HOMINIA

Gabriel Trujillo

México

—Tú estuviste allí, Halcón, ¿no es cierto?

Todos en el ciberbar voltearon a verme. El bueno de Adustor volvía a las andadas y me dejaba al descubierto cuando lo que menos quería era recordar aquel planeta, aquella historia.

—Vamos, Halcón —dijo el Incriminador Azul—. No te hagas de la boca chiquita.

—Sí, tú estuviste en los últimos días de la enana roja —añadió Haremiza, mientras me mordía la oreja derecha con deleite.

—Cuéntanos tu versión, piloto —exigió Zarzar, el hombre del Sistema—. Queremos oír cómo salvaste el pellejo en una situación crítica clase A. Pocos han salido ilesos para contarla.

Busqué una salida pero era inútil. El Fortachón Estelar y dos guardias, que supuse estaban adscritos a Zarzar, pues nunca se le despegaban, me impedían cualquier escapatoria posible. Bebí mi cerveza con lentitud, mientras todas las miradas me escrutaban. La música de la holoesfera cesó incluso. El ciberbar entero quería verme sufrir y nadie deseaba perderse la función. Tercera llamada. Tercera.

—Fue hace mucho —dije.

—Sí, sí —gritó Adustor, imitando mi tono de voz—, fue hace mucho, mucho tiempo, en una galaxia muy lejana. Vamos, Halcón, no chingues.

Dejé mi tarro en la mesa y pedí otra ronda.

—Yo pago ésta —dijo el Incriminador Azul, quien nunca había escuchado la historia de mis labios.

Resignado, comencé mi relato:

—Fue pura casualidad que estuviera en la frontera. Si ustedes recuerdan, la frontera estaba situada entonces entre Axil y Ponderosa, con un eje trazador que cruzaba los espacios negros. Allí una sonda de búsqueda y registro localizó a D-001, un planeta de clase madre tierra girando alrededor de una enana roja a punto de explotar y de volverse una hermosa y brillante nova. Los datos de la sonda informaban de vida planetaria y los del consejo mandaron una nave laboratorio automatizada, que en cuanto entró en su órbita planetaria dejó de transmitir. Pero los nuevos datos eran asombrosos. Había seres cuasihumanos viviendo en la superficie a un nivel de civilización tipo prearmas de fuego. Según los cálculos sobre la enana roja, el punto crítico para iniciar el mecanismo implosivo/explosivo era de unos cuantos meses reales. El Consejo decidió rescatar a esa especie hermana y mandó las naves que tenía más a la mano y que estuvieran en las cercanías de D-001, que en aquellos momentos ya se le había nombrado como Hominia. Así fue como los tipos gordos de la Superestructura requisaron todas las naves que estaban en aquel sector de la galaxia. Mi nave, la Halcón Lumínica, que reportaba en Puerto Nuevo, donde yo estaba aguardando un contrabando de Ácido Bífido, quedó bajo resguardo gubernamental y a mi me nombraron, sin pedir mi opinión, oficial supremo a cargo de la operación de rescate. Una vil encerrona, como la de ahorita.

Todos los hijos de puta del ciberbar aplaudieron, y ninguno de ellos, los muy cínicos, pareció darse por aludido.

—Sigue, sigue —dijo el hombre del Sistema—, ya que estás bajo nuestro mando.

—Quisiera decir, como Julio César, que fui, vi y vencí. Pero no sucedió de esa forma. Y no por culpa nuestra, sino por varios imponderables que nadie tomó en cuenta a la hora de armar el contingente de rescate y que sólo fueron evidentes cuando ya era demasiado tarde.

—Al grano, Halcón —exclamó Haremiza—, que las disculpas no sirven de nada.

—Cierto —dije—. Las disculpas, en este caso, son tardías. Y es que, para ser sinceros, Hominia no fue lo que suponíamos.

—¿Y qué era lo que suponían? —dijo una voz anónima, al fondo del ciberbar.

—Que contábamos con poco tiempo para evacuar Hominia y que sus habitantes, civilizados o no, estarían felices de salvar sus vidas por obra y gracia del Consejo de mundos. Eso era lo que pensábamos. En conjunto, éramos una flota imponente para aquellos tiempos. Ustedes saben, eso fue hace veinte años y yo era un piloto impulsivo y bisoño; a pesar de no gustarme la requisición forzosa de mi nave, no podía ocultar que esa aventura no me la hubiera perdido por nada. Y como oficial supremo, la responsabilidad no me preocupaba.

