"Acampó entonces el ejército
etrusco en esta llanura, asustado por los avisos del cielo.
El propio Tarconte me envió embajadores y la corona
del mando con el cetro y me encomienda las insignias;
que acuda al campamento y me haga cargo de los reinos tirrenos".
Virgilio: Eneida, VII:503-507
Así como "Roma no se construyó en un día", tampoco se desarrolló sobre un territorio completamente virgen y despoblado. La nación madre y cuna de la moderna cultura occidental ocupó un territorio la Península Itálica que, según diversas fuentes, estaba habitada por pueblos anteriores, de origen oscuro y cultura desconocida.
En cierto sentido, nos ocurre con las culturas prerromanas de Italia lo mismo que con las españolas: ¿eran los celtas un pueblo autóctono? ¿Cuál era, exactamente, su relación con íberos y numantinos? ¿Es correcta la actual denominación de pueblos "celtíberos"?
En apariencia, la cuestión prerromana en Italia es más simple que la de otros sitios: desde la más remota antigüedad, cuando alguien piensa en los antiguos pobladores de ese país, la palabra que nos viene a la mente es siempre la misma: etruscos.
Los primeros que se preocuparon sobre la población primitiva de la Península Itálica fueron, por supuesto, los romanos. Sus investigaciones, tan profundas como era posible en aquella época (y no se crean que hoy pueden ser mucho mejores, como no sea en el aspecto genético-lingüístico) no arrojaron, por supuesto, resultados consistentes ni definitivos. Los romanos, encabezados por su "etruscólogo" oficial, nada menos que el emperador Claudio, se rompieron la cabeza durante muchísimos años para desenmarañar el misterio de la población que los precediera, la cual tenía un papel primordial en el origen legendario de la civilización romana.
Claudio César, nacido Tiberio Claudio Druso Nerón Germánico y conocido luego como Tiberio Claudio Nerón César Druso, nació en Lugdunum (Galia) en el 10 a.C. Era hermano de Germánico y nieto de Livia (esposa del emperador Augusto) y, por consiguiente, sobrino del emperador Tiberio. Elevado al trono en el 41 d.C. por iniciativa de la guardia pretoriana tras el asesinato de Calígula, y ante la falta de herederos legítimos, reinó más o menos justa y sabiamente hasta su muerte, el 23 de octubre del 54.
Su gobierno fue inteligente y exitoso, a tal punto que consiguió agregar a Britania como provincia romana.
Claudio fue jurisconsulto, académico e historiador y se trata, de hecho, del único científico que alguna vez vistió la púrpura real en Roma.
Entre sus muchos intereses historiográficos se encontraba el investigar el origen de Roma y de los romanos, lo que en aquella época (y, para muchos, aún hoy) implicaba dominar la etruscología.
El gran logro de Claudio fue percatarse (y fue el único hombre de su tiempo en darse cuenta de esto) de que por aquellos años estaban muriendo en Roma los últimos etruscos de pura sangre. Era cierto: luego de los tiempos de Claudio, la raza etrusca pudo, legítimamente, considerarse como extinta en forma completa.
Una de las piezas mejor conocidas del arte etrusco: el sarcófago conocido como "De los amantes" |
El soberano romano, atraído por el pasado legendario que se atribuía a los etruscos, pasó varios años compilando un minucioso trabajo de etruscología, especialmente enfocado en la cultura y la lengua del misterioso pueblo.
Muchos romanos entre los que se contaban casi todos los miembros de las clases dirigentes sostenían que el origen del romano eran los sobrevivientes de la Guerra de Troya, y así lo cantaba Virgilio en La Eneida: por consiguiente, la sociedad de Roma en tiempos de Claudio no veía con buenos ojos que la Historia descubriese que los altivos imperialistas del Mediterráneo provenían de los etruscos, un pueblo considerado bajo, inculto y primitivo. Daría la impresión de que ésta, precisamente, era la conclusión que Claudio sacaba de sus investigaciones. Por lo mismo, no resulta absurdo que la obra (un grueso libraco) fuese destruido a poco de la muerte de su autor, a fin de preservar el origen mitológico y cuasidivino de los fundadores de Roma.
Nos hubiese encantado leer un libro sobre la historia de los etruscos escrito en el siglo I antes de Cristo por un especialista, letrado y noble. Sin embargo, y por las razones políticas que ya hemos enunciado, la obra está perdida desde aquel entonces, y sólo nos queda especular sobre sus posibles contenidos.
