EL INCUBADO

Rogério Amaral de Vasconcellos

Brasil

1

Sus pasos no se oían. Los latidos cardíacos eran tan fuertes que superaban todo. Para peor, el piso era duro y su desesperación tendía al infinito.

También dejaba un rastro sangriento, manando en coágulos que caían directamente de la unión de sus muslos.

Al igual que ella escapaba por su vida, la hemorragia era vida que escapaba de ella. Pero no tenía alternativa. Si quería tener algún destino, mejor era este que las mandíbulas de sus perseguidores.

Las mandíbulas que, reconocía a regañadientes, vendrían después de la violación grupal...

Eso la hizo tropezar al mirar hacia atrás, cosa que nunca debió haber hecho, ya que allí estaban ellos, más de ochenta, gritando, ganando terreno.


Advirtieron que no lidiaban con un grupo de silvícolas vulgares al no haber logrado, con el abordaje usual, que los consideraran dioses-astronautas. ¿Habría allí alguna inteligencia? Decidieron que era poco probable. "Innobles en exceso" para ganarse tal rótulo fue el veredicto de la Corporación, y así se mantuvo.

Era también una raza pragmática que los aceptó en su mundo sin las fútiles discusiones de costumbre, sino con extremo alivio. La clave del éxito fue, entonces: cada uno en su territorio y un mínimo de interacción mutua. Un "éxito" absolutamente relativo, en vista de lo que venía ocurriendo...

La humanidad, viéndolos de cabellos rubios, azules y dorados (sin importar la combinación de esos colores), desnudos de indumentaria, intentó vestirlos: la hipocresía de siempre cubriendo su decencia, como si fuesen aborígenes de la vieja patria original, perdida en el tiempo y el espacio.

Esconder esos colgajos, borlas oscilantes y más propias de un caballo, que los machos exhibían sin ningún vislumbre de pudor, fue la misión del segundo comando de desembarque. Tuvieron tanto "éxito" con la catequesis que la misma repercutió en los ochenta y dos años siguientes: instruir a los nativos era lo mismo que enseñarle a un mono sordo a continuar cualquiera de las sinfonías inconclusas de Schumann... Mejor resultado tuvo una división mecanizada al preparar seiscientos kilómetros cuadrados de terreno y construir allí un depósito y una ciudad, adaptados, con algunas comodidades, para quien fijase allí su residencia. Aún así, el tiempo demostró que el esfuerzo pionero estaba destinado a la extinción.

No obstante, una cosa ayudó bastante a escoger ese mundo: el ahorro de millones de créditos, pues no se necesitó consolidar un campo de aterrizaje para las naves cargueras que el futuro preveía, ya que en Trion —un mundo un veinte por ciento más grande que la Tierra y con masas continentales mucho más vastas, sin aumento significativo de la gravedad—, como reliquia explícita de una civilización que ya no existía, había un espaciopuerto abandonado en el que sólo tuvieron que hacer trabajos de demarcación y limpieza. Para una empresa relativamente endeudada, en comparación con un mercado siempre competitivo y constituido hacía más tiempo, la Antuerpia Emprendimientos Espaciales creía que la compra de la carta de navegación en un remate del mercado negro era un golpe de suerte, puesto que la inversión en Trion prometía poder recuperarse en menos de un siglo de exploración.

El resto fue fácil, ya que reclutar humanos nunca había sido un obstáculo. Las matrices que la conejera de la patria ancestral venía cediendo a la galaxia resultaban útiles, después de todo. Con promesas tan tentadoras, no había razón para rehusarse. Cuatro mil colonos-socios, que más tarde tomarían posesión y se convertirían en dueños efectivos, viajaron hacia allá.

No obstante, no fue tan fácil como parecía. A pesar de la aparente indiferencia de esos nativos de estatura elevada, su indolencia no convencía a nadie. Debía existir algo detrás de eso. Señales no faltaban.

Hacía unos doce años que la población humana venía siendo, como mínimo, misteriosamente diezmada. Algunos colonos habían tenido que abandonar sus granjas y buscar refugio en la única ciudad que se había construido. A pesar de todo, nada parecía mejorar. En los gráficos de nuevas tierras listas para cultivo, el factor de riesgo/óbito, en las etapas iniciales, no promovía el pánico, generalmente porque solían descubrirse las causas. En el caso de Trion, donde la inconstancia podía significar un modus operandi, no.

Los colonos, hijos de los hijos de todo un linaje de colonos, gente dura y punta de lanza de la humanidad, que tenían como misión ponerle el pecho a cualquier desafío pues estaba en su sangre hacerlo, comenzaban a flaquear.


Fue en la octava expedición que la exobióloga Joana Blair desembarcó en el planeta.

Venía llena de expectativas, de sueños académicos de regresar a casa en una década para disfrutar de sus riquezas, con una cátedra en alguna cosmoescuela tranquila, lista para ser adulada por sus pares, causando espanto con sus amplios conocimientos de campo a despecho de su corta edad.

Todo en vano. El futuro lo demostraría, pues no sólo no lograría el éxito en su emprendimiento, sino que además los nativos (la base de su estadía allí, aunque apenas indirecta) se encargarían de demostrarle lo contrario.

Cuanto más se aproximara ese día, más pensaría ella que le hubiese convenido confiar en su instinto, en el escalofrío de la nuca, cuando desembarcó del transbordador aquella mañana cenicienta. La visión de la ciudadela encaramada en la ladera, de los guardias armados patrullando en grupos, de la población encogida, de ojos pesados e insomnes, arrastrándose bajo las luces, huyendo de las sombras, no contribuyó a mejorar esa impresión inicial.

Mientras tanto, esperó a que el carguero bajara su equipaje de víveres, correspondencia, "artículos de lujo" y colonos, luchando contra el viento que intentaba arrancarle la capa institucional, cedida por la Corporación que exploraba Trion en el aglomerado Krotalus.

Recién cuando estaba en lo alto de una "mula" —vehículo abarrotado de volúmenes y que arrastraba algunos contenedores— fue que logró dedicarle mayor atención al fin del mundo a donde había ido a parar. Perséfone, la ciudad con fama de devoradora de hombres. La única en el planeta, estigmatizada por ser una especie de pozo sin fondo para el desarrollo de la especie humana. No obstante, era una ciudad limpia en otros sentidos más tangibles: saneada por robots, con pocos y grandes edificios piramidales, cinturones de residencias-modelo alternadas con parques que cobijaban la flora adaptada de diversos mundos colonizados por el hombre; áreas industriales en la periferia y comercios en la parte central, donde al parecer todos estaban alojados provisoriamente.

Cuando la mula siguió su camino por el riel conductor, dejándola en una estación de tren, Joana se preguntó si realmente habría algún fundamento detrás de aquellas historias que atemorizaban incluso a la gente grande...

Estudiando un enorme mapa ubicado en el andén, que a pesar de ser de día estaba casi desierto, mientras su convoy no llegaba, Joana intentó adquirir un "folleto turístico" y un panfleto reaccionario que inspiraba poco entusiasmo. Óptima oportunidad para compararlos con lo poco que sabía sobre el lugar.

Las expediciones colonizadoras habían cumplido su parte librando al gobierno terrestre de algo más de quince mil ciudadanos sonrientes y orgullosos de sus certificados de posesión compulsiva. Sin embargo, era difícil, en aquel momento exacto, encontrar uno solo de aquel contingente que conservase la expectativa inicial. No era el mundo en sí, pues había resultado, en promedio, muy adecuado para la variedad de gustos de los colonos, que eran en su mayor parte "profesionales del ramo". Para refrescar la memoria, bastaba con mirar el cementerio, aunque nadie necesitaba jamás de ese tétrico estímulo. Seguía siendo un cementerio con pocos cuerpos, con más lápidas e "in memorians" que sepulturas, tal vez uno de los pocos con esta característica en todo el universo. Estaban conscientes de que la muerte se extendía a una velocidad alarmante, a tal punto de que era raro encontrar una familia sin por lo menos una víctima de ese mal misterioso...

Ya que "óbito" no se destacaba por ser el término ideal, en la medida en que nunca lograban encontrar un solo cuerpo entero, sino sólo vestigios de entrañas y sangre en abundancia (identificaban a las víctimas por medio de análisis, ya que todos tenían bancos de datos bien pormenorizados), todavía se estaba buscando una mejor forma de explicar todo aquello, puesto que los actos de un carnicero así no podían quedar impunes.

Habían concluido que no eran virus complejos, ni el propio planeta luchando con su ejército bacteriano invisible. Tampoco había, necesariamente, algo ahí afuera aguardando para entrar, ya que ningún lugar era lo bastante inexpugnable para detener las desapariciones. La ubicación era indiferente, pues el mal invisible no encontraba barreras en ningún lugar.

Continuar en Trion se había vuelto una lotería mortal. El que se quedaba, después de invertir sangre a través del sudor de su trabajo, acabaría por verter la misma sangre de otra forma. Sabían que poco faltaba para un levantamiento popular y un éxodo generalizado.

Ese era el mundo que veía Joana, con unas exiguas 13.285 almas carcomidas por el miedo, entremezclándose con el contingente de poco más de trescientos recién llegados. A pesar de los esfuerzos de la Corporación, que ofrecía mayor participación en las ganancias y promesas de exención de impuestos de sucesión, apenas se había ocupado un décimo de la capacidad total de un solo carguero pequeño. Otra nave así, excepto las de menor calado o de "tara muerta", llegaría en cuatro años estándar, salvo, en último caso, que existiera una intervención terrestre que no estaba del todo descartada...

Dónde vine a parar..., pensó Joana, dudando un poco, antes de acomodarse en el convoy luego de una nueva combinación.

Sus sueños de gloria estaban a punto de ser confrontados, ya amenazados desde su origen. Pero a esta altura, unos pocos años antes, sólo conocía una fracción de la "verdad" y no tenía la menor noción de lo que le esperaba. Así era la vida. Sin garantías. Bastaba con subirse a una pluma y el huracán se encargaba del resto.

2

El antiguo pero resistente piso del espaciopuerto no se había enfriado, reteniendo los efectos de un día entero bajo el sol doble y su hermano más próximo (aunque no tan masivo) que en los mapas de divulgación figuraban como Kaluzian-Bezniec, cuando ella, con los pies quemados por la larga travesía, llegó a la cerca de contención.

Desde el principio, a la fugitiva le habían asignado la función de investigadora de su pueblo y, últimamente, la de "relaciones públicas". A pesar de todo, como la desesperación da alas, no tuvo dificultad en gambetear y trepar pilas de desperdicios y así vencer la pequeña montaña de escombros que un día habían formado una pared sólida, sobre la cual se elevaba otra muralla energética de la que no quedaban vestigios.

No sólo alcanzó, sino que traspasó los obstáculos que se extendían delante. Fue cuando comenzó a oír, con su audición aguzada como nunca, el eco de las pisadas de sus perseguidores. Un sonido que hacía desaparecer la sangre de cualquier rostro, dejando al músculo cardíaco paralizado entre un "tumtamtum" y otro; sin embargo, no hacía detener la hemorragia que, según todo indicaba, instigaba a los nativos en su cacería implacable.

A pesar de estar bien formados, eran más alienígenas que muchas especies cuya base orgánica vital no incluía el carbono. Ella, que un día había llegado a exponer estrafalarias tesis sobre ellos, fue obligada por los acontecimientos a concluir que nada era tan estrafalario como la realidad.

Se destacaban por ser tan ignorantes que le resultaba difícil imaginar cómo podía cualquier cultura asociarse con aquellas bestias y darles una pátina civilizada. Pero eso provenía su mente, que intentaba culpar a alguien, cuando la "culpa", si cabía llamarla así, se situaba en la órbita de la arrogancia, del hacer uso de un planeta sin efectuar un meticuloso examen preliminar...

La fuga continuaba, alternando impresiones con momentos en los que su mente traía a la superficie tanto vacío que corría el riesgo de una descompresión explosiva. Por eso intentó mantener los pies en el camino y la cabeza en ese infierno llamado recuerdo. Combustible para la supervivencia.

Se agachó al internarse en la selva de arbustos longilíneos, sin querer cambiar un pánico por otro, aunque le resultaba difícil, pues percibía que la vegetación era sensible a su presencia, oscilando y lanzando tentáculos-zarcillos en dirección a ella.

En un claro, en un trecho menos incierto y fuera del alcance de los zarcillos, se inclinó y vomitó hasta lo que no tenía; el sabor acre se mezcló con el olor penetrante de la sangre y las puñaladas de mil sensaciones, ninguna de ellas agradable. Aún así, vislumbró el rumbo, esperando alcanzar el objetivo al comienzo de la noche. Si no lograba tener éxito en esa tarea sobrehumana, ni siquiera valdría la pena continuar intentando.

La noche de aquel planeta podía traer consigo un cielo esplendoroso, una caja llena de joyas donde se destacaban ocho lunas que, como adornos orbitales, se disputaban el espacio con las estrellas del sector oriental de la galaxia. Pero ni siqiuiera los fenómenos estupefacientes de la alta atmósfera despertaban en ella nada que no fuese agonía, en vista del indecible espectáculo mortal del que había participado allá abajo.

De noche, los deseos caníbales se sublimaban. Ninguna entidad biológica nativa permanecía inerte...

La sangre derramada intensificaba la pesadilla. No podía hacer nada, pues ella misma era la carnada.


—Estoy seguro de que nunca lo hice antes, eh... mmm... ¡qué delicia! —dijo el obeso representante de la Corporación, a pesar de saber que no lo entenderían, entre desconfiado y sumido en un crescendo orgiástico, privilegiando esto último.

La nativa, de estatura bastante elevada, una preadolescente si se la comparaba con los patrones humanos, apartó la crin de sus grandes ojos oblicuos. La combinación cabello-rostro-cuerpo podía despertar opiniones variadas, pero había un equilibrio extraño que atraía al hombre hacia el exótico conjunto. Muchos afirmaban que era el "hechizo de la selva". El gordo, que nunca había tenido inclinaciones misóginas, prefería hablar menos y disfrutar más. Sus gemidos lo sublimaban.

Ilustración: Valeria Uccelli

La responsable de tanto aspaviento cumplía las órdenes del hombre como si captase cada voluntad oculta y confesa; con diligencia excepcional, hacía que el miembro de él surgiera y volviera a desaparecer, encapsulado por su boca generosa. El movimiento era vertiginoso, aunque inconstante, alternando mordiscos con lamidas; su lengua, fina y de unos veinte centímetros de largo si la extendía fuera de la boca, estaba dotada de movimientos que ni la más diestra concubina humana hubiera podido imitar. Con eso, más los finísimos bigotes de la nativa, su ronroneo y sus uñas retraídas —aunque afiladas—, Bartholomei Montroia Sanches se entregaba cada vez más a la fellatio de la alienígena.

