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WUNDERSCHÖNPatricia Suárez |
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1. El plan de la cónyuge
La idea de la reconciliación fue de Leticia; a él no le pareció que augurara nada bueno: era pesimista por naturaleza. Se trataba de pasar las fiestas navideñas juntos, ellos dos, solos. A los chicos los mandaría esos días con su hermana y su cuñado, a una hostería de las cercanías, y entonces podrían hablar largo y tendido de sus cosas. Él, por sobre todo, temía el uso literal de esta última expresión, "tendido": para empezar: ¿de qué iban a hablar cuando no tenían ya nada para decirse?, y para terminar: de cada oportunidad en que estuvieron separados y ella le propuso conversar largo y tendido, había nacido uno de los niños. Eran tres varones: el mayor tenía cinco años y el menor dieciocho meses: César temía que ella estuviera buscando engendrar una niña. Leticia alquiló la casa en las sierras, en una cumbre, se llevó los tres chicos con ella a principios de diciembre. La quebrada en donde la casa estaba situada no era en absoluta peligrosa; corría un arroyo de no más de veinte centímetros de profundidad; más arriba empezaba un bosque de pinos blancos entre los que se movían algunos tímidos venados y, decían, había un oso, que aunque nadie lo hubo visto jamás, los lugareños aseguraban que era simpático y respetuoso como una persona. Cuatrocientos metros abajo por la tortuosa carretera -que era de tierra- estaba el pueblo. Lo más fácil y cómodo para llegarse hasta allá era en caballo o en sulky; cada tres días subía el Viejo Scherlach, que era el alemán que les había alquilado la casita, solo o con su esposa Hella, por si ellos necesitaban algo y para ayudar en la limpieza.
2. La llegada
El 20 por la mañana llegó al pueblo; estaba polvoriento por el largo viaje en ómnibus y le dolían las articulaciones. Su cuñado lo esperaba en el Café Riquet, que estaba en la plaza. No era una plaza en el estilo que acostumbramos a ver en la Argentina, sino una plaza a la europea, un cuadrilátero de adoquín con una encina de varios centenares en el centro; más allá, la capilla a Santa María, el café, la Alcaldía, una Tienda de cigarros, dulces y chocolates, una Armería; apelmazados en un rincón, tres pequeños negocitos: un taller de zapatero remendón, otro de relojería, y un quiosco que además de diarios y revistas, tenían estafeta de correos y vendían los pasajes de los ómnibus para dirigirse a cualquier otra parte. Antes, le comentaron, había en el centro de la plaza, como a la sombra de la encina, un león de mármol, rampante, traído por los primeros colonos alemanes o tallado por un maestro escultor de entre ellos; en el ’45 lo sacaron. Su cuñado, Dante, ni siquiera lo saludó, lo tomó del codo y lo introdujo en la Armería, para que lo ayudara a elegir un rifle. No estaban en época de caza, pero las autoridades explicaron al cuñado con un guiño, que allá bien alto, se podía matar uno o dos venados sin que nadie lo notara, algún ganso salvaje perdido, unas cuantas liebres desorientadas, y hasta al oso. ¿Qué oso?, preguntó César; en la fauna argentina no hay osos. El cuñado le pidió que se callara por favor; necesitaba concentrarse para elegir un buen arma y el arrope de tuna que había engullido esta última quincena le impedía tener claras sus funciones mentales. Compró un rifle belga, fabricado en Lieja, que el vendedor dijo de antes de la guerra del ’14, pero cuyos caños se veían limpios y relucientes como si se hubieran templado ayer tarde.
