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F i c c i o n e s

FABRICANDO LA LEYENDA DE ALONSO DE MONCADA
José Antonio Fuentes Sanz

España

Se quitó el sombrero engalanado de plumas, inclinándose con una reverencia mientras se presentaba:
      —Don Alonso de Moncada, al servicio de vuestras mercedes.
      El resto se miró entre sí, frunciendo el ceño, para volver los ojos hacia el mosquetero de coleto de ante, espada labrada al cinto y mosquete apoyado junto a las botas de piel cruda.
      Fue Boris, aquel ruso tan optimista, quién primero expresó su opinión:
      —No funcionará.
      —¿Por qué no? —preguntó el británico Harcout.
      En su opinión Julio estaba perfecto en su papel de Alonso de Moncada. Incluso se había dejado pelo largo, barba y bigote. Ahora parecía diez años más viejo que sus veinticinco reales.
      —No sé —admitió Boris, inquieto—. No podría concretar, pero estoy seguro de que no va a colar. Descubrirán en el acto que no es Alonso de Moncada. Para empezar es demasiado alto para un español del siglo XVI ¿Y qué me dice del reloj?
      Julio se llevó la mano maquinalmente a la muñeca izquierda antes de recordar que había dejado el reloj en su taquilla. Se puso rojo como un tomate, había sido un golpe bajo. Pero Harcout no pareció encontrarlo gracioso.
      —Vamos, llevamos meses preparando este evento. —Así llamaban al primer viaje temporal: "evento"—. Tenemos toda la información necesaria y un hombre que puede asumir el papel de un personaje real...
      Boris levantó una hoja de papel apergaminado:
      —Información como esta declaración jurada por todos los habitantes de Hulst que el fantasma de Alonso de Moncada se paseó durante años con su mosquete al hombro por el pueblo en las noches de luna llena. Me perdonarán si soy un poco escéptico sobre la veracidad de las informaciones.
      Harcout se frotó la oreja, como solía hacer cuando estaba nervioso.
      —De acuerdo, no todas las informaciones son fiables. Pero es probable que esa gente se confundiera y vieran a alguien parecido a Alonso de Moncada, ya saben que ocurre en estas circunstancias: los extranjeros uniformados son todos iguales. Y más en aquella época que todos correspondían a una misma descripción: morenos, delgados, bajos, con barba, bigote y arcabuz. Es probable que la leyenda se deba a algún malentendido con otro soldado y las leyendas, una vez empezadas, cobran vida propia. Mire sino las leyendas americanas sobre Jesse James y Billy el Niño.
      Todos asintieron, el equipo técnico estaba impaciente por iniciar el experimento, y Julio también, llevaba meses preparándose para el "evento". Incluso había tomado clases de esgrima para blandir la espada sin parecer que intentaba untar de mantequilla una tostada. También perdió la cuenta de las veces que cargó y descargó el mosquete, entrenándose por si hacía falta efectuar algún disparo real. Clases de dicción para intentar imitar el español de la época, aunque aquí iban muy perdidos porque una cosa era leerlo en los libros de época y otra imitar el habla del momento. Y por último, costumbres y usos. Se trataba de hacer el papel de Alonso de Moncada con discreción, no ir pregonando su presencia marcándose un merengue en una taberna holandesa del 1570.
      Boris levantó el retrato, más o menos fidedigno, del verdadero Alonso de Moncada. Encontrar su esqueleto ayudó a reconstruir su fisonomía, más o menos su estatura (Julio era más alto en realidad), y su constitución física (le obligaron a perder cinco kilos y ahora estaba más enjuto, lo que le recriminaba su novia, quién decía que le clavaba las costillas).
      —En fin, no hemos llegado hasta aquí para volvernos atrás en el último momento —admitió.
      No estaba muy convencido, pero tampoco quería pasar por ser gafe. Que fuera lo que Stalin... lo que Dios decidiera.
      —Entonces, decidido, hagámoslo. Prepárate, Julio. Alonso de Moncada vuelve a la vida.
      Julio reprimió una sonrisa. Ya era hora, no llevaba dos años preparándose para nada. Acompañó a los cuatro técnicos hasta la cámara donde estaba la máquina espacio-temporal. La mayor parte de la maquinaria y equipo electrónico estaba oculto bajo cubiertas de plástico y atiborraba literalmente la habitación. Más que una pieza de laboratorio, cuidadosamente construida al milímetro, recordaba invariablemente a una vieja radio casera construida con piezas sueltas a las que se iban añadiendo otras para aumentar su efectividad. Era un "desorden organizado" que había obligado a tirar un par de tabiques para aumentar el espacio disponible. Aun se podían ver las tazas de retrete junto a algunos equipos electrónicos, esperando que vinieran los albañiles a retirarlas.
      Julio preguntó en un par de ocasiones sobre el funcionamiento de la máquina, obteniendo una larguísima disertación científica en la que entendió las palabras: "Veras, es sencillísimo...." y poco más, consiguiendo una excelente jaqueca.
      La parte importante, al menos para él, era el "espejo", una superficie cristalina por donde se curvaba el tiempo y el espacio para acceder a otro vector espacio-temporal. En el momento en que se alcanzaba la curvatura máxima, el "espejo" se abría y entonces pasaba de un lado a otro. Era esencial buscar un lugar discreto, no podía aparecer en mitad de la corte de Felipe II y luego blandir el sombrero diciendo:
      —"Se presenta a Vuestra Merced don Alonso de Moncada, para lo que ordenéis"....
      En aquella época todo lo que no podían explicar era obra del demonio y lo solucionaban con una gran pira llameante coreada por los entusiastas gritos de la muchedumbre, al son de la música sacra.
