Esto no es algo que me enorgullezca hacer, se lo aseguro. Pero me he puesto como meta lograr su atención, y ya lo he intentado infructuosamente por las vías normales. Así que no me ha dejado alternativa; usted, o los burócratas que forman su entorno, que es lo mismo. Al fin y al cabo, usted los ha puesto ahí.
El hecho es que su Defensoría es un cargo público, por el que se le abona un sueldo (que, dicho sea de paso, yo contribuyo a pagar con mis impuestos), así que no creo que sea inadecuado el exigirle que no se atreva a desechar mi asunto sin haber, al menos, escuchado toda la historia. Ya que no he logrado que me atienda como corresponde, mal asesorado, como está, por ese atado de inútiles que tiene como filtro, paso a exponerle todo el asunto por medio de esta carta abierta con copia a los medios. Y empiezo desde el principio:
Recibí la llamada en el preciso instante en que terminaba de armar por tercera vez una licuadora que se negaba a dar vueltas. Debo explicarme, ya que tal vez eso no termine de encajar con la imagen que quizás haya ido formándose de mí: soy un intelectual, sí, un estudioso ávido de conocimientos, un lector compulsivo. Pero no soy rico. Los libros han de pagarse, y las ideas, por sí solas, no generan dinero ni llenan la olla, así que suelo asegurarme el sustento oficiando de dueño y único operario de un taller integral de reparaciones hogareñas, una suerte de arréglalo-todo profesional. Me iba bien. La llamada era de una de mis clientes, una señora que posee una innata y asombrosa habilidad para que cualquier artefacto eléctrico haga exactamente lo opuesto a lo que marca el prospecto. Una joya de ésas que uno, en el ramo, debe cuidar. Le adjunto sus datos para que corrobore, aunque no sé qué habrá sido de ella. No he vuelto a verla, desde que le conté lo sucedido. Otro perjuicio para mi bolsillo. Esta vez, sin embargo, el problema no era suyo. Transitaba por una calle solitaria, buscando a tientas en un barrio poco conocido una dirección que no viene al caso; observando que la calle terminaba en un paredón lejano y que no parecía haber salida, estaba a punto de dar la vuelta cuando le había llamado la atención un rostro gesticulante detrás de una ventana. Era una mujer que, un poco a los gritos y otro poco en ademanes, le había hecho entender que estaba encerrada y necesitaba ayuda. Mi cliente había logrado tranquilizarla prometiéndole los servicios de un experto: yo.
Anoté la dirección, tomé mi valija de herramientas e instrumental, y partí. No era la primera vez que corría al rescate de alguna damisela en apuros, víctima de una llave que no aparece o de un sistema de seguridad del que ha olvidado la clave; iba equipado para todo.
La calle era realmente solitaria, un callejón sin salida, vidrieras ni movimiento. Había, sí, varias ventanas regularmente espaciadas, guarnecidas de un cristal suavemente esmerilado que no permitía distinguir más que aquello que estaba inmediatamente al otro lado, como era el caso de mi futura cliente, que seguía allí, firme, esperando. A la vista de mi maletín comenzó a hacer gestos señalando el marco de la ventana. Algo desorientado, le señalé la puerta que estaba unos metros a la derecha y no se veía especialmente difícil, pese a su evidente robustez. No ha nacido, todavía, la cerradura que yo no sea capaz de abrir. Sin embargo, ella insistía en la ventana, así que comencé por allí. El cliente es siempre el cliente.
Era de una hechura extraña, insospechadamente sólida y resistente. Me llevó un buen rato de trabajo duro el lograr hacer la primer perforación en el lado en que yo consideraba debían estar las bisagras. No las encontré. Gesticulé una pregunta: para qué lado se abre. Le llevó un par de segundos comprender a qué me refería; luego vino la respuesta, con un ademán definitivo: No se abre. Rómpala.
