CHARLA CON UN ANCIANO EN UNA PLAZOLETA

Ezequiel Gaut vel Hartman

Argentina

Me había despertado a las cinco de la tarde. Pudo haber sido sábado o domingo, no estoy seguro. Recuerdo que me sentía muy relajado. El aire estaba seco, algo electrificado. Lentamente, midiendo cada paso, me acerqué a la ventana y miré la calle desde mi habitación en el segundo piso; se estaba nublando.

Me detuve un momento más en el alféizar; el día era plácido y de temperatura agradable. Desperezándome, decidí hacerme un mate, y así lo anuncié en voz alta. Fui a la cocina y mientras lo preparaba, reflexioné: "si no lo digo no lo hago". Volví a la ventana y alcé la vista; era un día de otoño templado, seco. El cielo lucía toda una paleta de colores: tonos anaranjados y rosados con el celeste de fondo y las nubes, amontonadas, que parecían gigantescos pompones de algodón. Abajo, el poco viento que había arremolinaba en pequeños tornados las hojas secas y el papelerío habitual en el suelo de la ciudad.

Comencé a vestirme parsimoniosamente, sabiendo que cuando terminara de atarme las zapatillas iría a lo de López.

Lo siguiente que recuerdo es a mí mismo yendo por las callecitas silenciosas de un barrio porteño con el pecho rebosante de tranquilidad y el espíritu sereno; era uno de esos días en que mi vena contemplativa es la que prevalece y por eso puedo contarles lo que voy a contarles con lujo de detalles.

Claro que precisión no es certeza.

En el camino me aboqué al examen de rostros y paisajes, con la idea que me acompañaba siempre en estos casos: no hay actividad mas noble que la observación lisa y llana (introspectiva, incomunicable, no traducible en palabras), el contacto puro y simple del ser con su medio. Todo lo demás, crónicas, registros, es pura invención.

No había mucha gente en la calle y la poca que se veía iba apretando el paso, lo que me llamó la atención pues aunque el cielo se había terminado de encapotar, la tormenta no era inminente ¿se jugaría algún partido importante?


Ilustración: Mauricio-José Schwarz

Al llegar a una esquina descubrí con tristeza que el baldío donde funcionaba una calesita había sido convertido en una lamentable plazoleta; aunque en verdad apenas si merecía ese nombre dado su tamaño. Tenía un arenero minúsculo, más allá del cual había un par de hamacas y unos bancos de piedra alrededor de una mesa con un tablero de ajedrez dibujado sobre la superficie. Sentado en uno de éstos había un viejo, pero no con los codos apoyados sobre la tabla, sino con la espalda contra el borde, mirando a unos chicos jugar en el arenero. La plazoleta terminaba contra el muro de un edificio que tendría 9 o 10 pisos y como el verde no había sido contemplado en el proyecto por las autoridades municipales, el tono general de toda la cosa era gris.

La cuadra siguiente era más baja y, habría que decirlo, más hermosa también. ¡Cuánto amor y dedicación habían prodigado los dueños de esas casas al cuidado del paisaje! Frentes recién pintados, embaldosados que se extendían desde la calle hasta las puertas de entrada como si se tratara de alfombras, canteros con plantas que evidentemente eran producto de la iniciativa de los vecinos.

Mas allá, dos hombres pulcramente vestidos (camisas blancas pelo muy corto) estaban en el umbral de una casa conversando con una mujer joven que, supuse, era la dueña.

Justo los había dejado atrás cuando recordé haber leído en algún lugar que el dios de los mormones vivía en otro planeta.

Me faltaba una cuadra para llegar cuando pasé por un cafetín minúsculo y, sin saber por qué, me fijé en el tipo que se había sentado del lado del ventanal. Tendría cuarenta largos; era flaco y de hombros encogidos y lucía un aire melancólico. No sé qué estaría imaginando, pero seguramente nada capaz de superar lo que me habría de pasar momentos después.