—¿Y quién lo escogió a usted, Halcón? —intervino el hombre del Sistema—, ¿qué méritos vieron en usted para otorgarle un cargo como ése en una misión tan delicada como ésa?

Tomé un cigarro interactivo y lo prendí con calma antes de contestar. Los viejos camaradas sabían el porqué, pero el código de los pilotos les impedía mencionarlo ante extraños. Me habían designado porque fui el único que estaba a mano en la base de Puerto Nuevo y que contaba con suficientes horas de vuelo—luz para no meter la pata en el viaje de ida y vuelta. Es decir: por simple mala suerte.

—Digamos que no encontraron otro mejor en ese sector de la galaxia —respondí—; otro que pudiera conducir a 17 transportes Masivos y 4 cruceros de combate hasta Hominia en 3 saltos y 2 meses reales. Y eso fue lo que hice. Llegamos en horario programado y sin pérdidas de tiempo-masa. Lo primero que hice fue tomar control de la nave laboratorio. Todo estaba en orden. Los instrumentos funcionaban. Las holomemorias acumulaban datos y todos los sistemas hacían sus tareas sin problemas, excepto una: la de transmitir esa información al exterior.

—¿Sabotaje? —preguntó un guardia.

—No —dije, enfático, como si se volviera a estar bajo el interrogatorio que sufrí al regresar de aquella misión—. Las alarmas y sistemas de seguridad se hallaban intactos. Nadie, antes que nosotros, había entrado o manipulado los controles de la nave laboratorio. La nave, por sí sola, se desconectó de la red ciber. No me pregunten cuál fue la causa de ese cortocircuito. No soy experto en códigos virtuales.

—¡Vamos, cuenta lo interesante, Halcón —gritó Haremiza—. No te detengas en minucias. Acción, queremos acción.

Tomé un poco de cerveza y no pude menos que sonreír. Toda esta situación me recordaba los viejos holos de la madre tierra que ocurrían en una cantina de un planeta llamado el Viejo Oeste. Sólo faltaban los sombreros de vaqueros y los viejos revólveres de pólvora para que la reconstrucción histórica fuera perfecta.

—Miren —dije, finalmente—, todo lo que pasó en Hominia me parece un episodio de indios y vaqueros, de esos que veíamos de niños en la clase de Arqueo—historia.

—Explícate —bramó el ciberbarman, mientras ponía un cenicero limpio y otro tarro de cerveza en mi mesa.

—Los datos con que contábamos —dije, sin hacerle caso—, los que había logrado mandar la sonda de búsqueda y registro, daban un rango aproximado de 20 a 40 millones de seres vivos pensantes. Basados en ellos, el Consejo nos puso en órbita para un rescate veloz. Los datos de la nave laboratorio, los que pudimos acceder en cuanto llegamos, daban mayor precisión: 31 millones y apenas tres semanas para la implosión/explosión fatal de la enana blanca.

—¡Puta madre! ¡Una trampa! —masculló Jecercio, un piloto veterano.

—Sí. Contando la semana mínima necesaria para salir a espacio profundo y poder dar el salta—luz nos quedaban menos de dos semanas para convencer a 31 millones de hominios para abandonar su planeta natal, eso y cuando creyeran en nuestra palabra, eso y siempre que lográramos hablar el mismo idioma. Por eso, ahora lo veo con claridad, no percibí hasta que ya fue demasiado tarde lo que los datos de la nave-laboratorio revelaban como obvio.

—¿Y qué revelaban? —inquirió el hombre del Sistema.

—Calma, que la historia la cuento yo y le pongo el aderezo donde lo juzgo conveniente —dije, muy en mi papel de narrador y continué con mi relato—. La decisión que tomé, considerando la presión en tiempo, fue bajar de inmediato a la superficie de Hominia y contactar con sus pobladores lo más pronto posible. Sabíamos que eran parecidos a nosotros —dos brazos, dos piernas. dos ojos, erectos, de cabezas largas y complexión extremadamente delgada—. Los pilotos los llamaron fakires por su parecido con aquellos místicos de la antigua tierra. Coeficiente intelectual bastante alto.

—¿Comparándolo contigo, Halcón? —preguntó Zuzukai, el jefe de seguridad del espacio puerto.