A pesar de su elevada posición en la oficina local de la Corporación en el sistema K-B, el puesto de Bart era absolutamente decorativo. Su padre intentaba convencerlo de que el comercio era algo que se hacía de cuerpo y alma, un sacerdocio en el monasterio empresarial, pero el hijo prefería atender solamente a la carne, agigantándose en kilos e invirtiendo en el placer a través del "sexo underground". En casi dos años allí, se la había pasado jugando con el poder, ya que sabía que su co-director, "el mejor de toda la Corporación" según su padre, era quien hacía el trabajo, y con suficiente competencia como para acumular funciones: entre ellas, la de cambiarle los pañales al muchachote y cuidar de que siguiera siendo inofensivo. El gordo hijo-heredero siempre prefería dejarle el trabajo al mejor de los hombres. ¡Desparramar mierda y contar con un recolector de basura así era en verdad providencial!

Olvidó todo problema, como siempre. Estaba drogado y seguía haciendo lo que mejor le salía: el ocio creativo. A pesar de haber sido advertido repetidamente.

Finalmente, sus guardaespaldas habían logrado capturar a la segunda hembra. Luego de una semana de preparación en cautiverio, ganando su confianza y ampliando sus expectativas, intentaba el sexo con aquellas falsas tigresas, ¡gozando cada maldito segundo en aquel planeta miserable! Era como si se cogiese a su padre y a todos sus lacayos, y eso aumentaba más el placer. Considerándose un tipo listo, guardaba silencio sobre algunos trucos que había aprendido durante la farra eterna que había sido su juventud. Esperaba que aquella nueva nativa le diese mucho más placer que la primera, que se había suicidado. Había tenido sexo con ella incluso después de muerta, para hacer valer todo el esfuerzo.

La garantía de que la actual tigresa realizaría el "trabajo oral" a la perfección estaba incrustada en la piel de ella. Barholomei había descubierto que amaestrar nativos era un placer casi tan bueno como el sexo gratuito, y se golpeaba el pecho por creerse —sí, él— el más completo de los hombres.

Sólo que ahora sería necesario rever esa opinión. Pero percibió que era demasiado tarde para hacerlo...

Un mordisco más penetrante ahogó el placer. Creyó que había sido un pequeño descuido. Como se creía domador de fieras y tal vez era el momento del "truco de la jaula", resolvió castigar la mala actuación. Apretó el labio inferior, como le había enseñado el sobornado y amenazado nanotécnico, observando los sensibles pezones de la nativa, donde estaba instalada la red neural, en sintonía con el dispositivo inductor.

Pero lo que emergió de la garganta de la hembra no fue un dolor lacerante por el castigo que él le propinaba: un alarido por la formidable descarga recibida. No quiso opacar ni hacer desaparecer la contundente arcada de ella, por creer que su control era total y el placer podía ser mejor direccionado. Pagó caro el precio de la estupidez, ya que los dientes puntiagudos continuaron paseándose libremente, desde la base del pene hasta la parte superior, haciendo el camino de vuelta cada vez más doloroso.

—¡Estúpida! ¿Qué estás... haciendo? No, eso es... imposi... ¡ayyyyyy!

Nuevo suplicio. Ya podía sentir —y ver— la sangre fluyendo de aquel haz de músculos que permanecía estirado, erecto, a despecho del displacer y el dolor que sentía.

La muchacha, exponiendo venas y cuerpos cavernosos, descascarando la banana de carne sin soltar el miembro, se levantó la camisa que el hombre no se había molestado en quitarle durante el sexo con ella en el cobertizo del edificio central de Perséfone.

Cuando la burda tela quedó transformada en tiras por la otra garra, los ojos de él se abrieron desmesuradamente, pues entre sus gordas piernas vio los dos pares de senos totalmente mutilados, tornándola inútil, estéril. Condenándola a permanecer fuera de cualquier grupo, y rompiendo el control modal que Bartholomei venía ejerciendo desde su instalación, no existiendo entonces mecanismo alguno que la mantuviese lejos de él. Los papeles se invirtieron. El subyugado terminó por ser él...

El miembro, que venía siendo meticulosamente lesionado, fue sorprendido por una única dentellada en su ápice, aunque sin que se produjera la potencial mordida. Ella se levantó, en total control de su sumisa víctima, y acomodó sus ancas aún inmaduras, exponiendo el pubis esponjoso, sobresalido, oloroso, sentándose con violencia sobre el miembro lacerado del hombre.

El gordo no tuvo tiempo de relajarse; el ardor del flujo de la nativa en contacto con su carne viva no contribuía en nada. Pero, diferente de la otra vez, cuando lo introdujera en carne muerta, algo sucedió.

Unos desconocidos dientes vaginales se encargaron, en una última flexión de la nativa, cuando irguió el tronco, de cercenarle el glande, causándole de inmediato una quemadura cauterizada, que detuvo el sangrado de lo que le quedaba. Con agilidad, ella volvió a la posición original, acomodándose para seguir reteniendo en su interior esa parte del órgano y propinándole algunas bofetadas para despertarlo del desmayo traumático. Junto con el proceso mutilador, en la base del escroto, una larga uña curva que parecía salir del ano, también ensangrentado, ejercía una presión "amorosa" de abajo hacia arriba.

El alarido cada vez más fuerte, mezclando lágrimas con el mal olor del intestino vaciado, no fue oído fuera de esas paredes con aislamiento acústico. Contaban con privacidad, como el hombre lo había determinado, y la hembra no tenía prisa alguna. La conclusión era que ahora le tocaba gozar a ella.

Poco a poco, la bolsa escrotal comenzó a revelar su contenido y dos dedos comenzaron a palpar su interior, haciendo que los testículos bailaran un minuetto antes de cobrar vida extra e intracorpórea. A fuerza de lametazos y salivazos, uno por uno, fueron introducidos en la garganta del hombre agonizante, empujados hasta el límite de la glotis, provocándole una asfixia que una punción en la tráquea resolvió fácilmente.

A pesar del minucioso suplicio, ella todavía no había concluido su trabajo de perfeccionista...

Bart estaba más muerto que vivo, con el enorme vientre expuesto sobre la mesa y las vísceras siendo sorbidas como espaguetis; ya que el desmayo definitivo no llegaba, ni la muerte, su ansiada vecina, por pura desesperación trató de mover las manos peludas en el intento de perforar el cráneo de la carnicera con lo que estuviese más cerca. Para el caso, un obelisco hecho de puro optimmun —prueba cabal de que el planeta era viable y vital para la Corporación— sería el encargado de realizar la tarea.

Nuevamente, no tuvo éxito. Sólo logró agregarle más color (y dolor) a la agonía.

Las garras extendidas al máximo, actuando con rapidez, le cortaron en pedazos todo el cuerpo, haciendo que la piel y la grasa cayeran en fetas, como si fuesen bifes listos para grillar. Algo que segregaban las cánulas de las uñas mantenía despierta a la víctima para que fuera testigo ocular de su propio fin.

Una muerte que no tendría lugar allí. Una muerte igual a todas las otras, pues todavía quedaban muchas cosas por utilizar.

3

Faltaba muy poco tiempo para la puesta del sol Bezniec, siempre la primera de las dos estrellas en desaparecer.

La bóveda roja, en su arco decreciente, ya rozaba la cima de las Colinas del Hambre, una muralla inmensa, irregular, donde algunos aventureros habían perecido de inanición, demarcando el final del continente septentrional y sirviendo de dique al océano y su atolón de islas paradisíacas. Cuando desapareciera, con una disminución de más de la mitad de la luz por estar a fines del equinoccio, la fugitiva sólo tendría un par de horas hasta que Kaluzian, el sol doble y más grande, aunque más distante —lo que acababa por hacerlo parecer más pequeño—, terminara su recorrido en la dirección opuesta, con el movimiento retrógrado que le era peculiar. El planeta estaba en camino a ser arrojado a la más completa oscuridad, antes de la llegada del conjunto de lunas que, en grupos y desplazándose alternadamente, brillaban toda la noche. Habría luz, pero no la suficiente como para espantar la penumbra reinante.

Anticipándose a eso, perdió la cuenta de cuántas veces tropezó y cayó.

A su vez, los perseguidores acortaban la distancia, aunque no tanto como fácilmente podían hacerlo: el juego de rigor entre el felino y el roedor. Paulatinamente, la presa era privada de su deseo de vivir, lo que alimentaba a los distantes cazadores.

Oyó que la selva por la cual acababa de pasar, no sin su cuota de heridas, estaba siendo blanco de las largas lanzas cortantes del llamado pueblo-tigre: la vegetación se resentía por los diversos nativos en acción, que probablemente estaban preparando una jaula para ella o llevando a cabo otro ritual secreto de fertilización.

El pensamiento acabó por distraerla y rodó despeñadero abajo, mientras Bezniec irradiaba sus últimos rayos. Inmóvil, aunque temblorosa, advirtió que la continua hemorragia requería mayor atención, pues delante de sus ojos comenzaban a danzar unos puntitos de colores.

Como viera hacer a los nativos, jamás pensando que ella también tendría que pasar por eso, probó una hierba específica que brotaba en unas cavidades húmedas, esperando fervorosamente que fuese la planta medicinal correcta, el canjuk. Incluso aunque la cantidad no parecía la adecuada (revivió la escena colectiva del pasado y su estómago hizo algunas piruetas), mejor eso que nada.

Tratando de olvidar el asco con la ayuda del mareo que sentía, se agachó en un matorral que estaba dentro de una depresión, quebrando ramas de canjuk y forzando a su orina a mezclarse con la savia de aspecto enfermizo que la planta eliminaba a través de los distintos tallos rotos.

Tomó la masa pegajosa, y más que nada sanguinolenta, con las manos e hizo presión, intentando homogeneizar y modelar, hasta que el emplasto vegetal tuvo la configuración correcta, gracias al contacto con el aire: endurecido por fuera y totalmente húmedo por dentro.

Luego de preparar ese petardo de grueso calibre, fue empujándolo gradualmente al interior de su vagina, girándolo siempre con un efecto de tirabuzón, hasta prácticamente no dejar nada afuera, a pesar de los dolores atroces.

Continuó su camino aún más rápido, extrañamente empalada por el tampón de hierbas que en poco tiempo, esperaba, se disolvería dentro de su organismo, proveyendo la cicatrización de los ovarios punzados, donde se hallaba esa otra cosa para la cual el remedio no sería, ni remotamente, de ninguna ayuda.


El hombre de edad indefinida, aunque maduro, de complexión fuerte y cabello cortado a lo militar, saltó de su moto-robot, una Hunter, aún en movimiento, sabiendo que ésta se encargaría de estacionar y quedar a su disposición para cuando la necesitase.

Había llegado al S.A.IV al final del día, con la frágil esperanza de encontrar a una determinada persona, ya que no había podido recibirla como correspondía, en su calidad de co-director de la Corporación (él, que ya había sido la figura máxima y había tenido que acatar una imposición dictada para conveniencia de algún figurón y no por voluntad propia). Su fórmula de disculpa no acostumbraba variar mucho, siendo, en aquel caso, absolutamente verdadera: había estado metido en una serie de problemas, entre los cuales estaba la cuestión de la producción, transporte y logística del equipamiento, en otra parte del planeta. Sólo que no se justificaba que la espera se hubiese prolongado durante días y días...

Sin su personal de control ayudándolo a gerenciar servomecanismos y a exigir de los capataces la necesaria precisión y control de calidad en el refinamiento de los productos, no podía tener la certeza de cumplir con los requisitos que la Corporación exigía para la entrada de Trion, finalmente, en la Zona Franca de Libre Comercio del Gobierno Terrestre. Eso era todo por lo que había luchado desde su asentamiento y, más aún, la esperanza de prosperidad y días mejores para mucha gente; marcaba la recuperación del capital invertido durante los setenta años preparatorios y los casi treinta de formación de la industria de base. Fácilmente podía culminar, muy pronto, en una nueva ruta comercial, aumentando la frecuencia de aterrizajes e inyectando vida en el planeta.

A pesar de todo, Mario Coutinho acusaba otros contratiempos. Su idea preliminar para cuando llegase a Perséfone era, después de pasar por el sauna público, arreglar algunos detalles con el sustituto del difunto responsable de los sitios arqueológicos del Valle de la Oscuridad, que se denominaban con números romanos del I al VII, siendo S.A.IV el que se encontraba más distante de la capital y el que servía de núcleo de operaciones, como lo mencionaba el informe del nuevo investigador. Pero había sido necesario postergar ese encuentro. Se había topado con indicios de que el imbécil, hijo del director y fuente constante de problemas, había desaparecido a causa de lo que parecía ser el "sistema clásico" de las abducciones. Más de doce horas de investigación, búsquedas infructuosas y nervios tensos, repitiendo el recorrido.

Como no podía hacer nada más, a no ser redactar otro proceso de cuerpo ausente, enviando una embarazosa carta-radio para que el jefe se enterara de que su hijo había caído, víctima del flagelo trionés, intentaba ahora despejar la cabeza saliendo a la calle y, a regañadientes, retomar sus planes iniciales.

Sin constatar indicio alguno de la persona que buscaba, Mario, concentrando su curiosidad en las "chozas" hechas de una cerámica que la mismísima ciencia humana desconocía, sintió como si atravesara una espesa y oscura barrera de hielo gaseoso al ingresar en ellas, después del vapor caliente que había afuera. Nunca había intentado averiguar con exactitud qué significaba ese tipo de cosa y ahora pagaba el precio. De todos modos continuó, muerto de frío, hasta pasar por dos, tres, cinco chozas, todas ellas interconectadas en un sistema de colmenas, con una sola puerta específica hacia el exterior.

Todas las construcciones estaban aparentemente intactas y libres de cualquier mobiliario que la poquísima luz aún permitía divisar; en las superficies internas, convexas, había diversos iconos e imágenes que no intentó observar con más atención, ya que no disponía de las gafas especiales, que había dejado en la moto. Ciertamente, restos de una civilización que había abandonado su ciudad, pero que aún parecía estar presente y en condiciones de regresar en cualquier momento para recuperar lo que había dejado.

Intentó distraerse con otros pensamientos, obligando a sus defensas orgánicas a aguantar toda esa variación climática. Si no hubiese sido por la desaparición del idiota a quien Mario debía reportarse, que lo había obligado a perder toda la mañana y la tarde haciendo informes y comunicando la desagradable noticia a uno de los ejecutivos de la Corporación Antuerpia, habría asistido a la cita con el investigador adjunto que asesoraba a la doctora... cómo se llama... Blair. ¡Sí, Joana Blair!

