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F i c c i o n e s

VAGOS RECUERDOS
Fernando de Giovanni

Argentina

En el año 1977 estuvieron a punto de fusilarme. Era un incidente bastante común en esos días de barbarie. Épocas en las que hacer pasar electricidad por los testículos, arrancar uñas o sofocar entre excrementos eran cosa frecuente en los interrogatorios que no buscaban confesiones, sino ultrajar los cuerpos y las conciencias, borrar las pocas luces. Hoy, en la paz del imperio, toda esa violencia resulta de una estupidez abrumadora. Pero debieron pasar décadas de escarnio y humillaciones para que las sonrisas volvieran a acostumbrase a las caras. Aquel siglo, tan próximo y lejano, estaba habituado al dolor, disfrutaba sus impiadosas imágenes. Una galería de llagas, violaciones y cuerpos rotos, adornaban las paredes de esos días. Los recuerdo muy bien porque mi memoria de viejo ya no se ocupa de cosas inmediatas. Olvida los sucesos más recientes o me hace buscar, en mi pequeña habitación, la copa que tengo sobre la mesa. Pero cuando alumbra rincones del pasado exagera detalles. Las flores azules del vestido de una novia —qué palabra tan arcaica— reaparecen tan nítidas que hasta creo percibir su perfume.
      No siento nostalgia por aquellas jornadas turbias y ensordecedoras de los años 70, casi cien años atrás. La única ventaja que ofrecían era la agilidad de mis piernas y el ejercicio de un primitivo fervor. Lo de mis piernas es algo que sólo a mí me incumbe, como si fueran dos ramas secas que ardieron en un fueguito que no compartí. Lo del fervor, en cambio, era patrimonio de todos o casi todos. Ansiábamos alcaldes, profetas, cracks de fútbol, actores o mariscales. Cualquiera de ellos podía encender nuestro fervor. Así iluminados corríamos hacia ridículas guerras en las que matábamos y moríamos por el ademán de un sacerdote, la locura de un general o el desmañado discurso de un político. Matábamos y moríamos por abstracciones como libertad o patria detrás de trapos que juntaban colores sin ningún criterio estético. Las llamábamos banderas y siempre iban acompañadas de la palabra "nuestra". A veces se me escapa un grito. Un ¡Huija! largo y cada vez más vacilante que tiene para mí el olor de una batalla. No sé cuál y si está en mi memoria debe ser una de las últimas porque apenas si la recuerdo. En cambio, qué nítida aparece la cara alargada de John Lennon camino a un sótano donde ensayaría su música porque en esos tiempos la música tenía propietarios.
      Viajábamos del sur al norte en las oscuras bodegas de barcos ganaderos, entre incontables vacas que desgarraban el pesado aire con sus mugidos. Las pobres condenadas no tenían más que ese lánguido sonido para lamentar su destino. Es cierto, comíamos vacas. Ferozmente cierto. Tanto como que bebíamos atroces alcoholes y quemábamos hierbas para aspirar un humo que nos ablandaba los huesos. El siglo pasado y los comienzos de éste huelen a tabaco y pólvora, a mierda de trincheras y a miedo. Es difícil para los jóvenes entender esos aromas. Sé que el del tabaco y la pólvora se reproduce en laboratorios para que los muchachos sepan del espanto. El olor del miedo es más viejo, más húmedo. Inapresable como un lagarto aceitado que corre por las entrañas. Cuando arden las uñas que de tanto en tanto me recorta una sombra, cuando en las axilas me corre un agua incomprensible y regurgito un vomito, siento que el viejo aroma se aproxima pero soy incapaz de atraparlo o traducirlo. Sé que mi idioma resulta a veces incomprensible. Ese ¡Huija! inexplicable, que irrumpe entre las 200 o 300 palabras que alcanzan y sobran para entenderlo todo. Abundo, sobro, soy casi una molestia parlante para los hermosos seres que me visitan. Ellos entienden la cuarta parte de lo que yo pretendo decir pero sospecho que se divierten con mis balbuceos y esa es mi alegría.