Las risas no se hicieron esperar. Era lo habitual. Siempre que contaba esta historia ocurría lo mismo: nadie aceptaba ser inferior —intelectual, sexual o psicológicamente— comparado con cualquier otra especie alienígena. Los demás podían serlo, pero nunca uno mismo. Y Hominia, con su pueblo de cuasihumanos —¿o no sería mejor decir que nosotros somos cuasihominios? —no podía ser la excepción.

—El lenguaje no fue problema porque no tenían lenguaje oral o escrito —proseguí—. Se comunicaban entre sí mediante imágenes. Era pensamiento puro o puro soñar despiertos. No sé. No tuvimos tiempo de indagar mucho en esas cuestiones. Lo importante fue que establecimos comunicación de inmediato y que lo más sorprendente del encuentro es que no fue sorpresivo para ellos.

—Me imagino que los estaban esperando con collares de flores y bebidas exquisitas —dijo, en tono malicioso, Haremiza—, y que ellos les ofrecieron a sus mujeres como regalo.

Otra vez la risa colectiva. Pero yo sólo tomé otro sorbo de cerveza y recordé aquel momento, cuando aparecimos en el centro de una especie de explanada gigantesca, un ágora donde todos conversaban con todos en silencio. Era impresionante verlos gesticular sin emitir sonido alguno.

—Nos voltearon a ver como si fuéramos un grupo de moscas que, al pasar zumbando, interrumpíamos sus conversaciones. Uno de ellos, sin embargo, nos prestó la suficiente atención para preguntarnos qué andábamos buscando. No sé cómo describir aquella sensación. Era como si uno mismo se estuviera interrogando: ¿Qué hago aquí? ¿A qué he venido?; y luego también uno mismo se contestara: a desalojar este planeta antes de que el sol que orbitan estalle. Fue curioso cómo reaccionaron. Mi cabeza se llenó de risas y no pude contenerme. Ellos reían ante mi respuesta y yo también reía. Y entonces callaron todos. Mi risa los había conmovido de alguna manera. Tal vez fuera que carecían de cuerdas vocales, aunque poseían una boca pequeña, como un punto azul en medio de la cara. Comenzaron a llorar lágrimas verdes. Así de pronto y sin emitir sonido alguno. Todo era tan extraño. Habían pasado del gozo al llanto y yo sentí lo que ellos sentían y me sentí igualmente triste. Reír, hablar, gritar, eran actos que alguna vez, en tiempos muy lejanos, fueron parte de su naturaleza, pero su evolución los había conducido al lenguaje del pensamiento puro y sus órganos de comunicación oral se atrofiaron para siempre. Al menos eso fue lo que ellos me explicaron.

—Supongo que se resistieron a su propuesta de abandonar Hominia —afirmó el hombre del Sistema.

—Por supuesto —respondí—, los hominios ya estaban enterados de la catástrofe que se les venía encima y no estaban preocupados. Incluso deseaban que ocurriera.

—¿Un culto religioso suicida? —preguntó Aretio, el poeta, dispuesto ya a pergeñar un poema neorromántico de proporciones épicas.

—No tenían creencias religiosas apocalípticas, si a eso te refieres —contesté—. Más bien creo que en su visión del universo la muerte era un estadio más rumbo a propósitos sólo para ellos conocidos.

—Si ya sabían lo de la nova, ¿no manifestaban desesperación o congoja, indiferencia o hastío? —cuestionó Aragón, el preste —. ¿Qué dios era el suyo?

—Lo ignoró —contesté—. Nunca me hablaron de dios alguno, pero según su forma de ver las cosas, ellos eran, de alguna manera, sus propios dioses.

El hombre del Sistema golpeó la mesa con su bastón de marfil e impuso el silencio.

—No me interesan las discusiones bizantinas —dijo con voz gélida—. Lo de dios a dios y lo del Consejo al Consejo, ¿no le parece, señor Halcón?

—Me parece.

—Usted tenía órdenes precisas, ¿no? —continuó.

—Así es. Debía evacuar el planeta, sus 31 millones de habitantes, varios ecosistemas viables y especies mayores y menores que fueran indispensables para el ciclo de vida de ese mundo. Se buscaría un planeta de condiciones similares, al que se le transformaría en un Hominia II. Y todo eso lo tendría que llevar a cabo con o sin el consentimiento de sus pobladores.

—¿Y qué hizo cuando le dijeron que no?

De nuevo la historia de mi misión en Hominia llegaba a la encrucijada de siempre. Tenía dos caminos. Decir la verdad o mentir. Llevaba veinte años tomando la misma decisión y ahora no podía desdecirme. El espectáculo debía continuar.

