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CAZADOR DE CABEZAS
Francisco Ruiz Fernández



Francisco Ruiz Fernández no parece muy aficionado a hablar de sí mismo. Apenas sabemos que nació en 1973, que tal vez vive en Madrid y que le interesa el terror, la fantasía... y la ucronía, por lo menos lo suficiente como para escribir la que ustedes van a leer. Para una aproximación a lo que hace, ya que no podemos abundar más en quien es, los invitamos a visitar http://www.txisko.com

Alfredo Álamo - Sergio Gaut vel Hartman


CAZADOR DE CABEZAS
Francisco Ruiz Fernández


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Tras varios intentos infructuosos, al fin el viento logró despeinarme, haciendo que el flequillo me ocultara el rostro. Ni me molesté en luchar contra ello: se trataba de una batalla perdida. Por el color del cielo, que poco a poco iría oscureciéndose a medida que la tarde avanzaba, se avecinaba una tormenta. El viento, en vez de amainar, iría ganando fuerza. Recé porque todo esto acabara ya de una vez y pudiera perderme en la acogedora tibieza de una taberna. Desde mi sitio podía divisar al fondo de la plaza la de Flint, una opción siempre tentadora. Pero hasta que me sentara con mi jarra de cerveza junto a la lumbre aún debería transcurrir tiempo. Quizá demasiado.
      La verdad, no me encontraba nada cómodo. Me explico: vestía mis mejores galas aunque, para ser sinceros, se trataba de mi viejo traje, heredado de mi padre, remendado y parcheado magistralmente por la diestra costurera que me había costeado la alcaldía. Levita negra con corbata de paño verde; bajo ella el triple chaleco, regalo de mi hermano Josh, el único recuerdo que me dejó antes de partir al oeste en busca de fortuna (no volví a tener noticias de él, y ya habían transcurrido casi diez años; pero cada veinticuatro de junio sigo celebrando su cumpleaños). Cubría mi cabeza con mi viejo tricornio, de fieltro y cuero, engrasado con sebo aromático de ganso. Coronándolo e intentando resistir los embates del viento, una pluma de esa misma ave. La faja ceñida, tal y como mi padre me enseñó siendo mozo; no llevaba pantalones, esa prenda que empezaba a estar ahora de moda: vestía un calzón largo y botas altas de cuero, con las gruesas hebillas resplandecientes.
      Lo admito: no iba hecho un pincel pero, al fin y al cabo, sólo era Jeremiah Smith, de profesión montaraz —y cuando la falta de mercado me obligaba a ello cazador de cabezas—. Un huraño solitario que, sin quererlo ni beberlo, se había encontrado en esta tesitura —qué narices, en este lío—. Me gustaba considerarme a mí mismo como un humilde habitante de Massachusetts, pero al mismo tiempo me sentía orgulloso de mi condición de lugareño inadaptado a la modernidad.
      Mi condición humilde me alejaba de mis compañeros en el acto. El ejemplo más palpable se encontraba sentado a mi izquierda. El alcalde casi resplandecía, todo sedas y brocados de plata y dorado. No podría describir toda su pompa, ya que me apabullaba. Y eso él: su mujer parecía sacada del escaparate de una sastrería europea.
      Percibieron mi mirada, a la que respondieron con una sonrisa. Les correspondí, pero con una mucho más sincera, incluso teñida de cierto cariz jocoso: yo, con mi indumentaria humilde, sin duda sentía mucho menos frío que ellos con sus lujosas galas. Me obligué a borrar la sonrisa de mi rostro y presté atención a lo que en esos instantes decía el capitán de la guardia:
      —Los impuestos son sólo uno de los pocos inconvenientes de la modernidad, del orgullo que nos permite ser súbditos de la corona de Inglaterra. Los tiempos avanzan. Los progresos que en estos momentos engalanan las grandes urbes, allende el mar océano, con lentitud pero constancia llegan a esta tierra. A igual manera que llega también la ley de nuestro amado rey, Jorge III. La ley de la corona, que vela porque no haya diferencia alguna entre ningún súbdito del imperio...
      Imposible, me vía incapaz de seguir esa perorata. Aquel figurín engreído y pedante me enervaba. Le contemplé de arriba a abajo. Es ese momento sí que me tuve que reprimir. Sentí como la furia bullía en mi interior: de haber estado en otra situación, y no ante una plaza medio llena, con unos cuantos cientos de ciudadanos como testigos, bien que le hubiera partido la cara a ese inglés remilgado y presuntuoso. Todavía me dolía el sopapo de la semana anterior.