Al diablo, volvió a pensar, ya cansado de entrar y salir por habitaciones que se comunicaban, pero que no tenían la decencia de traducirle qué significaba eso. Fue en ese instante que sintió, en la base de la nuca, el contacto de un objeto contundente.

La comunicación había tenido lugar, aunque no de la forma que se había imaginado.


—Dése vuelta. Despacio. ¡Conozco a los de su calaña, ladrón de sepulturas! —dijo una voz que no lograba ser tan fría como el ambiente, aunque mucho no le faltaba, mientras un arma se desplazaba hasta su plexo solar.

Mario sólo pudo vislumbrar una figura vestida con un pesado chaleco climatizado, haciendo que el frío le volviera a la mente. Trémulo, en mangas de camisa, se esforzó por reaccionar de una forma más cálida:

—Si no quiere que me transforme en un helado de agua... mejor decida qué va a hacer conmigo.

El estrecho haz de una linterna lo cegó. Recién cuando la luz amplió su foco, dejando ver el uniforme de servicio sucio de polvo y su actitud neutra, fue que la otra persona respondió, revelando algún odio explícito:

—No sé cómo falló el guardia robot, pero el Sitio no admite invasores de ninguna especie, principalmente en un horario tan sospechoso y con una actitud furtiva... —Todavía bajo la luz de la linterna, aparentemente en un momento de distracción, Mario pudo notar que el arma no era más que un "explorador de sexos", pero de todos modos se mantuvo inmóvil, tanto como se lo permitían los temblores, oyendo nuevamente la voz, que ahora parecía un poco menos agresiva y sensiblemente más curiosa—. En todo caso, ¿quién es usted?

—Podría hacerle... la misma... pregunta, pero... como parece que soy yo... el que está equivocado aquí... ¿puedo entregarle mi... identificación...?

La luz se agitó, mostrando que el portador asentía. Cuando la luz de la linterna se apartó de él, dejando en su lugar un triple punto rojo danzando sobre su pecho —indicación de un arma más fatal que el explorador de sexos—, Mario, ante la duda, permaneció con el brazo extendido, literalmente congelado.

Por el timbre de voz., ahogado por la máscara de trabajo, era difícil identificar al interpelador. Fue con absoluta sorpresa, al ser escoltado en silencio hacia afuera de la frígida y oscura habitación alienígena, que reparó en la que se desvestía frente a él, ya en plena noche, bajo los holofocos que ascendían automáticamente.


Lo primero que cayó fue la capucha-linterna, seguida por el chaleco, que se escurrió con indolencia hasta el piso de piedra vitrificada. No había ninguna duda: ¡una mujer! Que, de espaldas a él, se libraba de las botas y guantes y se despojaba del resto, deshaciéndose incluso de una fina camiseta que le llegaba hasta debajo de las rodillas, hasta quedar sólo con un exiguo top de dos piezas.

Cuando el gorro incrustado en el cráneo, conteniendo un gran volumen, salió con cierta dificultad junto con la máscara acoplada a él, los cabellos cenicientos, color grafito, se derramaron en cascada hasta la cintura. El viento, que comenzó a soplar con cierta furia, "efecto especial" cíclico de la luna más excéntrica de Trion, colaboró para que el director quedara estupefacto al ver esa cabellera flotando en el aire.

Al agacharse ella para recoger lo que había dejado caer y estaba por salir volando a causa del efímero tifón, la visión de ese trasero tan perfecto acentuó la avidez de Mario, para quien difícilmente podía existir algo que lo suplantara en belleza. Aun así, estaba equivocado, o bien sus pensamientos eran inconclusos. El trasero era sólo un aperitivo, una deliciosa luna de carnes firmes y torneadas que rivalizaba con la inminente aparición del primero de los satélites triónicos, arrastrando en tropel a sus cuatro compañeros lunares.


Hechas las presentaciones y resuelto el malentendido, Joana Blair alojó al director en su gabinete itinerante.

Como detestaba el servicio de robots —e incluso a los excavadores, que por más dedicados que fuesen no tenían sensibilidad para diferenciar una piedra de una escultura— ella misma preparó el mescafé, colocando una taza humeante frente al inesperado visitante nocturno.

—Sé que podemos recomenzar de una forma más civilizada, Director.

—Sería más fácil si no me llamara por mi cargo... Joana.

—Como quiera, pero es mejor que mida sus palabras, amigo. —Se sentó, vestida con un negligé al cual Mario no sabía si podría resistirse, obligándola a carraspear antes de concluir—. Entienda. La disciplina es rígida aquí. No soy arqueóloga, pero el sitio obliga a adoptar ciertas actitudes reservadas; intento mantener el sistema de mi predecesor que, según me informaron, desapareció sin dejar vestigios. ¿Podría ser sucinto, Mario, ya que necesito urgentemente tomar un baño y también es preciso concluir con el informe?

La forma seca con que lo dijo ponía distancia entre ellos, pero, en verdad, ella tenía todos los motivos para hacerlo. Partía principalmente de él la decisión de seguirle la corriente. No iba a hacer de esto una batalla del mal humor. Principalmente después del impacto que le había causado Joana.

Tuvo ganas de decirle que esperaría hasta que terminara de bañarse y que podía ayudarla con las partes más delicadas, explorando pliegues, pero creyó preferible asentir, intentando mantener las cosas relajadas, aunque profesionales.

Pero intentar no quería decir lograr.

—Mi brevedad, si me permite explicarlo, sólo dependerá de su retorno a algunas cuestiones fundamentales que estoy dispuesto a no desatender más; incluso me gustaría contar con la posibilidad de divulgar su análisis para el bien de nuestra comunidad.

El ceño fruncido de ella lo estimuló a continuar, haciendo rodar sobre la mesa un cubo de memoria multisensorial.

-Remití, en diferentes ocasiones, tres solicitudes de análisis del contenido de este bloque —deslizó el cubo hacia ella—. Ninguna de mis incursiones electrónicas tuvo respuesta. Como sé que su campo de acción es la exobiología, conforme consta en el currículo que el gobierno terrestre remitió junto con su nombramiento, y el asunto aborda integralmente ese tema...

Ella abrió grandes los ojos y se levantó, yendo hasta el multiversátil para confirmar la veracidad de la información. Cuando volvió era una joven totalmente diferente, menos "educadamente arrogante"; ubicó su silla en una posición cercana al director que, por primera vez, sintió el contacto de su piel, el calor del muslo irradiándose a través del tejido de su uniforme.

—Estoy desconcertada... Acabo de chequear sus solicitudes y cuestionarios sobre medidas de seguridad, y por favor, créame, ¡recién ahora estoy tomando conocimiento de todo eso!

Su expresión, su agitación física, el cambio radical en su comportamiento, demostraron que Joana, a pesar de las exaltadas recomendaciones adjuntas a su muy admirable currículo virtual, estaba lejos de tener la experiencia necesaria para colocarse a la cabeza de un proyecto como aquél. Ya debía sospechar que la matriz colonizadora, en déficit de personal calificado, había atendido a los requerimientos de la joven colonia con la habitual deferencia, o sea, prácticamente ninguna. Las palabras que siguieron lo comprobaban y también dejaban ver otra cosa que inspiraba más entusiasmo: lejos de ser una catedrática llena de mañas y exigencias, ella era una tela en blanco que deseaba ser pintada. Suplía la calidad de la información con buena voluntad, dinamismo y una predisposición al aprendizaje que la dejaba en una posición bastante más favorable.

Había pasado días inmersa en textos técnicos, aprendiendo disciplinas que, en muchos casos, estaban lejos de su formación académica. Durante todo ese período de más de diez días desde su llegada, había vivido a base de estimulantes e implantes de memoria, que presentaban como contraindicación una cierta tendencia a la irritabilidad. Se sumaban a eso los efectos finales de la Cuarentena Móvil, el sistema que adaptaba los organismos en tránsito para vivir en un determinado lugar sin la necesidad de un "aislamiento técnico". La nanocultura manipulativa, al ser reconocida por el organismo, era la villana responsable de las jaquecas y, en algunos casos, la "fiebre de astronauta". Por eso Joana tenía tan poco tiempo para ser ella misma.


Si al director ya le gustaba de lo que veía, ni quería imaginarse el resto...

—Entonces estamos empatados, ¿no?

—No. Estamos comprometidos. Estoy más que interesada en evaluar ese archivo. Lo único que encuentro desde que asumí el cargo son escombros, análisis técnicos de artefactos alienígenas, la mayoría de ellos sólo vestigiales, reconstrucciones semánticas, sin toparme con nada, ni una sola vez, que hable de alguna inmolación, sepultura o mínimo resto de los dueños de todo esto. Si hay una chance de investigar a los nativos, que según indican los informes son bastante esquivos, , Mario... ¡quiero formar parte de eso!

Él sonrió. Sabía que la carnada era de buen tamaño. Ahora podían progresar. Pero antes necesitaba desmoronar la última barrera:

—¿Y en cuanto a eso de ser breve, eh?

La presión y el contacto con el muslo se intensificaron.

—Usted ya conoce la palabra —Moduló con los labios un "A la mierda", como si temiese la censura de alguien—. Por lo tanto, hágame el favor, por gentileza... ¿quiere insertar eso en el decodificador?

La oficina-dormitorio se transformó en sala de proyección; las imágenes digitalizadas de alta resolución post-virtual comenzaron a exhibirse en una pared. Varias horas de un film que Joana desconocía, pero que había estado esperando toda su vida.

Solamente se necesitaron unas pocas interfaces y ahí estaba:

Como las sondas, responsables por la base de datos, usaban la tecnología sensorial de rigor, no hicieron falta más de ciento ochenta minutos para tomar conocimiento del contenido general. Con pericia, el director, consciente del agotamiento de la investigadora, sin mencionar el suyo propio, transformó la imagen plana en una serie de portales por donde guió a la mujer hacia un universo que mantenía intactas todas las dimensiones y sensaciones (excepto el tacto), con la gran ventaja de no poder ser rastreados o perturbados durante la investigación.


¡Ahí estaban!

Una verdadera comunidad del pueblo-tigre, aunque en apariencia nada indicaba que fuesen hombres o felinos de ningún tipo. La asociación nacía porque eran bípedos humanoides con labios leporinos, por las rayas que recorrían la mayor parte de sus cuerpos y por la forma de sus ojos. El conjunto era absurdamente armonioso y, como en todas partes del universo, adaptado al ambiente.

Lo único que Joana no entendía era por qué de noche se ocultaban en cavernas, ya que su configuración tipológica estaba vuelta hacia el aire libre, como la de todos los grandes corredores, contrarios a permanecer en ambientes cerrados la mayor parte del tiempo. Otra disparidad, que Mario también observó silenciosamente a su lado, mientras sus ojos eran los de las sondas, estaba en la "segregación" que experimentaban algunos especímenes. No parecía ser cosa de tribus; sin embargo, tratándose de una exocultura, todo era posible. La investigadora, debidamente instruida por la Academia, no quería prejuzgar ni formular sospechas en su recolección de datos, pero eso no le impidió traer a colación algunas cuestiones:

—¡Quién lo diría...! Sexualmente son MUY activos, y viven de ritos, la mayor parte relacionados con la fertilidad. Es decir, esos tótems que veneran, como la diosa repleta de orificios donde los machos insertan sus miembros, indica eso. —Mientras hablaba con entusiasmo, olfateaba el aire, pues la simulación multisensorial de las sondas actuaba en el órgano correspondiente. —No percibo nada diferente, ni incienso alucinógeno ni indicación de esporas...

Leyó los instrumentos; bastaba apenas con tocar el "aire" y absorber los valores en el ancho de banda adecuado.

Su acompañante le llamó la atención hacia un grupo de trioneses que acababa de salir de la selva. Eran muy obesos, deformes, pero eso no les impidió incorporarse a una danza que estaba llevando al pueblo-tigre al delirio, sacándolos poco a poco de sus quehaceres.

—Joana, no logro oír el sonido de ningún instrumento y los movimientos tampoco indican que estén siguiendo un ritmo. ¿Qué puede ser eso?

—La música actúa de manera diferente en diversos organismos. No creo que sea un atavismo colectivo, que nunca se ha demostrado que exista. Es principalmente un estímulo sensorial que está interactuando con otras cosas. Lo que los mueve parece provenir de adentro; cada uno a su ritmo, aunque los afecta a todos por igual, girando alrededor de los tótems...

Volvió a consultar una vez más los bancos de datos de las sondas, comprobando que el grupo de doscientos ocho nativos, machos y hembras de todas las fajas etarias, continuarían bajo el yugo de esa danza infernal durante un cuarto de un día local. Como el tiempo de Trion excedía al de la Tierra en casi noventa minutos, eso significaba... ¡cerca de seis horas y media de puro desvarío!

Lo último que registró, cuando Mario la condujo de vuelta, luego de haber discutido sobre otros aspectos morfológicos que escapaban a su comprensión, fue la manera en que algunos trioneses desprendían un material, una esteatorrea extraña, que de a poco era despedida de los sitios donde se concentraban los pelos, surgiendo con mas intensidad del pecho y la cara. Por eso descartó la idea de que fuese "caspa".

Claro que aquello debía ser una lectura equivocada de las sondas, que podían haber sufrido alguna perturbación de orden electromagnético; no quería creer que algunos de esos nativos estuviesen cambiando de piel...

Sin querer —entusiasmada con todo el resto y ya pensando en elaborar un dossier sobre los nativos, esperando el día en que pudiera disponer de un espécimen para hacerle la autopsia— Joana Blair, por no querer comparar demasiado, omitió percibir algunas características simbiontes del pueblo-tigre.

4

No estaba lista para lo que vio, sintió, compartió.

Aunque no había enloquecido, no quería decir que muchas cosas fueran a ser como antes.

Había un hecho sobresaliente: nunca más volvería a ser la misma...

Principalmente, no cabía duda de que si no se había vuelto loca era por su formación científica, porque intentaba entender a través de la ciencia lo que el psiquismo le negaba. Nuevamente buscó fuerzas en ese apremio poco usual, ansiando construir algo donde poder afirmar los pies, aunque los primeros pasos fuesen inciertos.

La respuesta surgió en la forma de un informe mental sobre los "verdaderos señores" del lugar y lo que se escondía detrás de las desapariciones. Había momentos en que su mente parecía indicar que había otra criatura aparte de la que estaba en su interior, y por eso lo obvio terminaba no siéndolo y viceversa. Ya estaba harta, pero sabía que nada podría cambiar eso. Por lo tanto lo dejó fluir:

En primer lugar, el punto menos inquietante de la elucubración: allí no existía solamente una raza. Lo que había descubierto difícilmente se limitaba al saber empírico. Por eso clasificó como "raza dominada" a los nativos del planeta, originados y generados en esa mismísima biosfera; en su mayoría hembras, con algunos elementos masculinos algo bestializados, albergando vectores dominantes que adoptaban la forma de parásitos arácnidos, con cefalotórax de osamenta extremadamente dura y opistosoma dotado de fibrilos con terminaciones sensoriales. Su forma tarantuloide, sugerida por la mente difusa, aunque también radicalmente divergente en algunos aspectos evolutivos, por lo general se hospedaba en otros individuos machos debidamente manipulados. Éstos eran mantenidos en estado operativo sólo en el aspecto motor, sirviendo para varias "fecundaciones", cuando un nuevo parásito, bisexuado, era gestado en las entrañas de otro huésped; de ahí la necesidad urgente de cuerpos.