—Traté de explicarles, por tres días y ante su consejo de ancianos, que aceptaran nuestra oferta de salvamento. Volvieron a reírse y reconozco que yo con ellos. Entre más les explicaba las razones de partir más ridículas también a mí me iban pareciendo. Luego intenté que realizaran un referéndum, con la esperanza de que algunos disintieran.

—Se negaron, supongo —dijo uno de los guardias.

—No. Aceptaron. Nadie quiso irse. De 31 millones de hominios, nadie dijo yo me voy.

—Es el síndrome davidiano —exclamó Pubertia, la exopsicóloga—. Se le llama enfermedad del fin del mundo. Es una histeria colectiva inducida por creencias religiosas y líderes carismáticos. Morir para vivir de nuevo, ser la vanguardia de la humanidad frente al juicio de dios. Perdón, en este caso habrá sido la vanguardia de la hominidad.

—Llámenlo como gusten —dije—. Lo cierto es que rehusaron nuestros ofrecimientos y no tuve otra opción que aplicar la normativa roja de Situación de Urgencia, código segundo de la Ley de los Mundos.

—¡Qué cabrón! —exclamo el Incriminador Azul.

—Como todos sabemos —continué—, la Normativa Roja excluye los derechos humanos (excepto el de vida) cuando la existencia humana o extraterrestre se halla en peligro mortal. Preparamos los cruceros para que abarcaran todo el planeta, como satélites estacionarios, y las diecisiete naves de transporte masivo pusieron en activo las bandas de transporte gravitacional automático clase Diez.

—¡Las succionadoras! —exclamó uno de los aprendices de piloto.

—Las mismas —acepté—. Según nuestros cálculos, necesitaríamos diez días para hacer todo el trabajo sucio. Dos para gasificar todo el planeta, cinco para succionar y tres para acomodar los cuerpos inertes. Un trabajo de mierda. Recuerden que no es lo mismo transportar seres despiertos que seres dormidos, a los que luego habría que colocar en los asientos de seguridad uno por uno y estar vigilando médicamente de continuo. Todos andábamos ocupados y con el tiempo encima.

—¿El gas fue efectivo —preguntó el ciberban— o sólo los puso a soñar dragones verdes?

—Usamos Soft Valeum. Y funcionó a la perfección. No tuvimos reacciones alérgicas de ninguna clase, ni pérdidas de vida que lamentar. Pero al menos a uno de los ancianos no le afectó el gas.

—El jefe, ¿no? —dijo el hombre del Sistema—, el hombre fuerte.

—Algo así. Faltaban menos de cinco horas para partir si queríamos escapar a las consecuencias del nacimiento de una nova, cuando descubrimos que Viento Breve, el concejal más anciano, seguía en pie y completamente despierto. Como era con quien más había convivido, decidí ir personalmente a convencerlo. Por las dudas llevé conmigo, bien oculta, un arma de dardos paralizantes. Lo encontré en un pequeño promontorio donde los hominios solían ir, en solitario, a descansar de las corrientes incesantes del pensamiento puro. Lo llamaban "el lugar donde uno se escucha a sí mismo y se olvida de lo demás". Una especie de oratorio para fortalecer la autoconciencia. Estaba ahí, flaco y nervudo, con sus ojos verdeazules, contemplando los últimos rayos de la enana roja. Había belleza en aquella escena. La había en aquel anciano silencioso, como todo su pueblo, y en aquel sol que languidecía y estaba a punto de exterminar el universo a su alrededor. El fin del mundo, de nuestro mundo, no es algo fácil de comprender. Es como quedar huérfano de todos y de todo.

—Y que lo digas —exclamó, de nuevo, la voz anónima—. Yo soy de Taurus de Gorel, el planeta destruido en la explosión nuclear del 23. Del 3023. Yo aún lloro aquella mugre superficie de metal piedra, aquel mundo sin nada que ofrecer, excepto por mis memorias de niño.

Todos guardamos silencio ante semejante exabrupto. A nadie le gusta hablar de sus muertos y nostalgias, y menos a los pilotos de naves espaciales. Pocos hemos vuelto a ver el mundo en que nacimos y muchos ya no contamos ni con eso. El universo es un territorio lleno de trampas y accidentes. Planetas nacen y planetas mueren con extrema rapidez y sin pedirle permiso al Consejo de los Mundos. Esa es la ley del espacio: nunca mires atrás o te volverás una estatua de sal. O acabarás llorando en cualquier ciberbar de la galaxia, entre extraños que sienten lo mismo que tú pero les da vergüenza demostrarlo.