3. El sulky
El chico Scherlach lo llevó hasta la casa en el sulky que tiraba una burra gris y macilenta con la suficiente inteligencia como para seguir la huella del camino, rehuyendo así el matadero. El chico no era normal o no lo era del todo, tenía la cicatriz de un labio leporino que había sido partido y luego cosido con muy malos puntos; mascaba tabaco y lo escupía a la vera del camino, como apuntando a los dientes de león, de una manera tal y con tal puntería como César viera hacer solo en las películas del Lejano Oeste; silbaba una tonada que él conocía de otra parte: el chico explicó que era la que en la iglesia tocaba la ciega Lidia Renz al violín. Luego se explayó sobre las mujeres del pueblo: Cora Renard, Verónika Lux -que era albina-, las Pfeiffer -las cuatro tenían los pies palmados-, Ida Hessel, la chica Schmidt; cuidaba de hablar de cada una de ellas utilizando imágenes más propias para la burra: "el lindo pelaje de Cora", decía, o "la terquedad que ni con rebenquito se le cura a la chica Schmidt" o una de las tres Pfeiffer, a la que había que sacar a dar vueltas, "para cansarla" o "para varearla". De pronto a César le resultó muy extraña esta conversación, porque no daba al chico más de doce o trece años y no le parecía propio de esa edad hablar de mujeres con desconocidos. Le preguntó si estudiaba, si iba a la escuela. El chico contestó que sí, pero que eso había sido hacía tanto tiempo atrás que ahora ni se acordaba. El muchacho volvió a silbar como para sí mismo, y entonces César interrogó qué era aquello. "¿Qué?", dijo el chico y cantó: "‘Ihr Blümlein alle,/ Die sie mir gab,/ Euch soll man legen,/ Mit mir ins Grab’. Una canción popular." "¿Una canción?" "Se llama ’Flores secas’. Bonita, ¿verdad?", hizo una pausa y luego de arrear a la burra que se hacía la estúpida con unas retamas de la cuesta, prosiguió: "Si usted se aburre de su esposa, búsqueme que yo le indico cuál de estas mujeres puede atenderlo. Los hechos que suceden dentro del matrimonio son muy a menudo horrorosos, pero con éstas que le digo es como bailar y deslizarse. ¡Las fraulein! Son todas finas como un jaez con perlas, no tienen ninguna de las mañas de las profesionales; acuérdese lo que le digo".
4. La casa
Apenas puso un pie dentro de la casa, los chicos comenzaron a colgársele, a hurgarle los bolsillos con una intensidad que no tenía un inspector de la policía entrenado en drogas peligrosas, y a babearlo. Él trataba de apartarlos de su lado, sintiéndose un poco culpable por sus escasos sentimientos paternales: veía a esos niños más como una manifestación moderna de la Hidra de Lerna que como a hijos propios. En el vano de la puerta se apareció Leticia, meneando la cabeza, con esa expresión de reproche tan suya que significaba: "¿Cómo podés ser tan desalmado de tratarlos como a simples cachorros, como a bestezuelas?" No obstante, se acercó a él, lo besó suavemente en los labios y los engendros aplaudieron; fue tal el susto de contemplar la escena, que César patinó unos pasos y derribó el pino de Navidad que cayó sobre el pesebre de arcilla y les destrozó el techo a José, María y el Niño Jesús. Las bestezuelas chillaron y hubo un momento de furor pánico en que corrieron de un lado a otro y se revolcaron por el piso. Ella le mostró la casa: la sala, la cocina -en realidad un fogón-, el dormitorio de los niños, el de ellos; luego salieron y a unos cinco metros estaba el cobertizo que antes había sido el criadero de las gallinas copetonas holandesas del Viejo Scherlach, y ahora ella había acomodado para hacerlo estudio de él. Todavía olía a pluma, explicó ella, pero abriendo estos ventiluces, estos ventanucos, abriendo estos postiguitos, entraba por aquí una brisa deliciosa. Un viento helado se coló de improviso en la habitación. "¿No es un poco frío acá?", preguntó él. "Sí", dijo ella, "pero mañana empieza el verano y ya no hará ningún frío". Su mujer hablaba con una determinación tal que parecía que el Verano y ella se telefoneaban asiduamente. Entonces ella sonrió, una sonrisa plena como nunca él le había visto. Se quedó mirándola, fascinado, al fin, juntando coraje de vaya a saber dónde, dijo: "¿Qué te hiciste en los dientes?" "Ah, lo notaste", contestó ella, y se rió como si él le hubiera hecho un chiste de lo más gracioso, "me los hice sacar todos y me coloqué estos". "¿Por qué?" "¿No están mucho mejor?" Eran esplendentes, todos largos y parejos como los de los caballos. De repente a César le vinieron a la mente las observaciones que hacía el chico Scherlach sobre las mujeres.
