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¡QUÉ GRAN PÉRDIDA PARA MÉXICO!
Carlos R. Flores Gutiérrez



Carlos Raymundo Flores Gutiérrez nació 22 de enero de 1972 en el puerto veracruzano de Coatzacoalcos, México y fue criado por padres adictos a la lectura, al grado que hasta los cuartos de baño se encontraban atestados de libros. Inducido sin esfuerzo a la lectura se aficionó a temprana edad a la novela histórica, fantasía, terror y ciencia ficción; escribió su primer cuento hace casi 20 años, a la edad de 13 para participar en un concurso de la Universidad Nacional Autónoma de México, incentivado por ganar la medalla de plata que conmemoraba un aniversario de la fundación de la universidad. Le agradó la experiencia de escribir y no ha dejado la pluma y el teclado, afición que deja aflorar cuando las cargas de trabajo y los deberes cumplidos aflojan las amarras de sus musas propensas al óxido. Terminó la carrera de abogado en 1995 y no ha visto (hasta hoy) nada publicado que haya salido de su imaginación. La ucronía que han leído, para los que no están familiarizados con la historia mexicana, tiene como punto de inflexión la muerte del Mariscal Antonio López de Santa Anna, que en el cuento ocurre en 1836, lo que hubiera "privado" a México de los siguientes 20 años, en los que monopolizó el poder casi ininterrumpidamente.

Alfredo Álamo - Sergio Gaut vel Hartman


¡QUÉ GRAN PÉRDIDA PARA MÉXICO!
Carlos R. Flores Gutiérrez


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Antonio sonreía tristemente para sí mientras la elegante calesa lo llevaba por la Segunda Avenida de la Independencia, en el centro de la Ciudad de México, y era sacudido levemente por el golpeteo de las ruedas contra los adoquines; apenas tres días antes había salido desde Veracruz con la autorización de su comandante.
      Había visitado a su abuelo sólo seis meses atrás, pues le agradaba su compañía y lo tenía en gran estima; los años habían sosegado ya su recio carácter forjado por el ejército y el mando de miles de soldados. Ahora era un abuelo; un Héroe de la Patria, sí, pero antes su abuelo, y lo visitaba no sólo por el gusto que sentía de volver a verlo: había sido convocado ese día en la casona porque el anciano y respetado general ya sentía cerca el fin de sus días.
      La calesa giró en la calle y el cochero gritó a la puerta de una enorme casa, perfectamente mantenida y remozada, que se alzaba a escasos metros del zócalo capitalino, sede de los poderes civiles, religiosos y políticos del país, custodiada por varios soldados de la guardia republicana.
      Uno de los soldados abrió el gran portón de sólida madera y permitió la entrada de la calesa, que pasó bajo los arcos de la fachada hasta llegar al amplio patio central, donde una enorme fuente rodeada de árboles le llenó la cabeza de recuerdos de su infancia. Había llegado.
      Pasó al salón principal y de allí a la biblioteca, donde sus tres hermanos conversaban en voz baja frente a sendas copas de vino, como si estuvieran ya en el velorio del anciano; todos acababan de llegar con pocas horas de diferencia. Antonio los saludó efusivamente, mientras Miller, fiel asistente del general desde hacía más de veinte años que cumplía funciones de mayordomo, subía a la recámara del anciano para anunciar la presencia de los cuatro nietos. Poco después estaban alrededor del anciano general.
      —Me siento muy contento de que hayan podido llegar. No es que me vaya a morir en unos minutos, frente a ustedes; la pelona aún me tiene miedo, pero es que me da tanto gusto verlos juntos que no quería retrasar más este momento.
      El anciano sonreía desde su amplia cama, como tratando de desmentir con sus desdentadas encías el endeble aspecto que le daba el rostro delgado y demacrado, consumido por los años y las penurias.
      Alrededor de la amplia cama estaban los vástagos de su único hijo, Antonio, muerto hacía ya quince años. Antonio, el mayor, capitán de caballería del ejército; Erasto, el segundo, teniente de artillería; Pascual, abogado y escribano, y Ana Luisa, flamante esposa de un coronel destacado en la frontera con los Estados Unidos.
      Los cuatro jóvenes miraban a su abuelo con afecto, pues lo amaban y admiraban intensamente. Ninguno había dudado en acudir al lecho del viejo en la Casona cuando éste les escribió que tenía urgencia de verlos, pues sentía la muerte cercana. Incluso Ana Luisa demoró sólo cinco días para llegar desde la frontera. Erasto y Pascual residían en la propia Ciudad de México.