      Por suerte, con las coordenadas correctas se atinaba en el lugar geográfico, acertar el momento correspondía a los cálculos científicos sobre partículas cuánticas y otras zarandajas por el estilo. Él era militar, voluntario de la OTAN en aquel proyecto, no un matemático ni un físico de partículas. Aquellas cuestiones le traían totalmente sin cuidado. Lo fundamental era si la máquina funcionaba o no. Y funcionar, funcionaba.
      Al menos el gato volvió indemne y sin señales de ningún problema post-viaje. Bueno, murió una semana más tarde, pero fue atropellado por un Rover, así que no contaba.
      —Empezamos. Conectamos la máquina —explicó Johannes.
      Era el holandés del grupo, quién sugirió el momento y la época porque tenía un montón de información sobre el tal Alonso de Moncada, muerto en una reyerta de corral mientras intentaba sustraer un pollo, y cuyo cadáver desapareció en un pozo ciego durante más de cuatrocientos años. Pudo proporcionar una relación completa de las personas a quienes Alonso de Moncada conoció en el Tercio de Sicilia y también toda su trayectoria profesional, que Julio conocía de memoria, y podía responder a cualquier pregunta indiscreta con suficiente convicción. Su historia soportaba perfectamente un escrutinio detallado siempre y cuando no se apartara de ella. Incluso encontró grabados de la época con las caras de Alonso de Moncada (él estaba perfecto en su disfraz) y la de alguno de los oficiales y compañeros de éste. Incluido el capitán Escalonilla, el sargento mayor Pérez y el maestre de campo Julián Romero.
      Todo el papeleo, hasta donde se podía seguir el rastro, estaba hecho, los argumentos tejidos eran consistentes y sólo esperaban su representación. Que por ser la primera, sería bastante limitada.
      —Acuérdate —le rogó Boris—. Entra, saluda a quien esté allí, procura no hablar mucho y toma contacto sin llamar la atención de nadie. Sobre todo no te metas en partidas de cartas ni trifulcas de mujeres.
      Tenía la convicción de que si entraba demasiado en el papel, Alonso de Moncada II acabaría sus escasos minutos de vida como pincho moruno. Una cosa era el "clic-clac" de las clases de esgrima, con aquel cursi "touche" que soltaban al acertar con la bolita de la punta, y otra las peleas tabernarias, espada en una mano y daga en la otra, a ver qué había desayunado el de enfrente y en qué estadio de digestión se hallaba.
      Johannes le dio potencia al cacharro, que inmediatamente soltó aquel zumbido electrónico de bobinas y aceleradores de partículas mientras absorbía kilovatios. En las primeras pruebas, cuando llegaba a plena potencia, dejó sin corriente todo el complejo y cuando presentaron la primera factura de luz, al director le dio un paro cardiaco. Era un hombre un poco tacaño. Total, si no lo pagaba de su bolsillo.
      Entre fulgores azulados y destellos metálicos, la superficie del "espejo" empezó a gorgotear y ondular, a medida que el tiempo y el espacio se curvaban, en una clara violación de las leyes naturales.
      —¡Prepárate!
      Entonces se abrió una pequeña fisura en el centro del "espejo" y luego ésta se agrandó, a medida que las dos curvaturas coincidían. Ahora era el momento de pasar, se suponía sin peligro. Cuando la abertura fue lo bastante grande, terció la capa sobre su brazo izquierdo y sujetando el pesado mosquete con el derecho, dio un salto y entró el "espejo". La verdad es que aguantó la respiración, temiendo desintegrarse en el salto, mientras Harcout le gritaba:
      —¡Recuerda! ¡Abriremos en el tiempo previsto y luego cada hora si hay algún problema!
      Aterrizó de pie en el sucio suelo de madera, mientras detrás de él se cerraba el "espejo". Ahora estaba en Flandes, en la habitación de Alonso de Moncada, que a estas alturas, según la documentación reunida, debía llevar muerto unos quince o veinte minutos. Un estrecho margen de tiempo para evitar que, salvo los dos hombres que le habían dado muerte, nadie supiera que ya no se paseaba entre los vivos. Dos días más tarde, tras una escaramuza con las tropas de Guillermo de Orange, a Alonso de Moncada se le dio por desaparecido a efectos del Tercio de Sicilia, probablemente porque fue cuando lo echaron de menos.
      La verdad es que el tal Alonso de Moncada no era exactamente un ejemplo de pulcritud y su estrecho alojamiento en la buhardilla de la granja demostraba una desidia total, además de un penetrante olor a pies sin lavar que tiraba de espaldas. Inspiró profundamente y encomendándose a todos los santos, en los que hasta el momento no había creído, abrió la puerta y bajó las escaleras hasta la planta baja de la casa, porte gallardo como Sancho Gracia en "Curro Jiménez" (que no era de esta época pero era lo más próximo que recordaba), donde la familia holandesa obligada a acogerle estaba ocupada en sus quehaceres.
      La estancia olía a queso rancio y humo de fuego, los troncos chisporroteaban en la chimenea, donde se acurrucaban sus dos compañeros de alojamiento, y la familia holandesa se amontonaba en la mesa, buscando protección en el grupo frente a aquellos extranjeros. La hija mayor, una rubia de piel blanca y ojos azules, le miró extrañada y preguntó algo que se suponía Alonso de Moncada no sabía qué significaba, pero que Julio sí entendió:
      —¿Cuando ha regresado? No le he visto volver a entrar.
      Sonrió, fingiendo ignorancia, y volvió la vista hacia sus compañeros: dos soldados como él que permanecían alojados en la casa. Uno de ellos tenía una cuchillada en la pierna y el otro padecía fiebres, enjuto y cadavérico. Ambos le saludaron con desinterés. Para ellos era un soldado nuevo llegado hacia sólo unas horas desde una compañía reformada del Tercio de Cerdeña, al que apenas habían visto unos segundos en la penumbra. Lo mismo podía decirles que era Alonso de Moncada que el almirante Hideshi Tojo.