—¿Cómo que no tienes nada? En nombre de su majestad Jorge III, abre esa maldita puerta.
      La puerta retumbó de nuevo, esta vez con más violencia.
      —Déjenme en paz, no tengo nada.
      La respuesta llegó en forma de un nuevo golpe.
      —Sargento, derriben esa condenada puerta de una maldita vez. ¡Es una orden!
      El travesaño emitió un gemido. Varias astillas salieron despedidas. No aguantaría otro embate. Y la resistencia armada ante un pelotón de la guardia real no era buena idea.
      —Vale, vale. Dejadme un momento, que abro la puerta...
      Escondí el mosquete bajo el jergón, pero procurando que no quedara muy inaccesible. En estos tiempos uno nunca sabe cuando se va a necesitar un buen arma. Me coloqué bien el abrigo de pieles (no pretendía que los soldados vieran la pistola que ocultaba en su interior) y me dirigí a la puerta. Estaba en peores condiciones de lo que pensaba: debería cambiar unos cuantos maderos, además del travesaño. Todo ello implicaba muchas horas de trabajo; horas que ellos no me las iban a pagar, de eso no había duda alguna.
      —Abre de una condenada vez, desgraciado —el puño aporreó una la madera. A través de los cristales de las pequeñas ventanas veía los rostros de los soldados, rojos como sus casacas, sucios como sus mentes opresoras.
      —He dicho que ya voy. Dejen al menos adecentarme un poco antes de salir, por dios.
      Acerqué la mano hacia la tranca pero decidí demorar el gesto: que se aguanten y esperen un poco más.
      —¡Abrid he dicho! —la voz sonaba en verdad airada. Me di por satisfecho y alcé el madero. O al menos lo intenté.
      —Un momento, la puerta está rota y no la puedo abrir...
      —Como no abra ya mismo entraremos aunque sea por la ventana.
      —No, por favor, no —estos desgraciados eran perfectamente capaces de ello. Los rostros que veía a través de la mugre de los cristales en verdad parecían decididos a hacerlo.
      Propiné un fuerte empujón a la barra de la traviesa, enderezándola de lo mejor que pude. Tras un par de intentos la desatranqué y abrí. Lo primero que apareció ante mis ojos fue el rostro iracundo del capitán. Lo segundo su mano, volando rauda. El sonido y la sorpresa me aturdieron más que el propio cachete. Ésta me la pagas, condenado inglés, juré en silencio mientras me acariciaba el dolorido carrillo. De no haber estado allí todo ese pelotón de guardias le hubiera descerrajado un pistoletazo en su asqueroso y rubicundo rostro de señorito europeo.
      —Ya era hora, montañés.
      Y con sus palabras resonaron las risas de sus subordinados. Maldito inglés.