Sintió un frío en la espina dorsal al recordar los rituales, a través de los cuales había llegado hasta ella parte del conocimiento. Si no hubiese estado tan atónita, si el alienígena que incubaba no hubiese transitado también su mente congestionada para aplacar su intransigencia, nunca habría sobrevivido al holocausto sexual. Era repetitivo. Había sido un error creer que sería preservada y sus muchos talentos respetados. Si hubiese sentido alguna inclinación por la espiritualidad —no quería ser hipócrita y convertirse justo ahora— habría llamado al desove un "festín infernal". Solo que también era una expresión de la naturaleza. Vencía el más apto para la supervivencia, por cualquier medio. Lo que fomentaba los tumultos, manteniendo la lucha constante. Un hilo de esperanza. Aunque un hilo bastante tenue.

Por lo menos tenía unos pocos dados para jugar, faltando apenas algunas piezas para terminar de armar el enorme y hediondo rompecabezas, haciendo que el pasado encontrase significado en el presente. Solo podía considerar que algo era verdadero en la medida en que el ser que estaba dentro de ella se lo demostrara, aunque aparentase encontrarse en un letargo absoluto después de "jugar" con su ovario izquierdo. Dado que el conocimiento podía significar encontrar la clave para librarse del parásito, y al mismo tiempo alertarlo, volvió a las cuestiones prácticas con mucho cuidado.

"Insisto... ¿qué VISTE? Piensa, piensa, piensa..."; ahí estaba el pensamiento otra vez.

Como no quería resistirse, ella pensó, o pensó que pensaba, zambulléndose en el pasado reciente. Sin querer, viajó de una célula cerebral a otra en busca del origen del estímulo cognitivo. ¡Y lo encontró!

El parásito-tarántula, por ahora satisfecho, en una fracción de segundo compartió sus intimidades con ella. Macrobion, después de todo ese tiempo de incógnito, fue como percibió que se llamaba, pero hubiese sido mejor que no tuviera nombre. Cuanto más impersonal, menos terrible.

Pero eso era imposible, en vistas de que ya estaba en sus entrañas, quién sabe si preparándose para un nuevo banquete: mordidas lentas y constantes, arrancando pedazos, experimentando, hasta que no quedara nada aparte de una bolsa de piel vacía.

La cuestión era exactamente a la inversa: ¡definitiva e indudablemente personal!


A causa de algún motivo más allá de su percepción, nunca supo exactamente cuándo comenzaron a cambiar las cosas en aquel mundo remoto.

Era inevitable imaginar cómo había comenzado todo: primero, casi seis semanas apretujada en una nave espacial con escalas en apenas tres lugares tan infernales como las espartanas condiciones de abordo. Después, como el lujo de la hibernación y las unidades recreativas estaba más allá de lo que el gobierno consideraba indispensable en los viajes que solventaba, mientras el vuelo éxtasis dimensional se sucedía en el espacio corriente, Joana tuvo mucho tiempo para poner su cuerpo en forma y pensar en lo que tenía por delante.

Trion tenia la rara cualidad de hacerse carne en las personas. En muchos aspectos, ya se sentía ambientada y no le resultaba difícil tolerar las rápidas variaciones climáticas que acompañaban a la luna danzarina, a veces la más próxima al planeta, con su atípica forma de rosca.

Podía no parecerlo, pero ya hacía cuatro años que estaba allí. En algunos momentos, sus investigaciones indicaban avances extraordinarios, a un paso de revelar el misterio de las ciudades abandonadas, para, al instante siguiente, estar peor que antes, al toparse con un nuevo callejón sin salida. La cosmoantropología, incluso aunque no era una disciplina reciente, necesitaba ser revalidada en ese mundo. Había algo que estaba muy equivocado y que dejaba en ella una impresión indeleble de incompetencia, a pesar de haber avanzado mucho más en esos años de lo que su predecesor, el profesor Jabul Ahmed ibn Karrara, lo había hecho en más de dos décadas y media.

Como en cualquier parte del universo formal, todo era relativo. La ley de lo obtuso, pertinaz, circulaba en doble mano. Una cosa podía afirmar: no creía que el azar fuese el culpable de tanta disparidad...

Se dio vuelta en la espaciosa cama, una adquisición reciente y necesaria, y tanteó en la penumbra en busca de algo más palpable, encontrando solamente seda sintética, sin ningún vestigio del calor del hombre que se había acostado con ella.

Desnuda, haciendo un chasquido de lengua, iba a propinar algunos puñetazos contra la pobre almohada que todavía guardaba restos del gozo de la larga noche y trazos de la loción anticapilar de él; sin embargo, acabó aferrándose a la funda y el descanso neumático casi le hizo sentir una nueva oleada de placer.

¡Qué es eso, mujer! No es posible desear a una única persona en tiempo integral con tanta vehemencia... Acató el freno mental, levantándose muy a regañadientes, lista (o casi) para un día más de trabajo y, tal vez, algunos descubrimientos.

Recién cuando pasó frente al multiversátil por tercera vez, ya totalmente vestida y con su vicio —un jarro de mescafé— en la mano, notó que había un mensaje para ella relampagueando en el ventana electrónica correspondiente. Después de la confusión de algunos años atrás, nunca más había dejado de brindar a los mensajes su atención personal. Y este, en especial, le traía mucho placer:

Jo:

¡El comité de la Fiesta del Siglo es un fastidio! Tengo que abandonar la comodidad de tu compañía, esa hornalla que tienes en medio de tus fantásticas piernas -y lo otro también—, para dedicarme a esos tontos y a los preparativos para la llegada, ya sabes, del mayor contingente de colonos en la historia de Trion.

No sé si voy a aguantar quedarme mucho. Los holomensajes no me satisfacen.

¿Qué le pusiste a ese primer mescafé? ¡Mujer, qué me hiciste!

Siempre he sido mucho más profesional. Y racional.

Besos,

Ya Sabes Quién

POSDATA: Todavía siento tu sabor en mi boca. No usé dental free. ¡Y con certeza mi aliento nunca olió mejor!

Hombres y peces: siempre se retuercen cuando los pescan...

Mordisqueándose el labio, sintiéndose en lo que los viejos y nuevos magos llamaban "altas esferas", Joana supo que su día sería feliz. Qué pena que el destino fuese analfabeto...

Pero ella perseveró. Creía que Mario, corporalmente, también estaba enamorado. Una mujer que ya había mordido el polvo alguna vez en su vida siempre sabía cosas, lo que no tenía, necesariamente, ninguna relación con la edad de la persona. Por más que el amante dijera que siempre había sido "más profesional", saltar de la cama en plena madrugada para ir a mover los engranajes del poder era algo que corría por sus venas. Mirándose a sí misma, claro, no podía censurarlo por eso.

Finalmente, desde el cese de las desapariciones, Trion experimentaba un nuevo boom de entusiasmo; la comunidad humana toda no hacía otra cosa más que celebrar, y eso significaba mucho. Ocurrían nacimientos en todas partes, la ciudad crecía en la dirección natural de su fundación, ocupando algunos terrenos de los espacios planificados, y se adornaba con holos de bienvenida y espectáculos al aire libre, disminuyendo su apariencia fantasmagórica. Hasta Nisia, Hécate y Elensis, aldeas abandonadas por los colonos en el auge de las desapariciones, volvían a asomarse a la vida. El plan de expansión de la Corporación contaminaba la imaginación de todos. Un mundo que estaba preparado para acoger, al mismo tiempo, a una fantástica flota constituida por cuatro cargueros y a un puñado de yates solares que traían al primer contingente oficial de turistas.

Los casi trece mil nuevos colonos prácticamente duplicarían la población, lo que hizo que Joana se lamentase, comentando para sí, ya lista para salir:

—¡Eh, tranquila, amiga! En quince días llegarán nuevos habitantes y, junto con ellos, la peor raza del universo.

Estaba hablando de los turistas, el terror de su profesión, lo que le recordó que debía usar su influencia con el "jefe" para que intercediera por la sustitución de los seniles guardias robots por una guarnición permanente de boinas azules; una vez acuartelados en la ciudadela, apenas los disturbios cesaran como por arte de magia, salvo por los tumultos típicos de un mundo de frontera, sólo tendrían que dedicarse a hacer nada de forma productiva. ¡A todos les iba a gustar eso!

Había terminado de dar el último trago a la bebida estimulante, desistiendo de comunicarse con la cocina, donde su asistente ya debía haber concluido la comida matinal reforzada. Tenían doble jornada en los sitios II y VI, donde seguramente habían vivido unos sauroides y un pueblo alado. Su nuevo asistente, Timothy Hanks OīShea, el joven lingüista del exiguo equipo formado por once atribulados especialistas, había quedado en preparar y traer el desayuno de Joana y alertarla de los últimos preparativos. No había hecho ninguna de las dos cosas, lo que era bastante extraño en el diligente metalingüista.

Mientras la esclusa del alojamiento se cerraba con su timbrazo característico, concentrada en su trabajo, dejando atrás la parte doméstica de su vida, Joana estuvo a punto de chocar contra una figura que se acercaba, embistiendo como un novillo asustado.

Sin aliento, sujetándose a una de las columnas de apoyo del alojamiento, el joven no lograba emitir palabra. Sus ropas —todavía estaba en piyama— presentaban algunas manchas oscuras que, preocupada, Joana pensó que eran de sangre. Una verificación alcanzó para comprobar que al menos, fuese lo que fuese, no era de él.

—Timmy, ¿qué ocurre?

Con el color todavía ausente de su rostro manchado, recién salido de la pubertad y de la única facultad profesional de Trion, el joven sólo logró hacer una pantomima, señalando el galpón de las herramientas.

Ahora que había cambiado el viento, Joana oyó una serie de alaridos que salían de allí. Deduciendo que algún animal, tal vez un temible pumón, un predador de las estepas, había quedado atrapado dentro, volvió de su alojamiento con un rifle desintegrador y un escudo energético ante la eventualidad de que fallara el arma de ataque.

—¡Vamos!

Tim corría a su lado sin decir nada, aunque insistiendo con sus pantomimas que ya enervaban, sacudiendo la cabeza como si negara algo.

Recién cuando Joana, cautelosamente, miró por el vidrio blindado del galpón fue que percibió lo que el asistente quería decir: un nativo acurrucado sobre un charco de eso que impregnaba el piyama del lingüista...

Después de mandar al ayudante a buscar un robot-enfermero y una unidad de primeros auxilios, ella, con los ojos brillantes, pensando en la felicidad que había pronosticado, vio surgir de la nada la oportunidad que siempre había deseado.

Una vez que logró despachar al lingüista, retuvo una sonrisa lánguida en los labios. Hubiese bastado el comunicador para convocar al robot (a cualquiera), que se habría encargado de traer todo el material de apoyo médico que le pidiesen. Pero sacar al ayudante de allí, ya que, con ese miedo que tenía, no podía colaborar, mejoraba su ínfima posibilidad de éxito con el alienígena.

Envalentonada por el deseo, poseída por un irresistible impulso aventurero y científico, resolvió invadir el galpón.


Harto de ser asediado por un ejército de funcionarios administrativos y abordado por innumerables comités, agendando kermesses, competencias deportivas, fiestas con música de cámara y otras cosas del pasado, Mario creyó que era el momento de ausentarse un poco de esa rutinaria algarabía. Dejó secretarias y robots de protocolo con órdenes específicas de que se iba a almorzar (lo que terminaría por hacer, pues ya estaba pasado de horario) y subió a su Hunter antigrav. Con el cuerpo encorvado contra el asedio del viento, abandonó el perímetro de la ciudad y subió por el desfiladero, manteniendo uniformemente los treinta centímetros de suelo bajo la moto, sin preocuparse por reducir la velocidad en ningún momento.


En la ciudadela, construida en el lugar exacto donde se había asentado el primer campamento formal, el movimiento ya no era tan frenético, aunque mantenía un orden marcial constante, o al menos así debía ser.

Una holo-radio alertó al teniente coronel Udgar Frisco de la aproximación del amigo con quien había prestado servicios antes de su honrosa baja de los boinas azules, que era la tropa de choque de la humanidad y brazo armado en toda obra y en cada oportunidad en que el hombre ponía el desafío por delante de la cautela.

Nunca había entendido bien cómo alguien como Mario "Rompe-Mandíbulas" Coutinho, con una foja de servicio ejemplar y afinidades marciales hasta la raíz del cabello, pudiendo llegar a mariscal en menos de doce años, se había dejado seducir por un cargo (aunque fuese de alto ejecutivo) en una Corporación tan mediocre como la Antuerpia.

Ya en uno de los patios externos de la cúpula blindada, el militar trató de olvidar los motivos que movían al extraño hombre, estrechándolo en un abrazo que, si ambos no hubiesen tenido estatura para eso, fatalmente habría terminado con un saldo de costillas rotas.

—¿Tienes alguna emergencia que pueda distraer a mis azulones? —Se sentaron en el monorriel y conversaron durante el corto trayecto hasta el centro de operaciones de la base—. Se sienten como niñeras de borrachos, pues en definitiva no hacen otra cosa, además de, claro, mantener esta base tan limpia como la casita de sus mamis.

—Sabes perfectamente que si hubiera una emergencia semejante, ya estarías instalado en mi escritorio, armado hasta los dientes, exigiéndome represalias totales...

Las risas terminaron cuando el monorriel se trabó en su destino.

El lugar siempre entusiasmaba a Mario, con monitores especiales en cada metro cuadrado, abarrotando de piso a techo las paredes levemente redondeadas; el retrato, en lo alto de la cúpula, de la fiel imagen de Trion orbitando el sol central, con todos los cuerpos espaciales siguiendo los movimientos que la magia electrónica posibilitaba.

Excepto por la compañía de Joana, donde fuera que estuviesen, éste era su lugar predilecto, pues sentía que tenía en la mano al planeta, al sistema entero, en imágenes que nunca dejaban de actualizarse.

Sin embargo, por más que "estar en todas partes" tuviese sus ventajas, las imágenes, en términos cuantitativos, constituían apenas un cinco por ciento de lo que habría podido verse si Trion hubiese sido una megalópolis espacial y no una despreciable provincia de frontera.