      —Muchachos —dijo el viejo con voz clara, perdiendo momentáneamente la desdentada sonrisa—, mucho me temo que no volveré a cabalgar por los bosques, desiertos y montes de mi amado México. No volveré a mojar mis botas en los mares y océanos que bañan sus costas, pero antes de alcanzar a mi general Santa Anna en el paraíso que Dios depara a los soldados, quiero resolver los asuntos que aún me retienen en este mundo, pues siento que los años que la calaca me ha evitado es porque me falta algo por hacer... Y lo haré, antes de que sus reclamos me expulsen de estas tierras que me son tan caras y me hagan vagar por entre los montes, arrastrando espectrales cadenas. Dicen que eso hace el alma inmortal de nuestro benemérito general Santa Anna por las calles de Goliad, maldiciendo a los yanquis.
      —Abuelo, no hay hombre más justo que usted en este mundo—intervino Ana Luisa con voz dulce—; ningún soldado tiene más merecido ese cielo que usted.
      —Un hombre como usted ha hecho ya todo lo que se le puede pedir a un ciudadano patriota y leal, abuelo —Antonio se acercó al anciano—, no cabe en mi cabeza qué deber pueda quedarle pendiente.
      El anciano ladeó la cabeza dirigiendo su mirada a una esquina de la habitación, y mientras suspiraba suavemente remontó su pensamiento a otros tiempos idos.
      —No, hija, mi alma es desde hace muchos ayeres un fardo muy pesado de culpas, recriminaciones y remordimientos...
      —Pero abuelo, no hay nadie que pueda hablar mal de usted, un General de intachable carrera y gloria inmortal ganada en el campo de batalla... —dijo Antonio orgulloso, tomando la mano del anciano militar.
      —Tú lo has dicho, Antonio, no hay nadie, es verdad. Todos están ya muertos, algunos hace mucho tiempo, sus huesos blanqueados al sol se convirtieron en polvo hace años. De los que vimos sus horas de mayor gloria y angustia no queda nadie, sólo yo.
      En la habitación se hizo el silencio. Los jóvenes se acercaron al anciano, que seguía clavando la mirada en invisibles fantasmas que poblaban un sombrío rincón del aposento y trataba inútilmente de contener las lágrimas.
      —Por eso los hice venir, muchachos, son mi familia, la que me queda, además de mis bisnietos, que apenas conozco y son demasiado jóvenes —dijo mirando a Ana Luisa—, y es con ustedes que debo arreglar mis últimos asuntos antes de que me llamen a filas. —El anciano estiró un huesudo dedo hacia el pequeño escritorio de caoba que estaba junto a la puerta. —En el cajón está escrita y firmada mi última voluntad. Pascual, te pido que seas mi albacea y cumplas fielmente con todo lo que ahí te pido, y que dispongas de mis bienes y mis huesos, llegado el momento.
      —Así se hará, mi general. —Pascual habló con voz firme, mirando al anciano por entre las lágrimas que enturbiaban su visión.
      El anciano dirigió su mirada al amplio ventanal que iluminaba la alcoba, a su derecha, en una actitud que parecía invitarlos a dejarlo solo con sus pensamientos, por lo que los jóvenes comenzaron a abandonar la habitación en silencio.
      —Recuerdo lo latosos que eran, igual que su padre lo fue en su momento. Nunca dejaban de preguntar, de pedirme a gritos que les contara de él...
      Los jóvenes se miraron entre sí, sin pronunciar palabra, dudando si esa voz apagada estaba en realidad dirigida a ellos. El anciano les clavó la mirada.
      —Siéntense, muchachos; quizá no lo recuerden, hace mucho que dejaron de preguntar. Después de todo su padre los regañaba cuando insistían jalándome de las mangas del uniforme.
      Los jóvenes se sentaron en las sillas que estaban alrededor de la cama y Ana Luisa lo hizo en el borde. Sí, recordaban esas preguntas, los regaños de su estricto padre, y sobre todo, la eterna curiosidad por saber más del grandioso General Santa Anna, héroe omnipresente en las estatuas y obeliscos de cada plaza importante del país, vigilante desde los nombres de las calles y calzadas, severo y altivo en los retratos que adornaban cada edificio público, civil o militar, de frontera a frontera; al menos querían saber más de lo que decían las docenas de libros que sobre él se habían escrito desde 1836.
      —Ustedes saben de mi vida al servicio de las armas, de mi larga carrera, saben lo que de mí se enseña en las escuelas, y lo que dicen los libros sobre mi participación en la campaña de Tejas, pero hijos míos, hay más, mucho más que no se sabe ni se ha escrito, y ¡por Dios!, no se debería saber, aparte de lo que les he contado en esas noches frente al fuego de la chimenea, anécdotas de un viejo que ya vivió lo que debía.