Al fin había acabado el discurso del capitán. Si me preguntaran qué había contado no podría ni siquiera recordar dos frases seguidas. Bueno, quizá no: me imaginaba muy bien en qué había consistido. Loas y más loas a esa distante, brumosa, casi imaginaria Inglaterra. Inglaterra, la remota tierra en la que vivía un todavía más intangible rey, un tirano que sólo sabía promulgar leyes opresivas, impuestos abusivos.
      Inglaterra. Si se repite una palabra muchas veces seguidas, aunque se trata del nombre de tu propia madre, al cabo de un rato pierde el sentido, quedando reducida a una sucesión de sonidos casi animales.
      Inglaterra. Pero con esa palabra no ocurría así: carecía de sentido incluso pronunciándola una sola vez. Si la repito más (Inglaterra, Inglaterra, Inglaterra, Inglaterra) no sólo se convierte en una cacofonía sin sentido, sino que incluso suena mal. Muy mal.
      El alcalde dio un paso adelante una vez que el capitán se retiró, dispuesto a tomar la palabra. Sabía que mi ‘momento de gloria’ (con esas palabras me lo había descrito escasos minutos antes ese hombrecillo bajito y regordete, disfrazado con ropas lujosas) estaba cada vez más cercano.
      —Estimados ciudadanos y ciudadanas —la voz aflautada chillaba estridente intentando llegar a las últimas filas de la multitud. No sé si él se dio cuenta, pero yo escuché algunas risas entre la gente—, damas y caballeros, compatriotas todos, hijos de Inglaterra —al nombrar la distante patria un coro de abucheos resonó con toda claridad—. Damas y caballeros, digo. En esta fría tarde de diciembre hemos de homenajear a un héroe.
      Aquello no me gustaba nada. ¿Héroe yo? ¿Qué había hecho para merecerme ese honor?
      —Un hombre que arriesgó su vida en pro de la seguridad de todos nosotros.
      Si bien la cháchara del capitán me aburría, con todo su palabreo vacío, carente de sentido y sin contacto con la realidad de esta tierra, lo que decía el alcalde era cien veces peor. ¿Aquel era el representante de los ciudadanos? ¿Cómo podía llamarme héroe a mí, a un montaraz que sólo se preocupaba por sí mismo? Que yo me había arriesgado para salvar a los demás... Por favor, no se lo podía creer ni él. ¿Acaso se lo tragaban los demás? Contemplé los rostros de las primeras líneas y, para mi sorpresa, en más de uno se veía un gesto de atención que no daba lugar a duda: estaban escuchando al gordo del alcalde con total atención. Si yo sólo había bajado a por provisiones. Las mismas provisiones que el desgraciado del capitán y su grupo me había quitado. Perdón, mejor dicho robado.

Sólo pude bufar de rabia y contemplar las grupas de sus caballos. Eso y su carro lleno de mis provisiones. Allí estaba yo, de pie ante la puerta de mi casa (vale, se trata solamente de una cabaña, humilde pequeña, pero al fin y al cabo vivía en ella; eran mis tierras, las mías y las de mis padres), contemplando como aquello de los que dependía para sobrevivir las siguientes semanas se iba camino abajo.
      —¡Maldición! Mil veces seáis malditos, condenados ingleses.
      Alcé la diestra al aire, impotente, preso de la furia. ¿Qué podía hacer ahora? Nada. Bueno, algo sí: lo tenía en la otra mano, arrugada entre los dedos engarfiados. Ciego de ira había estado a punto de romperlo en pedazos: ¿acaso esos malditos extranjeros creían que con un papel me compensaban el daño hecho? Respiré hondo, tratando de recobrar la calma. Bajé el puño, y al hacerlo noté la pistola que aún pendía de mi cadera. La furia volvió a bullir en mi interior. Debí pegarle un tiro, aunque sea por la espalda, pero debí hacerle pagar la deshonra. Debí, debí, debí... pero no lo hice.