Le repetí el gesto pidiendo confirmación; en mi oficio, no está bien visto el comenzar un trabajo destrozando algo que está sano. Ella asintió sin dejar lugar a dudas: había que romperla. Dejé a un lado mis escrúpulos y pasé a la ofensiva. El cristal quedó rápidamente descartado, luego de un par de intentos con mi punta de diamante: parecía una clase especial de vidrio blindado y laminado, de espesor doble o triple. Los sonidos casi no lo atravesaban, así que, no habiendo traído dinamita, poco podría hacer por ese lado. Me concentré en el marco, que tampoco era papilla de bebé. El que había diseñado esa casa era un verdadero paranoico.
Más de dos horas después apenas había logrado abrir el boquete justo como para pasar una barreta. Mientras iba, con mucho esfuerzo, destrozando el material, me propuse conseguir a cualquier precio el nombre del constructor. Ese tipo tenía que ser un genio incomprendido. Jamás había visto algo tan resistente y difícil de vulnerar como esa maldita ventana. Por fin, con un ruido sordo, cedió.
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Bien. Ya está. Modo impreso. ...¿Me puede decir, ahora, qué tiene en contra de mi voz?
Interpreto final de frase. En lo sucesivo, debe terminar cada parlamento con la palabra "fin". Normas de la Empresa. Artículo 17 del Capítulo IV del Reglamento de Copropiedad y Arriendo: Todo reclamo referido al servicio de las viviendas debe ser registrado por escrito para no dar lugar a situaciones dudosas. La comunicación verbal no garantiza correcta interpretación. Fin.
¿Supone que me va a interpretar mejor obligándome a luchar con este maldito teclado? Fin.
Yo no supongo nada. Su reclamo, por favor. Fin.
Pero... ¡Si se lo acabo de decir!
...
¡Fin!
Su reclamo debe ser registrado por escrito. Encabécelo con su número de abonado, por favor. Fin.
¡...! De acuerdo. De acuerdo. Abonado D-038-004-072. No puedo salir de mi casa. El ascensor no funciona. ¿Así está bien? Fin.
Interpretación positiva. Sustituciones: va traslador por vulgo ascensor. Resto inteligible. Formato normalizado tentativo:
Abonado: D-038-004-072.-
Reclamo: Disfunción en unidad trasladora.-
Faltan datos acerca de la gravedad del desperfecto. Por favor, seleccione grados:
1.- Disfunción parcial leve
2.- Disfunción parcial severa
3.- Disfunción total.
Fin.
El tres. Disfunción total. No funciona para nada. No traslada. ¿Está claro? Fin.
- Correcto. Formato de Reclamo completo:
Abonado: D-038-004-072.-
Reclamo: Disfunción en unidad trasladora.-
Gravedad del desperfecto. Grado 3.- Disfunción total.
Se ingresa y se traslada al Sector de Apoyo Técnico. Gracias por su llamado. Aguarde allí, por favor. Fin.
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Entré por la ventana, como un ladrón o algo peor. Afortunadamente, no había nadie que pudiese verme; tengo un prestigio que cuidar. La mujer me hizo pasar a una sala, a la derecha de la otra habitación. Una vez ahí intenté echar un vistazo a la puerta principal. Entiéndase bien: soy un técnico acostumbrado a dar a las cosas su dimensión exacta con un solo golpe de vista, así que descarto la posibilidad de un error de apreciación de mi parte; el hecho es que la puerta no estaba allí. En su lugar se levantaba una sólida pared profusamente decorada con un gusto más que dudoso.