      El viejo los acarició con la mueca de su sonrisa, transportado a aquellas veladas rodeado por su hijo, nuera y cuatro inquietos chiquillos que lo miraban como a un patriarca clásico sedente en un sillón de cuero, frente a los enseres y galardones militares adornados con los colores patrios que colgaban en la pared sobre el hogar.
      —Aún recuerdo los años de mi infancia en la hacienda El Barbachano, en las afueras de la ciudad y puerto de la Vera Cruz, donde nací el mismo año que el cura Hidalgo hizo sonar la campana de la iglesia de Dolores, aunque de eso me enteré hasta muchos años después, cuando los generales Victoria e Iturbide declararon la independencia del país, y nombraron a mi general como gobernador militar de la provincia. Entonces mi padre era el capataz de la hacienda y mi madre servía en la cocina de la casa grande.
      El anciano guardó silencio unos momentos, viendo por la ventana las imágenes que su memoria le llevaba, bosquejos borrosos que representaban los rostros ya olvidados de sus padres, escenas familiares, juegos infantiles en los plantíos...
      —Recuerdo cuando mi general se fue, seguido de su tropa, a pacificar las provincias de las selvas del sur, pues no cesaba la lucha en toda la península, y regresó como el héroe que era. Lo recuerdo cuando cabalgó a Tampico a derrotar a los españoles que volvían por sus antiguos fueros —la mirada brilló por unos segundos, recordando el orgullo y fervor que en esas épocas inflamaban su juventud—; fue cuando corrí a alistarme a pesar de la furia de mi padre. No éramos pocos voluntarios. Pero nos quedamos en el puerto, viendo desde las barracas como el general se marchaba con sus veteranos y se cubría otra vez de gloria. ¡Dios, cómo deseé estar ahí, con él!
      La mirada perdió brillo y la amargura se marcó en su rostro, recordando la frustración que sentía en esas tardes de acuartelamiento.
      —Mi general volvió —continuó el anciano, mirando orgulloso a sus nietos—, claro que volvió, con su uniforme cubierto de medallas, con el título de benemérito, con la gloria brillando en sus ojos, altivo, autoritario, ambicioso por alcanzar el cielo. Nosotros, su tropa, sus veracruzanos todos, nos sentimos orgullosos de él, de México, de la gloria que derramaba en nuestras armas, y sólo esperábamos la oportunidad de participar en otra gloriosa batalla bajo su mando... pero tuvimos que esperar.
      El anciano hizo una seña a Antonio quien, comprendiendo el gesto, caminó hasta el escritorio de caoba y tomó el cuadro de plata que enmarcaba un pequeño retrato al óleo de una robusta mujer.
      —Aquí tiene, mi general —dijo Antonio poniendo el retrato en las manos del abuelo.
      El anciano sonrió a la imagen, acariciando lentamente el pulido marco durante largo rato, mientras la oscuridad bajaba por la calle, al igual que el bullicio de los transeúntes.
      —Mi general se marchó a la Ciudad de México —dijo el anciano al fin—, y estuvo ahí hasta que consiguió ser Presidente. Para entonces ya era yo sargento primero, tenía veinticinco años y su abuela de ustedes era ya mi esposa. La verdad, la vida en el puerto era muy agradable y cómoda, sobre todo para un suboficial como yo. Quizás demasiado, si te acostumbras a ella, o si llegabas de haciendas apartadas donde las penurias no eran pocas. ¡Ah!, qué días aquellos.
      El viejo apoyó el retrato de su difunta esposa contra el pecho y miró orgulloso a sus nietos.
      —Entonces nada de poder estudiar algo, sólo teníamos las escuelas de religión o la militar. Todos terminábamos de jornaleros, a casi nadie le interesaba qué pasaba más allá del cerro, menos aún la política o noticias de tierras que no conocíamos, ¡que ni sabíamos dónde quedaban!, menos aún cómo se escribían sus nombres.
      —Así es, abuelo —Antonio enderezó la espalda— pero ahora más gente tiene acceso a la educación y a las noticias de las provincias, incluso las más lejanas. ¡Ya hay muchos periódicos en el país!
      —Así es, hijo, la modernidad por fin alcanzó a nuestro país. Es muy importante saber lo que pasa, para actuar oportunamente: lo aprendimos a tiempo, a un costo muy alto.
      Nuevamente la mirada del anciano general se perdió en la oscuridad, mientras los recuerdos bullían en su mente.