Pero todo ese aparato, única inversión del gobierno terrestre, resultaba insuficiente para revelar el misterio de las antiguas desapariciones, que habían cesado hacía tres años y que habían escrito uno de los capítulos más tristes de la colonización humana, con casi dos mil muertos potenciales y todavía ninguna pista que sirviera para dilucidar el misterio. Como emprendimiento corporativo, en base a las estadísticas, Trion prácticamente se había vuelto un fiasco. Sólo la política, nunca la indiferencia, explicaba por qué el planeta no había sufrido una intervención gubernamental.

Mientras se dirigían hacia el corazón de la sala de control —una cabina aislada que podía, postvirtualmente, holoproyectar hasta diez pasajeros en dirección a cualquiera de los seiscientos puntos controlados por las cámaras (y eso también incluía los dominios del pueblo-tigre, visitado esporádicamente por las costosas sondas)—, el director, con un golpe de vista, percibió una imagen que lo obligó a detenerse.

—¿Qué pasa? Parece que viste un fantasma...

—Sólo una cosa que no debía estar ahí. —Con Udgar junto a él, gozando de libre acceso a cualquiera de esos instrumentos, Mario se sentó frente a una consola vacía y, luego de una breve barrida, encontró lo que buscaba.

El comandante, con el sistema de rastreo de confusión encendido, no faltándole instinto bélico e intuyendo la chance de entrar en acción, hizo una señal silenciosa hacia el ordenanza, lo que equivalía a accionar el alerta intermedio. Sin que Mario pusiera reparos, entró con él en el holoproyector debidamente programado por el director, ubicándose junto a él.


Estaban en una parte de Perséfone bastante agitada. A despecho del contagioso movimiento del centro de la ciudad —minishoppings abriendo sus puertas y plazas de alimentación con promesas de tenedor libre de platos exóticos ante la inminente llegada de nuevos cargamentos de "artículos de lujo"—, en el parque frente a la catedral ecuménica, una figura permanecía postrada, sentada en la punta de un banco de piedra labrada.

Cuando Tim advirtió el aura azulada del holoproyector, aunque ya estaba propenso al desastre e inclinado a emprender la fuga, acabó reconociendo a Mario, con quien había jugado al poker estelar para terminar haciéndole algunas confidencias con el objeto de intentar comprender un poco a las mujeres.

"Nadie entiende a las mujeres, ni ellas mismas", había sido la respuesta-tipo que el director le había dado en esa ocasión, con dificultades para comprender la nueva verborragia del muchacho, que ahora se levantaba del banco y corría en dirección al foco holoproyectado.

—Cálmate; desde el principio, cuéntame todo de nuevo... —pidió Mario, encontrando igual aprensión en el militar, que informaba todo lo que sucedía a la sala de control de la ciudadela.

El ayudante de Joana explicó, tartamudeando, lo que estaba haciendo tan lejos de sus responsabilidades normales, detallando el encuentro con el trionés; la exobióloga le había otorgado una licencia-premio, mientras ella, a pesar de ser advertida de lo contrario, se dirigía hacia los dominios del pueblo-tigre. Ella se encargaría de contactarse con Mario para dejar al asistente más tranquilo.

—¡Qué mierda! —exclamó el director que, claro, ni por casualidad había sido consultado; si hubiese sido así, se habría negado a esa liviandad.

Palabra equivocada. Liviandad, no. Pura locura. Y no sólo eso.

Que ella era tenaz, obstinada y brillante, ya lo sabía. Transformar todo eso en caos respondía a una alquimia que dejó a Mario paralizado.

Pero el militar, sabiendo del compromiso emocional de su amigo, no sufrió idéntica conmoción. Desactivó el holoproyector y, desgraciadamente, se topó con lo que había pedido en broma. Una emergencia. Tal vez la peor de todas, pues, coincidentemente con su "retorno", una serie de acontecimientos dispararon el alerta rojo de la base.


Salió del vehículo distribuyendo órdenes y azuzando a todos los que encontraba con preguntas. Sólo que no fue preciso gritar para que el ordenanza lo pusiera al tanto de la situación, pues las noticias se iban originando en ese mismo momento:

—Señor, ataques en el perímetro sur, este y oeste. El entorno de la zona espacioportuaria está siendo bombardeado por naves sin identificación. Sólo un instante... —permanecía atento a un fonoauricular, repasando lo que escuchaba, o mejor dicho, lo que dejaba de escuchar—. Perdimos contacto con el personal acuartelado allí...

Chequeando los monitores, muchos de ellos apagados, el asistente recibiendo información de la insensible central positrónica, brindó una última contribución ante los ojos encendidos del comandante y del director de la Corporación:

—Perséfone... nuestras ocho haciendas comunitarias y las tres aldeas satélite también son blanco de bombardeos, aunque no se informa ningún daño estructural de gravedad. Excepto que...

El silencio dio la respuesta.

Los monitores se fueron apagando uno tras otro, una acción conjunta que demostraba un determinismo en el aislamiento de la ciudadela e indicaba que las desapariciones volvían a ocurrir, pero de una forma más ostentosa.

En vista de la situación hostil de carácter enteramente militar, Udgar sabía que la prerrogativa de comando era toda suya. Todo quedaba a su cargo. Después de ordenar la evacuación de la ciudad y las aldeas, enviando patrullas de rescate para recoger lo que restara de la población esparcida por el planeta, comprendió que no podía retener a su amigo por mucho tiempo más.

—Pongo mi guardia de elite a tus órdenes. Sé que vas a cometer alguna locura de las tuyas, pero prefiero que lo hagas con algo de protección.

—Dime la verdad —lo encaró Mario, recibiendo un pesado desintegrador y la indicación de dónde encontrar al comando de rescate, al tiempo que calentaba los motores de uno de los tres semidestructores que poseía la guarnición—. Sabes muy bien que la desaparición de Joana y todo lo demás fue muy precipitado. Si los nativos están involucrados en esto ya es hora de que alguien los descubra. Y si puedo silenciarlos, tanto mejor.

Dejando el apretón de manos para cuando volviese, cada cual se fue a cumplir con su deber.


Al comprobar que el vehículo ligero había despegado menos de quince minutos después del inicio de la confusión, le dijo al ordenanza, siempre pegado a él:

—Teniente Boomer, mensaje para el gobierno terrestre, con copia sin anexo a las coordenadas de los cargueros que viajan hacia Trion. Prioridad máxima: Nos están atacando. Situación controlada, aunque todavía indefinida. Se computan bajas en el contingente civil y militar. Imágenes y archivos anexos para su conocimiento. Sugiero intervenir el planeta e implementar acción de re...

Antes de concluir el mensaje y de que el asistente hiciera uso del mecanismo apropiado, una explosión sacudió la ciudadela que, como medida de seguridad máxima, encendió las luces de emergencia en todos los niveles subterráneos.

La primera preocupación de Udgar fue verificar si los elevadores antigravitacionales todavía funcionaban y si la población continuaba fluyendo por los ductos incrustados en la ladera que, previstos para servir en emergencias como esta, conectaban el sistema metroviario de Perséfonoe con la ciudadela.

Por un lado se tranquilizó, pues las centenas de asustados colonos que llegaban estaban bien y el campo defensivo de la base no había sufrido nada. Su desesperación sólo aumentó cuando finalmente descubrió el origen de la explosión: la única estación de giga-radio del planeta, situada junto al desfiladero, no existía más.

5

Ya había estado allí antes, por eso reconoció el pasaje que llevaba a la salvación, consciente de que estaba siendo observada desde todas partes.

Dado que tenía un tiempo limitado de luz natural para llegar al objetivo, y a pesar de que sus piernas enviaban pocas señales de vida al resto del cuerpo, continuó la marcha a un ritmo espasmódico, atípico y desesperado, aunque olímpico.

La Garganta, repleta de afloramientos cristalinos, restos de lava y convulsiones metamórficas de origen bastante remoto, finalmente llegó a su fin. Estaba asombrada por no haber sido detenida aún. Salió del desfiladero para descubrir, más adelante, un cráter todavía humeante en lugar de lo que alguna vez había sido el radio-faro. El único que existía en aquel mundo, casi en el punto desde donde podía divisarse su objetivo. Aunque por un lado sabía que estaba cerca de su destino, por otro tenía la certeza de que las malditas tarántulas habían partido para lanzar la ofensiva; sintiendo una facilidad que desconocía para lidiar con la morfología de los opresores, surgió en su interior otra oleada de recuerdos. Regresó al método del informe, sin darse tregua para que su mente no se abatiese.

Descubrió que no poseían un órgano fonador propiamente dicho; con las excrecencias que se proyectaban del pedúnculo producían fricciones muy complejas.

Mantikore Burilax Dīrut era como percibía el nombre del lugar. No era un planeta típico ni un sistema básico. Sólo un punto en medio de la nada, una nube de cuerpos cavernosos donde, tal vez por un capricho de la naturaleza, en las inmensas galerías interiores de esos peñascos espaciales se había formado cierta atmósfera, habían existido chispas creadoras y se había originado, hacía millones de años, la raza de Macrobion, el ser que incubaba..

Seres ciegos, aunque dotados de otros órganos sensoriales que terminaron por volverse soberanos en la batalla evolutiva contra los diversos especímenes de ese hábitat.

Ella no sabía —la conexión mental no daba ninguna respuesta, por eso especulaba— cómo habían hecho para emigrar a otros mundos, subyugando a sus poblaciones, haciendo lo mismo en todas partes, esclavizando a sus huéspedes, forzándolos a actuar en conformidad con su modo de vida. Comer, procrear e hibernar había sido el trípode inicial, pero, a lo largo de la evolución, ese esquema había sufrido cambios naturales y hasta radicales. Se creó un espacio para otra actividad, la conquista, que obligó a la población arácnida a practicar la división del trabajo, haciendo posible la sofisticación social, que antes era preponderantemente instintiva.

Los especímenes que habían llegado hasta allí en una época bastante remota (como lo atestiguaba la proliferación de ciudades abandonadas y culturas muertas, ya que el espaciopuerto finalmente terminó por funcionar como tela de las tarántulas), habían logrado el éxito en la ocupación. Macrobion le reveló (tal vez con intenciones de debilitarla más aún, demostrando la dimensión de su poder colectivo) que los nativos, entonces una orgullosa raza espacial, eran los verdaderos constructores del espaciopuerto. Antes de lanzarlos a la barbarie, exterminando sus colonias para que los depredadores no temiesen un ataque inesperado, obligaron a los autóctonos a ampliar el campo de aterrizaje, conservando su ciudad original, próxima al lago más grande, para sí, y dejando las demás poblaciones totalmente irreconocibles.

Ella lo aceptó como base de su conocimiento, pues tenía otras fuentes en las que basarse...

Siendo una civilización no tecnológica, los depredadores percibían la ciencia como un artificio para expandir sus dominios, por ende también la parasitaron. Ordenaban a los seres que dominaban que, tal como en su mundo de origen, prepararan centenas de asteroides excavados, y así crearon un sistema que, esperaban, conquistaría el universo. Todo indicaba que, hacía cientos de miles de ciclos orbitales, en los albores del tiempo, los propios huéspedes del inicio de la expansión arácnida, tal vez como último acto antes de abandonar la escena víctimas de la extinción, habían montado ese sistema de capullos, dentro de algunas rocas que luego habían sido catapultadas (o sembradas) en varias direcciones.

Manteniendo la hibernación dentro de las naves de roca, esperaban colocar seres en algún mundo, con la pretensión de que se convirtieran en sus dominadores una vez despiertos del larguísimo ayuno.

Eso sólo ocurriría en el pasaje de la alta atmósfera, en la fricción resultante, indicando un lugar con algún tipo de ecosistema. Si no existía tal fricción, el comando suicida se estrellaría contra el obstáculo y toda la colonia del meteoro sucumbiría; o bien, si no chocaba contra nada, continuaría errando por el universo hasta que ocurriera algo por el estilo. De existir tal ecosistema, y dado que los seres toleraban un amplio rango de mezclas gaseosas, pues poseían pulmones foliares y filotráqueas, las tarántulas siempre podrían encontrar algún lugar, salvo donde preponderaran el amoníaco, el azufre y otros elementos que ella no podía captar del intruso que "hospedaba".

El capullo, equipado para esta última tarea, despertaba a la colonia y lanzaba a los individuos en microplaneadores poco antes de que el meteoro chocase. Como el sentido de integración era fantástico, las unidades sobrevivientes procuraban practicar la redundancia: sobrevivir. Eso significaba depredar otros organismos, rompiendo el ayuno y, principalmente, reproducirse.

Le daba vueltas la cabeza. El cerebro se obstruía, obnubilado. Ya había perdido toda identidad, sin saber si las imágenes que "veía" al componer su informe mental eran una proyección de su alucinación, especulaciones fantasiosas o si ya articulaba pensamientos exclusivamente alienígenas. Probablemente eran una mezcla de todo eso. Y no sólo las arañas compartían su ser; existían también otros sentidos, que a veces la hacían sentir otra persona y percibir cosas bajo un contexto totalmente diferente...

Una palpación explorativa de su riñón le demostró que el ser volvía a la actividad; ¡aunque sucumbiese a causa de nuevas hemorragias, tenía que intentar llegar al núcleo de esa pesadilla!

Como la criatura se alimentaba solo de líquidos, o sea que debía despedir, exudar o inyectar jugos digestivos en su presa (segmentos del riñón), la fugitiva sabía que Macrobion sorbería el caldo resultante mucho tiempo después. A pesar de las privaciones y de la carrera desesperada, continuaba siendo una investigadora, aunque por el momento, irónica y trágicamente —ya no podía precisar desde cuándo— transformada en cobayo, en prueba de campo; la primera en utilizarse fuera del cautiverio, demostrando si el espécimen tenía ventajas con respecto a los anteriores, llevando en su propio vientre, como sus padres, una entidad con otra configuración.

Si pudiese sacar algún provecho de eso —y una serie de aguijoneos internos demarcando el área digestiva minaban su esperanza— trataría de vencer el último y accidentado trecho hasta llegar al objetivo, alimentándose, ella también, del máximo de información que pudiera.

Eso significaba solamente una cosa: visitar el pasado y exponer lo que quedaba de su mente a la insanía.


Buscó, allá en el fondo, el recuerdo de cuando fuera "seducida", en el sitio arqueológico, por el nativo herido, cuyos pies estaban ensangrentados de tanto bailar, tal como ella había observado en las imágenes de las sondas.

