
irá acendrando, depurándose cada vez más del componente
de amor. El autor no cae en el común vicio de tratar al lector
como a un niño al que hay que llevar de la mano; muy por el contrario,
lo considera su peor enemigo. Este articulista se vio sorprendido en más
de una oportunidad al ser atacado a traición por construcciones
adverbiales que había dejado atrás hacía muchos capítulos.
En términos argumentales la historia que se cuenta no es nueva,
pero eso no debe conducir a engaño: quien se aventura tras la portada
de La Demasíada no sabe lo que le espera.
Desplazábase nuestro héroe bajo un cielo de indecible
crominancia, entre las macrolunfas corticales protoseveriformes y los
coloxímeros eneavalentes de suspicacia, y equidistante en todo
momento de los felicatos ruminantes que perspuntaban el horizonte. Acompañábale
a pocos pies su fiel tecnoescudero Sanyo Banzai, precámbrico
engranaje al cual habíase procurado años ha a trueque
de unos pocos dobloyenes en un infecto mercado virtual de micropulgas,
donde las electroluminiscencias maracoides crespaban los audiones de
las gerifaltas sisimecas de ínfima calidad, y el aire olía
a rubeola leguminal de tan usado que estaba.
Y he aquí
que recorriendo de esta guisa tan singular pareja los yermos páramos,
sembrados de los putrefactos desperdicios de la industria de bakelita
multifilamental rusticoide, no se tardaron en llegar a un punto en que
los caminos de poligravilla tríptico-nacarada de la barata se
entrecruzaban mutuamente en equívoca solidaridad.
Observa,
Sanyo dijo Sir Douglas y se detuvo, la manera en que las hechuras
de la omnímoda corporación Tiramitsu pretenden confundir
mis propósitos y doblegar mis esfuerzos, toda vez que ante un
altar de monocromato silícico acaracolado, donde las luces indigenistas
de freón desparramaban presuntuosamente su latir esperpentoideo,
he hecho votos de desuncir al pueblo de su opresivo yugo de neoliberalista
níquel subjuntivo.
Oh, dudo
mucho, mi señor, que las achuras que vos decís hayan hecho
tal cosa respondiole Sanyo, cuyos minirrelés superheterodinos
distaban de las condiciones ideales para percibir con el adecuado escrúpulo
las pulsaciones acústicas que mancillaban el aire enrarecido
por el sulfuro de Numancia; pero cuyos ojímetros prismatológicos
de Cristalux archiconcentrado era él capaz, por justífico
contraste, de enfocar con xerométrica precisión en unas
figuras que se movían sospechosamente en las lejanías,
mas tanto da que así sea, pues no tendréis vos que aleatoriamente
elegir cuál de aquestos caminos hollar con vuestras Bubblegummers;
allá, a la sombra de aquellos sólidos cromolitos de duraznio
talabarteado, acercarse veo una partida de ocho a diez horadables caballeros
de lúbricas grebas asistermales.
Pues
si por estos rumbos los traen los vientos de peste y decadencia del
pararribonucleico sistema socioeconómico imperante, que se apronten
a conocer el sabor de mi plastiacero unimolecular carbonatado de Frigor;
pues a fe mía, Sanyo, y por la vitasauriana salud de mi dama,
que éstos que me reseñas no son sino aquilinos entenados
de la ptolomeica y asaz Tiramitsu; mas no he yo de caer víctima
de sus piezoeléctricos encantamientos sobre la hierba polivinílica.
Es a partir de aquí que puede hablarse sin dudas
de una oda al valor de la amistad (1).