      —Todo cambió cuando nos llamó. ¡Ay, casi cincuenta años hace, pero me parece que fue ayer! Nuestros capitanes nos formaron en la plaza de armas del ayuntamiento, y ahí se paró él frente a nosotros, con ese uniforme cubierto de medallas, en silencio, como evaluándonos con la mirada por largo rato. Todos sentimos sus ojos clavados en los nuestros, y lo veíamos embelesados, inmóviles, silenciosos, como si escucháramos la misa, entre un silencio tal que podíamos oír los latidos del corazón de nuestros vecinos en la formación, y cuando por fin habló fue para informarnos que nos necesitaba para formar una fuerza punitiva en contra de los ingratos yanquis que, traicionando sus juramentos, se levantaron rebeldes a las leyes mexicanas, en el territorio de Tejas.
      —Malditos sean los piratas —sentenció Antonio con voz grave, ante el asentimiento silencioso de sus hermanos—, malditos serán siempre los que traicionan sus juramentos de lealtad y se levantan en armas contra quien los recibió como a hermanos.
      —Marchamos a la Ciudad de México, donde nos reunimos con batallones provenientes de casi todo el país. —El anciano parecía emocionado al hablar. —Pero nosotros, seiscientos hombres comandados por el General Montemayor, fuimos hacia Monterrey inmediatamente, detrás del señor Presidente y su guardia presidencial.
      —Hay pinturas de esa marcha en las escuelas públicas, bibliotecas y palacios, mi general. —Antonio recordaba todas las pinturas que había visto en las que se retrataban largas filas de disciplinados soldados siguiendo a Santa Anna por diversos territorios, entre fértiles campiñas cubiertas de maizales, entrando a los pueblos y ciudades.
      —¡Ay, hijos míos!, la marcha fue lenta y difícil, diferente de lo que se ve en esos cuadros. ¡Los veteranos de esa campaña nos reíamos de ellos cuando los veíamos! Pero era una risa amarga que sólo nosotros entendíamos. El clima se ensañó con nosotros, las botas se caían a pedazos de nuestros pies. Muchos llevamos nuestros huaraches e hicimos la marcha con ellos, otros tuvieron que andar con los pies envueltos en telas o a raíz hasta que alcanzábamos un pueblo donde comprar huaraches. El frío del norte sorprendió a más de uno, muchos enfermaron y murieron en el camino; pero se nos encendían los ánimos cuando escuchábamos las historias de las acciones de los rebeldes, inmigrantes acogidos por nuestro país, jurando lealtad a la bandera, a nuestra patria, a nuestra constitución y sus leyes, renunciando a sus países de origen. A cambio recibían tierras, privilegios y canonjías que ningún mexicano entonces podía ver. Realmente ansiábamos llegar.
      —Hemos leído de ellos, abuelo. —Erasto, quien deseaba desde pequeño haber vivido esos días, hablaba con rencor. —Nuestro padre nos enseñó desde pequeños a recelar de los extranjeros, pero hoy las provincias del norte han sido pobladas por ellos otra vez.
      —Ya no son extranjeros, Erasto —Antonio puso una mano sobre el hombro de su hermano—, la mayoría de ellos son mexicanos por nacimiento. Ha pasado tiempo desde entonces, los inmigrantes nuevos tienen que aceptar las nuevas reglas; están muy bien controlados. Algunos hijos de naturalizados son incluso altos oficiales del ejército.
      —Lo sé, Antonio: mi comandante es hijo de un inmigrante católico irlandés, muy valiente y leal a la patria por cierto, pero pocos podemos pronunciar su apellido correctamente.
      —Pues parece que los irlandeses destacan entre los demás —intervino Pascual—; no olvidemos a Miller, el fiel ayudante del abuelo, que lo ha acompañado a todas partes desde hace muchos años.
      —Si, hijos míos —dijo el anciano haciendo un gesto con la mano—, pero en esa ocasión y por muchos años fuimos sólo mexicanos, hijos y nietos de mexicanos, los que peleamos bajo nuestra bandera. Luego otros se ganaron ese privilegio desde abajo, pagando cada ascenso con sangre.
      Los muchachos se callaron, comprendiendo que el abuelo no deseaba discutir ese tema.
      —Bien —siguió el anciano militar cuando captó la atención absoluta de sus nietos—, comenzaba el año 36 cuando cruzamos el Nueces. A nuestras tropas se habían sumado algunos batallones provenientes de Saltillo y Tampico, por lo que más de cuatro mil llegamos a Tejas. No nos esperaban hasta entrada la primavera y sólo libramos una que otra escaramuza indigna de mención con puñados de rebeldes desorganizados y mal armados. Llegamos a San Antonio, donde en una antigua misión se ocultaba un importante número de rebeldes. Eran auxiliados por varios soldados regulares yanquis sin uniforme, como supimos después. ¡Incluso un congresista yanqui los acompañaba!
      —David Crockett —dijo Antonio con desprecio—, los yanquis lo tienen por un héroe, a pesar de las notas diplomáticas de protesta que los burócratas de asuntos exteriores se contentan con enviar a Washington cada año.