      —¿Cómo se encuentran vuestras mercedes?
      Los dos hombres le agradecieron el interés con un gesto de la cabeza.
      —Mi pierna aún esta sangrando, ese maldito hereje me ha tocado bien.
      El otro apenas hablaba, probablemente en unos pocos días más o estaba curado o en la lista de caídos por el rey Felipe II en Flandes. En todo caso, cada vez que abrían la boca echaban vaharadas de aliento con una peste a vino capaz de tumbar a un gorila. Seguro que no les ayudaba con sus dolencias, pero al menos no se enteraban.
      Mantuvo una breve charla intranscendente sobre mujeres y cartas que interrumpió cuando se dio cuenta de que el hijo menor del holandés le miraba con expresión curiosa, y preguntaba a su padre, un granjero gordito y patizambo de cincuenta años, cómo era que aquel español hablaba con aquel acento tan extraño.
      Inmediatamente comprendió que Boris tenía cierta razón y que tarde o temprano alguien haría preguntas para las cuales no tenía respuestas convincentes, a menos que pretendiera acabar en un auto de fe. La verdad es que le costaba mucho imitar la jacarandá de aquellos dos tipos, invariablemente volvía a hablar normal.
      Agradecido, aceptó un trago de vino que le ofreció el herido en la pierna, en una desportillada taza. Y tragó, cerrando los ojos. En cuanto regresara se vacunaría contra los tétanos y lo que hiciera falta, porque lo cierto es que la taza no pasaría por ejemplo de higiene. La señora de la casa, una mujer mayor de cuarenta y tantos años, le ofreció una rebanada de pan moreno untado de mantequilla, que aceptó con gesto sobrio. Era obvio que no quería tener problemas con sus inquilinos forzosos y deseaba mantener las buenas maneras.
      Mientras masticaba, hacía balance de la situación. Había logrado sustituir a un hombre muerto sin que nadie se apercibiera, lo del habla era un problema que aún se tenía que pulir más, pero estaba claro que viajar en el tiempo y pasar desapercibido sin cambiar nada era realizable. Ya era hora de regresar.
      Se despidió con una inclinación de la cabeza, giró sobre sí mismo para encaminarse al altillo... y entonces todo se fue al carajo.
      —¡Caramba, por fin os encuentro!
      Delante tenía a un tipo pequeñajo, de grandes bigotes y recortada barba, embozado de negro, coleto de ante, sombrero emplumado, toledana a la cintura y ojos como brasas. Le reconoció en el acto por los grabados: era el capitán Escalonilla, el jefe de compañía de Alonso de Moncada.
      —¡Espero no interrumpir vuestro desayuno, lamentaría mucho que os sentara mal! —observó el capitán con sonrisa fiera.
      No le gustó el tono y menos aún la expresión. El capitán parecía irritado, pero no se imaginaba el motivo. No era momento de discutir, y tampoco podía pelearse con el capitán. Aún suponiendo que saliera bien parado del lance, plantar cara a un oficial estaba castigado con la pena capital.
      —¡Disculpad, capitán! ¡No comprendo vuestro comentario ni vuestro tono! ¡Si en algún momento he faltado a mis deberes con el rey y vuestra merced decídmelo claramente y sin rodeos, que sabré componer mi error!
      El capitán se sorprendió de la respuesta, pero aún así permaneció receloso:
      —¡Luego no habéis oído al sargento mayor llamando a formación!
      Alonso de Moncada no podía haberlo oído porque estaba muerto. Él no podía haberlo oído porque acababa de llegar desde el futuro. Presentía que la situación se complicaba, pero no quedaba más remedio que seguir con el papel.
      —¡Acaso cree vuestra merced que si hubiera oído al sargento mayor Pérez llamando a formación estaría aquí tan tranquilo, abandonando mis obligaciones para con la bandera y el rey!
      El capitán Escalonilla frunció el mostacho que tenía sobre los ojos mientras se retorcía la punta del bigote, pensando. De pronto empezó a aspirar aire con fuerza, acercando su cara a su pecho.
      —¿A qué demonios oléis?
      En su opinión el capitán Escalonilla olía como si llevara una rata muerta bajo el sombrero. En cuanto al olor de que hablaba el susodicho no tenía ninguna duda: el problema es que él no olía a nada.
      —Perfume —sentenció el capitán —. ¡Noche de juerga, eh!
      Su mirada se dirigió, de reojo, hacia las mujeres de la casa, que miraban sin entender gran cosa. Julio recordó que el día anterior se había echadp un poco de loción para afeitar tras arreglarse la barba, el capitán tenía una nariz que sería la envidia de cualquier perro rastreador. Pero al menos el capitán Escalonilla parecía haber perdido parte de su suspicacia respecto a sus motivos para no estar... donde se suponía que debía estar.
      —¡Muy bien, vamos! —ordenó el capitán.
      Echó a andar a buen paso, saliendo de la casa, y Julio no tuvo más remedio que seguirle, mosquete al hombro, preguntándose qué demonios ocurría. El alojamiento de Alonso de Moncada estaba en la parte más alejada del pueblo, y ellos se dirigían directamente a éste, con el capitán delante, dando pasos agigantados como el gato con botas, y él detrás, sospechando que la misión se había torcido de mala manera.