Incluso usando guantes, sabía que una aproximación directa a una especie básicamente desconocida era cosa de ciencia-ficción barata, pero hizo exactamente eso, movida, tal vez, por la fascinación del pene que se agrandaba y se erguía, turgente, exhibiendo toda su pujanza en dirección a ella, como una tromba, para luego eyacular un líquido azulado que, a despecho de sus óptimos reflejos, le atinó en el rostro desprotegido. Después de eso, víctima de una ceguera temporal, sólo recordaba una euforia incendiando su cuerpo y, vagamente, que había despachado al lingüista para luego ir tras el trionés, bailando con él hasta más allá de los límites del Sitio, donde acabó por perder la consciencia.

Despertó oyendo un goteo enervante. Estaba tan oscuro que no podía reconocer su propio cuerpo. Tanteando, descubrió una grieta en la roca por donde se filtraba el "ping, ping". Por más que tuviera la garganta sedienta, decidió no arriesgarse. También sentía una presión enorme en la cabeza, como si hubiese una licuadora encendida en su interior que incluso hacía difícil que se formaran los pensamientos.

—Dónde me metí...

El eco de su propia voz perdiéndose amplió un poco su reducida idea de dónde se encontraba, demostrando que debía ser una galería inmensa, probablemente subterránea o ubicada en el interior de alguna montaña. Buscando siempre más, concluyó que no estaba atada ni presentaba ninguna herida palpable, y que sólo persistían el repercutir de ese brutal dolor de cabeza y la desorientación. Manteniendo las manos sobre la roca, intentó avanzar, luchando contra la sensación de que caería en un abismo al dar el próximo paso.

No sabía precisar cuánto tiempo había durado ese viaje a ciegas, pero sabía perfectamente cuándo había terminado...

A despecho de sus gritos histéricos, Joana sintió dedos sobre su piel, dedos que se convirtieron en tenazas o manos, que restregaban una verga toda carne y músculo, dura, que buscaba alojarse en algo que ella, instintivamente, intentaba negarle. En ese instante, por primera vez, notó que estaba desnuda; felizmente, el estupro no se concretó, pero la arrastraron con brutalidad hacia una luz distante, que fue acercándose cada vez más hasta que dejó de percibir cosa alguna y se desmayó por segunda vez.


Mario desembarcó en el centro de la aldea principal del pueblo-tigre. Lo hizo únicamente por un buen motivo: parecía estar abandonada. Como el minidestructor poseía un pequeño escuadrón de planeadores y robots patrulleros en cantidad, resolvió arriesgarse y montó cinco expediciones de caza; él mismo fue detrás de una de ellas. Revisaron cavernas y canteras; recorrieron selvas, pantanos, riachos y lagos.

Casi a media tarde, habiendo recibido de la ciudadela el informe de que las hostilidades principales habían cesado y que más de cuatrocientos colonos se encontraban desaparecidos —inclusive algunos, a pesar de todas las protecciones, continuaban esfumándose dentro de la propia base, donde comenzaban a relatarse casos de enfermedades extrañas—, el director, confrontando toda la información recogida, descubrió que una de las expediciones no había retornado al punto convenido. Peor aún, permanecía incomunicada.

—¿Tenemos señal? —apuró Mario al radioperador, con el vehículo listo para despegar.

—Impulso muy débil, señor. Pero conseguí reducir la interferencia y creo que es posible localizarlos en el cuadrante sur.

Sin otra opción que ir a averiguar, en vista de que no quería desistir, aunque los otros tres campamentos del pueblo-tigre parecían estar sumidos en igual abandono, Mario pasó los próximos minutos esperando algo que nunca había imaginado esperar: un milagro.


Ahora la imagen era otra. Y no venía de un único lugar. Si hubiese podido escoger, habría preferido la inconsciencia. En su estado actual, tal vez hasta la muerte era una alternativa a tener en cuenta...

Sus conocimientos de biología, refrendados en cualquier parte de los mundos catalogados, indicaba que ningún depredador era eterno, siendo sucedido a lo largo de la existencia sin sufrir una pérdida significativa de poder. Lo que ahora verificaba, no obstante, era que había encontrado un espécimen raro, polivalente como ningún otro.

Todo porque era imposible dejar de advertir a las tarántulas e intuir hasta dónde se ramificaba su poder. Paralizada —su mejor reacción al despertar— vio cuando un grupo de ellas, enormes, blancas, enfermantes, pasaron por encima de su cuerpo, la tocaron en algunas partes, experimentaron cavidades y siguieron adelante, desapareciendo.

El velo finalmente cayó, pero eso, antes de que tuviera tiempo de alardear de satisfacción por revelar una cosa propia, aunque negada hasta entonces, trajo consigo una tragedia galopante, pues llegaron otros suplicios...

Joana ya había sido toqueteada por lenguas inmensas, ásperas, paseando por todas partes; el asco comenzó a vencer a su parte científica mientras permanecía en un círculo marcado en el suelo, con varios machos orinando sobre ella y felicitándose por eso. Descubrió otras cosas mucho peores.

Aunque el padecimiento no era constante, ellos iban y venían, orinaban y algunos hasta defecaban sobre su cuerpo, le arrojaban cosas, la pateaban, la hacían sentir miserable. En cierto momento, una nativa se le acercó, desentonando con la ignominia hasta allí verificada, apartándola de una nube de fragmentos de toda calaña y advirtiendo que la humana sufría de un estado febril indebidamente tratado y que deliraba.

Sus captores, si bien pestañearon y retrocedieron al ver aproximarse a la nativa, no se alteraron. La mata de hierba meada, la sucesión de esputos y olores desagradables probaba que eso estaba lejos de ser un sueño.

—Bebe esto. Estarás mejor —le susurró la nativa, con movimientos delicados, pasándole un cuenco que contenía algo que reconoció como agua y que bebió con avidez, sin sentir que estaba haciendo algo equivocado.

Joana, aún con alguna letargia, como si estuviese drogada desde hacía bastante tiempo, demoró en notar que la trionesa se había expresado en universon, la lengua comercial de la galaxia.

De ella, sin explicación alguna acerca de cómo había adquirido esa habilidad lingüística, recibió una catarata de otras informaciones. Por ejemplo, la revelación de que los machos del pueblo-tigre acostumbraban orinar DENTRO de sus hembras para marcar territorio, demostrando que lo que ella había soportado era bastante preferible.

Pero, ni bien los nombró, ¡vinieron nuevamente los machos!

Joana asumió una postura defensiva, aunque no se repitió el asedio de antes; se mantuvo en una posición que le permitía la observación por entre las piernas de ellos (lo que facultaba la observación de otras cosas también), donde un gran borrón luminoso indicaba la salida de la caverna y otros detalles que prefería no haber visto. Fue en ese punto que regresó al comienzo, a la posibilidad de cometer suicidio.

La nativa había desaparecido como si nunca hubiese estado allí —tal vez había sido una alucinación— y ella nada pudo hacer cuando la agarraron de los largos cabellos —una característica que tenía en común con las hembras de ese pueblo— y la manosearon nuevamente de varias formas, llevándola justamente a donde no quería ir, ya precariamente "bautizada" por los machos.

Pasó por la puerta y la claridad le apuñaló los ojos. El lugar era una enorme fortaleza natural hecha de roca curvada por todos los lados; se veía a uno de los soles, difícil decir cuál, en lo alto de una chimenea rocosa; centenas de cavernas desembocaban en el lugar donde ella se encontraba y había nativos en una profusión que nunca hubiera podido imaginar.

Sólo un detalle hizo que permaneciese arrodillada: el lugar, además de parecer una enorme bacanal, no contenía solamente ejemplares del pueblo-tigre...

La imagen que apareció en su mente fue la de un zoológico sin jaulas, una reserva, tal vez una despensa a cielo abierto; cualquier sinónimo servía a la hora de buscar correlaciones para entender la multiplicidad de seres, que tenían en común la indolencia pero que divergían mucho en el aspecto físico.

Cerró los ojos, pero el vértigo no la abandonó. La nativa, o el sueño que había intercedido en su favor trayendo agua y que no parecía para nada inculta, tenía toda la razón en lo mucho que le había confiado antes de que la exobióloga fuera agredida puertas afuera.

Instintivamente, buscó a la atípica trionesa y no la encontró. Aún le dolía miserablemente la cabeza, dándole la impresión de que tenía un agujero en su interior, como si algo se hubiese salido dejando un erizo en su lugar. A pesar de los dolores, advirtió que podía moverse sin que nadie la patease como venían haciendo desde hacía un tiempo; no hacía ningún movimiento únicamente porque lo último que quería era llamar la atención. Con el cuerpo todavía empapado por la abundante orina, sintiendo frío, miedo y repugnancia, la mujer se quedó acurrucada en medio de todas esas culturas (ex-culturas); si hubiese podido habría huido de allí con placer, vendiendo su propia alma de ser necesario.

Al poco tiempo, los acelerados latidos de su corazón se fueron calmando, con la imagen de Mario proyectada en su mente, como un cuadro vivo que esperaba volver a acariciar, sin apartarse de su lado mientras viviera.


—Destrozos al frente —alertó el piloto, señalando un planeador destruido en un claro y colocando en la pantalla un primer plano que no mezquinaba nada de la imagen de un tripulante degollado junto al fuselaje destruido y un rastro ensangrentado que se internaba en la vegetación.

El decodificador comprobó si el tipo sanguíneo coincidía con el de la cabo Papandriou, la única de los tripulantes del planeador que aún no había sido hallada.

Despachando exploradores-robots, en medio de la selva silenciosa, y esperando su regreso con la respiración agitada, un pelotón de boinas azules seguía en formación de combate.

No fue preciso esperar mucho.

—¡Señor!

Al volver a la nave, dejando que los enfermeros recogieran el cuerpo degollado, Mario atendió el llamado del comunicador.

—Creo que debería ver esto...

Ese "debería", según advirtió, encerraba una gran dosis de amargura y rabia. Fue con aprensión que vio surgir en la pantalla la imagen del cuerpo descuartizado de la que un día había sido la cabo Guadalupe Papandriou.

Ya había visto cosas semejantes en documentales, cuando la mayoría de las batallas se trababan cuerpo a cuerpo. No podía negar que existía cierto factor de guerra psicológica. Todavía estaba todo muy confuso, ya que el depósito y Perséfone habían sido atacados por vehículos espaciales y armas ultramodernas, pero al mismo tiempo se cometían actos de guerrilla, empleando utensilios primitivos, sin precisión quirúrgica, para amputar cuerpos, pintando lo que, con bastante propiedad, podía denominarse un cuadro dantesco.

Al final, ¿quién era el enemigo...?

Con ese pensamiento, se vio forzado a reconocer que no lidiaban con nada muy habitual. Ningún documental lo ayudaría en este caso. Solo tendría oportunidad de encontrar a Joana si llegaba a capturar al menos un ejemplar nativo. Por otro lado, había perdido dos óptimos soldados, y sus malogradas vidas también contaban. Estaba dando mucho más de lo que recibía. En una batalla eso era síntoma de derrota. ¡Y él detestaba perder!

Con la imagen del picadillo humano todavía escaneada en la pantalla y dos boinas azules sin saber qué hacer, reparó que uno de ellos tropezaba con algo. Era algo blando, deforme, y recién cuando el soldado lo levantó, tomándolo con los guantes de protección, notó que, distendido, recordaba al formato humanoide. Algo que su querida Joana le había contado cierta vez, en la cama, lo hizo tomar la decisión de mandar sus lamentos a la puta que los parió...

En aquel momento dejó de ser director. Dispuesto a todo con tal de no entrar en el juego del enemigo, que ya comenzaba a esbozarse, abandonó de una vez por todas el prisma diplomático y abrazó la causa de Marte, la primitiva sed de venganza que necesitaba ser aplacada.

—Reúna a la tropa, teniente Frida. Y vamos, rápido, amplíe la órbita-ordenó al piloto y, volviéndose, hacia el artillero—: Haga una lectura térmica y si nota alguna concentración de calor de cualquier clase, abra fuego inmediatamente con todo lo que tenga.

Viendo que el artillero no captaba la seriedad de la cosa o se mostraba renuente, concluyó:

—¿Acaso no dispone de evidencias suficientes para acatar mi pedido, cabo?

El gesto grave de la teniente, el comandante y el piloto del vehículo liquidó el asunto. La única preocupación de Mario era Joana, o cualquier otro grupo humano que corriera riesgo de muerte debido a sus acciones. Pero el mayor riesgo era no hacer nada. Y él estaba dispuesto a hacerlo todo.


Joana Blair comenzaba a encontrar tiempo para imaginar una manera de escapar. Eso sólo podía ocurrir si analizaba todo ese caudal increíble de alucinaciones en el mundo real.

Sabía que, además del pueblo-tigre, otras doce razas deambulaban por allí, siendo las siete principales —incluyendo a los nativos— los presuntos dueños de los "sitios arqueológicos". Pero había también otras que debían haber participado del esfuerzo conjunto de la exploración de Trion, todos descendientes de otros descendientes. No le extrañó que la barbarie fuese el fondo del pozo común entre todos ellos.

En determinado momento, con el corazón palpitando, llegó a advertir que algunos humanos salían de un grupo de cavernas distantes, pero que estaban encadenados; los empujaron hacia otras cavernas y desaparecieron de su vista.

Con ánimo renovado y un objetivo hirviendo en su cabeza, intentó fortalecer el espíritu para sus próximas observaciones, pues ya sabía quién o qué era el cabecilla de todo eso, el depredador inicial, el parásito que engañaba a todos con la misma facilidad con que incubaba sus huevos. Ya podía identificar las señales principales, las modificaciones en los diversos metabolismos, la injuria mental que aplicaban sin ninguna parsimonia, absurdamente democráticos. Junto con lo que la hembra nativa le había dicho, el análisis frío —logrado no sabía con qué fuerzas— amplió sus horizontes: desenmascaró a la raza arácnida, la 13Š especie, incubada en algunos de esos ejemplares multirraciales, que promovían la ecdisis (cambio de piel) y que, por ser ciegas (la nativa se lo había informado y los pocos ejemplares que había visto parecían confirmarlo), cultivaban el hábito de permanecer en las cavernas, como terrícolas.

¡Vamos, Joana, puedes lograr mucho más que esto!

Oyendo su pobre apremio mental, intentó ejecutarlo de la mejor manera.

Los depredadores eran seres bisexuales, semejantes a tarántulas, aunque con algunas modificaciones significativas: en la localización de los diversos segmentos (palpos, garras y articulaciones en general), diferían por poseer unas cilias medusiformes, con excepción de los espolones, por donde era inyectado el veneno en las víctimas. Las cilias (recordaba todavía lo que le había susurrado la nativa) cumplían la función de constreñir al órgano depredado; la mandíbula estaba situada en el esternón, en la parte ventral de la "araña".

