DESEOS

Alfredo Álamo

España

No tenía nada escrito en la piel, pero en el aire a su alrededor desaparecían con lentitud cientos de palabras. Él acarició, casi con miedo, su espalda desnuda en la oscuridad. Tenía un tacto áspero, desagradable; aún así no dejó de tocarla. Era sencillo, era complicado. Todo en los últimos segundos parecía poseer un aura de irrealidad y de sueño incomprensible. Paró su caricia, ella le había cogido la mano. La muñeca se partió con un chasquido y él cayó de rodillas. No se quejó; sólo dejó que una lágrima se asomara a su mirada.

—No lo entenderías —susurró ella con voz pausada—. Es la oscuridad que llevo dentro. Quiere salir, ¿sabes? Cubrirme otra vez y sacarme a pasear. Arrancarte el brazo. Matarte. Amarte.

Dejó su mano con delicadeza encima de la cama. Ella tenía la mirada rota. Respiró profundamente y la besó sin cerrar los ojos. Era dulce. Su lengua se agitaba con ansiedad en la boca de la mujer hasta que ella le aprisionó la muñeca rota bajo su rodilla.

—¿No gritas? —dijo ella, separando sus bocas—. Tócame.

Él levantó su mano libre y le rozó ligeramente los pezones, casi con reverencia. Ella gimió, retorciendo el cuerpo sobre su muñeca. Él también gimió.

—Deja que te abrace —le susurró al oído, levantando su pierna y agarrándole del pelo. Le rodeó con los brazos y hundió el rostro en su cuello.

—¿Notas la oscuridad? —murmuró ella, frotándose contra él—. ¿El ansia? ¿El desencanto?

El primer mordisco no fue muy fuerte. El segundo le arrancó un trozo de carne, derramando un hilo de sangre por la espalda.

—Supongo que no. Sólo notas el dolor. Tócame otra vez. Abajo.

Su sexo depilado ya estaba humedecido cuando él le puso la mano encima. Ella le cruzó la cara de una bofetada mientras, con la otra mano, mantenía el contacto en su vértice excitado.

—Me gustaría poder llorar, alejarme de mí misma. Pero me gusta hacerte sentir lo que nunca has tenido.

Volvió a gemir, poniendo los ojos en blanco. De nuevo le golpeó la cara, lanzándolo boca arriba sobre la cama.

—Vaya, vaya —sonrió observando la creciente erección—. Te gusta, ¿verdad? En el fondo eres un pequeño perverso al que le gusta ser castigado...

Con un gesto descuidado, ella le clavó las uñas en la parte interior del muslo, arañando lentamente la delicada piel. Él se arqueó, levantando la pelvis. Notó los dedos introduciéndose dentro de su carne, separando las fibras de los músculos y agarrando el fémur con fuerza.

Gritó. Expulsó hasta la última bocanada de aire que tenía en los pulmones. Hasta el alma pareció salir en aquel grito. Cuando ella le arrancó la pierna y se la mostró ensangrentada, perdió el conocimiento.


La oscuridad se retiró lentamente. Estaba tumbado en la cama y ella estaba de espaldas a él. Asustado, intentó alejarse; no le faltaba ninguna pierna. Las sábanas susurraron promesas de dolor cuando ella se giró hacia él con una sonrisa ladeada.

—No lo entenderías —repitió dulcemente—. Es la oscuridad que llevo dentro. Quiere salir, ¿sabes? Cubrirme otra vez y sacarme a pasear. Arrancarte el brazo. Matarte. Amarte.

La misma habitación, la misma mujer, las mismas frases.

—¡Sácame de aquí! —gritó, mirando hacia el techo—. ¡Toni, hijo de puta, desconéctame!

—Deja que te abrace —susurró ella—, necesito beber de ti, de tu alma, de tus sueños. Déjame que libere tus sufrimientos, por favor —maulló.


Ilustración: Duende

Antes de que él pudiera hacer nada, ella estaba a su lado, abrazándole, recorriendo sus caminos con una lengua extrañamente afilada. Esta vez todo ocurrió más deprisa; de un fino movimiento le arrancó el corazón y frotó con él su pecho desnudo en lentas espirales ensangrentadas. Un latido. Dos latidos.

Desconexión.


Toni esperó treinta segundos más antes de conectar los sistemas motrices. Apartó la mirada de uno de los monitores y sonrió contemplando el estado lamentable en que se hallaba Ángel. Recuperar la motricidad era siempre un problema complejo, una de las dificultades que todavía tenían que superar antes de presentar el proyecto al viejo.

—Hijo de puta —masculló Ángel al recuperar su boca.

—Qué pasa, ¿no te ha gustado?

—¿Estás loco? ¿Tú has visto lo que ha pasado?

—Eh, eh. Eso es cosa tuya, la máquina ha funcionado a la perfección. Lo que tengas en esa cabeza enferma y claramente perversa, es cosa tuya. Joder, tío, lo tuyo es muy fuerte.

Ángel se acercó hacia una de las terminales que rodeaban el gran cilindro metálico que albergaba a la máquina. Tecleó un par de códigos y esperó.