No sólo del libro de Claudio se "ocupó" el orgullo troyanógeno de los romanos imperiales: con furia tenaz y criminal fueron extirpando, en la medida de sus posibilidades, todo recuerdo, tradición y rastro cultural de sus ancestros, a fin de asimilarse ellos mismos, cada vez más, a la raíz troyana, asiática y helenófila que pretendían inventarse, de tal suerte, tristemente, que desde Nerón hasta principios del siglo XIX los etruscos estuvieron perdidos para el mundo y para la Historia del Hombre como un pueblo cuasi inexistente, a no ser por algunos pocos descubrimientos arqueológicos por siglo (una vasija aquí, una tumba allá) que, a pesar de ser claramente no romanos, eran catalogados como "romanos primitivos".
En dos de las colinas de Roma, concretamente el Palatino y el Quirinale, se conocen desde hace siglos unas antiguas tumbas que no corresponden con las costumbres romanas, y que hoy, con los modernos métodos de datación, pueden con certeza ser fechadas entre los siglos VIII y VI antes de Cristo y, por lo mismo, identificarse con sitios etruscos. Al revés que en los cementerios romanos, los sitios de cremación se mezclan, en estas tumbas, con los sitios de enterramiento (algo más recientes). La evidencia de que estos sepulcros (llamados por los romanos Sepulcretum) son de lo más antiguo que puede encontrarse en la ciudad es muy concreta: de hecho, en el Palatino, una tumba circular de incineración está superpuesta con una oblonga de enterramiento, lo cual es típico de los cementerios etruscos pero desconocido en los romanos.
Sin embargo, los primeros descubrimientos modernos datan de principios del siglo XIX: a poco de llegar Napoleón al trono de Francia, su hermano menor Lucien (Luciano) Bonaparte, Príncipe de Francia, de Canino y de Musignano, descubrió en sus terrenos de la Toscana una gran tumba etrusca. El noble francés comprobó el interés que los coleccionistas manifestaban por los objetos de arte prerromano, vio el filón y comenzó a excavar por todos sus ingentes terrenos, rescatando varios cientos de piezas que fueron vendidas de inmediato al mejor postor. Bonaparte se hizo millonario gracias a los orfebres etruscos, pero el beneficio no fue para él solo: gracias a su codicia el mundo comenzó a conocer más y mejor a la cultura que había obsesionado, 1.800 años atrás, a su primer estudioso, el emperador Claudio.
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Pero ¿quiénes eran los elusivos etruscos? ¿De dónde habían venido? ¿Qué relación tuvieron con nosotros, los latinos posteriores?
Lamentablemente, hemos de confesar que el panorama no está más claro hoy para nosotros que para los Julio-Claudios del siglo I. Sin embargo, intentaremos compendiar los conocimientos de que disponemos.
En las épocas primitivas, mientras en Mesopotamia y Egipto nacían imperios y culturas fastuosas como la sumeria, egipcia o babilonia, Italia presentaba, apenas, una colección de tribus primitivas que ni siquiera habían abandonado la Edad de Piedra: italiotas, ligures e ilirios. Mucho más tarde (siglo VIII a.C.), los mercaderes fenicios primero y los helenos de la Magna Grecia (Sicilia) después, comenzaron a explorar la Península Itálica y a descubrir sus paisajes y sus gentes. Piénsese en la impresión de fenicios y griegos al descubrir, como una isla de brillo cultural en medio de un océano de gentes atrasadas y primitivas, a los florecientes etruscos de la toscana.
Preguntados por el nombre que se asignaban a sí mismos, los etruscos dijeron llamarse rasenna o simplemente rasna; los griegos los denominaron tirsenos o tirrenos (y de allí el nombre del mar de Italia) y los romanos los bautizaron tusci (de donde el nombre del país, Toscana). El nombre "tusci" degeneró luego en etrusci, de donde surgen los modernos: "etruscos", "Etruria", etc.
Ya entre griegos y fenicios se desató una feroz polémica acerca del origen de los etruscos: la discusión se generalizó, y los bandos antagónicos eran los "autoctonistas" versus los "migracionistas". Los primeros afirmaban (y afirman) que los etruscos eran un pueblo preindoeuropeo, esto es, verdaderamente indígena de Italia, no proveniente del Asia Menor ni de ninguna otra parte. La opinión contraria sostenía que los etruscos habían llegado desde la Lidia (actual Turquía), es decir que, si no eran verdaderos descendientes de troyanos, eran sus parientes cercanos.