¿Tapiada? Bien, eso explicaba la insistencia en la ventana. Quizás la vivienda fuese muy grande y la puerta principal diese a la otra calle. Por algún motivo, habían convertido la de este lado en un simple motivo ornamental para los paseantes. Tal vez el problema fuese de comunicación interna. De todas maneras, no tuve demasiado tiempo para pensar; la dueña de casa me hablaba, y me costaba bastante seguirla. Era como una cascada llena de espumas nerviosas y salpicaduras de acento extranjero. Tratar con mujeres víctimas de electrodomésticos perversos es una de las primeras cosas que se deben aprender en mi trabajo, así que procuré calmarla lo suficiente como para que me explicase qué es lo que estaba mal. Pero era difícil. No acabábamos de entendernos. Ella decidió cortar por lo sano y llevarme al lugar en cuestión, una sala pequeña con apariencia de vestíbulo, un par de puertas más allá. "No funciona", me dijo, o me gesticuló, al tiempo que señalaba un armario metálico grande adosado a una de las paredes, con la puerta medio abierta. Eso lo entendí bien; lo que no alcanzaba a ver era qué relación podía tener esa especie de heladera gigante con su problema. No había olvidado el motivo de su pedido de ayuda: se había quedado encerrada. ¿De qué otra manera podía justificarse, si no, el haberme hecho forzar aquella ventana? ¿Por qué no abrirme alguna puerta? Le pregunté qué era, exactamente, lo que deseaba de mí. Se lanzó a una explicación pormenorizada y plagada de ademanes. Descubrí que comenzaba a comprender su acento. Siempre fui bueno para los idiomas. Al tiempo que me terminaba de abrir la puerta del armario y me mostraba el interior (vacío), se explayó en críticas a la empresa fabricante, a todas luces, extranjera, y a los encargados del edificio, que, al parecer, no se hacían cargo. Llegué a comprender, de alguna manera, que tenía una cena de suma importancia, un compromiso ineludible y vital, y que no iba a permitir que todo se fuese por la borda sólo porque el maldito aparato no funcionase como era debido, y que no iba a esperar al encargado ni a la empresa, con su maldito servicio de apoyo técnico y su maldita demora. Eso también lo entendí bien. Agregó varias cosas de bastante mal gusto al respecto de lo que ella llamó "reclamos por escrito", al tiempo que me fregaba, casi, por el rostro una larga tira de papel que salía del fax; ...un artefacto de diseño bastante extraño, dicho sea de paso; importado, con toda seguridad.
En resumen: quería que hiciese funcionar el aparato a toda costa y en ese mismo instante. Recién ahí comenzaba yo a ver las cosas claras: si el armatoste estaba directamente relacionado con la cena, y era tan electrónico como lo denunciaban los controles del tablero, sólo podía tratarse de una cosa: un horno de microondas de tamaño familiar, suficiente como para preparar todos los componentes del banquete de una sola pasada. Genial. Hasta podía meterse un jabalí entero, con manzana en la boca y todo. La pobre mujer era víctima de un complot del destino, una doble falla: puerta trabada y cocina descompuesta. Suficiente para hacer naufragar cualquier evento social.
No pude menos que admirar su capacidad organizativa: contrariada, sí, pero no histérica. Prioridades son prioridades. Arreglado el horno, ella podría dedicarse a la preparación del banquete mientras yo proseguía con la puerta. Bien pensado. Puse manos a la obra. Me gusta la gente práctica.
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Abonado D-038-004-072. Responda. Fin.
Sí, sí, aquí estoy. ¿Ya han arreglado el desperfecto? Fin.
Negativo. Las unidades de traslación locales han sido verificadas y funcionan correctamente. El desperfecto está en su unidad remota. Fin.
¿Y qué esperan para venir a repararla? ¡Necesito salir ya mismo, ¿me entiende?! ¡Ya mismo! Finfinfin.
Adicional innecesario. Su reclamo ya ha sido cursado a la Sección Enlaces Remotos. La cuadrilla ER-030-008 ha sido programada para ser transportada a su domicilio en exactamente 17 horas, 12 minutos, 32 segundos a partir de ahora. Adecue sus actividades según corresponda. Fin.
¡¡¿Cómo...?!! Fin.
Relea. Fin.
¡Qué adecue mis actividades? ...¡Ahora escúcheme bien, pedazo de zángano burócrata! ...¡O léame bien, mejor dicho! ¡TENGO que salir, de cualquier manera, antes de las nueve de la noche, ¡de hoy!! ¿Me entiende?
...
¡Fin, maldita sea!
Adicional no considerado. Sí, le entiendo. Fin.
¿Entonces...? Fin.
Si su pregunta es en qué modifica la situación el hecho de que le entienda, la respuesta es: en nada. Fin.