También secretaban a sus hijos por las glándulas de hilo, como los ejemplares que se encontraban en la Tierra. ¿Serían las matrices de las que habían llegado a su planeta natal por medios insospechados, quizás degeneradas de alguna forma, transmutadas en las criaturas que todos conocían? Ahora no importaba trazar paralelos de una evolución de, tal vez, más de un millón de años, y sí tener en mente que las habilidades de interfaz con las víctimas, en la eventualidad de que no estuvieran incubadas, podían sumarse a la eliminación de pelos urticantes, por lo que era preciso precaverse de todas las maneras posibles.

La hemolinfa, la sangre incolora de las tarántulas, tendía en esta variante a mezclarse con la de algunos de sus huéspedes, llevando trazas de veneno en su retícula, lo que podía provocar en la víctima desde taquicardia, disturbios de equilibrio, dilatación o contracción de las arterias hasta un aumento significativo de una euforia sibiliante. La hemolinfa también los contaminaba con hormonas especiales, ya aumentándoles la fuerza, ya promoviendo alteraciones profundas en su metabolismo, como por ejemplo el cambio de piel, cosa que ya había constatado.

¿Qué más? Necesito más. Algo que me ayude a huir...

Intentó mantener a los nativos como foco del abordaje, agradeciendo que ninguno se preocupase por ella y esperando descubrir una coherencia (y una salida) en todo aquello.

Finalmente, resolvió atacar la parte espinosa:

No todos los del pueblo-tigre (en verdad, sólo una porción de ellos eran huéspedes en tiempo integral) presentaban cambios significativos en sus cuerpos. Pero podían ser afectados temporalmente con la ingestión de veneno diluido a través de los "aguijones" masculinos (o penes) en la felación. Era un hábito que ella había visto practicar; había experimentado algo así en el Sitio, aquella mañana que ya parecía perdida en la eternidad.

Otra cosa que consideraba una característica curiosa era la capacidad de la hembra trionesa para diferenciar el sexo puro del destinado a la reproducción, arácnida o no. En el segundo caso, el miembro masculino era, una vez introducido en el orificio apropiado, cercenado en su base, donde almacenaba los anterozoides en estado latente, emigrados de las tres bolsas escrotales hacia un compartimiento intermedio, mezclador, que era el miembro propiamente dicho. Con ese pene cortado (si no era alienígena) la hembra mantenía "sexo uterino", dejándolo reservado hasta que sus óvulos maduraran, para garantizar una camada mayor, pues todavía existían una gran cantidad de abortos entre ellos.

¡Joana, cuidado!

Sus días contemplativos habían terminado.

Sin que lo esperase, la aferraron a la altura de la cadera, inmovilizándola. Por más que quisiera cerrar la boca, manos-garras la forzaron a mantenerla abierta de par en par, mientras un macho se introducía con habilidad, causándole un sofocamiento. Una sustancia lubricante que poseía el miembro le dilató toda la cavidad laringotraqueal, como en un antiguo examen de endoscopía digestiva; inerte, aguardó hasta que el nativo eyaculó abundantemente dentro de ella, con el líquido desbordándole de la boca, escurriéndose por su pecho arqueado.

Trató de vomitar la mayor parte de la eyaculación, pero, sin poder controlarse a voluntad, sus piernas comenzaron a temblar; después fueron los brazos y, cuando menos lo esperaba, ya estaba irguiéndose como una marioneta desarticulada, en consonancia con los demás bailarines, sintiendo un sopor que trajo alivio a su dolor de cabeza.

Otro hecho curioso —Joana, a pesar de estar drogada, bailando como una enloquecida, tuvo tiempo para registrarlo— era que algunos penes amputados (en el caso de los huéspedes) crecían casi inmediatamente, llegando a su envergadura máxima menos de una hora después del coito reproductor. Se configuraba un lento y progresivo estado de priapismo y el huésped ya estaba listo para inyectar un nuevo conjunto de células arácnidas donde quiera que fuese.

Era una pena que las sondas, las pocas que habían tenido algún éxito en investigarlos, no hubieran logrado vislumbrar este proceso restaurador (normal) que sólo ocurría después de tres meses de privación total de cualquier orden. Los no incubados, machos en estado semivegetativo, quedaban inutilizados para cualquier tarea durante ese período, presentando también gran mortandad.

La droga introducida en ella le daba una visión caleidoscópica, girando, girando, girando, chocándose con varios cuerpos, y girando y girando, hasta casi perder el sentido cuatridimensional.

Estuvo así hasta el comienzo de la tarde, mientras el segundo sol pasaba por el cenit y desaparecía en dirección opuesta al movimiento natural del planeta.

Mientras giraba, su consciencia también experimentaba un oscurecimiento; la mente analítica trataba, por todos los medios, de atenerse a la observación fría, pero era difícil. Aún así, lo intentó...

Sus captores eran estrictamente ritualísticos estacionales; tenían una cultura hermética al cubo, estanca en relación con cualquier intervención externa. Por algún motivo importante, eso lo conservaban.

Buscó dentro de ella otras imágenes, como si su mente se abriese a percepciones que experimentaba por primera vez. Las pegajosas hormonas empujadas al interior de su garganta debían estar actuando y haciendo eclosionar todo eso. Y en esa visión avasallante vio el planeta y su paisaje exuberante, los diversos "sitios arqueológicos", situados en el contorno del espaciopuerto, con varios yacimientos importantes y señales promisorias de filones de optimmunC62 —base de una aleación usada en la ingeniería astronáutica y en toda la industria espacial— dando pistas del futuro turístico-exploracional de esa colonia.

De una vez por todas salió de la escena la fría investigadora y su panorama privilegiado de la "verdad", y entró la mujer mortalmente aterrorizada, víctima en todos los sentidos.

Ahora tenía dolores atroces en todo el cuerpo, lo que por otro lado significaba que volvía a sentir y controlar su organismo. Solo cuando su abdomen se contorsionó de forma violenta, provocándole convulsiones, fue que reparó en algo que no había advertido cuando el trionés introdujera el miembro caballuno en su garganta. La escena pareció congelarse, avanzando cuadro a cuadro, hasta que observó que el pene no estaba íntegro como cuando había entrado... Le faltaba un pedazo; en realidad, un tercio, una sección de 15 cm...

Enloquecida ante esta posibilidad, contra la cual su mente se rebelaba, gritó y se levantó, pasando por encima de los cuerpos tumbados, ciega de terror, corriendo como si las piernas fuesen la única parte de su cuerpo que respondía, desapareciendo en una caverna, todavía gritando, sin que nadie pudiese detenerla.


La nave salió de una vertiginosa caída vertical, sobrevoló el desfiladero y el cabo Saito K. Larson, artillero del destructor, ya repuesto de sus dudas, hizo lo que le habían ordenado hacer algunas horas antes, siguiendo un exhaustivo rastreo.

Al descubrir una serie de objetivos sospechosos, corriendo en la oscuridad tras la figura de una mujer desnuda, no titubeó. Abrió fuego cerrado y produjo muchas bajas con un único disparo. Matar no era difícil; lo que se hacía problemático cuando un disruptor nave-nave transformaba entidades biológicas en iones dispersos era contar los cuerpos.

No logró evitar que algunos de los sobrevivientes del contingente inicial de 80 nativos retrocediesen y se vengaran de la única manera en que no debían: arrojando sus largas astas, especie de lanzas, algunas de las cuales acertaron en la mujer, que por poco no logró alcanzar la zona limítrofe de la ciudadela.

Mario, viendo el cuerpo caer, los largos cabellos desparramados, tuvo una súbita intuición; su grito contuvo solamente una palabra:

—¡Joana!

6

Las lanzas habían atravesado su cuerpo en dos lugares, aunque no sería eso lo que la mataría, al menos no antes de concluir lo que se había propuesto.

Sabía que no debía temer que sus perseguidores acabasen lo que habían iniciado. La nave terrestre se encargaría de ese detalle. Pero había llegado tarde para hacer algunas otras cosas por ella, tal vez logrando un resultado exactamente opuesto...

La investigadora se llevó las garras al tórax, arrancándose la primera lanza, que arrastró consigo algo de cartílago. Con la que tenía atravesada en el muslo fue mucho más fácil. El alarido, mal contenido por los labios leporinos firmemente apretados, fue seguido de oleadas de sangre cobriza.

Las cosas podían parecer lentas, pero acontecían a una velocidad asombrosa; Dannak se lamió las heridas, lamentando solamente que la criatura no hubiese perecido con la embestida de alguna de esas lanzas.

Como todo estaba tan acelerado, sentía que los dos corazones sincronizados latían con una lentitud enervante. Dannak repasó todo lo que había hecho para merecer ese fin:

Era Tgatas de nacimiento, aunque hacía más de diez ciclos, cerca de trescientas revoluciones solares locales, sus antepasados habían formado parte de los pocos sobrevivientes de una nave generacional que venía de una larga misión de la galaxia vecina, regresando a Tgat —que los humanos llamaban de otra forma, en el idioma que la habían obligado a aprender—, sin ser recibidos como correspondía por sus parientes lejanos. Desde antes de tocar puerto en el planeta, se habían sorprendido por el silencio, una característica extraña para un pueblo tan comunicativo y civilizado.

La nativa herida se arrastró hacia el costado de un peñasco. Sus recuerdos fueron con ella, frescos como nunca, manteniendo la tradición oral de su familia victimizada por una raza invasora, pero mantenida en reserva para algunos servicios tecnológicos que los imbecilizados sucedáneos de su pueblo no sabían ejecutar. Tareas vigiladas de sus entrañas, pues servían de huéspedes para una nueva variante arácnida que no crecía, manipulada genéticamente para no causar daños irreversibles ni cambios significativos en el metabolismo de los huéspedes. No obstante, incluso teniendo en consideración el mejor control del universo y los mecanismos artificiales y naturales de prolongar la vida, la apatía y la larga esclavitud habían acabado por diezmar a todos sus familiares.

Por ende, Dannak, obligada y controlada por Macrobion, se había dejado capturar, cometiendo todas esas atrocidades con el director llamado Bartholomei Sanches, antes de entregarlo para el desove, para luego buscar una unidad estética y reparar el gran estrago que se había infligido en las mamas al arrancar de allí la unidad controladora del humano.

El sistema, del que ninguno de los nuevos colonos había sospechado jamás, era bastante simple, a fin de que los idiotizados nativos pudiesen operarlo. Ella quería entregar estos conocimientos. Ya había participado demasiado tiempo. Sabía que varios equipos seguían incursionando en los alrededores con intenciones de atacar y sustraer especímenes para el Dispensario. Cada grupo, generalmente, estaba constituido por tres individuos. Mientras uno hacía contacto con la víctima (proyectando portales portátiles, equipos que uno de los primeros pueblos colonizadores les habían "enseñado" a operar), buscaba medios para emitir una señal de baja frecuencia, que era captada por el segundo miembro del grupo, que volvía a proyectar el portal; a través de él se capturaba a la víctima (o víctimas), emitiendo una nueva señal sónica hacia el último miembro del equipo que, en un lugar seguro, reunía al grupo y se llevaba la "cosecha" para usufructo de los depredadores.

La última manipulación de la joven investigadora, que casi nunca podía hacer nada para evitar involucrarse, había sido emplear la nave de sus antepasados (guardada con otras tantas en un depósito subocéanico, juntamente con varios vehículos auxiliares, teledirigidos para bombardear las aglomeraciones humanas en Tgat), para destruir el radio-faro, el mismo que ya había dejado atrás.

Al sentir al Macrobion retorcerse, expandiendo sus tentáculos para tomar posesión de ella, tuvo una idea.

Ya que todo no pasaba de ser un juego para la criatura incubada, desde el encuentro con la terrestre en el criadero y su intento de compartir con ella algunos conocimientos —mientras promovía exactamente lo contrario, comprobando si los implantes de memoria humana eran compatibles—, Dannak hizo que la fuga valiera la pena para Macrobion. Llevar dentro de sí una porción de las células cerebrales de la mujer llamada Joana era una forma de que el incubado tradujera mejor la información, percibiendo que la invasión podía comenzar, dejando a Tgat vacío para la llegada de nuevas víctimas.

Bajo el centelleo del campo defensivo del objetivo perdido, la noche no estaba tan oscura. Se arrastró el trecho que faltaba para llegar al precipicio.

Cuando el humano se aproximó a ella, elevándose en dirección al cielo, hizo apenas un gesto para que no avanzase más. Por dentro, sondeando sus pensamientos, la criatura percibió sus intenciones y advirtió que no tendría tiempo de asumir el control antes de que Dannak se proyectara hacia las rocas puntiagudas que surgían abajo. Quedó estática. Exactamente eso fue lo que le costó la vida.

¡El momento había llegado!


Si del lado de afuera la confusión de Mario llegaba a su ápice, intentando entender lo que hacía esa alienígena —que había creído que era Joana— preparándose para saltar por el despeñadero, dentro de la base el escenario no era menos mortal.

Por los once pisos de la ciudadela se extendían enfermedades y un cuadro clínico gravísimo, tan generalizado y epidémico que no encontraba espacio para ser tratado en la gran enfermería. Hasta Udgar, que desde el comienzo oía repicar la terminología médica en sus oídos, estaba sufriendo su porción de mialgia, prurito cutáneo y nasal intenso, tos, disnea y, lo más incoherente de todo, un ataque de priapismo...

A pesar de haber muchos casos terminales, no se había registrado ninguna muerte. No había ocurrido ningún otro caso de desaparición desde que un trionés, al aparecer fantasmagóricamente en el sector donde se amontonaban los colonos, había sido descubierto y liquidado. No era difícil correlacionar ambas cosas, por lo que estaban alertas en caso de que se produjesen nuevas apariciones, aunque la mayor parte de la operación de seguridad se encontraba a cargo de autómatas.

A despecho de la colección de dolores, contracturas musculares graves y calambres que lo tomaban por asalto en cualquier lugar, estaba mejor que mucha otra gente. Fue cuando revisaba el funcionamiento del campo defensivo y oía el show de gemidos del ordenanza (que además de broncoespasmos presentaba fiebre alta, ictericia e insuficiencia renal aguda), que el comandante descubrió, para su nueva sorpresa, cierto movimiento en el perímetro exterior.

Estirándose con dificultad, intentó alcanzar el comunicador, reconociendo la llamada del minidestructor que pedía permiso para descender.

—Im-imposible —Intentó buscar aire con pequeñas inhalaciones para responder—. Situa... ción crítica. Infecciones... generalizadas. Todos... contamina... dos. Médicos... neutralizados. Aislamiento.... necesario.