      Pero no tenía de qué preocuparse: Alonso de Moncada había llegado solo y sin compañeros, tanto los flamencos como sus compañeros del Tercio le habían visto durante unos pocos minutos la víspera anterior y sólo dos personas sabían que estaba muerto y, por la cuenta que traía, guardarían silencio. Para los habitantes de la villa y el Tercio de Sicilia, él era Alonso de Moncada y nadie lo iba a discutir. En el peor de los casos tenía dos días hasta la famosa escaramuza donde se le dio por desaparecido. Todo estaba bajo control.
      Por el camino encontraron a un campesino con su mula, un tipo de cuarenta años, que llevaba una vaca a golpes de vara y que en cuanto le vio, puso una cara rarísima. De hecho no sabía que una persona pudiera ponerse tan gris. El tipo aquel continuó caminando, autómata sin voluntad, con el cuerpo recto a piñón fijo mientras la cabeza giraba para no perderle de vista, en una excelente imitación del "Exorcista", hasta que una vértebra crujió y se vio obligado a reaccionar, dando traspiés mientras se llevaba las manos al cuello con un grito de dolor.
      Los habitantes del pueblo recibieron al capitán Escalonilla con miradas de rencor y odio, pero en cuanto le vieron a él, el panorama cambio radicalmente. Una mujer dio un grito estridente que debieron oír hasta en China, aquellas caras blancas se pusieron aún más blancas, las mujeres recogieron en brazos a su prole y se produjo una estampida general para encerrarse en sus casas a cal y canto. Unos pocos corrieron hacia la Iglesia por considerarla el lugar más seguro, hasta el sacristán dio un par de toques con la campana para llamar a refugio, tras lo cual cerraron las puertas y las atrancaron. Una mujer incluso corrió hacia él, poniéndose de rodillas mientras le asía la mano, besándosela al tiempo que le suplicaba prometiéndole dos docenas de pollos si perdonaba a su familia.
      Era obvio que quién había dado muerte a Alonso de Moncada no era precisamente un ejemplo de discreción y no le había faltado tiempo para explicar su hazaña. En cambio el capitán Escalonilla parecía complacido con aquellos singulares hechos.
      —¡Caramba, don Alonso! ¡Se os juzga mal al primer vistazo! ¡Realmente sois hombre que sabe hacerse temer!
      Ahora Julio tenía prisa por salir de allí. Si alguno de aquellos zoquetes hablaba con el capitán Escalonilla podía liarse una buena. Sospechaba que aún siendo un ferviente católico en país de herejes, el capitán sería quién menos creería en la resurrección de Alonso de Moncada.
      —¡Ejem, creo que se trata de algún malentendido!
      Le costó horrores desasirse de la mujer.
      —¡Vamos, don Alonso! ¡Seguro que esta panda de herejes tiene algún buen motivo para temeros!
      Desde luego, esto no era discutible. Continuaron por la calle principal del pueblo, mientras a su paso se cerraba postigos y ventanales y oían el ruido de muebles apilándose tras las puertas. La única que sacó provecho fue una abuela emprendedora que amenazó a su nietecito si no dejaba de llorar, señalándole con un dedo. El niño cortó el llanto en seco.
      Al menos una nota positiva: nadie dudaba de que fuera Alonso de Moncada.
      A la salida del pueblo tuvo un atisbo de esperanza de que lo peor ya había pasado. Cuando vio a aquel fulano subido en su caballo y entonces deseó que se lo tragara la tierra, comprendiendo que la situación empeoraba a marchas forzadas.
      El tipo del caballo le dirigió una ojeada desinteresada, mientras él vacilaba sobre la conveniencia de saludarlo o no. No figuraba entre los retratos que le habían enseñado, pero lo reconoció de otros grabados de la época: don Fernando Alvarez de Toledo y Pimentel, el duque de Alba.
      La primera cosa que se preguntó respecto a tan distinguido personaje era si el careto que lucía era el habitual o si le había sentado mal la cena. Pregunta sin respuesta, quedando como más probable la primera, mientras caía en la cuenta que el Tercio de Sicilia estaba allí presente al completo, preparado para...
      Su mirada se volvió hacia el campo abierto, donde sin ningún esfuerzo divisó las tropas de Guillermo el Taciturno, listas para un nuevo enfrentamiento. Entre aquella vista de tropas enemigas acercándose y el de Alba, que no le quitaba el ojo, o al menos eso le parecía, le dio un ataque de hipo.
      Pasó junto a un tipo aparentemente ajeno a todo aquel revuelo, un fulano con pincel, pinturas y caballete, rellenando un lienzo con total inexpresión, mirando como si todo aquello no fuera con él.
      —Muy bien, aquí esta el que falta —explicó el capitán Escalonilla a su tropa.
Ilustración de Valeria Uccelli
      En cuanto vio a la compañía de soldados cetrinos con bigotes y barba cerrada, coletos de piel engrasados, morriones relucientes, coseletes, capas terciadas, andrajosos y armados hasta los dientes con toledanas, rodelas, arcabuces, mosquetes, picas y dagas de remate, se le quitó el hipo de golpe.
      Allí estaban aquellos soldados que durante siglo y medio habían sido el terror de Europa. Con aquella facha lo entendió perfectamente, no eran el terror de Cochinchina porque en Cochinchina no les conocían, sencillamente. No eran precisamente la imagen que se hacía del capitán Alatriste y su mochilero Iñigo Balboa.
      Tampoco le extrañó que unos cuantos de aquellos tipos hubieran conquistado un continente al otro lado del mar. Si sólo con verles los aztecas y los incas debieron salir por patas "sálvese quién pueda". Hasta la Margaret Tatcher, botella de brandy en una mano y cuchillo en la otra, pegando alaridos, se hubiera encontrado en su elemento entre aquellos tipos. Y el capitán Balmora, allá en el Cuartel del siglo XXI, que sugería poner la imagen de un soldado de los Tercios en las oficinas de reclutamiento. Por lo visto en vez de atraer reclutas quería espantarlos.