¡Pero... ¿por qué?! ¡Debe existir un procedimiento de emergencia! ¿Por qué no me envía una cuadrilla ahora, YA? Fin.
Su contrato es de tipo C.E. No permite procedimientos preferenciales. Debe utilizar las vías normales de asistencia técnica. Se le ha asignado la primer cuadrilla disponible de acuerdo a la programación. La traslación sin auxilio de unidades de recepción locales es compleja. Fin.
¿Y por qué no envía un técnico cualquiera a través de la unidad trasladora de alguna otra vivienda ubicada en este mismo universo? ...Debe haber otras viviendas de la Empresa en las inmediaciones; probablemente exista alguna pegada a la mía. Si yo fuese constructor, eso facilitaría las cosas. ¡...Use su imaginación, hombre! Fin.
Apelativo inadecuado. Le reitero: su contrato está caratulado como "C.E.", o sea, clase económica. Se da por supuesto que usted, como signataria, ha de haber leído todas las cláusulas. Fin.
No suponga nada. Infórmeme. ¿En qué me afectan, en este caso, las cláusulas? Fin.
La C.E. limita su rotación dimensional a los universos paralelos con semejanza de clase "B". Fin.
¿O sea...? Fin.
O sea, universos paralelos, física pero no culturalmente compatibles con el nuestro, lo cual, por la Ley de Regulación de Injerencias, implica la privación a los inquilinos del derecho a tránsito externo a la vivienda. En otras palabras, el universo al que ha sido rotado su piso es cerrado. Cada vez que usted utiliza el traslador del hall central de su complejo habitacional virtual, en nuestro lado, y sale al de su vivienda, está usted ingresando a una propiedad cerrada, construida en el espacio físico de un universo lo suficientemente desfasado del nuestro como para que las relaciones bilaterales sean inconvenientes. Sus habitantes no están ni social ni técnicamente preparados para el intercambio. No se permiten trasgresiones de ningún tipo; hay penalidades muy severas, la menor de las cuales es la cancelación inmediata de su vivienda. Ellos ni siquiera están al tanto de que parte de su espacio físico está siendo utilizado en condominios de propiedad horizontal inter-dimensional. Por lo tanto, no se puede enviar a nadie a través del espacio externo a su vivienda en ese universo. Todo esto está especificado en su contrato. Debe esperar la traslación de la cuadrilla ER-03-008. Fin.
¡Pero... a ver, espere a que digiera eso. ¡No! ¡No puedo esperar tanto! ¡Tengo que asistir a una cena de la que prácticamente depende mi futuro laboral! ...¡Esto no va a quedar así! ¡Puedo probarlo! ¡Voy a demandar a la Empresa por daños, y eso va a costarle el puesto a usted! ¡Fin!
Enfasis no considerado. Está usted en libertad de entablar las demandas que crea necesarias, pero le advierto que la Empresa está perfectamente amparada en sus procedimientos por los contratos que usted ha firmado, y que mi puesto no peligra en lo más mínimo. Si mi desempeño no ha sido el adecuado, simplemente corregirán mi programa. Fin.
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No era un aparato sencillo. Maldije una buena media hora (por lo bajo, por supuesto) antes de lograr siquiera encontrar el modo de abrir el panel de control. Pero lo logré. Al menos, como todo objeto de calidad, estaba construido con lógica. El resto de los paneles se abría fácilmente con el mismo sistema. Encontré la falla casi enseguida; en realidad, estaba a la vista: había una luz roja destellando brevemente, debajo de uno de los fusibles. Saqué la cápsula y la verifiqué con el tester: quemado. Por supuesto, no se parecía en nada a los que acostumbro manejar. ...Delicias de la importación. Habituado, como estoy, a ese tipo de inconvenientes, en un abrir y cerrar de ojos ya tenía un sustituto reforzado listo para colocar. Pero uno no es tonto, y no en vano se atesoran los años en el oficio. Los fusibles no saltan porque sí. Algo debía estar mal en el resto del equipo.
