LA MANCHA ROJA

Araceli Otamendi

Argentina

"Permanezco de pie en la plataforma del tranvía, completamente inseguro respecto a mi situación en este mundo, en esta ciudad, en mi familia. Ni siquiera podría precisar las pretensiones que estaría en condiciones de alegar con derecho"
Franz Kafka
1986

El oficial Vermont me interrogaba con la mirada; me había pedido que lo acompañara al Departamento de Policía para un interrogatorio absurdo. Las dos de la mañana y le había abierto la puerta sin saber cómo, por qué, ni cuándo. No puedo precisar el lugar, esto puede ocurrir en Londres, en París o en Buenos Aires.

Vermont no parecía un detective, sino más un productor de cine o un modelo pasado de moda: ojos celestes, pelo rubio ceniza largo casi hasta los hombros, una calva incipiente.

Qué lástima que nos conozcamos en esta situación tan extraña, pensaba. Sin embargo, desde hacía un tiempo venían ocurriendo cosas que no tenían una explicación lógica. Como esa mancha roja que apareció en la camisa de Antonio. De unos diez milímetros de diámetro. ¿Por qué tenía que haber visto esa mancha?

Antonio era un hombre muy pulcro, generalmente no ensuciaba la ropa más de lo normal.

Vermont me miraba ahora con una risita en los labios. Tenía un aire seductor, seguramente como todo lo extraño, lo desconocido. Estaba vestido con un traje sin corbata, como si viniera de una reunión en un club social, tal vez con un abogado.

La mirada de Vermont tenía algo de inquisición, parecía conocer muy bien cuando alguien mentía o decía la verdad; conmigo parecía estar en la duda.

Seguramente a Vermont le gustaba seducir a las mujeres, y me miraba; parecía tomarse todo el tiempo del mundo hasta que me decidiera a decirle algo. Yo no había hecho nada, sólo había visto una mañana la mancha roja en la camisa de Antonio. Recordaba ese día, estaba revisando la ropa para mandarla a lavar. Era un orificio que parecía pintado. Vermont tenía esos ojos claros, de mirada penetrante, esa sonrisa extraña. ¿Qué le podía decir? Sólo había visto la mancha.

—Mabel, ¿su nombre es Mabel, verdad?

—Sí —respondí.

—¿No tiene algo que decir, que contarme? Yo no la estoy juzgando, tal vez mi presencia aquí sea una oportunidad para usted.

Así que ahora es el ángel de la guarda, pensaba. Había venido a buscarme a mi casa para interrogarme sobre algo que no tiene ningún sentido. Salvo que conociera los pensamientos. No me saca los ojos de encima, la mirada es incisiva, agrede.

Vermont se ha reclinado en el sillón y parece tener todo el tiempo del mundo. En realidad no estoy detenida, me puedo ir si quiero, y sin embargo tal vez sea peor.


Ilustración: Gustavo Claramunt

—¿Tiene miedo de mí? —dijo Vermont. ¿Qué podría contestarle? Si todo me parecía una pesadilla, un sueño ridículo—. Soy el más buenito de todos los que estamos aquí —dijo.

Desde aquél día, cuando vi la mancha en la camisa de Antonio, sabía que algo iba a ocurrir. Antonio y yo constituíamos un matrimonio común, casados desde hacía diez años, y generalmente no nos ocultábamos nada. Nunca encontré en los bolsillos de Antonio una tarjeta delatora de alguna infidelidad, un número de teléfono o algo que me hiciera dudar de él. Tampoco él hubiera podido encontrar nada entre mis cosas. Muchos nos envidiaban.

El día que vi la mancha me guardé el secreto.

—¿Qué me puede decir de la mancha roja que vio en la camisa de su marido? —dijo Vermont—. Ahí empecé a temblar, a sentir miedo, un miedo profundo porque ese hombre que estaba ahí, frente a mí, sabía lo que yo pensaba.

—¿Cómo lo sabe?

—Yo sé todo de usted, Mabel.

—Usted no me puede juzgar, porque yo no hice nada.

—¿Pero usted vio o no vio esa mancha?

—¿Qué tiene de malo haber visto una mancha? ¿Qué tiene de malo pensar, imaginar?

—Para mí es lo mismo —dijo Vermont—. Es lo mismo que alguien piense o lleve a cabo un acto. —Se había transfigurado, ya no era más un hombre seductor, ahora era un hombre calculador, frío.

¿Qué pensaría Antonio de todo esto? Él estaba ajeno a mis pensamientos, y yo viviendo una situación tan absurda, sin sentido, sentada frente a ese hombre que parecía haber salido de un film en un cine arte. Seguramente viviría solo, le gustaría el cine, ir a bailar de vez en cuando, y tendría un departamento chico en un piso alto de la ciudad. Se metería en los bares o en los pubs, según la ciudad donde estuviera, y observaría a la gente. Le gustaría imaginar detalles de sus vidas, los anotaría en una libreta que llevaría consigo a toda hora. Y si una mujer paseara solitaria por la calle y entrara al bar donde él estuviera anotando todo, le inventaría una historia, un pasado, un porvenir.