A favor de esta última tesis se encuentran el sistema y el tipo de enterramiento de las tumbas del Sepulcretum: como muestran la variedad de antecedentes culturales que manifestaban los tirrenos, apoyan en forma no determinante el origen extranjero de este pueblo. El tipo de incineraciones y cremaciones de cadáveres que practicaban ha sido identificado por el arqueólogo italiano Luigi Pigorini como una evidencia del origen septentrional de los etruscos. Según su tesis, los primeros romanos recibieron su herencia cultural de los etruscos e ítalos que vivieron al norte del Tíber y aún más allá.
Otra pista que nos conduce a un origen ajeno fue el descubrimiento, en 1930, de las ruinas arcaicas del Foro Boario, en el área de Sant’Ombono. Ellas muestran la existencia de poblaciones bien establecidas, de cultura etrusca o al menos de Italia del Norte en plena Roma en el siglo VI, es decir, más de un siglo antes de la fundación "oficial" de la ciudad.
Autoctonistas y migracionistas: desde milenios se supo que ambas posturas tenían parecidas posibilidades de verdad: para horror de los griegos, las mujeres etruscas gozaban de libertad y capacidades civiles plenas, pudiendo participar de las justas deportivas e incluso de los banquetes. Este rasgo cultural está totalmente ausente en las culturas del Asia Menor, la Mesopotamia y la India, y es uno de los puntos fuertes de la tesis del origen autóctono.
Pero los migracionistas no se quedan atrás: el arte, la religión y la vida cotidiana etrusca tienen mucho que ver con sus homólogos del Asia Menor, y ciertos rasgos culturales se asemejan a los de la Mesopotamia. En efecto, su magia y sus artes adivinatorias, por ejemplo, eran virtualmente idénticas a las de la antigua Babilonia. La lengua etrusca era, según cierta evidencia disponible, un pariente más o menos cercano de la lengua lidia. Pero esta afirmación se basa solamente en la traducción de textos escritos, tarea no muy difícil porque los etruscos adoptaron tempranamente el alfabeto griego. Otros opinan que el etrusco era no-indoeuropeo o directamente preindoeuropeo. Según Hesíodo, los etruscos se consideraban a sí mismos descendientes de Ulises y de la hechicera Circe, a quienes llamaban "los primeros tirrenos", es decir que eran, en sí mismos, migracionistas. Apoya a esta teoría el mismísimo Herodoto: dice que los etruscos llegaron a Etruria en una gran migración procedente de Lidia, en la actual Turquía. Dionisio de Halicarnaso, su compatriota, discrepa sin embargo con Herodoto, ya que afirma que los etruscos son totalmente indígenas de Italia.
Hay, por supuesto, evidencias que apoyan esta tesis:
A lo largo de las playas del Tirreno, algunos hallazgos nos permiten individualizar la existencia de una civilización previa a los demás italianos, a quienes llamamos en forma convencional protolatinos. Estos hallazgos probarían que, alrededor del II milenio a.C., llegaron a Italia distintos pueblos de origen indoeuropeo.
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Otras evidencias apoyan la teoría protolatina, especialmente de índole lingüística y arqueológica. Por el contrario, poetas antiguos como Virgilio hablan del origen "oriental" (o sea, de Asia Menor) de los pueblos latinos. Polibio y Tucídides, dos autores de la tradición grecosiciliana (de la Magna Grecia), manifiestan por el indigenismo de los latinos.
Posiblemente, el pueblo "protolatino" sea en realidad lo que conocemos como "Cultura Villanoviense". La cultura Villanoviense es la más importante población humana de la Edad de Hierro y se llama así porque sus primeros restos se hallaron en la aldea de Villanova, en las afueras de Bologna, en 1853. Se acepta comúnmente que los Etruscos derivaron de los villanovienses o fueron absorbidos por ellos.
El principal rasgo de la cultura villanoviense son las tumbas cinerarias con cuerpos cremados, que se hallan por todas partes y prácticamente en la totalidad de la península. También se han encontrado un tipo particular de cerámicas y láminas delgadas y vasijas de metal, yelmos y fibulæ, término que designa pequeños objetos de adorno personal como alfileres o ganchos.
Fibula zooantropomorfa en bronce, actualmente en el Museo Arqueológico de Bologna |
Los etruscos, siguiendo la costumbre villanoviense, pusieron de moda la cremación de los muertos, aunque en una etapa posterior hayan pasado a preferir el enterramiento con ricos ajuares funerarios. Como hemos dicho, en el Foro Boario de Roma se encuentran tumbas de ambos tipos.