      —El mismo —dijo el anciano—. Mi general les puso sitio varios días, esperando que el líder de los piratas, el tal Samuel Houston, se hiciera presente para ayudar a los cautivos. Pero el muy cobarde los dejó solos, así que el día trece del sitio por la madrugada mi general los atacó por los cuatro costados y no dejó uno vivo, aunque estaban bien atrincherados y con cañones de buen calibre nos hicieron casi mil bajas, entre muertos y heridos. Pero ganamos en buena ley, y nos hicimos con su artillería.
      —Dos de esos cañones están ahora en el nuevo fuerte del Álamo —interrumpió Erasto—. Los volvieron a colocar apenas hace dos años, cuando unos campesinos los encontraron en el campo de San Jacinto. Los otros cuatro que volvieron con el ejército fueron emplazados hace cuarenta años en el monumento de la tumba de Santa Anna en Veracruz.
      —Supimos que Houston huía al norte con los restos de los rebeldes. —El anciano parecía no haber oído el comentario de su nieto, sumido en sus recuerdos. —Eran pocos, pues ya sentían el peso de la legítima y justiciera autoridad, y como buenos cobardes desertaban en gran número para esconderse en sus fincas, esperando piedad, por lo que mi general decidió perseguirlos. Fue una persecución que duró semanas... cuando ocurrió la tragedia.
      —San Jacinto —murmuró Antonio.
      —Así es; mi general tuvo la idea de envolver a los alzados fugitivos con una maniobra de pinza, así que contra lo que aconsejaba su Estado Mayor dividió al ejército en tres cuerpos. Él seguiría por el centro con menos de ochocientos hombres, mientras González con mil trescientos efectivos avanzaría al oriente, intentando cortar la ruta de escape hacia el puerto de Galveston, y mi general Montemayor, con más de novecientos de tropa, seguiría al norponiente, cerca del Presidente, cuidando su flanco.
      —Un error estratégico inexplicable en un general de su experiencia —sentenció Antonio—; ése movimiento ha sido estudiado en el colegio militar durante décadas.
      —Estudios incompletos, Antonio —repuso el anciano, ofendido, provocando que Antonio bajase la mirada—, si no se conoce bien la historia y lo que sucedió ese aciago día. Parecía ser una decisión sensata debido a la baja moral de un enemigo en desbandada, del que sabíamos muy poco. No olvidaré cuando llegó un correo desesperado a la tienda de mi general Montemayor, con la noticia de que Houston había emboscado al grupo de mi general Santa Anna, y que al parecer lo había tomado prisionero. Inmediatamente nos dispusimos a la persecución tras los alzados de Houston, quien se apresuró a alejarse del campo de San Jacinto, a donde llegamos la noche del 21 de abril, encontrando el campo de batalla aún humeante. Lo más aterrador era ver que muchos de los fusiles que descansaban junto a los cuerpos de nuestros compatriotas no habían sido descargados.
      —La sorpresa por el artero ataque —comentó Erasto.
      —Sorpresa muy efectiva, Erasto; aprendimos a respetar a su jefe, que demostró ser un hábil estratega. Recogimos casi cien heridos. Durante el día siguiente encontramos a doscientos soldados dispersos por la zona, y casi ningún oficial. Mandamos de vuelta a los heridos y los carros con un pequeño destacamento rumbo a San Antonio, y nos dispusimos a marchar en busca de nuestro Presidente, frenéticamente, sin dormir, sin hacer ruido, arrastrando a duras penas tras nosotros unas pocas piezas de artillería.
      —Abandonaron muchas, entre ellas las dos del sitio del Álamo que encontraron hace poco. —Erasto seguía con atención el relato del abuelo.
      —Fue entonces cuando los taimados rebeldes intentaron engañarlos con noticias y órdenes falsas de que el Presidente ordenaba una tregua y que se retirasen —observó Antonio.
      —Eso dicen los libros, Antonio; mientras tanto, Houston llevó Santa Anna a Puerto Velasco, donde finalmente los alcanzamos el día quince de mayo. El puerto era un pueblo muy pequeño, de pescadores y comerciantes. Los sorprendimos, pues tenían noticias de que nuestro ejército se retiraba, como en efecto hizo el general González, y pudimos rodear el puerto. Houston disponía de unos trescientos efectivos, milicianos sin entrenamiento, mientras nosotros éramos casi mil de tropa, entre ellos los seiscientos veracruzanos fieles a mi general.
      —¡Pero los libros dicen que eran más de mil rebeldes —exclamó Antonio, sorprendido—, entre ellos muchos entrenados por los yanquis!