El horno se veía resplandeciente; las paredes interiores brillaban. Era más que probable que jamás hubiese funcionado, y yo hubiese jurado que la causa era una mala instalación por parte de un técnico irresponsable que no había tenido en cuenta las infaltables diferencias de tensión y frecuencia de red. Decidí investigar. Desmonté los paneles interiores del techo y uno de los laterales, y allí estaban las bobinas de inducción, de un tamaño como jamás las había visto. Realmente, era un microondas de tamaño industrial, apto más para un grand-hotel que para una casa de familia. Cancelé el jabalí y puse en su lugar un ternero de buen tamaño, y aún me sobraba energía. Pero eso no era asunto mío; lo mismo servía para hacer un huevo duro. Seguí buscando hasta que di con los generadores de alta frecuencia, y ¡bingo!, yo tenía razón: estaban calibrados de una manera tan absurda que era imposible que el artefacto pudiese funcionar así. Falla de fábrica, seguramente.
El llevarlo al rango adecuado fue un trabajo infernal. Prácticamente, tuve que recalibrar todo el equipo; pero me caía bien la señora, y, al fin y al cabo, ella pagaba. Si quería que el horno funcionase, funcionaría. Un buen rato después, terminé. Con una reverencia y un imaginario vuelco de sombrero le dije "¡...Vualá!". Los acentos extranjeros siempre me suenan a francés.
Ella saltaba de contenta. Bien mirada, era bastante agradable, sobre todo cuando mantenía la boca cerrada. Le pregunté por la puerta que estaba trabada, para poner manos a la obra de inmediato; se me estaba haciendo tarde, y me imaginaba que a ella también. Tardó en captar a qué me estaba refiriendo, lo cual me intrigó; al fin y al cabo, me había llamado para eso; terminó de desorientarme diciendo que no, que no importaba, que ya se las arreglaría. Como refrendando lo dicho, hizo el amague de conducirme de vuelta a la habitación de la ventana. Sin embargo, faltaba un detalle.
Me daba pena cobrarle, pero siempre me da pena cobrarle a las mujeres hermosas; ya estaba acostumbrado a escribir la factura mientras me lamentaba. Y ésta era de las gordas. Tenía otras cosas que hacer y esta reparación me había llevado mucho más tiempo del que había calculado. También demoró un poco en darse cuenta de qué era el papelito que yo le alcanzaba. ¿Vendría de algún país comunista? Cuando comprendió que era hora de pagar por el trabajo, su desconcierto se convirtió mágicamente en furia; afortunadamente, no contra mí, sino contra la dichosa empresa que, al parecer, le había vendido el horno. ¡Pagar! ¡Ja! ...¡No yo! me dijo, o algo así, arrancando la serpiente de papel que colgaba del fax y arrojándola por los aires. Espéreme aquí; ya vuelvo con el encargado.
Por puro acto reflejo atajé en el aire la tira de papeles, ésa misma que aún conservo aquí, en la carpeta con todo lo referente a este asunto, y de la cual le adjunto copia. Soy un tipo ordenado. Perdí unos segundos preciosos tratando de evitar que se desparramase por el piso, o así me lo pareció. La percepción del tiempo se me altera cada vez que rememoro esos instantes. Me ha quedado como marcada a fuego mi propia imagen allí, paralizado, contemplando en implacable cámara lenta cómo ella activaba el microondas de un manotazo indignado en el panel, se metía adentro y cerraba la puerta.
Ilustración: Valeria Uccelli
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No conservo otro recuerdo, fuera del olor a pelo quemado que, a esta altura, ya no sé si fue real o imaginario. Creo que traté de abrir la puerta. Mi siguiente momento de conciencia se sitúa afuera, al otro lado del marco destrozado, donde aparecí sin saber cómo y con el manojo de papeles aún enredado entre las manos. Corrí, recuerdo, como si me persiguiese un demonio bajo la forma de una dama a medio asar; llegué a casa y me encerré como un caracol asustado. Creo que me dormí sin darme cuenta.
Al día siguiente recuperé la conciencia en forma súbita y, con ella, la memoria de lo sucedido. Al menos, de todo lo que acabo de contarle.