 

—Creí que no vendrías —dijo López haciéndome una seña para que entrara. Su casa era una verdadera pocilga.

—Bueno, pues aquí estoy. —Me senté en el sillón verde. —¿Alguna novedad? —López sonrió al tiempo que se dirigía a un bargueño desvencijado que no contenía copas precisamente; metió la mano sin abrir demasiado la puerta y, cuando hubo tomado lo que buscaba, cerró celosamente.

—¿Estás relajado? —preguntó.

—Sí —contesté.

—¿Ayer tomaste algo de alcohol?

—Ni una gota.

—Muy bien —me dijo—, esto es lo que te vas a tomar hoy. —Y me extendió algo que parecía un chicle.

—¿Qué efecto tiene?

—¿Cómo puedo saberlo? Además, aunque lo supiera no te lo podría decir. Influiría en el resultado.

Le mostré claramente el chicle para que no dudara de que me lo metía en la boca. Cuando empecé a masticar, él sonrió. —Muy bien —dijo—, acá tenés. —Y sacando un fajo de billetes del bolsillo empezó a contar. Guardé la plata y le pregunté: —¿Cómo anda el general?

—Regala salud... por suerte —y agregó—: no demores el informe.

 

Salí del departamento; ya podía sentir las primeras oleadas trabajando en mí. Empecé a dasandar el camino a mi casa cuando sin saber por qué, me detuve; miré a mi alrededor, nada parecía haber cambiado, sin embargo, esas calles no eran las mismas por las que yo había venido. Mas bien parecían una maqueta de aquellas.

Seguí caminando con la impresión de ser un actor atravesando un escenario. Empecé a vacilar, ¿por qué tenía que volver a mi casa? Podría pasear un poco. Doblé y fui a dar a una cortada de aspecto apacible. Los ojos me pesaban. Había un almacén de esas que tienen unas tiras de plástico colgando de la puerta. Me acerqué y vi que lo que había tomado por un almacén era una elegante oficina inmobiliaria sobriamente alfombrada; adentro había unos tipos de traje dándole la mano al encargado que sonreía, paladeando, sin duda, un cierre de operación. "Yo podría comprar un departamento", me dije.

Entré y compré un cuarto de bizcochos. Cuando salí, vi con el rabillo del ojo una hormiga que llevaba un andar que por alguna razón me llamó la atención. Unas pocas cuadras después comprendí el motivo: se le había caído la hoja que llevaba sobre la espalda, y no se había dado cuenta. Menuda reprimenda se va a llevar cuando llegue al hormiguero.

Me asaltó la zozobra. "¡Perdí la plata!" Pero me llevé la mano al bolsillo y la plata estaba.

¿Por qué me dan la plata en el mismo momento en que me dan la droga? No importa... si la pierdo, lo informo y seguro me la dan de nuevo.

—No demores el informe —le oí decir a López y me vi frente a su casa. Empecé a desandar el camino a la mía; las cosas adquirían tonos raros; el cielo estaba verde-violáceo, medio fosforescente. Además, a ellos quizás, les interesa saber si soy capaz de conservar la plata mientras dura el efecto; es parte del estudio... a lo mejor me están observando ahora...

 

II

 

La cosa iba in crescendo, así que juzgué conveniente tomar nota mental de mi estado para luego volcarlo en el informe aunque, tal vez, luego no recordaría nada .

Motricidad: bien.

Visión: fragmentada.

Estado de ánimo: algo acelerado.

Pulso: lento.

Sin embargo, seguía la sensación de extrañeza con respecto a lo que me rodeaba; las casas parecían maquetas de plástico, los canteros, de cartón. "Se parece al floripondio, pero es más suave y la función lógica no parece afectada", me dije.