      —Los libros... —El anciano hizo un gesto de desprecio. —Entonces Houston hizo su jugada. Mandó un correo para decirnos que nos retiráramos, que el Presidente lo ordenaba, e incluso nos dieron un papel firmado por la mano de mi general, pero nosotros sabíamos que no podía ser cierto, que el Presidente habría ordenado un ataque inmediato y fulminante; así se lo comenté a mi general Montemayor, quien para entonces me había concedido el rango de subteniente por la escasez de oficiales. Mi general respondió exigiendo al emisario de Houston la liberación incondicional del Presidente a cambio de la vida de los rebeldes, quienes deberían entregar sus armas y serían apresados y juzgados conforme a las leyes mexicanas, para lo que se les concedía un plazo de veinticuatro horas.
      —Y los malditos rebeldes escupieron la oferta de rendición —recitó Erasto, conocedor de la historia contada en los libros.
      —Otra vez los libros. —El anciano parecía fastidiado. —Esos hombres eran muchas cosas, pero sus líderes eran caballeros. Volvieron solicitando que se les permitiera salir con sus armas a cambio de la vida del Presidente, a quien liberarían en cuanto estuvieran seguros de que no se les perseguía. Eso hizo dudar a mi General Montemayor, quien supervisaba los trabajos para evitar la fuga de los rebeldes con todo el parque y nuestro Presidente con ellos. Montemayor rodeó el pueblo lo mejor que pudo, pero no fue suficiente. Al día siguiente supimos por unos pobladores leales que unos correos lograron salir bajo el manto de la noche para Galveston, en donde cuatro buques de los piratas podrían evacuar Puerto Velasco por mar, llevando consigo al Presidente. Eso hubiera sido terrible, sobre todo porque la marina de México ya se había mostrado incapaz de enfrentar semejante flota, lo que obligó a mi General Montemayor a tomar la decisión que tantos juicios le costó.
      —Se dice que no mostró suficiente habilidad e inteligencia táctica —aseveró Antonio, ante el asentimiento de sus hermanos.
      —Es fácil verlo así a través de los años, pero se hizo lo que se pudo. Todos parecen olvidar la tensión, el cansancio, la ansiedad por rescatar con vida al Presidente. Parecíamos fantasmas silenciosos atisbando cada luz en las ventanas de las casas en el pueblo, deseando verlo a través de ellas, hasta que la mañana del 17 de mayo mi general ordenó un ataque general sobre el pueblo, que apenas comenzaba obras defensivas. Ellos intentaron afianzar las puertas de las casas más sólidas, bloquear las calles con carretas volcadas, barriles y costales de tierra, ¡hasta muebles, que sacaban de donde fuera!
      —Fueron días terribles, abuelo. —Ana Luisa conocía esas escenas, dramatizadas en varias pinturas.
      —Los rebeldes eran muy valerosos, pelearon esforzadamente calle por calle, casa por casa, hasta que pudimos rodear a Houston y a los demás cabecillas con el Presidente en la Iglesia del pueblo, donde permanecieron encerrados por dos interminables días.
      El anciano guardó silencio un largo rato, reviviendo esos días de zozobra, mientras vigilaban la entrada principal de aquella iglesia desde la casa del párroco, al otro lado de la pequeña plazoleta de tierra apisonada del pueblo.

Ilustración: Valeria Uccelli
      —Hijos míos —dijo al fin, con voz quebrada—, saben la historia, la han leído, pero por Dios, nadie escribió jamás lo ocurrido realmente ese nefasto día 19 de mayo. Ninguno de nosotros, soldados ya curtidos por la guerra y la visión del sufrimiento que un hombre puede o no soportar, imaginó jamás el calibre de los tormentos a que fue sometido nuestro general Santa Ana por esa banda de piratas y delincuentes, pues Houston lo sacó por el campanario desde donde, doblegado, ordenó y suplicó que nos retiráramos, pues de lo contrario Houston terminaría con su vida.
      La sorpresiva declaración del anciano hizo que los cuatro jóvenes tensaran los músculos, incapaces de representarse la escena en la que un ser humano era degradado de ese modo. Mudos de asombro, no atinaron a decir nada, hasta que Erasto rompió el silencio.
      —¡Pero, abuelo! Si los buques de los rebeldes estaban por llegar a Puerto Velasco, ¿no fue por eso se atacó la iglesia antes de que los rebeldes recibieran apoyo?