5. Los libros
Luego de una agotadora jornada, un paseo por las inmediaciones en que los dos engendros mayores riñeron y se apedrearon -uno juraba haber visto el oso y el otro lo desmentía-, y la bestezuela menor rodó unos cuantos metros cuesta abajo hasta darse el pecho contra una piedra que casi lo mata, César se retiró al cobertizo. Al principio buscó una soga y una viga, pero a los pocos minutos desistió: estaban los libros. Había preparado un paquete con cuatro o cinco libros con los que pensaba hacer un estudio crítico; lo estaba por despachar por correo desde la ciudad, cuando Leticia le ofreció traerlos ella misma a la montaña. No eran ningún incoveniente, dijo, a ella le encantaba serle útil, ayudarlo en las tareas que él hacía. De modo que ese día el marchó a dar clases como todos los días, y ahora venía el feliz momento en que debía abrir los libros empaquetados y enterrar su nariz en ellos como una enamorada los entierra en el ramo de rosas que le envía el amado. Tenía una vaga sospecha -debida a su naturaleza pesimista- que se confirmó en cuanto abrió el paquete: cuatro ejemplares de "El gran Meaulnes" de Alain Fournier (en la edición de Orión y la de Centro Editor de América Latina, ambas de Buenos Aires; la de Club Bruguera, de Barcelona, y la de la colección "Mis libros", para niños, de Madrid). También había en el paquete los siguientes libros, los tres de la Biblioteca La Nación, de Buenos Aires, de los años 1916, sin fecha y 1910, respectivamente: "Wilhelm Meister", tomo I; "El Conde de Monte Cristo", tomo I; y "El hombre que ríe", tomo I. Este paquete había burlado la Muerte; estaba destinado al Cartonero. La muy cretina de Leticia se lo trajo confundido con el paquete de papel madera atado con piola que estaba sobre el escritorio y no debajo. Montó en cólera: ¿y qué haría él con el bendito Gran Meaulnes, con el idiota del Gran Meaulnes? ¡No le interesaba!; lo había leído ya en su juventud; recordaba a Meaulnes como un imbécil y aunque no hubiera sido un imbécil, no le importaba, le importaba únicamente que era una lectura ajena a sus deseos. Fue Leticia, concluyó, lo hizo a propósito; confundió los paquetes para tenerlo todo el tiempo a él a su merced, lamiéndole los pies. Se quedó a dormir en el cobertizo; pero en un momento dado sintió contra su espalda el calor de un cuerpo insistente que lo abrazaba, y el resopló: "Leticia", apartándose un poco de ella, y ella permaneció allí, sin siquiera darse por aludida de que no era deseada.
6. Los cazadores
Poco antes del alba escuchó un grupo de hombres pasar frente a la casa y dirigirse a lo más profundo del bosque. Cantaban en alemán y reían. César se incorporó rápidamente en la cama y comprobó que Leticia ya estaba levantada. Afuera despuntaba el día; escuchó cantar, lejano, un gallo; él se había decidido a encarar el tema con claridad: "Nunca volveremos a vivir juntos, Leticia; basta: yo no te amo; la vileza que hiciste con los libros fue la gota que rebalsó el vaso, como se dice vulgarmente, y yo no estoy dispuesto a seguir esta vida de chantajes continuos donde..."; seguramente cuando llegara a esta parte del discurso, ella mencionaría el asunto de Natalia. Hacía un año que no veía a Natalia, pero Leticia se comportaba como si la hubiera visto ayer mismo. Él se dirigió a la casa adonde su mujer preparaba el desayuno silenciosa; no hubo reproches. Él preguntó: "¿Qué cazan ahí arriba en esta época? ¿Golondrinas?" Ella dijo: "Buscan al oso". "¡El oso otra vez, todos con el oso!", replicó él. "¿Qué oso? No hay osos en la Argentina. ¿O es que hablan de un oso hormiguero?" Pudo leer en la mirada de ella la palabra "imbécil": "Trajeron hace mucho tiempo uno", explicó "un osezno creo que era, de Europa, de Alemania, y lo soltaron en las sierras para que viva en la naturaleza". Este era un pueblo de locos, no había caso, pensó él; encima introducían fauna salvaje. "¿Y qué? ¿El animal hizo destrozos? ¿Lo quieren matar ahora?" "No, no lo quieren matar. No son de esa clase de gente; quieren verlo, nada más. Comprobar que esté bien, supongo." "¿Son ecologistas?" "Algo por el estilo, no entendí muy bien qué es lo que le hacen". Luego ella se metió en la boca una tostada untada con dulce de zapallo y los dientes se le quedaron prendidos en el pan; fue un momento muy dramático.