      Se metió como pudo entre las filas, esperando que ninguno se tomara algún empujón como algo personal y le arreara un aguijonazo, mientras hacía esfuerzos por no fruncir la nariz a causa del olor a tipo muerto que despedía el Tercio. El capitán, por su parte, daba novedades al maestre de campo:
      —Estaba con una moza.
      Hubo algunas risas y algún codazo:
      —Luego nos lo contáis, don Alonso —sugirió uno de los piqueros.
      —Aun huele a la moza —replicó otro, olfateándole—. Debía ser hembra de precio.
      —Unos pocos reales que tenía —aclaró Julio.
      —Curioso acento el vuestro —comentó el arcabucero a su vera—. ¿De dónde sois?
      Lo del acento a nadie se le había ocurrido allá en el siglo XXI y no podía decir de Badajoz, de donde era Alonso de Moncada, porque se caería inmediatamente con todo el equipo. Lo mínimo que podía ocurrir era que le tomaran por un espía flamenco y le acuchillaran allí mismo.
      —De varios lugares, he estado en el Pirineo durante muchos años —explicó.
      Hubo algunos que asintieron: vamos, que el chico era un gabacho inmigrado que se había colado como aragonés, como tantos otros.
      —Es extraño —le comentó otro mosquetero—. Vuestro aliento huele a jabón ¿Que os habéis tragado una tableta?
      Julio tragó saliva.
      —Si, eh... debió ser la moza. Era muy limpia.
      Empezó a silbar una canción para ver si se le pasaba el nerviosismo, pero lo dejó correr al comprobar que algunos colegas le miraban curiosos y al darse cuenta de que estaba silbando Que la detengan. Quedaba fuera de lugar en el Tercio de Sicilia.
      En ese momento el alférez, envuelto en más hierro del que se podía encontrar en los Altos Hornos de Bilbao y con la bandera bien sujeta, señaló a los holandeses en su mar de picas mientras preguntaba:
      —Ahí llegan. ¿Qué hora debe ser?
      Varias cabezas se volvieron en dirección al campanario de la Iglesia, donde el reloj solar marcaba las once de la mañana, aproximadamente. En un momento de nerviosismo, Julio levantó el brazo para responder a la pregunta, olvidando que su reloj estaba en la taquilla. El alférez se sorprendió con aquel gesto:
      —Caramba, ¿acaso lleváis un reloj en la muñeca?
      Julio tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no ponerse rojo al tiempo que respondía, lo más sereno posible:
      —Por supuesto que no, vaya idea más ridícula. Es que tengo un sarpullido en el dorso de la mano y miraba a ver en qué estado se encontraba.
      El capitán Escalonilla cortó en seco la conversación, porque las huestes del Guillermo aquel se acercaban rápidamente, aunque el alférez comentó con un particular que la idea del reloj en la muñeca no le parecía mala, tal vez algún día, cuando los modelos mecánicos fueran más pequeños. El capitán desenvainó la espada y pegó tal alarido que Julio a punto estuvo de dejar caer el mosquete del sobresalto:
      —¡SANTIAGO! ¡ESPAÑA!
      Y aquella horda de energúmenos empezó a gritar a voz en cuello, blandiendo toledanas, picas y arcabuces sobre sus cabezas:
      —¡Santiago! ¡Santiago! ¡Santiago! ¡Cierra España!
      Fue un griterío que le puso la carne de gallina. Y luego decían de aquellos tipos con turbante, allá en el desierto, gritando "Alá es grande".
      —¡A ellos! —gritó el capitán Escalonilla, señalando con su espada a los soldados enemigos acercándose.
      Entonces empezó el sarao y Julio fue consciente de las escasas posibilidades que tenía de salir entero de aquel estropicio. En el entrenamiento para la misión le inculcaron algunas enseñanzas sobre los Tercios, organización y forma de combatir por si, cosas extrañas de la vida, se veía en algún mal trance. Quien le había instruido a él sabía menos de los Tercios que Darío el Grande.
      Para empezar si aquel Tercio tenía tres mil fulanos, él era arzobispo. Tirando largo debían ser unos mil y muy pocos. Y los piqueros (en principio querían instruirle como piquero, pero se negó a pasearse con aquel armatoste de cinco metros y además tampoco hubiera podido cruzar cómodamente el "espejo" con él) en vez de ser mayoría, eran cuatro gatos. Puede que unos doscientos tíos o un poco más, y muchos habían acortado las picas para manejarlas mejor. Y gran parte de los piqueros no le parecieron soldados de a pie, sino oficiales reformados, particulares y entretenidos, jugando a ser los herederos de Alejandro Magno.
      En cambio toda la tropa parecía tener un arcabuz para freír a tiros a los flamencos, cuyas voces se oían con claridad. Le parecieron unos flamencos la mar de raros, porque gritaban en alemán. Pero lo importante era que lo que le habían enseñado era erróneo, y ahora no estaba seguro de cómo actuar.
      Uno de los compañeros le cedió una mecha encendida para poder disparar su arma, le reconoció inmediatamente por una descripción, era un viejo soldado de cabellos canos al que apodaban "Boabdil" porque aseguraba haber entrado en los Tercios al servicio de los Reyes Católicos, una evidente exageración. Viéndole en persona no estaba tan seguro de que fuera una exageración, la momia de Ramsés III estaba mejor conservada.
      —¡Mosqueteros! ¡Mosqueteros!
      Tardó un segundo en recordar que él era mosquetero y entonces salió junto con los demás mosqueteros, frente a la formación, para tirar sobre aquellos desgraciados contra los que nada tenía, pero que avanzaban dispuestos a degollarle.