      —Los buques piratas tardarían al menos cuatro días más en llegar, hijo. Lo que ocurrió fue que todos lloramos de verlo así, y en nuestros corazones creció el odio hacia aquellos alzados. Mi general Montemayor no fue ajeno al sentimiento y con los ojos arrasados ordenó la toma de la iglesia, donde casi cincuenta rebeldes se encerraron con el Presidente de México. Así que cañoneamos la puerta y entramos, en gran multitud, pues más de quinientos de nosotros seguíamos en pie de guerra tras la refriega de los días pasados. La tropa se dispersó entre las trincheras formadas con el mobiliario de la iglesia, incluido el altar; los alzados lucharon ferozmente, pues sabían que lo hacían por sus vidas, pero el destino quiso que fuera yo, con una veintena de jarochos decididos, quienes alcanzamos la sacristía, tumbamos la puerta a patadas y pudimos ver a Houston y a nuestro Presidente, tras una cama y otros muebles volcados. Así que, como uno solo, nos lanzamos a proteger al general, pero un grupo de sublevados se interpuso...
      El anciano dejó de hablar, mientras las lágrimas corrían por su rostro siguiendo los surcos de las secas mejillas. Quien pudiera verlo, diría que era la misma cara del dolor. Su mirada reflejaba fielmente, a pesar de los años transcurridos, al subteniente que clavara su bayoneta en el pecho de un yanqui una cabeza más alto que él, dentro de la sacristía.
      Los nietos del anciano militar miraban al suelo, impresionados por el arrojo de su abuelo.
      —El grupo de sublevados vació sus pistolas sobre nosotros, gritando cosas que no comprendimos; varios de mis hombres cayeron, pero ordené una carga a la bayoneta, pues teníamos las armas descargadas. Los enfrentamos, con una ansiedad que espero que ninguno de ustedes conozca jamás. Casi me matan, porque yo sólo tenía ojos para el enorme sujeto que se erguía tras la barricada formada con los muebles; después supe era el mismísimo Samuel Houston. Y mientras forcejeaba con uno de ellos, lo observé sacando una pistola de entre sus ropas; la amartilló y la descargó fríamente contra el pecho de mi general, quien trataba de alejarse de la refriega arrastrándose por el suelo.
      —¡Pero si el Presidente López de Santa Anna luchó con ustedes y... —Erasto no pudo terminar la frase—, si los libros...
      —El estruendo de la detonación nos congeló —continuó el anciano, ignorando la interrupción de su nieto—, incluso a los alzados que sobrevivían, impactados por el magnicidio que acababa de cometerse. Pero inmediatamente un furor se apoderó de todos, un grito de rabia salió del fondo de nuestras almas y nuestra fuerza se renovó. Los matamos a todos. Fue mi placer personal clavar al cabecilla, al que llamaban General en jefe del ejército, contra la pared de la sacristía. Según después supe, ni dos hombres juntos pudieron sacar la hoja de la bayoneta de la pared donde quedó de pie el cuerpo del traidor Houston.
      —¡Eso sí está en los libros! —intervino emocionada Ana Luisa—, aún se conserva esa pared, la he visto varias veces, y aún se distingue la mancha marrón de la sangre de ése infeliz.
      —Sólo pude decir "¡mi general!" sintiendo que un nudo se cerraba en mi garganta, obstaculizando el paso del aire. Santa Anna seguía vivo y se llevaba ambas manos a la herida del pecho, con los ojos desorbitados, llenos de furia, incredulidad, indignación... no sé cuantas cosas más; parecía querer decir muchas cosas, sólo me miraba estupefacto, pero no decía nada, o no podía hacerlo. Sólo nos veía a sus soldados, de uno en uno, como buscando a alguien, cuando ordené que lo levantaran del suelo.
      Los cuatro nietos del anciano no decían palabra, emocionados ante la escena que se dibujaba en sus mentes. Ignoraron a Miller cuando entró a encender las luces de la habitación con dos candiles, pues ya casi era noche cerrada.
      —Mi general nos detuvo con un ademán —dijo el anciano repitiendo el gesto que en sus recuerdos aún veía grabado con fuego— y suspiró ruidosamente; la sangre corrió por la nariz y la boca, y me dirigió su mirada, su última mirada, tomándome del cuello con ambas manos cubiertas de sangre; me habló al oído, entre borbotones de sangre.
      "Escuché sus últimas palabras, estoy seguro de que sólo yo las escuché, tan bajito las dijo: «¡Qué gran pérdida para México!», murmuró con rabia en los ojos. Y que gran pérdida fue. Es la frase que hoy adorna con letras de oro la fachada del Congreso, es la frase que se lee en su monumento fúnebre, es la frase al pie de cada una de sus estatuas, que adornan las calles y plazas de cada pueblo y ciudad desde las Californias hasta las fronteras de Colombia... realmente, que gran pérdida fue.