      Creo haber nacido en tierras de alguien a quien todos llamaban el "Abuelo'' o el Comandante a mediados del otro siglo. De mis primeros años en esas tierras me queda el recuerdo de un enorme galpón en el que había un puñado de muchachos tan pequeños como yo. Peleábamos con los perros los restos de comida que alguien arrojaba de tanto en tanto. Dormíamos en el suelo lo más cerca posible de un fuego que parecía arder siempre. Los días se nos iban en lustrar innumerables pares de botas. Una especie de zapatos que protegían el pie y la pierna casi hasta la rodilla. El abuelo tenía centenares de botas y sus mujeres nos hacían lustrarlas con una pomada oscura hasta que el cuero espejara nuestras caras. Allí debo haber visto por primera vez estos rasgos que mucho tiempo después, y envejecidos, reprodujeron revistas y televisores. El mes de junio, llamado también "el de los grandes vientos", se hacían las carreras de cardos. Los cardos eran, o son, unos arbustos redondos y livianos cuando estaban secos. El viento los hacía rodar por el campo y alguien imaginó esa competencia en la que participábamos todos los muchachos. Estoy viendo a esas 20 0 30 figuritas semidesnudas adornando con cintas de colores esos grandes globos espinosos. Las cintas eran las divisas que identificaban cada cardo y definirían al ganador.
      En grandes fuegos, sobre largos colchones de brasas, se quemaban vacas, corderos, cerdos y hasta pájaros. El aire se llenaba de un humo que excitaba el hambre. La ginebra —un alcohol trasparente que engañaba al agua— enloquecía a los hombres que, entre apuestas y cuchillos, dejaban a menudo su cuerpo sobre el campo. Sobre un gran caballo blanco, el abuelo seguía los festejos. Endomingado, se decía entonces, con toda su gualdrapería y sus correajes. Una vez una mujer dijo que parecía "un vals peruano". Esa frase aún remolonea en mi memoria, aunque nunca pude develar su significado. A un disparo de la terrible escopeta que cruzaba su montura, los cardos corrían empujados por el viento y detrás los muchachos soplando para alentarlos.
      Alguna vez, en uno de esos junios, mi cardo ganó la carrera. Desde su inmenso caballo el abuelo me arrojó una moneda. Debajo del gran sombrero oscuro vi la ceniza de sus bigotes. Recogí la primer moneda de mi vida y la mordí como hacían los hombres. La perdí, no se dónde, pero nunca vi una igual. Creo que él las acuñaba como hacían muchos entonces. Alguna vez, no sé cómo, salí de esas tierras sin saber ni mi nombre. Ahora todos me dicen el viejo, o la escoria.
      Hermosos nombres. Hasta este tiempo de ustedes no sabía por qué me pasaban todas esas miserias. Después entendí que aquel que era yo, estaba fabricando estos recuerdos. Que mis dolores, euforias y locuras les estaban destinados. Hasta ese inexplicable juego que llamábamos amor. Cuando apagan las luces y se marchan los visitantes hay una mujer que cierra mis ojos. No sé quién es. Hay días en que trato de sorprender el olor de la gasolina. Nadie sabe ya qué fue del petróleo del que tengo entendido salía ese aroma que hacía andar industrias movía máquinas y multiplicaba esos cubiles de chatarra que llamábamos automóviles. Fue en uno de esos vehículos que salí del campo del abuelo. Vi entonces, luchando contra el mareo que me provocaban los olores y la velocidad, enormes extensiones de tierra salpicada de vacas. Después paredes, inmensas paredes sobre las que se desplomaba un gris un gris profundo. Todo el gris que puede ponerse sobre las cosas para descartar cualquier forma de felicidad. Por absurdo que les parezca, yo suponía entonces que aquello tenía cierta hermosura. Vagabundeé por esos paisajes que llamaré ciudad, con el permiso de ustedes. Allí anduve con bandoleros, cartógrafos, custodios, marinos. Presidentes, presidiarios, caminantes, enanos y vendedores. Sobre todo vendedores. Y también mujeres. Esa palabra que endulzaba la boca. Las veía bajo las arcadas de las recovas rodeadas de esos objetos de entonces: muebles, estampillas, baldes, macetas, filigranas, herramientas de uso desconocido, sifones y bicicletas. Detrás de cada una de esas cosas había siempre una mujer. Había tornillos y postales, pájaros pintados, flores de papel, botones, alcohol, dulces, tabacos, pipas talladas, adobos, perfumes y todo lo inútil que puedan imaginar. Entre esos objetos las mujeres eran remolinos de trapo de colores, muñecas que uno deseaba tajear para ver salir la espuma que las rellenaba. De ellas brotaba una materia cálida, casi invisible. El recuerdo las complica y las palabras se parecen casi siempre a borrachos en la niebla.