      Abrí mi mano izquierda y desplegué el papel. Recordé sus palabras:
      —Tenga esto. Se trata de un pagaré: le servirá para que le reembolsen parte —al pronunciar esa palabra su sucia sonrisa se agrandó— de lo que nos hemos llevado. Sólo diga mi nombre, capitán Campbell, William John Campbell, y ellos ya tomarán nota.
      Su mirada se posó sobre mí implacable, exigiendo silencio, un acatamiento inmediato y sin réplica. Pero estaba en mis tierras, ante mi casa, y me acababan de robar. Así que le repliqué:
      —Perdón pero, ¿cómo que parte? ¿No me van a dar todo lo que me acaban de confiscar?
      Lo preguntaba sin muchas esperanzas. Se trataba militares, y es de todos sabido que ellos, cuando cogen, no piensan en ningún momento en devolver. Bastante sorpresa me habían dado con el pagaré.
      —Montañés, se te devolverá lo que se te devuelva. Eso no es asunto mío, sino de la gente de avituallamiento. Y ellos desconfían de la chusma como tú —y creo que con razón—. Nosotros mismos nos vemos obligados a realizar este tipo de misiones precisamente a causa de vuestra poca colaboración.
      Y con esas palabras dio orden de partir. Allí me quedé yo, perplejo, impotente, contemplando cómo todo lo que tenía en mi pequeño almacén si iba cargado en su carro y en sus grupas.
      El pagaré. Sobre el grueso papel el capitán había escrito algo, acabando con una rúbrica retorcida, complicada. ‘Restituyan al señor Jeremiah Smith el cargamento de un carro de suministros variados, para un pelotón. Firmado, capitán William John Campbell, oficial del ejercito de Su Majestad Jorge III’. Eso es lo que me había dicho que ponía. Y yo debía creerle, dado que no sé leer.
      —Maldición.
      Debía confiar en la palabra de ese inglés. Y también en la del oficial de intendencia al que le entregara el pagaré. De ello dependía que me dieran lo que me habían robado (confiscado, he de decir confiscado, no me vaya a meter en un lío por mi lengua).
      Maldiciendo, perjurando, lanzando sapos y culebras por la boca, así procedí a cinchar el caballo, a asegurarlo al carro y preparar todo para el viaje. Debía partir lo antes posible hacia Boston; allí me restituirían lo robado —confiscado, confiscado—. El viaje me llevaría buena parte del día, que ya tenía la mañana bastante avanzada.
      Recogí el zurrón, lleno con un poco de queso, pan negro y unas cuantas tajadas de pavo ahumado, de lo poco que me habían dejado los soldados. Descolgué del armero los dos mosquetes y los coloqué en el pescante, habiendo comprobando antes que estuvieran cargados y listos para disparar. No estaba dispuesto a dejarme robar —o confiscar— otra vez. Y mucho menos antes de que hiciera efectivo el pagaré. Los cuernos de la pólvora, llenos. Pieles para cubrirme ante el viento que sin duda me mordería fiero. Poco a poco repasé todo lo necesario, hasta que al fin, notando como la irritación regresaba a mí, espoleé a mi fiel Barney e inicié el camino.
      Todo dependía de ese pedazo de papel escrito, el pagaré. Como no fuera válido alguno iba a pagar bien caro. Y no sólo con una bofetada, me dije acariciando el mango del machete.