¡Mierda! ¡Qué es eso! Frente a mí, a unos pocos metros, en la otra vereda, había un tipo de 3 o 4 metros de alto vestido nada más que con unas calzas; los músculos que tenía eran tan impresionantes que lindaban con lo deforme. De algún lado había sacado un espejo en el que cabía su cuerpo entero, y no podía parar de mirarse en él, trabándose y destrabándose en esos juegos propios de los fisiculturistas. Tuve la certeza de que la imagen en el espejo no sería la misma que la del tipo propiamente dicho, así que crucé a fin de situarme en la misma perspectiva que él, pero un auto que venía pasando me lo impidió. Seguí con mi vista al auto y advertí que iba a chocar con el espejo. "Acá van a llover astillas", pensé, pero al volver a mirar solo había una calle corriente con un bar corriente y adentro un tipo flaco, de aspecto enfermizo, mirando por la ventana con aire melancólico.

Esta vez realmente me habían dado algo distinto, tan distinto que no acertaba a comprender su naturaleza pese a que era un verdadero experto en lo que a drogas alucinógenas se refiere. Aunque tal vez no sea un alucinógeno, pensé, y había en esto algo inquietante: las imágenes no parecían venir de mí. Tampoco eran una distorsión operada por mi cerebro; todo lo que veía era real, había estado siempre ahí, pero ahora era visible; esta estación había estado emitiendo siempre detrás de la otra, a menor potencia, como un susurro sincero en medio del bullicio. O por lo menos esa fue la impresión (la certeza) que tuve en aquel momento.

Los mormones, carajo, hicieron una pira, seguro que hace años lo esperan... lo esperan hace años... sí, seguro... aunque no la van a quemar, la quemarían, no hay duda... estoy seguro... qué linda es, carajo; ¿será solo por eso? En ese momento, el más joven terminaba de atarla mientras ella chillaba y pataleaba; puta, puta de mierda, le gritaba el otro y se reía histérico, no podía parar de reírse, estaba totalmente excitado; la agarró salvajemente del pelo y empezó a besarle el cuello. Ella ya no se debatía, simplemente lloraba mientras el tipo la besaba. Súbitamente apareció en la mano de éste una antorcha; la sostuvo en alto mientras miraba al cielo y luego bajó los ojos para mirarla a ella. Cuando encendió la pira la mujer pegó un grito desgarrador; el mormón todavía la tenía agarrada del pelo al tiempo que el fuego subía por la otra mano quemándolo a él también. El otro, que se había mantenido expectante, empezó a masturbarse excitado con el olor de la carne quemada; el olor del pecado conjurado. Mi corazón latía desbocado, entré en pánico, salí corriendo. Debí correr como media hora.

 

Cuando llegué a la plazoleta estaba jadeante, casi no podía mantenerme erguido, me temblaban las piernas.

Tenía que sentarme y el único lugar disponible era al lado del viejo. Sin embargo, una vaga aprensión, seguramente producto de su aspecto, me impedía hacerlo.

Parecía un lagarto. Su cola verde y escamosa, como el resto de su cuerpo, le incomodaba bastante para permanecer sentado. Las manchas de la cara y sus garras apoyadas sobre el bastón me indicaron que se trataba de un monstruo de avanzada edad, lo que era de esperarse; ¿quién sino un viejo podría estar sentado en una plaza frente al arenero dándole de comer a las palomas?

Esta escena, me distrajo del horror y el miedo que me dominaban y abrió una grieta por la que se filtró la curiosidad.

Me sentí agradecido.

 

III 

—Vení, sentate —me dijo—, charlemos un rato.

—Muy amable —contesté—. ¿Hace mucho que está por acá?

—Mucho... —dijo, y se quedó asintiendo con la cabeza. Sus ojos eran de un gris velado. Luego repitió como para sí: "mucho... mucho...", cada vez en voz más baja. Por la expresión de su cara supuse que estaría recordando algún hecho del pasado, feliz para él, pues no dejaba de sonreír y cloquear al tiempo que asentía.

—Bueno —dije para romper el hielo—, cuénteme algo de sus pagos.

—Ohh —dijo levantando el brazo a la altura de su oído e inclinándose hacia atrás—; bien lejos mis pagos, lejos, lejos, sí... —y otra vez se quedó asintiendo y cloqueando. —Somos muchos los que nos gusta venir acá —agregó.