      Suerte que no habían hecho caso al melón de Boris, que decía que como no iba a usar el arma no necesitaba que funcionara. Sería el remate: en una batalla campal, con un mosquete inservible. Clavó la horquilla en el suelo y se apresuró con los movimientos de carga, mientras los flamencos llegaban pegando berridos, y la sensación de que toda la compañía y el Tercio tenían los ojos fijos en su cogote.
      Empezó tirando alto, porque no quería matar a nadie, pero cuando un arcabuzazo se llevó uno de las plumas del sombrero decidió que ya no quedaba más remedio y le endosó una onza y media de plomo a un tipo todo emplumado que chillaba desde lo alto de un caballo acorazado. Fue entonces cuando se dio cuenta de que los mosqueteros a ambos lados le miraban de reojo, desconcertados, y tardó unos segundos en comprender qué ocurría.
      El mosquete del siglo XVI era un arma compleja para su época y de funcionamiento deficiente: por fallos técnicos, la mitad de los disparos ni salían del arma. Él, con un arma mejor construida, pólvora del siglo XXI y una bala mucho más ajustada, no tenía ningún fallo. Había cargado y disparado cuatro veces y las cuatro balas habían salido. Invariablemente estaba llamando la atención.
      Incluso el capitán Escalonilla estaba fijo en él, con ceño fruncido. Como poco era un hecho inusual. Pero entonces los flamencos estuvieron más cerca y Julio y sus compañeros se retiraron. Dejaron paso a los arcabuceros, que iniciaron una retahíla de disparos para mantenerlos a raya, turnándose las filas a medida que disparaban, completando los cuatro realizables antes de que el arma se recalentara.
      —Muy bien, muchacho —le felicitó "Boabdil".
      El viejo "Boabdil" disparaba con parsimonia, metiendo la bola con toda calma en el caño y aplicando la mecha tras soplarla suavemente. Entonces disparaba con los ojos cerrados, y debía guiarle algún tipo de fuerza sobrenatural porque parecía que cada disparo acertaba en alguien.
      —¡Mirad, los "espantabellacos"!
      Se preguntó quién debía ser aquel "espantabellacos" cuando de pronto se oyó un sonoro "poum" y una nube de humo surgió de detrás de las filas enemigas, a lo lejos. Un cañón que anunciaba a la artillería flamenca disparando.
      En unos segundos el campo de batalla se cubrió de bolas de hierro que golpeaban y rebotaban con furia sin que nadie les hiciera puñetero caso. Para no desmerecer, la artillería castellana disparaba con igual falta de puntería. "Boabdil" le dijo en un susurro:
      —¡Si ves a alguna que te va directa no intentes esquivarla, porque entonces seguro que te alcanza!
      No dejaba de ser un mal sistema, pensó mientras contemplaba la estampa de arcabuzazos, moribundos y soldados atacando y defendiendo. Aunque la verdad es que escaramuzas a estocadas no había casi ninguna. Los arcabuces y mosquetes lo decidían todo a corta distancia. Y tras cada descarga, las filas flamencas retrocedían un momento y luego volvían a avanzar sobre sus caídos. Entre ambos contingentes algunos soldados salían de la formación, remataban caídos y luchaban a título individual para luego volver a sus filas.
      —¡Todos quietos! —rugió el capitán Escalonilla.
      Fue un tanto extraño porque todos se quedaron inmóviles, como si posaran para el tipo del cuadro, mientras una bala de cañón golpeaba el suelo ante la formación y rebotaba. Julio, paralizado por el miedo, vio aquella pelota negra agrandándose a medida que se acercaba, y luego aquel zumbido junto a su oído, el sombrero que salía despedido y la sensación de que le peinaba hacia atrás los mechones para dejar al descubierto la oreja.
      —¡Adelante, continuad! —chilló Escalonilla.
      Se palpó la oreja, incrédulo aún de tenerla pegada al cráneo, pero no pudo preocuparse más porque los flamencos se les echaron encima y todos los soldados del Tercio desenvainaron sus espadas con un "sssshhh" metálico, que sonaba a toque de difuntos, antes de acuchillarse con sus adversarios. Ahora ya no parecía tanto una batalla campal, con hombres asestándose estocadas unos a otros mientras se agarraban, empujaban y zancadilleaban. Salvo por las armas hubiera podido pasar por una discusión entre las Brigadas Blanquiazules y los Boixos Nois sobre el último encuentro.
      Sus aspiraciones de pasar desapercibido entre la multitud se quebraron cuando media docena de flamencos se le echaron encima blandiendo sus espadas al grito de: "¡A por el alto!". Miró a izquierda y derecha para darse cuenta de que "el alto" era él, con lo que la emprendió a culatazos en un momento de desesperación y luego agarró un morrión del suelo y les sacudió con saña en la cabeza para intentar quitárselos de encima evitando las puntas de las espadas.
      El capitán Escalonilla, que despachaba a un par de fulanos que le sacaban la cabeza, se deshizo de los dos sujetos en un santiamén y corrió hacia él, que apenas tuvo tiempo de agradecérselo antes de que el capitán le arreara en el cogote con la empuñadura de su espada mientras le aclaraba algunos conceptos de los Tercios:
      —¡Exijo de mis bravos que se batan con la debida compostura!
       O sea: a dejar de romper narices con el morrión y comenzar a dar estocadas en la barriga con la toledana, que era más civilizado y mejor visto. Desenvainó y repartió tajos a diestro y siniestro, con poco estilo pero muy mala leche, hasta que se vio libre de aquellos individuos. Entretanto, Escalonilla le vigilaba atentamente para asegurarse de que combatía como un bravo español. Claro, como él no tenía novia ni apartamento en la playa, no le preocupaba palmar gloriosamente con barro hasta los tobillos.