Sin embargo, fue la voz de Mario "Rompe-Mandíbulas" la que oyó, asociada con un pequeño holo a un palmo de su nariz. Postrado, sin fuerzas para ningún movimiento, por lo menos mantenía intacta la audición:

—Tenemos registros médicos de lo que puede haber sucedido con ustedes, contigo. El tratamiento está en camino; puede que llegue tarde, pero será eficaz. Avisa que pasaré los datos directamente al circuito médico e intentaremos, desde aquí, reprogramar a los robots-enfermeros. —La voz del director se modificó, al concluir, ante la imagen del hombre que parecía un espantajo apaleado—: Estoy partiendo hacia la última misión, amigo. La tripulación del destructor sabrá ponerte al tanto de todos los detalles, pero no pueden desactivar el campo defensivo sin tu colaboración...

Bien que le hubiese gustado a Udgar indagar qué misteriosa misión era esa, aunque prefirió usar el poco ánimo que le quedaba para cumplir con los deseos del director, franqueando la entrada a la base a la nave de guerra y a la esperanza de vida y aliento que parecía traer consigo.


Despertó, descubriendo en todas partes que todos estaban siendo atendidos. El personal del destructor se desdoblaba para llevar consuelo y cura a todos los niveles de la ciudadela.

Podía sentir que estaba medicado, mareado por las drogas que actuaban en su cuerpo. De los enfermeros y asistentes que andaban cerca oía el parloteo médico de costumbre; a falta de otra cosa que hacer, ya se estaba habituando a él. De lo poco que lograba "traducir" concluía que la base había sido atacada por el sistema de ventilación, que había dejado de cumplir con su papel filtrante; cosas como irradiaciones macizas de "pelos urticantes" y veneno gaseoso, de origen arácnido, habían sido diseminadas por comandos de nativos proyectados al interior de la base por medio de, si debía creer en los comentarios, portales dimensionales, aunque todos los operadores ya habían sido debidamente silenciados por la elite de los boinas azules.

Si la parte que entendía ya era bastante difícil de comprender, cuando la conversación comenzó a incluir una lluvia de terminologías tales como "analgesia por lidocaínicos no vasoconstrictores, shock neurogénico, impedimento cutáneovisceral, uso de relajantes musculares a base de benzodiazepínicos combinados con glucanato de calcio y pomadas de corticosteroides" —que en su caso, sospechaba, habían llegado en buena hora— se dio por vencido, no sin antes advertir la presencia de la comandante del destructor recién llegado.

—Debería estar descansando, señor. Su cuadro aún requiere cuidados...

—Al carajo, Frida. Estoy cansado de estar en esta mierda de sillón reclinable. —A pesar de los espamos que aún le provocaban un poco de dolor, le sonrió. —¿Quiere servirle de muleta a un viejo o prefiere verlo agonizar?

Conteniendo un suspiro de contrariedad, la experimentada militar sabía de la inutilidad de chocar de frente contra el superior, por más averiado que estuviera.

Mientras lo llevaba hasta su posición predilecta junto a los controles, fue interrogada a medida que avanzaban:

—... si entendí bien, fuimos invadidos por... ¿arañas?

-En cierta forma es eso lo que son, pero muchísimo más sofisticadas; un tipo de depredador que se aloja dentro de algunos nativos, convirtiéndolos en una especie de extensión humanoide que actuaba en nuestro medio sin que nosotros lo supiéramos.

—Eso ya lo comprendí... Sólo quiero que me ahorre la larga y triste historia de cómo hicieron para llegar aquí, por ahora, y me explique qué diablos fue a hacer con un planeador ese idiota del director.

Tragando en seco, prefiriendo dar un rodeo al asunto y acomodar al comandante en la inmensa poltrona de control, ella finalmente se desmoronó ante la insistente la mirada del otro.

—El señor Coutinho volvió con el planeador a rescatar a su mujer...

—¡¿El señor qué?! Si no consiguió hacerlo con un vehículo mayor y totalmente equipado... si usted misma afirmó que existe una raza de superarañas suelta por ahí, MALDICIÓN, ¿qué demonios lo obligó a volver allá solo...?

—No dije que haya vuelto... solo, señor... —se pasó la lengua por los labios, prefiriendo mil batallas a tener que mantener esa conversación. Acorralada, concluyó—: Volvió con una de las huéspedes de las arañas.


Mario, después de quedar asombrado al ver a la alienígena arrastrándose para lanzarse al abismo, quedó más aterrado aún cuando ésta, con un movimiento ágil y definitivo, tomó una de las lanzas que estaban cerca y apuntó a su propio vientre, traspasándolo.

El grito que oyó no fue el único, pues en el otro extremo de la lanza, proyectada a través de la cadera, había un ejemplar de esas famosas "tarántulas", sufriendo estertores a lo largo de sus 22 cm, hasta pender, blanda e inerte, exhalando un olor desagradable. Sin saberlo, había sido testigo del pasaje a mejor vida del Macrobion...

A pesar del dolor, ¿era posible visualizar algo que parecía ser una sonrisa en ese rostro extraterrestre?

Nunca pudo preguntárselo, ni la trionesa quiso responder.

No podía negar que estaba fascinado con ella. A pesar de las privaciones que debía haber pasado y la cantidad de heridas —la última parecía mortal, con el depredador arrancado, aferrado todavía a uno de los corazones, elevándose unos 30 cm por encima de su cabeza— ella, con toda calma, le transmitió en universom toda la información pertinente para contraatacar al enemigo común, tornando su admiración en algo mayor.

Sin embargo, al pensar en Joana, se sentó en una roca, abatido. Los "azulones" de Udgar corrían en todas direcciones para resguardar la base de cualquier nueva embestida.

—Sé dónde está... su mujer —dijo Dannak, la alienígena.

—¿Cómo? —Se obligó a volver a la realidad, sin lágrimas para llorar por alguien que imaginaba que ya no existía, aunque estuviese demasiado abatido para entender lo que le decía la nativa.

Pero eso cambió.

—Sé dónde está... Joana —apuntaba a la cabeza, manteniendo presionada la herida más grande, aceptando la camisa del terrestre y algunas suturas como vendaje provisorio—. Llevo una imagen en mi interior, ya que fui sometida a un implante superficial de memoria extraída de ella, y su hembra retiene el recuerdo de usted en todas partes.

No quería saber cómo se había dado aquello. Con esperanzas renovadas, entró en contacto con la base, cumpliendo con una rápida intervención y partiendo enseguida en el planeador. La única dificultad fue acomodar a Dannak en el compacto vehículo.

Ya con la alienígena jadeando en el asiento trasero, en la posición del artillero, y percibiendo con qué tranquilidad se enfrentaba a la muerte, no perdió ni un segundo precioso en vacilaciones de ningún tipo.

Hizo que el vehículo saltara por la fuerza del impulso, partiendo como una flecha hacia las coordenadas recibidas. Todo dependía del instinto de improvisación. El resto, sólo el tiempo lo diría.


El planeador se posó en un sitio bastante yermo, prácticamente en el medio del continente. Nunca había imaginado buscarla tan lejos.

El desierto era de color ocre, con una vegetación raquítica luchando por mantenerse viva junto a las rocas aglutinadas en pequeñas pilas. Se abrían grietas en todas partes, resquicios de alguna violenta actividad sísmica del pasado.

Fue en una de esas grietas que Dannak indicó el camino, una larga escalinata tallada que se perdía rumbo a las profundidades del sitio. La noche, que era gloriosa allá afuera, con el cielo centelleante y las lunas en su delicado baile orbital, dejó de ser perceptible a medida que fueron avanzando y se intensificaba la oscuridad; la nativa caminaba adelante, escudriñando como un gato.

Mario sólo sentía el cómodo contacto con el hombro curvo de la guía. Después, ella lo alertó sobre algo obvio: la sangre que manaba podía hacerlo resbalar. El avance se tornó mucho más lento, aunque libre de contratiempos.

Supo que habían llegado al final cuando su guía se lanzó a la oscuridad. Percibió señales de lucha y resolvió que era el momento de espantar las tinieblas.

Cegados por el sol artificial que el hombre había encendido, se encontraban cinco nativos. Otros cuatro yacían muertos junto a la hembra que, hecha un ovillo, rodaba por el suelo para esquivar las lanzas de otros soldados.

—¡No! ¡Ella ya tuvo demasiadas experiencias con armas para mi gusto! —gritó el director, dando una muerte tecnológica a todos los nativos que intentaban huir.

Protegiendo a Dannak, que insistía en seguir con él ya que no podría encontrar a Joana de otra forma, desistió de invadir las cavernas subterráneas sin alardear de su presencia. Donde había posibilidades de avanzar sin entrar en contacto con los nativos, eso hacían, aunque no siempre era posible.

Sentía que las fuerzas de la alienígena se acababan o que tornaban su progreso más desesperado.

Recién después de haber echado abajo una pared de roca —que terminó por revelarse como una puerta— finalmente llegaron al Dispensario. El panorama era el más hediondo que Mario había visto jamás, volviendo obsoleta cualquier explicación que su agonizante compañera quisiera darle.

Eran seres en las más diversas fases de la incubación, mantenidos vivos por una casta de arañas especialistas que se escabullían por el frío ambiente con la tranquilidad de no tener ningún enemigo.

¡Pero ahora eso iba a cambiar!

Una serie de disparos acabó con la vida de innumerables arácnidos. Rápidamente, los demás especímenes, contenidos en los cuerpos que colgaban de capullos en nichos de las paredes, percibiendo el peligro, intentaron abrirse camino a través de las entrañas de las presas para buscar refugio en otro lugar.

Pero no había OTRO LUGAR. Mario se encargó de eso, esperando que los huéspedes, que ya no podían salvarse, pudiesen tener la muerte que merecían desde el inicio de aquel suplicio que se había prolongado quién sabía cuánto tiempo.


El pandemonio era generalizado.

En medio de esa confusión, sintió una de las manos-garras en su túnica y percibió que Dannak no podía dar un paso más. Sin embargo continuaba serena, con una paz que, si creía en las confesiones de ella, ya no le podrían arrebatar.

—Vaya por allí —dijo, indicándole el camino—. El lugar de los prisioneros... donde prueban distintas armas... donde, si cree que puede encontrarla, está su hembra...

Esas fueron sus últimas palabras.

Mario, intentando equilibrar el odio que sentía por las arañas con el ejemplo dado por la nativa, invadió el último reducto de la colonia.

Gracias a la confusión reinante, pudo avanzar, chocándose con innumerables seres, la mayoría en tal estado de pánico no eran capaces de ninguna reacción, excepto la fuga desordenada.

Parecía haber, también, una insurrección interna, pues encontró diversos humanos, probablemente del contingente de los últimos desaparecidos, luchando hombro con hombro junto a unos pocos descendientes de los antiguos colonos de Trion.

Consiguió, con dificultad, organizar una especie de batallón. Como cargaba un arsenal, no escatimó armamento alguno, y vio dedos, garras y tentáculos intentando manejar lo que él distribuía con placer. La orden era fácil de cumplir tanto por los humanos como por sus aliados: escoltar a los sobrevivientes a la salida de aquel laberinto y liquidar todas las arañas que encontraran en su camino. Si había duda sobre quién podía estar incubado o no, entraría en acción el viejo precepto.

Tirar primero, comprobarlo después (o nunca).


Joana percibió que estaba sucediendo algo diferente cuando vio que sus guardias iban menguando hasta quedar solamente uno.

Desde que intentara la fuga y acabara invadiendo una de las "guarderías" —donde se hacía la selección de casta de los arácnidos— liquidando algunos huevos antes de ser atrapada, no la dejaban sola, con al menos cinco nativos de guardia.

Desconociendo el por qué de su importancia para ellos, cuando lo más fácil hubiera sido abatirla sin piedad, Joana Blair, aislada por una fuerte telaraña, estaba dispuesta a vender cara su vida. Imaginando una forma de librarse de ese último verdugo, vio su oportunidad cuando el otro reculó en dirección a la entrada de la caverna, al alcance de sus largas piernas, pues sólo tenía inmovilizados los brazos.

Sin embargo, antes de que pudiese actuar, un haz de rayos concentrados acabó con la necesidad de hacerlo.

No era un príncipe el que entraba, sino un hombre ensangrentado, sucio, con las ropas en harapos, mirada criminal y un arma tremenda en cada mano.

No era un príncipe; era mucho mejor que eso. Alguien tan asustado como ella, venciendo enormes obstáculos para liberarla. Lo que valía más que un cetro o decenas de coronas.


Mario tenía dificultades en ver las cosas de forma normal. Una barrera roja descendió frente a sus ojos y acabó por notar que las palabras dulces que oía, actuando en su inconsciente, eran lo que realmente había evitado que le disparara a quien había venido a salvar...

Joana, desnuda, en estado lamentable, pero aún así bellísima, lo miraba con confianza. Sabía que ella percibía que estaba como "poseído", pues había tenido que atravesar un diluvio de cuerpos que caían sobre él para, tal vez por milagro, llegar hasta ella.

Finalmente reconoció que algo así sólo podía ser amor verdadero, y no una cosa carnal, simbólica, aunque también era eso y mucho más.

Reservó sus sollozos, sus reminiscencias, sus confesiones y el demorado beso para cuando hubiera tiempo de disfrutarlos.

El hombre volvió a vestir la caparazón de héroe, liberando a la mujer. Con redoblada cautela, emprendieron el largo camino de vuelta.

Muchas cosas quedaron atrás y muchas más encontrarían delante.

La vida es así.

Un aprendizaje. Una sucesión de muertes y vidas, pasadas y futuras.

Mario y Joana eran uno solo, dispuestos a no entregar lo que el destino había puesto en su camino. Por eso parecían inhumanos, sobrehumanos, conquistando la libertad palmo a palmo, hasta no dejar mucho trabajo para el escuadrón de rescate que llegó, liderado por el propio comandante de los boinas azules, para conducirlos por esos corredores que se habían transformado en pilas de cuerpos en acelerada descomposición.

Cuando la pareja cayó, desfalleciente, en aquel desierto donde los dos soles se elevaban desde direcciones y arcos diversos, el "escondrijo de las tarántulas" no existía más.

Otro mundo más que había sido vencido a costa de mucho sufrimiento.


Final

Su hijo nació el verano siguiente.

Era un niño fuerte, bonito como la madre y decidido como el padre.

Sólo una cosa los enervaba a ambos: su habilidad para trepar por las paredes...


Traducido del portugués por Claudia De Bella © 2004


Rogério Amaral de Vasconcellos es brasilero, natural de Río de Janeiro. Co-edita el Scarium MegaZine y es integrante del consejo editorial de la Casa de la Cultura. Creó y coordina la Suruba Literária Experimental y Virtual (Slev), un grupo multimedia. También edita la Colección Vaca Profana y el fanzine Ciclope News. Su primer libro publicado fue Campus de Guerra. También editó y participó en la antología y participó en otras ocho antologías de temas variados.


Axxón 141 - Agosto de 2004
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Brasil: Brasilero).