—Me imagino... —dije— además ahora con la devaluación está todo más barato.

—Claro, claro...

—Aunque ustedes no deben tener grandes problemas de plata, ¿cierto?

—Imagínese, joven, el problema es la movilidad.

—Entiendo —dije, y como me pareció que la charla languidecía, ensayé una pregunta—. Dígame: ¿qué es lo que más le gusta de acá?

—Ohh —dijo levantando el bastón. Ese "ohh", conjeturo, significaba algo así como "tantas cosas".

Con su mano manchada y temblorosa, inclinándose hacia mí, me agarró el brazo mientras con el bastón señaló a los chicos que corrían detrás de la pelota en el arenero.

—¿A eso vienen, es que en sus pagos no hay parques?

—Hay parques, lo que no hay es chicos... —Esto me sorprendió.

—¿No hay chicos? —dije.

—Ya no... —y su gesto se tornó melancólico.

—Así que son ustedes disfrazados los que siempre vemos en las plazas.

—¿Ehh...? ohh, no, no sólo en las plazas, también los venimos a ver a ustedes... para nosotros todos son tan jóvenes...

Las nubes violáceas se cernían a gran velocidad sobre las pasivas e indolentes nubes verdes en lo que era sin duda una lucha por la supremacía. Mientras relampagueaba y se oía el rumor de truenos lejanos, el anciano metía su temblorosa garra en una bolsita con miga de pan para las palomas.

Yo contribuí rompiendo y arrojándoles pedacitos de la escritura que tenía en la mano.

De pronto se escuchó un grito. Uno de los chicos le había pegado una patada a otro y ahora un tercero se sumaba a la discusión. Alguien dio el primer puñetazo, y empezó la pelea. El viejo me agarró el brazo y me lo estrujó con fuerza al tiempo que con el bastón señalaba:

—Nosotros también peleábamos mucho, como ustedes. —Apretó los dientes, sus ojos encendidos como carbones. Pero de repente un cambio se operó en él; sentí como cedía la presión sobre mi brazo, sus dedos se aflojaron y su rostro se arrugó en un gesto de infinita tristeza.

—Ya no más... —dijo—; ahora, entre nosotros, todo es armonía..., todos vivimos en paz. Aprendimos, maduramos.

Y agregó en un susurro doloroso, casi imperceptible: "Viejos".

El anciano estaba a punto de llorar. Miré hacia el arenero; los chicos se habían arreglado y seguían jugando. Arriba el cielo, de un gris oscuro sucio y uniforme, anunciaba la lluvia.

Anochecía. Yo no agregué nada más y lo dejé estar. La idea de consolarlo poniéndole la mano en la espalda me daba asco ¡quién se atrevería a tocar esas escamas! Pero cuando las fui a mirar solo vi un traje marrón, raído, sucio.

Ya caían las primeras gotas cuando observé al viejo. Era como cualquier otro; tenía bastante pelo, aunque gris y un bigote amarillento mal recortado. Lo estaba contemplando cuando un pelotazo pasó silbando sobre su cabeza, desacomodándole el bisoñé; el viejo levantó la vista, apuntó a los chicos con el bastón y cargado de un odio envidioso y resentido, les gritó : "¡váyanse a joder a otra parte, mocosos de mierda!"

Mi pulso y mi visión habían vuelto a la normalidad, me levanté, dije buenas noches y, subiéndome las solapas, volví a mi casa.



Ezequiel Gaut vel Hartman

Ezequiel Gaut vel Hartman nació en 1979 en Buenos Aires. Tras un paso de varios años por el mundo de la música (territorio al que tal vez regrese algún día) recaló en la filosofía y al mismo tiempo empezó a escribir ficciones, tal vez porque intuyó lazos secretos entre ambas actividades. "Charla con un anciano en una plazoleta" es su primer cuento publicado.


Axxón 142 - Septiembre de 2004