7. La taberna
Bajaron a la feria del pueblo alrededor del mediodía; el aire estaba muy fresco, los niños tiritaban de frío y Leticia no había tenido mejor idea que vestirlos con trajes de marinerito que parecían del siglo pasado, y botitas de charol gracias a las cuales resbalaban cada medio minuto: estos chicos odiarían a su madre en cuanto crecieran. Las bestezuelas chillaban; Leticia reía de gusto. Había cardos azules y violetas orlando el camino; eran bonitos de ver y él se entretuvo con eso. Abajo los esperaban Edith y su cuñado, Dante; este último muy nervioso porque había perdido la noche anterior jugando a los naipes en una casa de mala vida, según secreteó. "¿Una casa de mala vida? ¿Aquí, en este pueblo?" "Sí", respondió su cuñado, "¡y adornada con qué mujeres! Las más bellas cuelgan del techo, como frutas, sujetas por el pelo. Basta con estirar la mano y bajarse una..." En ese instante, César oyó el llanto cascado de Edith, presa de una de sus habituales melancolías -aunque por lo visto, motivos no le faltaban-. El esposo resopló: "Vamos, Edith"; pero como la otra siguiera llorando, agregó: "Es evidente que algún placer tiene que haber en estar completamente triste todos los días": Edith aulló y salió corriendo y como las bestezuelas creyeron que era un juego corrieron tras ella llevándose a la gente por delante. Leticia reía para mostrar los dientes nuevos; luego fue muy despacio hacia la hostería, a fin de consolar a su hermana. Almorzaron los dos hombres en una posada: la tabernera tenía ojos achinados y el cabello muy rubio, casi blanco. Dante le preguntó el nombre: "Annaliese", dijo ella. "Es seguro", suspiró por lo bajo, "que ella estaba anoche. Sí, creo haberla visto. Pertenece a aquella familia de la que que me contaron que un barco mogol naufragó en el mar Báltico hace siglos y algo de esa sangre se confundió con la de ellos: por eso los ojos, los pómulos..." "¿Un barco mogol, Dante? ¿No es más fácil pensar en un criollo, un indio de estos pagos?" "No, no. Fue lo que ellos dijeron. Si me preguntan a mí, yo diría, que es el vicio el que le achinó los ojos porque en otros tiempos conocí a..." En ese momento, la tabernera trajo la salchicha polaca y unas papas a la suiza que ella decía una receta importada directamente de Crissier, un pueblo en las afueras de Lausanna. (Eran unas papas hervidas en leche, a la que se agregaban nata y manteca, y mucha sal y pimienta negra; Dante tuvo un acceso de estornudos.) Acto seguido un caballero que bien podría haber sido el padre, pasó llevando un tiesto en el que habían quemado enebro. "Para los malos olores", explicó. "Hoy", prosiguió casi con aspereza, "me siento alegre como un queso; no quiero que esto huela a sangre de matadero; no nos gusta ni a mí ni a mi mujer el olor que hace la sangre del cerdo muerto". Cuando los miró de frente tenía un ojo marrón y otro violeta, como a veces se da en los perros collies; producía una impresión extraña. De postre les sirvieron el típico apfelstrudel, que la tabernera de los ojos chinos dijo preparado con las manzanas que cultivaban allí nomás en el huerto. César miró en la dirección que ella señaló pero sólo vio haces de leña amontonados. Dante huyó a buscar unas sales digestivas y la tabernera, mientras limpiaba el mantel de migas de pan, le pasó un papelito en donde leyó: "Recuerde lo de anoche. Ayúdeme". César pensó que la chica lo confundía con Dante, quién sabe anoche qué le habría prometido aquel tonto: no sería una vida muy divertida la que ella llevaba en ese pueblo. Deslizó el papel dentro de su bolsillo y saludó con una inclinación de cabeza. El hombre le dijo: "Adiós, señor" y la tabernera, muy bajo: "Nos vemos, señor".