Como ha quedado patente, el autor aprovecha las circunstancias más
inanes para hacer gala de un virtuosismo indigno de mejor causa. Las altas
cotas de imaginería surrealista, los personajes pintados con obsesiva
atención al detalle sobre madera terciada, los paisajes inimaginables
aun después de haber sido minuciosamente descritos, el lenguaje
deliberadamente oscuro y divorciado de cualquier pretensión expresiva,
las increíbles situaciones que resisten tenazmente todo intento
de análisis racional, encuentran su plena justificación
estética en la escena clave en que Sanyo interroga a Sir Douglas
acerca de la causa por la cual éste cree ser perseguido:
¿Por qué ha de ser, Sanyo? respondiole egoloteado
Sir Douglas. Por ningún otro motivo que éste: que
a través del nanocolector Hollerith de mi celada, furtivo acceso
he tenido a prohibidos saberes que podrían significar la ruina
de la colesterolémica megacorporación. Mas doble es mi
martirio, Sanyo; pues a más de que mi oxicéntrica almafuerte
daría por jamás haber sabido de esta megabítica
gabela, que sólo la criptóxica benefactoría del
subtotal prosódico permíteme acarrear sin menoscabo, se
me ha impuesto un alto precio por mi dicroica transgresión, puesto
que tal vedada sabiduría ha sobrescrito los sectores dendríticos
sinaptiquísimos en que guardaba los enternulares y candificantes
archivos de mi infancia. ¡Ah, Sanyo, a qué no renunciaría
yo tras sólo una iteración de mis algoritmos suprapensoicos,
sólo por rememorar extatosféricamente aquella tarde en
que mi padre llevome a conocer el hielo negro! Mas esta cucurbitácea
situación no habrá de postergarse por siempre; y más
temprano que tarde daré término a mis paleotísicos
padecimientos mnemoidales con la introgazdable asistencia de este percloroso
y cretáceo delfín bionozoico.
Discúlpeme
vuestra merced, pero sea del fin o del comienzo, mis globúsculos
optolenticulares Longvie otra cosa no distinguen que una corvina que
birlasteis al pescadero de poco cartesiana manera, a resultas de lo
cual aún me duelen los gongofrines endorreicos.
¡Calla
la Spica, Sanyo! ¿Qué sabes tú de ictiodoncia subcutánea?
Es un delfín, válgame el mitrema hiposaramponioso; y si
ves tú una vulgarienta corvina es porque la iconoscópica
realidad, tal como tus sensitronos inalámbricos y adolescentes
la perciben, es intransitivamente alabeada y sintovituperada por los
atomóforos semantocoloidales bonaerenses de la vil Tiramitsu.
El
pasaje anteriormente transcrito marca el auténtico punto de inflexión
en la novela, no sólo porque Sir Douglas comienza a manifestar
inequívocamente su sino trágico, sino que lo trágico
es que a partir de aquí todo es cuesta abajo (2).
Despojado de su pasado y su memoria, con esa pesada carga en sus neuronas
que lo vuelve blanco de persecuciones, y atormentado por los delirios
de ser perseguido por una carga pesada que lleva en sus neuronas (3),
Sir Douglas cae en una espiral descendente de autodestrucción de
la que sólo podrá liberarlo la feliz intervención
de un mostecracín gagateo.
No sería del todo desacertado
aseverar que La Demasíada se desenvuelve en torno a una
sola pregunta, la cual desencadena un complejo drama existencial: ¿Qué
pasaría si un hombre se viera privado de parte de su memoria, perdido
en un entorno indiferente que no le preocupa comprender, y afectado de
un grado tal de alienación que piensa acerca de sí mismo
como la región umbilical del orbe? Una lectura superficial (4)
de la obra, contextualizada en cierto conocimiento íntimo de la
biografía de su autor, permite esbozar la respuesta a este eterno
interrogante: ese hombre podría pasar ocho años esperando
que se le otorgue el beneficio de un tratamiento ambulatorio y, una vez
logrado este objetivo, recurrir a la lástima, la adulación
o el chantaje para que una publicación de trayectoria dedicada
a la ciencia ficción le conceda un espacio que utilizará,
ora como púlpito para sus diatribas narcisistas, ora para publicitar
las novelas manieristas que escribe mientras sus subalternos hacen el
grueso de la labor editorial.
Desde un punto de vista axiológico,
la obra adhiere claramente al ideario posmoderno corporizado en la consigna
no hay futuro, lema que le cabe perfectamente, si no a la
ideología manifiesta del autor, por lo menos a su carrera literaria.
Haciendo un uso audaz de toda la parafernalia iconográfica que
caracteriza a este género en particular, no se limita a imitarla
servilmente sino que la deconstruye, la resignifica, la tamiza a través
de múltiples interpretaciones propias hasta dejarla convertida
en algo que nadie sabe qué es, y logra en su efectismo culminante
que el lector acabe por preguntarse: ¿Para qué?.
(1) Especialmente la que este
articulista le profesa al autor, de la cual la existencia de este mismo
opúsculo es cabal documento.
(2) Página 6.
(3) La distinción entre
las categorías de fantasía y realidad no está del
todo clara a lo largo del texto, lo cual contra toda suposición
se revela como una virtud: permite albergar la esperanza de que en realidad
esta novela no exista.
(4) La única que resulta
posible sin comprometer las facultades psicomotrices del lector.
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