      Finalmente los holandeses, rubios y corpulentos, cuyas barrigas eran un blanco excelente para los arcabuces, decidieron que ya habían recibido suficiente y emprendieron una retirada táctica plan "maricón el último", con tanto brío como un grupo de maratonistas a punto de llegar a la meta.
      Inmediatamente el Tercio de Sicilia inició el alcance, persiguiéndoles en busca de florines y sortijas, a ver qué llevaban de valor encima, que ya iban atrasados de pagas y nadie vive del aire. Se produjo entonces una escabechina aún mayor que en la batalla propiamente dicha, a medida que daban alcance a los rezagados y degollaban a los vrijbuiters sin contemplaciones.
      Julio siguió al Tercio un trecho, quedándose poco a poco atrás, porque deseaba regresar lo más rápidamente posible al altillo y al "espejo", hasta que finalmente sus compañeros, incluido "Boabdil", se perdieron entre las matas y zanjas, persiguiendo a Guillermo y compañía mientras recogían todo lo que tuviera algo de valor.
      Para no ser menos algunos campesinos corrían detrás arramblando todo lo que dejaban los soldados, haciendo caso omiso de las quejas de más de uno de que no estaba muerto y que sólo había tropezado.
      Cargó con el mosquete al hombro y dio media vuelta, alejándose, importándole muy poco quién pudiera darse cuenta de que no seguía al Tercio. Estaba hasta las narices de jugarse el pellejo en aquella batalla que no era suya y donde nadie le había dado vela para el entierro. Hostia, él iba al cine a ver estos espectáculos y también los veía cuando hacían documentales, pero no quería participar en una batalla donde chiflados de toda clase intercambiaban pelotazos de plomo. De camino, reconoció su sombrero por la etiqueta de "Made in China" y lo recogió, encasquetándolo en su cabeza.
      El del cuadro le saludó al pasar mientras daba pinceladas, inmune a los tipos que inmortalizaba en el lienzo, muchos de los cuales habían acabado alfombrando el campo de batalla. Julio asintió, mientras se tocaba la oreja. Aún no acababa de creerse que la tuviera pegada al cráneo.
      La entrada al pueblo fue verdaderamente triunfal, porque ya había una multitud acaudillada por el burgomaestre y dotada de horcas y azadas, que vociferaban y gritaban discutiendo entre sí. Unos cuantos señalaban en dirección a las afueras y Julio recordó que allí estaba el pozo ciego donde yacía Alonso de Moncada... el de verdad.
      También recordó que cuando intentaron desenterrarlo resultó que el cadáver había resbalado hasta una oquedad en la pared, quedando oculto desde arriba. Cuando abrieron el pozo ciego lo primero que pensaron fue que o la historia era errónea o bien que alguien se había llevado el cadáver anteriormente. Las buenas gentes del pueblo que fueron a comprobar que Alonso de Moncada seguía fiambre levantaron la tapa que cubría el pozo... y vieron un pozo vacío. Conclusión: Alonso de Moncada había salido de su tumba para vengarse de los malvados flamencos.
      El burgomaestre le señaló con el dedo y pegó un grito de: "A él" en un holandés que sonó más bien trémulo. La gente debió interpretar mal su orden, porque se quedaron paralizados como si el tipo del cuadro hubiera corrido detrás de Julio para incluirlos en el lienzo. La verdad es que en aquellos momentos Julio intimidaba bastante, con el mosquete al hombro, tiznado de pólvora, unos cuantos tajos en el coleto y las mangas colgándole a tiras de los brazos, recuerdos de las estocadas intercambiadas con los sicarios de Guillermo, por no hablar de la mala uva que llevaba encima y que le asomaba por encima del bigote. Además, tras resucitar parecía haberse vuelto más alto y amenazador.
      A cinco metros de los fulanos aquellos empezó a dar saltos como una cabra y pegar alaridos, agitando la mano libre. Se sintió imbécil pero tuvo el efecto deseado, porque la turba salió por patas con el burgomaestre en cabeza mientras arrojaban al suelo sus herramientas de trabajo.
      Sólo el sacerdote del pueblo intentó detenerle, plantándose ante él con una cruz en ristre, mostrándosela mientras le conminaba a regresar al infierno; un hombre autoritario convencido de su poder divino en la Tierra. A Julio le cabreó aún más y le dejó nocaut de un culatazo entre los ojos. El tío era tan burro que en vez de tratarle como a un fantasma le confundía con un vampiro.
      Cuando llegó a la casa ya se había calmado un poco y además, tras acabar la batalla sin un rasguño, se torció un tobillo con un bache. Cojeando, saludó a la familia holandesa, que aún no se había enterado de la movida en el pueblo, y a los dos colegas junto al fuego, uno de los cuales le preguntó:
      —¿Qué tal la batalla?
      —Pseeé. Podría haber sido mejor —contestó Julio.
      Y subió de mal humor, con aquel trasto que pesaba como un burro muerto al hombro y el tobillo hinchándose. Cerró la puerta y se sentó en el improvisado camastro, entreteniéndose en sacudirse el polvo de encima. Debió estar unos quince minutos intentando componerse un poco cuando en el centro de la habitación un diminuto punto negro creció y se abrió entre gorgoteos y refracciones como si hubiera una pared invisible y alguien estuviera rajándola.
      Se puso en pie trabajosamente y saltando a la pata coja se lanzó de cabeza, listo para salir de allí de una vez por todas antes de que volvieran los del pueblo con otra payasada o el capitán Escalonilla regresará a requerirle para un nuevo escabeche de flamencos.
      —¡Hombre, ya era hora! —le recriminó Harcout, para luego mirarle mejor y preguntarle—. ¿Qué ha ocurrido?
      —Un ligero contratiempo. ¿Dónde está Johannes?