8. El festival del verano
Las bestezuelas estaban dispuestas a usufructuar todo juego posible y al alcance de sus manitas: disparar a los patos de cartón, pescar de un tonel los peces de corcho, competir por las manzanas azucaradas, arrebatar la ganzúa en la calesita. Los dos mayores se desempeñaban bastante bien, eran dignos hijos de su madre y Leticia los miraba con inmenso orgullo. Es evidente que de niña ella había sido igual. Cuando uno se enamora, calculó César, debería poder imaginar lo más certeramente posible qué clase de engendro era el ser amado durante su niñez. Muchos matrimonios se evitarían de esta manera, y sin duda, esto haría a la salud del mundo. Logró desviarse hacia la cuesta donde estaba la tabaquería y volvió a ver a la tabernera. Estaba ahí parada sin hacer nada, masticando un terrón de azúcar como lo haría un caballo cuyo dueño mima innoblemente. Luego clavó sus ojos en él y ya no se los quitó de encima. ¿Qué quería decir esto? ¿Qué pretendía? ¿En qué cosas estaba pensando? Seguramente se lo confundía o lo tomaba por otra clase de persona; ¿cómo estar dentro de su cabeza para saber lo que ella tenía en mente? Luego ella dio unos pasos hacia él, y en voz muy baja le dijo: "Desde anoche, nuestras almas están unidas. Recuérdelo; ahora es como si estuviéramos casados o tal vez condenados. No se le olvide." "Señorita," comenzó César bastante trastornado, "¿de qué habla?" En ese momento fueron interrumpidos por un viejo fonógrafo donde comenzó a sonar una canción en algún idioma eslavo. Ella se la tradujo, tarareando: "No hagas ruido madre selva verde. / No me estorbes cuando pienso en mis sueños." Después se dio vuelta y caminó cuesta arriba con pasos lánguidos, como si le estuviera doliendo el centro de las rodillas. César buscó a los suyos: Leticia y la Hidra de Lerna estaban con Lidia Renz, la violinista ciega. Les había dicho que a partir de los tres años los niños pueden aprender a tocar el violín y estaba ahora tratando de hacerlo con el mayor. Ella acomodaba sus deditos pringosos sobre las cuerdas, mientras los otros dos le tiraban del pelo y la arañaban en la cara. Su mujer miraba el espectáculo feliz. Se imaginaba a la bestezuela de concertista; era su peor defecto: el exceso de imaginación. Su cuñado también estaba por ahí; seguía con su mirada obnubilada los trucos que hacía un prestidigitador con unos naipes de póker. "¿Dónde está la Reina de Corazones?", gemía y cortaba en tres montones el mazo, "¿Aquí? ¿Aquí?" Nadie adivinaba nunca y el prestidigitador acumulaba moneditas de veinticinco centavos dentro de una boina vuelta al revés. "¡Después pongámonos a jugar!", gritaba el cuñado poseído de entusiasmo: "¡en eso no hay quien me gane!" Ya se había olvidado cómo fue que llegó a hipotecar su casa: era un optimista. César subió la cuesta tras la tabernera; tuvo la sensación de ver brillar el rabillo del ojo del chico Scherlach.