En las estaciones arqueológicas de la cultura Villanoviense aparecen con frecuencia aldeas etruscas sin que haya ninguna solución de continuidad apreciable en el tiempo que permitiera desestimar la teoría de una gran migración.
Por otra parte, un rollo hallado en Lemnos, proveniente del siglo VI a.C. y escrito en una lengua similar al etrusco, hace considerar plausible la hipótesis del origen oriental.
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La lengua etrusca, testimoniada en más de seis mil escritos conservados, no pertenece al grupo Indoeuropeo.
Ya conocidas en vida del poeta griego Hesíodo (700 a.C.), las evidencias arqueológicas demostraban que ya en aquella época se estaba desarrollando una gran civilización en la zona de Etruria, en una enorme área de la actual Italia Central.
Estas incógnitas sobre la lengua etrusca y el origen del pueblo que lo hablaba traen a la memoria del hombre enterado dudas similares sobre otro pueblo europeo plagado de misterios: los baskos.
En el caso de los etruscos, posiblemente tanta disputa sea vana en esencia: yo suscribo a una tesis "mixta", a saber: el pueblo villanoviense fue influido y amalgamado por migraciones provenientes de Asia Menor, y andando el tiempo, esta mezcla cultural y racial devino en los etruscos y más tarde en los romanos. Como casi todo lo que refiere a este tema, la tesis mixta aún espera comprobación científica.
Como queda dicho, la imagen que los romanos tenían de su propio origen ascendía a Troya cuando no al mismísimo Olimpo. Si tenía razón esta postura o la contraria sólo podrá ser dilucidado en base a la evidencia arqueológica que, justo es prevenir al lector, no es, hoy por hoy, concluyente ni definitiva. Se han escrito ríos de tinta sobre los indicios que apuntan a que Roma sí era descendiente de Etruria.
Los romanos primitivos tenían una fiesta denominada feriæ luceriæ. Hay quienes afirman que estaba relacionada con la luz (lucis, lucium), pero en realidad el término deriva del latín lucus, el nombre de los bosques sagrados para los romanos. El más conocido de estos bosques ceremoniales es el Lucus Feroniæ, que todavía existe al norte de Roma, sobre la salida Fiano Romano de la autopista A1. Lucus, a su vez, deriva de la palabra etrusca vuvcius, y ésta está relacionada con el umbro vuku, lengua en la cual sigue significando "bosque sagrado".
Fibulæ etruscas en bronce |
La relación entre etruscos y romanos también se comprueba por los objetos y costumbres de los primeros que fueron adoptados por los segundos. Entre ellos podemos nombrar: la toga de púrpura, las sella curule, las fasces con el hacha, los lictores y los anfiteatros. Todos ellos proceden de los etruscos. Los romanos, sin embargo, preferían no sentirse como herederos de los etruscos. Solían enseñar a sus niños que eran un pueblo de inmigrantes a quienes los dioses habían regalado las sagradas riberas del mar Tirreno y las orillas del Tíber como don.
La Etruria antigua pronto trascendió los estrechos límites de su Toscana original y comenzó a extenderse por el Lazio. Mientras los etruscos desarrollaban sus grandes y espléndidas ciudades, la miserable Roma era sólo una aldea de cabreros a orillas del Tíber. Muchas ciudades italianas de hoy no provienen de los romanos, sino que eran ya ciudades etruscas hechas y derechas cuando Roma aún no existía: Peruggia, Arezzo, Viterbo, Tarquinia, Orvieto... Las ruinas de Veies, cerca de Roma, son las de un hospital-casa de termas etrusco, a donde los enfermos concurrían para sanar de diversas dolencias.
Los etruscos tienen algunos puntos de contacto con grandes civilizaciones americanas, como mayas y aztecas: como éstas, duraron sólo unos pocos siglos. Etruria se alzó en el VIII a.C. y en el III ya estaba en franca decadencia. Como bien apuntó Claudio en su libro ausente, en I d.C. se había desvanecido. Al elevarse Roma, cuentan los historiadores antiguos que los mismos etruscos comprendieron que estaban perdidos, que nada que hicieran podría detener su extinción a manos de aquel pueblo imperialista y conquistador, y que el fatalismo ganó el alma etrusca. Cayeron los etruscos en una forma de vida disipada y hedonista, llena de danzas, orgías y festines, inclinada a todos los placeres. Esta forma de vida, si hemos de creer a los historiadores romanos, precipitó su destrucción.