Un tímido aplauso, casi aletargado a causa del frío, resonó en la plaza al concluir el alcalde su discurso. Entre los rostros de los asistentes había más de uno que, en vez de mostrar satisfacción, denotaba descontento. Si bien al inicio del acto se habían mostrado dispersos, algo indiferentes, ahora se apiñaban contra el estrado. O más bien contra las dos enormes hogueras que lo flanqueaban. El frío arreciaba, con la noche abalanzándose sobre la ciudad. La mayor parte de Boston dormitaba en sus casas. Todos menos estos pocos que se habían atrevido a acudir a este homenaje. Todavía no comprendía la razón de este horario. ¿Cómo se les había ocurrido celebrarlo con semejante urgencia, sólo un día después? No podía creerme los rumores que me habían llegado: rebelión, alzamiento, insurrección.

Ilustración: Valeria Uccelli
      Pero al fin y al cabo mi relación con la llamada civilización se limitaba a las compras de los suministros cada equis meses, y a la venta de las pieles de los animales que cazaba. Eso y, cuando me veía obligado, a cazar forajidos. Para alguien como yo el contacto con sus congéneres no pasa de ser algo incidental. Huraño, me dicen algunos; ermitaño según otros; libre, ateniéndome a mi propia descripción.
      Libre, pero sólo en cierta medida. Recorro los bosques que rodean mi cabaña como si se tratara de mi propio territorio. De hecho, así lo considero: mis tierras. Las mías, las de mi familia. Mi padre y mi madre erigieron la casa con sus propias manos. El hacha y los brazos de mi padre habían limpiado el terreno que circundaba la cabaña. Esos troncos ahora formaban parte de muros y techos, formaban parte de mi vida. Mía y de mi hermano.
      Josh. Él huyó, no afrontó al enemigo y decidió buscarse una nueva vida. Siempre pensé que debajo de esa mata de revuelto pelo rojo se escondía un cobarde. Durante años le vi mirar con recelo el linde del bosque. Saltaba a cada sonido inusual, a cada silencio inesperado. Todo le asustaba. En parte lo comprendo: yo mismo había sentido eso mismo los primeros meses. Pero luego lo superé, me endurecí y no permití que el miedo me dominara. Yo aplasté mi temor a base de odio. Pero Josh no pudo con la presión: se derrumbó y al cabo de unos meses se convirtió en un espectro. De su actitud cobarde a huir sólo había un paso, una simple cuestión de tiempo.
      Mientras, ellos seguían merodeando. Josh lo intuía; yo lo sabía. Había encontrado rastros, muy leves, casi invisibles, pero inequívocos a mis ojos adiestrados. Padre gozaba en la región de fama de buen trampero, uno de los mejores de la región, y yo había aprendido bien. Pero, he de admitirlo, padre no era sino un aficionado ante la habilidad que tenían ellos, los mohawks. Ellos vivían en esta tierra desde siempre casi se podía decir que comulgaban con ella. Tanto que se habían convertido en animales: todo instinto, salvajismo y brutalidad. No atendían a razones, no negociaban. Al menos no con mis padres.
      Desde un primer momento, contaba padre al amor de la lumbre, nos quisieron echar. Nosotros todavía no habíamos nacido cuando padre ya tuvo con ellos las primeras trifulcas. Estabamos en tierra sagrada, decían una y otra vez señalando a una colina cercana. En ella sólo había pequeñas pilas de rocas, palos de los que se había prendido pedazos de tela y abalorios.
      —Nuestra casa está lejos, no nos adentraremos en esa zona —les dijo mi padre una y otra vez. Pero ellos no consentían, intransigentes, tozudos como tejones furiosos, dispuestos a atacar.
      Y atacaron. Primero con minucias: simples señales en el porche, en la leñera. Más adelante en las propias ventanas: puntas de flecha clavadas en los muros, colores de guerra pintados en las paredes. Después pasaron a las palabras mayores: unas pocas gallinas, un perro, un cerdo. Siempre aparecían degollados y atados, en medio de un charco de sangre.
      Padre les buscó y trató de razonar con ellos. En vano. La tensión en casa crecía. Madre intentó convencer a padre de que partiéramos, que emigráramos. Josh, siempre en silencio, la apoyaba con sus miradas desesperadas. Ante ellos estabamos padre y yo. Él porque, tras los esfuerzos que le había costado erigir nuestro hogar, se negaba a abandonar. Yo porque no toleraba que unos salvajes desarrapados nos echaran de la tierra donde había crecido. Esa tierra ya formaba parte de mi propia esencia, de mi propio ser.
      No nos expulsarían.
      (Primero gallinas, perros, cerdos.)
      Josh y yo solíamos ser los encargados de bajar a por suministros.
      (Luego...)
      Una tarde, de regreso de Boston, notamos un silencio anormal en torno a la casa.
      (...Luego los animales tuvieron nombre y apellido, pero para mí respondían a dos palabras: padre, madre.)
      Los cadáveres estaban ya fríos. Sus rostros, pálidos por la pérdida de sangre, estaban manchados de un único color de guerra; el mismo que empapaba el suelo donde yacían.
      De esa tierra surgió en ese mismo instante una flor de belleza, por decirlo de una manera algo lírica, brutal. La resplandeciente flor del odio, que había echado raíces en la tierra quebrantada de mi corazón, una tierra regada con la sangre de mis padres.

El regordete del alcalde me observaba en silencio, ansioso. Al parecer había llegado el momento de mi discurso. Y yo tenía la mente en blanco. Le devolví la mirada, lleno de nerviosismo. No recordaba absolutamente nada. Por dios, qué desgracia. Durante horas soportando la voz apagada y sin vida del secretario del alcalde (auténtica mente pensante del ayuntamiento), repitiendo sus palabras para que se grabaran a fuego. Y todo en vano, para nada.
      Contemplé la plaza, sumida en la oscuridad de la noche. Los rostros de los asistentes me observaban, expectantes. ¿Estaban de verdad interesados en saber lo que tenía que decir, o más bien deseaban que todo esto acabara para poder irse a sus casas? Hacía tanto frío... Los fuegos de las hogueras y de las teas, con su luz trémula, en vez de caldear el sitio lo volvían aún más frío, más fantasmal.
      Frío, oscuridad. No pensar, sino actuar. Recordé la razón de mi presencia en el estrado, ante la multitud. Ayer hacía mucho más frío. Había estado nevando durante todo el día, hasta cubrir con una gruesa manta blanca todo el paisaje, las calles, los tejados.