      Llevaba un rato pensando en el holandés que sugirió a Alonso de Moncada y quería intercambiar unas cuantas palabras con él. Le ayudaron a ponerse en pie mientras le acompañaban a la enfermería para un reconocimiento médico.
      —Johannes se ha ido a casa ¿Qué ha ocurrido? Y deje la oreja, me pone nervioso.
      —La escaramuza aquella que menciona Johannes no ocurrió dos días después de la muerte de Alonso, sino el mismo día —aclaró Julio, mientras seguía palpándose la oreja, no muy convencido de continuar con ella.
      En cuanto pillara al holandés aquél se iba a enterar. En cambio Harcout pareció contento, mientras lo recostaban en la camilla.
      —¡Estupendo! ¡Fantástico!
      —¿Cómooo?
      —Por supuesto —aseguró Harcout—. Éste es uno de los principales motivos de viajar al pasado. Comprobar que lo qué está escrito es lo que realmente ocurrió, para una mayor exactitud histórica. Sólo por conocer ese error histórico ya han valido la pena los riesgos.
      Fue una suerte que el mosquete no estuviera cargado porque le hubiera pegado un tiro entre ceja y ceja a aquel zopenco, aunque estuvo a punto de arrearle una estocada para que tuviera una visión más objetiva de los "riesgos". No lo hizo porque Boris, viendo el tomate, se apresuró a meterse entre ambos.
      —Bien, dejémosle descansar en paz, que le venden un poco y que pueda asearse. Mañana ya nos hará un informe exhaustivo.
      Le dejaron con el enfermero, que le vendó el tobillo tras cortarle la pernera del pantalón con unas tijeras.
      —Tranquilo, unos días con vendaje compresivo, la pata arriba sin apoyarla en el suelo, y como nuevo ¿Le ha ocurrido algo en la oreja? ¿Alguna explosión cercana? ¿Sordera?
      —Nada importante —negó Julio.
      Hasta ese momento no se había dado cuenta de lo mucho que apreciaba la oreja, con lo que le fastidiaba limpiarla con el palito de algodón. Pidió una banderita holandesa que colocó en la pared y, con media docena de dardos, se entretuvo usándola como diana mientras pensaba mucho, mucho, en Johannes.
      Johannes acababa de cenar en su casa, desconocedor de la cantidad de hostias que le darían al día siguiente con una muleta. Estaba contento pensando en el primer viaje y en que además él había tenido un gran papel recopilando información, según le contaba a su mujer, explicándole detalles históricos y recordando lo mucho que había investigado la muerte de Alonso de Moncada. Su mujer asentía; no sabía nada de los viajes temporales, y Johannes le decía que trabajaba en documentación histórica para el departamento de psicología. Mentalidad de los soldados a través de los siglos y todas esas historias.
      —Eso fue dos días antes de la batalla ésa, ¿no? —le preguntó ella, señalando el cuadro.
      Era un lienzo de aquella época pintado por un antepasado de Johannes, con poco estilo pero con mucho gris y rojo para el humo de pólvora y la sangre. En el cuadro se veía la formación española intercambiando arcabuzazos con los flamencos.
      —Eso mismo.
      Se levantó y señaló el cuadro.
      —Cada día que lo miro me fijo más en la composición. ¿Qué debería ser realmente estar entre esas filas durante una batalla?
      Su mujer se encogió de hombros.
      —A saber qué debían pensar en esa época. Mi personaje favorito es ese bajito con sombrero y bigote largo que parece mandar a los españoles. Realmente parecía tener mala uva.
      Johannes asintió.
      —Pues mi favorito es este más alto aquí en medio.
      Su mujer frunció el ceño.
      —¿El que tiene pinta de pasmarote?
      Johannes se sintió decepcionado por el comentario. Su mujer carecía de sutileza para comprensión psicológica de aquellos momentos.
      —No, caramba. No tiene pinta de pasmarote. Es el que mejor refleja el temor ante la muerte, el que piensa: "¿Qué hago yo aquí?", el "yo no quiero morir en este lugar", el "voy a morir sin saber por qué".
      Su mujer asintió.
      —Es verdad, es el único en todo el cuadro que parece pensarlo, tu retatatatarabuelo supo reflejarlo muy bien.
      Estuvo a punto de añadir que le recordaba a aquel español con pinta de bohemio que había venido una noche a cenar, pero decidió no mencionarlo. Tampoco lo dijo cuando le conoció al abrirle la puerta, porque aquel día estaban reformando la casa y no recordaba dónde tenía guardado el cuadro para mostrárselo. Y Johannes decía que el único parecido era que tenía barba y bigote como el del lienzo.
      Johannes también decidió no decirle nada a Julio sobre la opinión de su esposa. Caramba, por un parecido que él no veía por ninguna parte no iba a preocuparle. Total: sólo estaría quince minutos en el pasado y todo muy bien documentado para no correr riesgos. Algo que, al día siguiente, Julio le iba a explicar en detalle.


JOSÉ ANTONIO FUENTES SANZ

José Antonio nació en 1969 en Tarragona (España), no terminó la secundaria, se pasó tres años en el Ejército como semiprofesional (una gran pérdida de tiempo, dice él, pero le fue estupendo para relatos de corte bélico) y ha tenido un par de empleos ocasionales. Desde hace diez es joyero de profesión. Escribe para divertirse, tanto novela como relato corto, pero no tiene nada publicado. Opina que lleva escribiendo bodrios desde los diez años y hace cuatro empezó a escribir textos potables. Concluye diciéndonos que si los lectores encuentran que han pasado un rato agradable leyendo lo que escribe, él considera que ya es un éxito.


Axxón 136 - Marzo de 2004
Ilustró: Valeria Uccelli

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