9. La higuera
Ella iba delante trabajosamente, alzándose un poco la falda y enseñando de esta manera unas pantorrillas jóvenes y gruesas, de persona acostumbrada a las sierras. Cuando llegó a una higuera se detuvo y apoyó la mano izquierda sobre el tronco del árbol y la derecha sobre el corazón; entonces lo miró con sus ojos chinos, larga, largamente, para asegurarse de que él fuera tras ella. Era una higuera con una piel oscura, casi movediza, y alguien la había vestido con muérdago con motivo de las Navidades venideras. Estos alemanes son por lo demás gente muy rara. Con sus pensamientos profundos, con las ideas que constantemente buscan y que introducen en todas partes, se complican realmente la vida. Y encima hasta tienen tiempo para decorar todo un bosque. La tabernera y él hicieron así los cuatrocientos metros que llevaban a la casita alquilada al Viejo Scherlach. Luego ella se arrodilló frente a la cerradura del cobertizo, se quitó una horquilla del pelo, que le quedó despeinado y enloquecido y le dejó un aspecto de instrumento musical al que se la soltado una cuerda. Empujó la puerta y entró; al cabo de hamacarse un instante sobre los tacos de sus zapatos, también él entró en el cobertizo. Ella observó con atención el interior: "Qué feo está esto, anoche lo no había notado... ¿Pero a quién se le habrá ocurrido...? Aquí", dijo, y señaló el sitio donde Leticia había colocado una mesa para que hiciera las veces de escritorio, "estaban las ponedoras del Viejo. Tenían una enfermedad o, ¿cómo se dice?, una anomalía. Eso es. Y ponían huevos largos. Entonces el Viejo y Hella tuvieron que atarle el cogote para que les quedara inclinado y más bajo que la rabadilla. De este modo las gallinas de corrigieron." Hubo una larga pausa, en la que César temió estar siguiendo a una pobre histérica, o peor aun, una mujer frívola y libertina. Se preguntaba cómo podía deshacerse de ella y volver tras sus pasos sin ofenderla. (¿Cómo formularle ahora: ‘Apártate y dilúyete, bella imagen de viento’?) "El marido de usted", expresó tímidamente, "debe estar buscándola". Ella rió: "¿Quién? ¿Ese? No se preocupe. ¿Cómo es posible?, me digo a veces: le pongo en un plato hondo tajadas de buey, y le agrego tomillo, clavo, mostaza y laurel: es una comida que le gusta mucho. ¿Y qué hace él? Sólo comer con los dedos y pone el mentón en la salsa: un hombre así a cualquiera se le vuelve odioso. Después anda por ahí diciendo ‘las mujeres esto, las mujeres lo otro’; pero la verdad es que él sabe tanto de mujeres como un rinoceronte de tocar la cítara. Cuando llega la noche, recuenta los billetes y las monedas y hasta se babea para dirigir palabras al dinero, decirle: ‘Ya no rodarás más por el mundo’. No me deja tocar un centavo. ¡Y yo que lo hago dormir en cama con cuatro colchones! Sí, sí, señor. De pluma, de goma espuma, algodón y de algas: y así me lo paga. Los míos me decían que con él no podría realizar mi misión... pero no les hice caso." Sin transición agregó: "Mi nombre no es Annaliese, para nada. Así es como me llaman acá. No importa cuál es mi nombre: hace tanto que no lo pronuncio que es ya como si me lo hubiera olvidado. Se lo diría, claro, no lo considere usted una falta de confianza. Tal vez más tarde, tal vez después cuando todo esté consumado..." Mientras se desabrochaba la camisa, la tabernera pegó sus labios a los de él. Sólo los despegó un instante para susurrar: "Yo vivo ahora en su sangre". De pronto fue como si se hubieran reencontrado un objeto y su reflejo; fue un beso un poco extraño: él sentía los labios, la boca, y un poco más abajo las desasosegadas manos de ella lidiando con los botoncitos.