—¿Qué haces? —le preguntó Toni.

—Voy a borrarlo.

—¿Borrarlo? Pero si es la primera vez que logramos una detección completa. ¡Ha funcionado, ha entrado dentro de tu cabeza y ha sacado lo que más querías!

—¡Y una mierda! —escupió enfurecido—. Y si tan seguro estás de la máquina, mete tú la cabeza ahí dentro.

—Tú mandas, genio. Yo sólo controlo conexiones. Pero no pienso explicarle nada al viejo.

La confirmación apareció en la pantalla. Ángel no dudó en borrar el archivo.

—Si pregunta algo, soy el responsable. Seguiremos mañana —dijo mientras se vestía—. Tengo que hacer algunos ajustes.

—Tú mismo. Ha llamado tu mujer —comentó Toni—, dice que a ver si por una noche no llegas tarde a cenar.

Ángel se le quedó mirando con expresión sombría.

Apagaron las luces principales y conectaron la alarma. Al cerrar la puerta de salida, todo quedó en un silencio incómodo, sólo interrumpido por el ocasional zumbido de la máquina al procesar nuevos datos.


El despacho del viejo parecía un quirófano levemente modificado para darle apariencia de habitabilidad. La cantidad de cuidados y procesos a los que se sometía para mantenerse activo ocupaba casi la totalidad de la habitación.

Una enfermera oculta tras la correspondiente mascarilla azul terminó de drenar un absceso en el rostro del viejo.

—Ángel, por favor, pasa. Siéntate —dijo el viejo, comprimiendo su mejilla con una gasa.

Las sillas eran incómodas, hechas en acero y plástico. Al arrastrar una, produjo un ruido desagradable.

—¿Querías verme? —preguntó Ángel.

—Me han hablado de cómo va tu proyecto —comenzó el viejo, jugando con un abrecartas—. Y no me ha gustado lo que me han dicho. Estoy invirtiendo mucho dinero en ti para que no me ofrezcas resultados. ¿Tengo que hacerle caso a los que murmuran a tus espaldas?

El rostro del viejo empezó a fundirse como mantequilla caliente, derramándose lentamente sobre la mesa del despacho. El sonido de su voz se mantuvo como un susurro sordo hasta que alcanzó un nuevo tono.

—Me estoy quemando —dijo ella—, ¿no notas mi calor? Tócame.

El rostro del viejo ya no existía; era ella, con sus ojos negros y su mirada turbia, su boca pequeña y su alma atrapada.

—¿No te acercas, no me amas? —repetía ella al levantarse y librarse de la desgastada envoltura que había sido el viejo—. ¡He dicho que me toques! —le ordenó.

Sin poder detenerse, Ángel levantó la mano derecha y comenzó a acariciar el pecho izquierdo de la mujer, lentamente, en círculos, notando como el pezón se levantaba cada vez más. Se sentía un extraño dentro de su propio cuerpo.

—Sin embargo —dijo ella—, sabes que todo esto algún día tiene que acabar, ¿verdad?

Y con un movimiento salvaje, bajó el abrecartas con el que el viejo jugaba, atravesando a la vez la carne de él y la suya propia, su pecho y la mano de Ángel.

—¿Ángel? —dijo el viejo.

El despacho, la mesa, el viejo. Ángel tragó saliva y notó cómo el sudor llenaba su nuca.

—Te... Te mantendré informado —tartamudeó—. Ahora, si me perdonas...

La enfermera retomó su jeringa y se acercó al viejo. Éste asintió y despidió a Ángel con un gesto despreocupado.

Al salir, Ángel no miró hacia atrás.


Al llegar a casa ella lo esperaba. Claro que tenía la seguridad de que nunca le arrancaría el corazón ni le rajaría el pecho con una lengua metálica.

—Hola, cariño —sonrió ella—, ¿alguna novedad en el gran proyecto?

—Hoy casi lo logramos —mintió, devolviendo la sonrisa—. Mañana haremos la primera prueba real, y espero que salga bien. El viejo está impacientándose.

Ella intentó abrazarle y darle un beso, pero un reflejo incontrolado hizo que Ángel diera un respingo.

—¿Qué te pasa? ¿Te doy miedo? —rió ella, imitando un par de gruñidos feroces.

—Para, para —rió Ángel—. Es cosa de los electrodos, me dejan con los nervios deshechos.


De un fuerte puñetazo, ella le partió la boca. Antes de que pudiera recuperarse ya estaba encima de él, sujetando con fuerza sus brazos y gimiendo como una gata en celo. Sus ojos tenían el encanto del abismo.

—Cariño —peguntó ella, quitándose el delantal—, ¿te pasa algo?


Cenaron algo ligero antes de tumbarse frente a la televisión. Ella descansó su cabeza en el regazo de Ángel y no tardó en dormirse. Al cabo del rato, él optó por despertarla para ir a la cama.

—Jo —se quejó ella—, si estaba viendo la película.

—Llevas una hora dormida —repuso.

—No, estaba descansando los ojos. ¡Pero la escuchaba!