No voy a negar que debería haber acudido a la policía en ese instante, a dar cuenta de los hechos. Al fin y al cabo, yo no era culpable de nada. No soy de ninguna manera responsable si algún idiota decide afeitarse con su motosierra recién afilada en mi negocio. No es mi culpa. Tampoco lo era, en ese caso, que una loca extranjera decidiese convertirse en barbacoa o como lo llamen en su país de origen usando un horno que yo le acabo de reparar. Pero no fui, es cierto. Y eso fue un error, más que una falta, de mi parte. De haber ido a tiempo, seguramente esta carta y su intervención no hubiesen sido necesarias.
Dejé pasar todo el resto de ese día y buena parte del siguiente, todavía anonadado por lo sucedido. No trabajaba. Vivía pendiente de los medios, esperando alguna mención a lo que, estoy seguro, titularían Macabro Hallazgo o algo semejante.
Pero nada. Ni el menor comentario.
Por fin me tranquilicé lo suficiente como para arrimarme hasta el taller, y ahí fue donde me di cuenta:
¡No sólo no me habían pagado por el trabajo, sino que, en la huída, había dejado olvidado mi maletín con las herramientas y el instrumental!
Eso ya era demasiado.
Me obligué a desandar el camino que había hecho corriendo aquel día, repitiéndome que cualquier cosa que fuese a encontrar no podía ser peor que lo que ya había dado por sucedido y que lo más probable es que hubiese otra explicación y yo hubiese actuado tonta y precipitadamente huyendo de esa manera. Me imaginé un ama de casa de costumbres extrañas, sí, pero agradecida al fin, haciéndome entrega de mis herramientas y del jugoso montón de billetes que me había ganado.
No había nada.
Cuando me cansé de llamar a través de la ventana que, en realidad, ya no estaba rota sino simplemente abierta, sin vidrio entré y recorrí toda la casa. Estaba vacía. No había decoración, no había luces, no había señora ni muebles. No había horno; el pasillo que lo había alojado era ahora un hall de entrada común y corriente que desembocaba en una puerta normal. No había fax.
Por supuesto, no estaba tampoco mi caja de herramientas, y eso me puso hecho una furia. Uno puede soportar que de vez en cuando caiga alguno de esos clientes que te hacen trabajar gratis, pero esto no. Con las herramientas no se jode.
He sido estafado, y con agravante de premeditación. Nadie puede desaparecer así del mapa con todas sus pertenencias (y las mías) si no lo tiene ya preparado al detalle.
No me interesa que sus inspectores hayan encontrado el edificio entero vacío, clausurado. Es cierto, lo he verificado, pero no cambia las cosas. No estaba así cuando pasó lo que le cuento. No me importa que no encuentren ni rastros de esta buena señora, ni del horno, ni de los propietarios del edificio, ni de nadie. No es asunto mío. Si ella no está, busque a la familia. Haga identificar ese idioma enrevesado del fax y ubique la embajada. No sé, haga algo, hombre. Para eso le pagan.
Yo quiero mi dinero.
RICARDO CASTRILLI
Ricardo Castrilli nació en Buenos Aires en Diciembre de 1951. De formación heterogénea: ciencia, técnica y amor por la música, de mano paterna; sutilezas e inquietudes intelectuales, de una madre que añoraba su paso por Filosofía y Letras y le acerca temprano los primeros libros. Una fuerte dosis de pasión por el campo y la naturaleza, recibida de los abuelos lo lleva en 1981, ya casado y con hijos, a radicarse con su familia en El Bolsón, donde comienza a reclamar prioridades su faceta literaria. Ha obtenido algunas distinciones a nivel local y regional. (Certamen Municipal de Cuento y Poesía, El Bolsón, Concurso de Cuento Breve Fundación Cooperar, El Bolsón, Premio Isidro Quiroga, Comodoro Rivadavia, Concurso de Cuentos Banco Provincia de Neuquén). En Axxón 139 publicamos su cuento Cronoplasma.
Axxón 140 - Julio de 2004
Ilustró: Valeria Uccelli
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