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Con el correr de los años, Etruria se organizó en una confederación de estados independientes regidos por reyes, para evolucionar después hacia una forma republicana. Los representantes de cada ciudad de la federación se reunían una vez por año en el templo del dios Voltumna para discutir los asuntos comunes, y pasaban el resto del año ocupándose de los suyos propios, al estilo de las althing escandinavas. Las ciudades tirrenas eran gobernadas por una pequeña aristocracia. Por debajo de los nobles se extendían los ciudadanos y más abajo los esclavos. De éstos existían dos categorías: los instruidos, destinados al sexo y al placer de sus señores, y los analfabetos, utilizados para el trabajo más duro.
La magia y la medicina eran ciencias "serias" para los etruscos y, en apariencia, daban muy buenos resultados: Esquilo llama a Etruria "el país de los medicamentos". Las termas etruscas eran conocidas en todo el Mediterráneo, y sus artes para la curación estaban inextricablemente unidas a la religión: un complicado panteón de dioses y diosas mayores y menores, imbricado con la mitología grecolatina, que rendía culto, asimismo, a las antiguas y primitivas deidades que personificaban fuerzas naturales, especialmente a las diosas generatrices de la fecundidad. Los tres principales dioses tirrenos, Tinia, Uni y Mernva, fueron sincretizados más tarde con las figuras de Júpiter, Juno y Minerva. La religión etrusca poseía palabra revelada, esto es, libros sagrados, que se han perdido. El hombre estaba, además, sujeto a los designios del Hado, y la adivinación y la magia trataban de desentrañar sus intenciones y las asechanzas que aguardaban al Hombre a cada vuelta del camino. Prácticamente la totalidad de las actividades humanas debía propiciarse mediante rituales, purificaciones y ceremonias. Muy importantes eran también los cultos a los dioses familiares y nacionales, y en ellos encontramos el claro antecedente de los lares y penates de la Roma subsiguiente.
Fibulæ prerromanas |
Eran muy afectos a las ceremonias y a los festivales: desde la reunión de los regentes al más mínimo aniversario de campesinos, sus fiestas incluían danzas, torneos gimnásticos, ejecuciones musicales y representaciones teatrales. En los torneos etruscos se halla el origen del circo romano, aunque en aquél no había efusión de sangre ni violencia desmedida.
El arte etrusco era elevado y refinado: inevitablemente influido por los griegos debido al intenso comercio que llevaban a cabo. Vendían minerales y producción agropecuaria a los helenos y a sus ciudades asiáticas, importando, a su vez, objetos de lujo y telas elaboradas. Los tirrenos, no obstante, fueron capaces de mantener a lo largo de los siglos su profunda originalidad, su personalidad barroca y exhuberante que derivó, andando el tiempo, en las más elevadas formas del arte romano. Al tiempo aprendieron de sus maestros griegos el arte de la orfebrería y terminaron exportando su producción al propio país de origen de la técnica. Su mayor especialidad: los pequeños objetos utilitarios, decorados y trabajados con pasión y amor por la belleza, especialmente confeccionados con oro y marfil.
Los griegos no entendieron nunca a estos extraños vecinos. Los romanos, por los motivos ya explicados, los odiaron con ferocidad e hicieron todo lo posible por borrar sus huellas de Italia. Es por ello que, perdida la obra de Claudio, sólo nos quedan como testimonio de la vida cotidiana de los tirrenos las representaciones artísticas. En varios frescos se observan banquetes, con la familia al completo reunida ante las viandas, incluyendo a los niños. Los amores eran duraderos, ya que parece no haber existido entre ellos el divorcio ni la disolución del vínculo matrimonial.
La península, a fines del siglo VI a.C., pertenecía en su práctica totalidad a los etruscos, excepto la zona más austral y la Magna Grecia, dominada por los griegos. Aliados con los cartagineses fueron a la guerra contra los Griegos, primero y contra Roma más tarde, organizando a tales fines un gran ejército y una soberbia flota, apoyada en un innovador invento etrusco: el ancla.
Hasta principios del siglo V a.C. vivió la Etruria sus mejores tiempos, dominando incluso a los latinos de Roma, muchas de cuyas edificaciones primitivas llevaba el sello arquitectónico tirreno.
Sin embargo, la historia política de la Etruria tardía y de la Roma temprana se entreteje con la leyenda y no es fácil de desenmarañar.