¿Y si todo fuera un sueño, una pesadilla? ¿Dónde estaba Antonio que no venía a buscarme?

—No se pellizque, Mabel, usted está despierta y yo también. Ahora respóndame: ¿Vio o no vio la mancha roja en la camisa de su marido?

Si le decía que sí, seguramente me encerrarán, si le decía que no, no me dejarán en paz.

—Así que la vio —dijo él.

No le había contestado.

—Ahora, Mabel, si usted vio la mancha, ¿no cree que se trata de una herida de bala? —El aliento de Vermont me molestaba, tenía olor a chicle de menta.

Tampoco dije nada. ¿Cómo puede saber lo que pensé al ver la mancha? Conocía mis pensamientos o los adivinaba. ¿Pero quién era él? Parecía un cazador de presas rigurosamente elegidas. La luz de la lámpara estaba baja, como en una mesa de poker. Ojalá fuera un juego.

—Mabel, ¿usted piensa que va a poder salir de aquí si no me dice nada?

Traté de recordar...

Seguía con la misma incertidumbre; seguramente estaba soñando. Miraba hacia la puerta deseando que apareciera Antonio. Alrededor todo era silencio, ese silencio que traga los ruidos a la madrugada. Yo era una prisionera de ese hombre, de Vermont.

Volvía a recordar. Ese día había abierto la puerta del placard para colgar un saco de Antonio. Había sacado la percha y ahí estaba la camisa con la mancha.

Y ahora esto, esta situación tan espantosa, en esa oficina de paredes amarillentas, sucias de gris, cortinas raídas con hollín y una pared manchada por la humedad. Una mesa vieja y destartalada, un sillón verde con los resortes hacia fuera, una sillón donde Vermont se reclinaba cada tanto.

Entonces aparece ahora la duda ¿le pasó algo a Antonio? ¿Y si la mancha roja en la camisa fuera la prueba de una herida mortal? Esa idea se me había cruzado el día en que vi la mancha, pero había llamado al trabajo de Antonio y estaba bien. ¿Y si alguien hubiera colgado la camisa ahí?

—Así que usted creyó que su marido estaba herido o muerto.

—¿Por qué me dice todo esto?

—Usted vio la mancha, Mabel.

—¿Qué es lo que vi?

—Antonio Bermúdez ha sido asesinado. Desde este momento usted está acusada de ser la ejecutora del crimen.

Era una pesadilla, estaba segura. No es posible que me acusen de algo que no cometí. Que no sé si ocurrió. En todo caso lo había pensado.

—Antonio está vivo, dormía hasta hace un rato al lado mío.

—Ya no lo está; venga, Mabel —dijo Vermont. Su expresión había cambiado nuevamente, ya no tenía la sonrisa seductora, ni siquiera la mirada de inquisidor. Ahora era una expresión fría, como de robot.

Alguien golpeó la puerta, y apareció otro hombre. —Vamos —ordenó Vermont al otro; me tomó de un brazo y entre los dos hombres me llevaron caminando a través de un pasillo.

—No entiendo —dije.

—Hay hechos que no tienen explicación lógica alguna —dijo Vermont—. Pero en esos hechos siempre existe un culpable y usted lo es.

Llegamos a un lugar que olía a putrefacción. Sobre una camilla, tapado con una especie de sábana, había un cadáver.

—Aquí lo tiene —dijo Vermont.

Me preguntaba si realmente a Antonio lo habían matado o todo era una pesadilla. No tenía la certeza de que nada de lo que ocurría fuera cierto. Alguna claridad entraba por la ventana. Lo miré a Vermont. Puntitos grises de barba incipiente le sombreaban la cara. Miré el calendario colgado en una pared: 14 de octubre de 2010. Vermont sacó una carpeta del cajón de un escritorio y la puso sobre la mesa. Alcancé a leer la carátula: "causa Estado contra Bermúdez Mabel A. de".

—Este es el desarrollo del juicio, usted ha sido juzgada y declarada culpable. Ahora necesitamos las pruebas.



Araceli Otamendi

Araceli Otamendi nació en Quilmes, Provincia de Buenos Aires, Argentina. Es escritora y periodista. Ha publicado la novela policial Pájaros debajo de la piel y cerveza, ganadora del Premio Fundación El Libro-Edenor 1994. En el año 2000 su antología Imágenes de New York, Una mirada hispanoamericana, fue publicada como edición especial de la revista Cultura Segunda Época y presentada en New York University, Centro Español Juan Carlos I en 2000. Actualmente dirige las revistas electrónicas Archivos del Sur y Barco de papel. También da seminarios y talleres de narrativa y colabora con revistas y periódicos de diversos países. Sus cuentos han sido publicados en la antología de autores argentinos Cuentos de grandes y chicos, en la Biblioteca Cervantes Virtual, en la revista electrónica EOM, en la revista literaria La Casa de Asterión (Colombia), Suplemento La Palabra - Diario La Opinión, Rafaela, Santa Fe, en Ficticia.com, Heterogénesis y otros.


Axxón 143 - Octubre de 2004