Mientras se metían en la cama Ángel seguía viendo su propia película. El dolor, las palabras, el sueño.

—Buenas noches —susurró ella, estampándole un sonoro beso en la mejilla.

Y luego, llegó la oscuridad.


Ángel se despertó, incómodo. Algo le molestaba, una sensación de humedad. Al dar la luz ella estaba allí. Muerta. Lo primero en lo que se fijó fue en su rostro, machacado y roto. Luego en su pecho abierto y en sus entrañas desparramadas por encima de la cama. Todavía tenía, extrañamente limpias, las bragas puestas. Luego se miró a sí mismo. Ensangrentado. Con arañazos en los brazos, el rostro dolorido. Temblando como un niño, se levantó de la cama. No podía ser cierto.

—Tiene que ser un sueño —repetía— un sueño, nada más.


Ilustración: Bárbara Din

Pero el cuerpo destripado seguía allí, hediondo, sucio. Tenía la sensación de que no debía pertenecer a este mundo. Sintió la necesidad de vomitar y corrió hacia el cuarto de baño. Todavía con la bilis en la boca, al sentarse junto a la bañera, comenzó a llorar.


El viejo apoyó su artrítica mano sobre el hombro de Toni.

—¿No puedes desconectarlo? —preguntó con la mirada perdida en el monitor.

—El programa se ha enraizado en su cabeza. Creo que lo mataríamos.

Un juramento resonó entre las paredes del laboratorio.

—No puedo creer que eso fuera lo que Ángel deseaba —dijo finalmente Toni—. Se supone que la máquina proporciona placer, no agonía.

El viejo negó con la cabeza.

—Nunca se sabe lo que soñamos realmente, ni lo que una parte de nosotros puede desear. O varias partes.

—¿Entonces?

—Todo depende de él, Toni. Reinicia.

—¿Otra vez?

—Las que haga falta.

El zumbido de la máquina subió de intensidad, y Toni introdujo los comandos casi sin mirar el teclado. El cuerpo desnudo de Ángel, conectado por decenas de cables a sus órdenes, ocupaba toda su atención.

—Listo —dijo con un quejido.

Al cabo de unos minutos el sonido ocupó la sala.

—No lo entenderías —dijo una voz de mujer—. Es la oscuridad que llevo dentro. Quiere salir, ¿sabes? Cubrirme otra vez y sacarme a pasear. Arrancarte el brazo. Matarte. Amarte.

El viejo apartó la mirada. Toni sólo quería salir de allí. El bucle retomó su proceso extrayendo los deseos de Ángel.

—Tendremos que avisar a su mujer, ¿no?

—Ella murió el año pasado —dijo el viejo—. ¿Algún cambio?

—No, sigue el mismo patrón. Fíjese en las ondas alfa, no han variado un milímetro. —Toni dudó un instante antes de preguntar—: ¿Muerta? Pero si hablé con ella ayer por teléfono.

El viejo le miró atemorizado. La máquina zumbó con más fuerza y luego, sin previo aviso, enmudeció.

—¿Qué coño ha sido eso? —exclamó el viejo.

—La máquina —se sorprendió Toni—, se ha reiniciado.

—¿Qué?

—Es imposible, sólo ejecutaba un proceso simple. Y necesita confirmación manual, maldita sea.

—¿Cómo está él?

Toni contempló los indicadores a su izquierda, con las constantes vitales de Ángel.

—El cuerpo sigue bien, pero no registro actividad cerebral.

La máquina retomó su funcionamiento con un suave ronroneo. Los monitores estaban en blanco. El viejo maldijo en silencio.

—¿Qué ha pasado? —le preguntó Toni.

—A veces los deseos van más allá de lo que queremos —dijo el anciano, negando con la cabeza—. O quizás queremos cosas que ni siquiera sabemos. Apágalo todo, Toni. Vámonos a casa.

—Pero no podemos dejarlo así, jefe.

—Yo de ti aprovecharía el poco tiempo que nos queda; deja que haga un par de llamadas. Maldito iluso —dijo mirando al cuerpo de Ángel—, me pregunto hasta qué punto lo sospechabas. O lo deseabas.

Poco a poco apagaron los monitores. Dos sanitarios aparecieron casi de la nada para hacerse cargo del cuerpo. Toni se levantó de la silla algo mareado, desorientado. Sin saber a dónde ir. Luego apagaron las luces, dejando los deseos allí, bajo una fina capa de metal recubierta de plástico gris. Abandonaron el laboratorio justo antes de desaparecer. Las estructuras se mantuvieron un poco más antes de que llegara la oscuridad y se lo llevara todo.



ALFREDO ALAMO

Alfredo Álamo, un frecuentador permanente de estas páginas. Nació en Valencia, España, en 1975. Su actividad es muy intensa y por estos días está apareciendo en varias antologías que se editan en España y fue nominado para el Ignotus que concede la AEFCFT. De Alfredo publicamos los cuentos De nuevo, el principio en Axxon 133, Dios del ácido e In vino Veritas en Axxón 135 y Átomo Jack y el mercader de sueños en Axxón 138.


Axxón 143 - Octubre de 2004