      Vuelvo a la recova y a sus escaleras que conducían a ninguna parte. Un laberinto de pasillos y puertas entreabiertas que daban a otra escalera con media docena de escalones ausentes o a una habitación desnuda en la que aún flotaba el último gesto de una estrangulada. Una vez encontré una muchacha que habían encadenado a la pata de una cama. Jugaba a tejer y destejer una capa con un único ovillo de lana. Nos sentábamos al borde de la cama y hablábamos, no sé de qué cosas. Nunca pude liberarla de sus cadenas ni supe quién la tenía prisionera. A cierta hora ovillaba prolijamente la lana que había usado, atravesaba las agujas por el centro del ovillo y yo sabía que debía marcharme. Yo le decía novia y ella sonreía o lloraba. Un bombardeo o una demolición —los resultados eran parecidos— borró la recova y la muchacha. Reemplazaron las antiguas casas con esas ágiles y efímeras avenidas que enorgullecían a los constructores de esa época. Cuando murieron los automóviles, las avenidas quedaron tiradas sobre la tierra como serpentinas de un carnaval de locos. Las vi cubiertas de yuyales, y creo haber escuchado, en "La lección de los pájaros", el murmullo de un malvón abriendo una grieta en el asfalto. Cuando aún corrían los automóviles, me alisté o me alistaron en esos batallones llamados escoria. Allí conocí las delicias y los horrores del perpetuo celo, esa enfermedad que contrariando toda ley biológica, nos llevaba a ridículos frotamientos después de atravesar empalagosas ceremonias de asedio y captura. Hembras y machos asistían, después de la fatiga, al disgusto o la franca repugnancia. Signos de agonía, confundidos con la felicidad, gemidos que pretendían el éxtasis y extraviaban al verdugo y la víctima. Fui ambas cosas y como todo ahorcado nunca encontraré virtudes en una cuerda. Me capturaron las llamadas brigadas de limpieza y me sentenciaron en un lugar llamado matadero municipal. Alguien, no sé su nombre ni su sexo, debió llorar por mí. Pero recuerdo claramente el ridículo juicio en medio de un basural con el juez sentado en un artefacto sanitario y al fiscal borracho apuntándome con una botella y profiriendo insultos. Acostados entre desperdicios y bebiendo sin parar, las torpes caras de los ejecutores esperaban ansiosos la hora de matarme. Después, confundieron anotaciones o hubo un sello de más en los biblioratos y llevaron al poste de las ejecuciones a un lisiado que no se podía tener en pie, un carpintero solucionó el problema con martillo y clavos. Una de las balas debió arrancar un clavo porque el brazo derecho se descolgó después de la descarga.
      Esa misma noche descubrí la seguridad de los cafetines y debo haber gritado mi último ¡Huija! Bastaba quedarse sentado ente una mesa con una copa delante para que nada ni nadie molestara. Ubicado frente a una vidriera tal como estoy ahora, sólo había que dejar que el tiempo corriera. Sospecho que fui optimista. Del afuera no dejaban de llegar noticias. Cambios de gobierno, guerras disparatadas. Allí supe del fusilamiento de Lennon, del atentado contra Gardel, la extinción de los futbolistas, el petróleo y los amantes. Mis piernas se atrofiaron y en mis ojos y en mi memoria hay un gran charco donde se ahogan infinitos nombres. Los paisajes son nítidos. Esta mesa y este cristal a través del que ustedes me miran no se parecen al humoso vidrio del cafetín. Allá había letras invertidas y cortinas que ardieron por fósforos o balas. No las extraño. Es bueno tener un cristal delante, una mesa en la que apoyar los codos hasta que apaguen las luces, hasta que crean que duermo y yo sienta que el miedo, ese viejo perro, aún se ovilla entre mis piernas muertas. ¡Huija!


FERNANDO DE GIOVANNI

Fernando de Giovanni hizo una fulgurante aparición en el campo del fantástico nacional ganando el Premio Más Allá con "El tipo que vio el caballo" y obteniendo, al mismo tiempo, una mención con "Vagos recuerdos". Luego lo perdimos de vista. Supimos que vivía en España y poco más. Ahora, tras recuperarlo, esperamos obtener otros trabajos que guarda celosamente en un cajón, siempre a la espera de revisiones definitivas. Fernando publicó una novela (Keno, Editorial Jorge Álvarez, 1969) y un puñado de cuentos en antologías.


Axxón 137 - Abril de 2004

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