Boston estaba abrigado de un grueso manto blanco. Durante todo el día había estado comprando suministros; durante todo el día no había dejado de nevar. Parecía como si las puertas heladas del cielo se hubieran abierto, desprendiendo su gélido contenido.
      Sobre la ciudad y sobre mí. Quizá Dios esperara que con ese ataque de frío mi ira y mi rencor se apaciguaran, que se aletargaran como un gran oso, hasta la primavera. Pero su estrategia no resultó efectiva: allí donde pasaba me encontraba con signos de los casacas rojas, del imperio, de la corona. Todavía sentía la bofetada en mi rostro, pero el auténtico dolor iba más allá. Recodé a Josh, recordé a padre, a madre. Uno huido, los otros muertos. Todos alejados de mí por la misma razón.
      Y en medio de todo, la opresión de la lejana metrópolis, asfixiándome con sus ridículas e injustas exigencias. Malditos europeos.
      El día concluía ya, y el ocaso teñía con sus colores de ira el cielo. El reflejo del sol moribundo me perseguía allá por donde iba.
      Tras llegar a la tienda de suministros y entregarle al encargado el pagaré descubrí, no con mucha sorpresa, que lo que me pretendía dar no llegaba casi ni a la mitad de lo que me habían confiscado —robado—. Ante mis quejas él se hizo el sordo, limitándose a remitirme al oficial que firmaba el pagaré. Si hacía eso acabaría metido en un problema más gordo. Opté por decirle al encargado que buscaría al oficial, pero que mientras necesitaba ese material. Así es como entré en un cansino y degradante tira y afloja, un regateo que me permitió obtener a precio de costo un poco más de vituallas.
      Pero no los suficientes.
      El resto de la jornada consistió en un deambular de local en local, todo para conseguir restituir lo confiscado —robado, robado, robado—.
      Así me encontré, bañado por la luz rojiza del atardecer, aterido de frío y, bajo la lona cubierta de nieve, un importante cargamento de alimentos, recambios y munición. Contaba con que me duraran cerca de seis meses, los suficientes para que la furia que me recorría las venas en esos momentos se calmara. Además, y una vez puesto a comprar, había decidido adquirir un precioso mosquete. A su lado en el pescante, con un aspecto que casi se puede definir como ancianos, reposaban mis viejas armas, herencia de mi padre. Con ellas había matado centenas, miles de alimañas. Y no todas animales.
      Recordé mi última caza al otro lado de las montañas. Días siguiendo el rastro a través de los bosques, vadeando varios cursos. Les perseguí ajeno al frío y a la lluvia. Las inclemencias del tiempo no significaban nada ante la palabra que me daba energías: venganza.
      Cuando les encontré descubrí que se trataba de una familia, al parecer expulsada de la tribu. Desconocía la razón; tampoco me importaba. Sólo sabía que, una vez muerto el padre, los gritos histéricos de la mujer me producirían un placer inaudito. Las cabelleras de ambos colgaron durante semanas de mi chimenea. Hasta que me cansé: ya he colgado demasiadas ante la lumbre, tantas que no guardo la cuenta.
      Pero sí que guardo aún, quizá como una obsesión, esas pequeñas manitas. El llanto del bebé no cambió cuando le arranqué de los brazos de su madre muerta, pero sí que si hizo un poco más intenso cuando le cercené las manos con el machete. Esas dos pezuñas aún adornan mi mesa, flores marchitas en homenaje a las vidas prematuramente extintas de padre y madre.
      Circulaba por una de las calles que dan al puerto cuando escuché los primeros gritos. Me tomaron por sorpresa, provocando en mí un desconcierto inaudito: ese tipo de aullidos los había escuchado antes. Detuve el carro y presté atención. Provenían de calle arriba.
      La nieve había cesado de caer, por lo que la visibilidad era medianamente buena: al fin y al cabo anochecía, y todo estaba teñido de sangre. Los gritos se acercaban. Giré la cabeza hacia su aparente punto de origen, llevándome la mano al oído. A cada segundo estaban más próximos.
      Y entonces los reconocí: gritos de guerra mohawks. En pleno Boston. Por Dios, ¿qué ocurría?
      La turba de pieles rojas, no más de una veintena, irrumpió por una de las bocacalles. Algunos enarbolaban tomahawks y lanzas, otros cuchillos. Unos pocos, de forma sorpresiva, aperos de labranza.
      No comprendí; tampoco me moleste. Sólo actué. En el pescante llevaba tres mosquetes cargados. Bajo mi abrigo tenía otras dos pistolas, también listas. Calculé la distancia que me separaba de ellos: no resultaba excesiva, permitiéndome arrear el caballo para huir. Cinco indios muertos.
      Coloqué los mosquetones muy cerca de mí, para poder hacer el cambio de arma en menos de un parpadeo. Apoyé con firmeza el pie en el pescante, y sobre le rodilla el brazo que sostenía uno de los mosquetones. Disparé. Antes de que cayera el piel roja ya estaba dispuesto a disparar el segundo arma. Un parpadeo y la primera pistola vomitó su discurso de muerte. La segunda no tardó en emular a su hermana mucho tiempo más. Cinco indios muertos.
      La estampida de salvajes se diluyó en carreras sueltas, que al fin acabaron. Ya no hubo más gritos de guerra, sino simples murmullos. La sorpresa se palpaba en el ambiente, en los dos bandos: yo mismo no acababa de entender lo que pasaba. Algo raro, sumamente raro estaba ocurriendo.
      El grupo de indios se detuvo, rodeando a los cinco caídos. Miraban a los cadáveres con gesto cariacontecido, incluso descompuesto. Pero, al contrario que cualquier salvaje en esas circunstancias, no iniciaban ningún cántico de muerte, no se lanzaban como osos enloquecidos sobre mí, sobre el sembrador de muerte.
      Primero uno, luego otro, y al final todos: los ojos de los indios se clavaron en mí. Aferré las riendas, dispuesto a lanzarme en una huida. Pero sólo miraban.
      De repente uno de ellos se llevó la mano a los cabellos... y se los quitó. Una peluca. Era un hombre blanco disfrazado. El gesto se repitió en uno, en dos, en tres mohawks: todos falsos. Se quitaron el tizne de la cara y la piel apareció clara, sonrosada pero no roja.
      Hombres blancos. Había matado a cinco hombres blancos. Pero ¿qué hacían disfrazados de salvajes en pleno Boston, entonando gritos de guerra, corriendo en tumulto por las calles? ¿Qué tipo de locura era aquella?