      El anciano no contuvo más el llanto. Los espasmos sacudían el lecho, y sus nietos acudieron para fundirse con él en un abrazo, hasta que los sollozos del viejo cesaron. La compostura regresó al anciano, quien sólo atinaba a mirar entre suspiros, por la ventana, hacia el cielo de la noche.
      —El General González y su tropa se nos reunió en Puerto Velasco, desde donde nos pusimos en camino hacia Nacadoches. Allí estaba escondido McAllen con su gabinete de traidores y asesinos, mientras el piquete de soldados que dejamos de guarnición en Puerto Velasco vio impotente el bombardeo del pueblo por los barcos piratas. Después supimos que un ejército yanqui, comandado por un tal Gaines, cruzó nuestra frontera con la Louisiana y se reunió con el autoproclamado Presidente de Tejas, pero mostró inteligencia y volvió a su territorio cuando supo que más de dos mil iban en marchas forzadas hacia el pueblo. Sin embargo, los yanquis recibieron a McAllen con gran ceremonia cuando cruzó la frontera para implantar su fraudulento gobierno en el exilio, con los restos de su desmoralizada y derrotada pandilla.
      —Casi vamos a la guerra con los yanquis por esa descarada intromisión —recordó Antonio, hablando para sí.
      —Otro arreglo a la historia, mi estimado Antonio, la verdad no estábamos en condiciones de ir a la guerra contra nadie. Es más, no se trató el asunto con los norteamericanos por meses, el tiempo que nos tomó imponer el orden y construir algunos fuertes improvisados en la frontera, en prevención de cualquier retorno de McAllen con refuerzos, pues la frontera es muy grande. Pero con las asistencias que recibimos desde la capital del nuevo Presidente, don José Justo Corro, pudimos hacer un papel decoroso... recuerdo que en esos meses había más soldados en esos territorios que civiles. Pero la situación cambió a principios de la década de 1840, cuando nuestro Presidente, el General Nicolás Bravo, volvió a abrir las fronteras a la inmigración de extranjeros, con excepción de los yanquis, quienes protestaron furiosamente la exclusión.
      —Nuestro padre recordaba esos días —dijo Antonio— otra vez se pensaba que habría guerra.
      —Fueron años muy difíciles, pero los territorios se poblaron lentamente con irlandeses, holandeses, ingleses, prusianos y hasta franceses. No faltaron los yanquis, que se filtraron por las fronteras con la Louisiana y Oregón, pero eran agricultores más sosegados que se dejaron de revueltas, por más que los animaban los yanquis del otro lado de las fronteras, prometiendo ayuda y pertrechos, pero siempre nuestro gobierno pobló con mexicanos nativos cualquier asentamiento nuevo, aún por la fuerza, llevando indios y mestizos de las provincias del sur.
      —Con ellos llegó el padre de Octavio, mi marido —comentó Ana Luisa, orgullosa.
      —Por eso no nos cayó tan de sorpresa la guerra con los yanquis en la primavera de 1853, cuando cubriéndose de mentiras nos fabricaron cargos de haber atacado un asentamiento dentro de Louisiana, y puedo decir que las cosas se pusieron realmente feas. Ahí perdí muchos valientes soldados en la batalla de Puerto Velasco, que para entonces ya se llamaba Puerto Santa Anna. Yo había sido ascendido a coronel. Pero les demostramos a los yanquis que no íbamos a ser presa fácil. Muchos hombres valientes murieron esos días, y todavía más los siguientes, cuando una flota yanqui nos bombardeó sin piedad y desembarcó a cientos de filibusteros, mientras en la frontera con Louisiana quemaban nuestros fuertes de madera con escasa resistencia. De no haber sido por la oportuna intervención de los franceses enviados por el emperador Napoleón III, quien desde antes buscaba una alianza con México, con el propósito de aumentar su influencia en el continente y contener las ansias expansionistas de los angloparlantes, nos hubieran derrotado. ¡Dios lo tenga en paz!
      —Tras unos meses —citó Erasto—, se retiraron derrotados de California, donde habían sitiado San Francisco y San Diego y casi quemaron por completo Los Ángeles.
      —Muchos de los que murieron en esos sitios eran inmigrantes —recordó Antonio—; se ganaron desde entonces el derecho a servir en el ejército regular.
      El viejo general guardó silencio, repasando mentalmente esos difíciles años.
      —Dios sabe todo lo que perdimos como nación ese aciago día en la sacristía de la vieja iglesia. Sólo volví a llorar así cuando supe que vuestro padre había muerto en la batalla de Edimburgo en 1869; son los dos días más negros de mi vida, que ya está por terminar, hijos míos.
      El anciano abrazó a sus nietos, conteniendo las tozudas lágrimas.
      —¡Que gran pérdida para México! —volvió a suspirar el anciano general, sólo vencido por los años, nunca en batalla.

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