10. El colchón
El cuerpo de la tabernera estaba plagado de pequeñas cicatrices y ni era agradable al tacto ni ella era susceptible a la caricia. Eran las esquirlas de una bomba, le explicó, que había estallado cerca de ella; de todas maneras, zanjó, ella era una mujer afortunada: es preferible ser áspera a estar muerta, ¿no es así? Había salvado el rostro porque en el tiempo que duró la guerra lo llevó tapado, con un velo muy denso, como tarasana de mosquitero pero más gruesa. En ningún momento de su relato especificó ella de cuál o de qué clase de guerra estaba hablando, en qué país, en qué época. De pronto él tuvo la convicción de hallarse delante de una mitómana a la que era mejor no contradecir para que no armara escándalo y para que no pudiera terminar él reducido a golpes por el tabernero. Simplemente, se estaba ella ahí, perorando en lo oscuro, sin siquiera dirigirse a él, sentada con las piernas cruzadas en canasto y tapándose los pechos con un resto de sábana que Leticia había puesto y semejaba más bien a la arpillera. Sólo faltaba que en algún momento echara a hablar en una lengua extranjera. "Esto", dijo tocando el colchón, "que nos incomoda es la escopeta que puse anoche. Mi señor marido le recortó el caño, de manera que nos servirá". La tabernera se levantó y sacó el arma; César se recriminó a sí mismo que las personas que no saben dominar sus impulsos se merecen lo que les pasa: ¿qué necesidad tenía él acaso de perseguir a la primera mujer que se le insinuaba? ¿Tan débil era, tan estúpido? Ella se apoyó en el alféizar de la pequeña ventanita y apuntó fuera; él nada más vio su silueta en la oscuridad y supo que si ponía una mano sobre el cuerpo de ella, la sacaría al instante, sobresaltado, como si la hubiera apoyado sobre las ascuas. Ella dijo: "Necesito que me ayude a matar el oso. Ya comienza a bajar. Estará en el pueblo para festejar la Nochebuena y es necesario que lo matemos antes. Pasará por aquí antes de esta noche o tal vez a la madrugada. Esté preparado".
11. Sobre los alemanes
"Yo no pienso matar ningún oso", dijo César (se vio de pronto procesado por caza furtiva y tenencia ilegal de armas; esta mujer estaba definitivamente loca), "ni se le ocurra; pensé que usted había venido aquí movida por otros intereses y de pronto me viene con..." "¿Hará de este encuentro una cuestión amorosa? ¿Usted? ¿Descenderá a la vulgaridad de portarse como un jovencito despechado? Se lo pido como un favor, como una amiga. Compréndame. Estoy siguiendo al oso desde que lo tenían escondido en Seldwyla. ¿Sabe dónde es? Quiere decir lugar apacible y soleado, qué ironía. Es en un cantón suizo. Para mí es muy importante esto. Llevo años tratando de lograrlo. Podría decirle que a esta altura es más que un desafío; es casi el sentido de mi vida." Ella comenzó a colocar cartuchos dentro de la escopeta; lo hacía automáticamente: era una actividad equivalente a coser y cantar: esta mujer era una cazadora; era una asesina profesional. "Es un acto de justicia el que le pido. Imagínese que esta bestia es criminal; usted no sabe todo lo que hizo a los míos... O tal vez sí, por las revistas..." César se levantó y se vistió; en el pueblo Leticia estaría buscándolo. Antes que cayera la noche, subiría la cuesta en el sulky del chico Scherlach. Mientras tanto, él tendría todavía a la tabernera apostada en la ventanita y armada con la escopeta. Por lo menos podría ella vestirse, suspiró César. ¿Y qué haría él cuando subiera el marido de la tabernera? ¿Cómo lo explicaría? Tal vez el pobre hombre estaba acostumbrado a estos ataques de locura de la esposa, pero en ese caso: ¿cómo explicaría él que en lugar de apiadarse de la enferma y regresarla a su casa, no había tenido mejor idea que acostarse con ella? "Estos alemanes", dijo la tabernera de pronto, "son gente muy rara. Yo nunca acabo de acostumbrarme a ellos. Con sus pensamientos profundos, con las ideas que constantemente buscan y expanden, se complican realmente la vida: ¡y no dejan en paz a nadie! Estos de aquí abajo, sin ir más lejos, los del pueblo: están acostados sobre el testamento; acostados, pero no dormidos: se inventaron aquello de que el oso se había suicidado al final de la guerra. Ah, vamos. Y como quien no quiere la cosa lo sueltan y protegen aquí arriba. Porque para eso cuentan con los argentinos que hacen la vista gorda a todo lo que les inquieta. Pero un dios pondrá término a mis trabajos. Dígame la hora." "No sé. Me parece, señora, que es mejor que dejemos este asunto para otro día." "¿Qué?" "O mejor: que lo consultemos con alguna otra persona. ¿Sabe usted? No creo que vean con buenos ojos que le matemos al oso éste que usted dice. Yo entiendo que quizás el animal se pudo haber propasado con... los suyos, como usted dice, pero ¿qué esperaba? Un oso hambriento tranquilamente bajará y devorará gallinas o corderos o..." "¿De qué habla? Dígame la hora, por favor." "Las nueve", suspiró César, "las nueve y es de día aun..."