Si bien hoy se cree que el dominio de Etruria sobre Roma fue más económico y comercial que político y militar, los historiadores romanos hablan de dos reyes etruscos que aposentaron su trono en Roma. El primero de ellos fue Tarquino el Viejo, supuesto contructor de la Cloaca Máxima, y el segundo Tarquino el Soberbio, cuya caída marcó el fin de la hegemonía etrusca y los comienzos de la República Romana. Se conocen, también, los nombres de tres generales etruscos que derrotaron a Roma en campaña: Mastarna, Cailo Vibenna y Aulo Vibenna.
Si hemos de creer al único fragmento sobreviviente de la obra del emperador Claudio, el tal Mastarna no fue otro que Servio Tulio, etrusco reputado por los romanos como el mejor de los monarcas primitivos.
Parece ser que Servio casó a sus hijas con los herederos de Tarquino el Viejo. Uno de los jóvenes, Tarquino el Soberbio, mató a su suegro y se autocoronó rey. Cruel y de ferocidad desmedida, sufrió un golpe de estado que acabó en la proclamación de la República (509 a.C.). La pérdida del poder sobre Roma fue el escalón final de la caída de los tirrenos. Poco a poco, la Roma, ahora en manos romanas, comenzó a ocupar los territorios etruscos, aprovechando el disenso interno entre las ciudades de la federación. Más tarde, los etruscos se aliaron con los cartagineses en la Primera Guerra Púnica y, al ser derrotado éste, se vieron arrastrados en su caída, circunstancia que también aprovecharon los galos para invadir el territorio etrusco.
El último etrusco famoso fue un consejero del emperador Augusto llamado Mecenas, cuyo amor por las cosas bellas hizo perdurar su nombre como sinónimo de patronazgo de las artes.
Y aquí se cierra la historia "comprobable" de los etruscos. Nada más, prácticamente, sabemos de ellos ni de su cultura.
El territorio de los etruscos llegó hasta el mismo centro de la actual ciudad de Roma, sobre la colina del Gianicolo, desde donde se domina todo el valle del Tíber. Además, los reyes etruscos hablan de la vida de la gente de Roma desde los primeros años. Se especula con que el mismísimo nombre de la ciudad, Roma, procede de una palabra etrusca, rumon, que significa "el río" (no olvidemos que Roma yace junto al Tíber).
No es la única influencia del etrusco sobre nuestra lengua: Aunque a algunos les cueste creerlo, el término histrión, utilizado para designar a los actores, especialmente cómicos, no deriva de una palabra original latina (histrio) sino que es una de las palabras etruscas que sobrevivieron (hister), casi intactas, hasta llegar a la lengua castellana.
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Cuando los griegos descubrieron a los etruscos, y más tarde los romanos trabaron relación con ellos, ambas civilizaciones se escandalizaron por el libertinaje de los etruscos. Entiéndase bien: por "libertinaje" no se horrorizaban de las prácticas sexuales (sabemos que tanto los griegos como los romanos eran curtidos veteranos de las lides de Sodoma, Safo y Lesbos entre otras prácticas, algunas de ellas sumamente perversas a los ojos modernos), sino porque los etruscos... ¡bailaban! Sí, bailaban: bailaba el rey, bailaban los cortesanos, bailaba el pueblo llano, los artesanos, los militares y los campesinos, pero la danza, para griegos y romanos, era la más vil de todas las expresiones de la cultura humana, sólo tolerable ya que no admisible entre bastardos, prostitutas y esclavos. El que practicaba esta despreciable actividad se llamaba, en etrusco, hister, el bailarín. El sustantivo fue inmediatamente adquirido por griegos y romanos para designar al actor bufo, que cantaba y además bailaba, para diferenciarlo del actor serio, trágico, socialmente aceptado. De esta manera, sin saberlo, estamos hablando en etrusco.
Sea como haya sido, es innegable que el misterio alimenta la imaginación, y que de ella pueden derivarse nuevas visiones y conceptos novedosos y originales.
No es demasiado probable que se llegue nunca a saber más del pueblo que nos ocupa de lo que se expone en este artículo, por la simple razón de que los mismos romanos no pudieron averiguar más, estando como estaban tan cercanos en el tiempo, la raza y la cultura con respecto al objeto de su estudio.
Ello, sin embargo, no impedirá que sigamos especulando acerca del origen, costumbres y destino de una de las culturas más interesantes, misteriosas y trascendentes del hemisferio occidental: los elusivos etruscos.