Contemplaba las hogueras. Su brillo danzarín iluminaba la plaza, convirtiendo los rostros de los asistentes en máscaras fantasmales. Espectros.
      Había llego mi turno en el discurso. Traté de recordar las palabras que me había repetido una decena de veces el secretario del alcalde. Mi discurso debía hablar de deber, de lealtad a la patria, de honor, de arrojo.
      ¿Qué significaba todo eso cuando uno ha matado a cinco seres humanos?
      Rebeldes, así me los ayudantes del alcaide me los han descrito. Sin embargo yo he oído otras cosas. Algo de una rebelión ante la política del rey. En determinados círculos se le llama distante y opresor. Entre otros calificativos mucho más fuertes.
      Días de rumores. Alzamiento. La palabra se murmura en diversos ambientes: alzamiento. Revolución. Los miembros de la turba con los que me encontré al parecer pretendían realizar una estupidez, tomar unos barcos que habían llegado al puerto y lanzar su contenido al mar. Vaya locura, lanzar cajas de té al agua.
      El alcalde carraspeó, tratando de llamar mi atención:
      —El discurso, el discurso...
      Sí, el discurso. Palabras, más palabras. Pero en mi cabeza nada más danzaban nombres, los de los cuatro hombres que había matado. John Hancock, Samuel Adams... No me atrevía a mentar los otros a causa del dolor que me producían. Jamás olvidaré ese maldito 16 de diciembre de 1773.


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