12. El disparo
De improviso le pareció a César escuchar el eje de la carreta del chico Scherlach subiendo la huella. Aguzó el oído y creyó oír las risas de sus hijos o de Leticia y otra voz de mujer, tal vez Edith o la vieja Hella. Determinó que sacaría a Leticia y las bestezuelas de ese pueblo a primera hora del día siguiente, si la Providencia, o como decía él que no era creyente, el Azar, lo libraba con gloria de esta situación tan engorrosa. "¡Allí!", gritó la tabernera de pronto, "¡delante nuestro!" Él se erizó de terror y empujó a la mujer temiendo que matara a los suyos; ella cayó contra el marco de la ventana, hacia delante y se partió el labio; el arma se disparó entonces hacia el techo y voló un poco del zinc; él la arrojó lejos de la mujer. Ella susurraba entre borbotones de sangre: "Hágalo, hágalo... No entiende, hágalo." Se asomó por una rendija de la puerta y vio a su familia dirigirse hacia la casa feliz, aparentemente ajena al sonido del disparo. Tenían esa felicidad de la que gozaban siempre, una especie de máscara insulsa. Después él volvió a la ventana: estaba allí paseando, como divagando entre los árboles, eso que la tabernera llamó el oso. Un anciano decrépito metido en un uniforme militar zaparrastroso, aunque las botas eran nuevas y relucían, como si el hombre no caminara pisando la tierra y el polvo. Su rostro le era vagamente familiar; de las revistas tal vez o de... Su identidad se le reveló en un relámpago y siguió su impulso: tomó el arma y disparó. No pudo ver qué pasó al otro lado, porque nunca había disparado sobre nada y ahora de los caños de la escopeta salía un humo blanquecino que se elevaba y hacía un velo delante de sus ojos. La tabernera se cubrió con una frazada y salió del cobertizo. Un momento después lo llamó: "Venga y vea, mi amigo. Venga y vea si no es increíble".
Patricia Suárez nació en 1969, en Santa Fe, Argentina. Estudió Antropología y Psicología en la Universidad Nacional de Rosario. Ha publicado docenas de cuentos y ganado numerosos premios. En 1997, empezó a publicar literatura infantil y su cuento "Historia de Pollito Belleza" le valió uno de los premios en el Concurso Juan Rulfo que entrega Radio Francia Internacional. En 1998 su libro de cuentos La italiana recibió el Segundo premio del Fondo Nacional de las Artes. Fue la ganadora del Segundo Concurso de Novela de la Editorial Municipal de Rosario, Santa Fe con Aparte del Principio de la Realidad y en 2003 su novela, Perdida en el Momento, ganó el premio de novela Clarín-Alfaguara. Su cuento "Hamburgo Sur" apareció en Visiones 2003, la antología que publica la Asociación Española de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror.
Axxón 141 - Agosto de 2004
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Fantasía: Argentina: Argentina).