—Me senté a su lado —proseguí— y le dije que sólo él faltaba, que su mundo era hermoso pero que estaba condenado a la destrucción. Y entre más intentaba hacerle ver lo inútil de quedarse, que el traslado era un sacrificio necesario para que su pueblo no se extinguiera, Viento Breve no cesaba de reírse. "No comprendo", me dijo, "todo esto que está sucediendo ha sido un deseo cumplido, una respuesta a nuestros reclamos. Es la única forma de salir de nosotros y alcanzar la otra orilla del universo, la costa más lejana, donde vida y muerte no se contraponen". Tal vez sea como tú dices, le contesté, pero creó que en tu caso lo que quieres es morir aquí, en este mundo que es el tuyo. No deseas el desarraigo, no quieres abandonar esta tierra que te pertenece y a la que amas. Viento Breve dejó de reír y puso su mano en mi hombro: "No necesitas usar esa arma que traes escondida en tu traje espacial. Iré contigo. Pero están cometiendo un error. De nada servirá lo que has hecho. Este mundo y nosotros somos la misma cosa. Si él muere, nosotros moriremos. Si él sobrevive, nosotros viviremos para siempre. No hay otra opción. Sólo existimos porqué él existe, y ese vínculo es sagrado. No se puede romper. Ni con toda vuestra tecnología podrán lograrlo. Les falta silencio para entenderlo. Les falta oírse para no errar en el camino que han decidido tomar". Luego me siguió hasta el transportador y ambos subimos a bordo de mi nave. Faltaban siete días para la implosión/explosión de la enana Roja. Pusimos rumbo al punto de salta-luz y una semana más tarde saltamos. Dos horas después de nuestro salto, una nova apareció en aquella parte del brazo de la galaxia y destruyó todo lo que encontró a su paso, incluyendo Hominia.

—Bonita historia —aplaudió un piloto bisoño—. El gran Halcón salva a 31 millones de extraterrestres y se vuelve el héroe del universo. Lo que no entiendo es cómo es que semejante hazaña no aparece en los libros de historia y no hay holos que la cuenten. No compren...

El muchacho dejó de hablar al ver la cara furibunda de sus maestros de pilotaje y del propio jefe de estación espacial, que parecían dispuestos a colgarlo de la antena parabólica mayor en cuanto tuvieran oportunidad.

—No aparece en los libros de historia ni nadie la cuenta, excepto en sitios como éste, porque está clasificada como secreto vital, sección Misterios por resolver —contestó por mí el hombre del Sistema—. Y si alguien la divulga como un relato verdadero se queda, automáticamente, sin licencia de pilotaje y desempleado para todos los días de su vida. ¿Lo captas, muchacho?

—Lo capto, señor.

—Y ahora dinos, Halcón, ¿qué sucedió realmente cuando salieron del salto?, ¿cuál fue la suerte de esos 31 millones de hominios que rescataron de las garras de la muerte?

—No lo sé —dije y mi voz apenas tembló al pronunciar tales palabras.

El hombre del Sistema se me quedó mirando con dureza.

—Dinos, al menos, lo que sí sabes.

—Apenas desperté pedí informes a todas las naves a mi cargo. Las comunicaciones se hallaban en caos. Todos querían explicar lo inexplicable. Los 31 millones de hominios habían desaparecido. Las naves de transporte estaban vacías. Según los datos computados, sólo los humanos habíamos saltado y estábamos a salvo. Ni especies vegetales, animales o minerales lo habían logrado.

—¿El saltaluz era acopable a metamorfosis extraterrestres?

—Lo era. Y funcionaba correctamente.

—¿Qué pasó, entonces, Halcón, oficial supremo al mando de la expedición de rescate? —me cuestionó el hombre del Sistema.

—Unos minutos más tarde comenzaron a llegar los informes de la nave-laboratorio, que dejamos orbitando Hominia para que nos enviara una datación completa de la creación de la nova. Entre esos datos, tomados durante las dos horas siguientes a nuestra partida, saltaba a la vista que Hominia continuaba habitada por 31 millones de cuasihumanos y que en tales condiciones fue destruida por la explosión.

—Tu amigo, Viento Breve, tenía razón, —dijo Haremiza con cara de desconsuelo—. Su mundo y ellos eran una sola hermandad. No podían ser separados.

—Muy poético —exclamó el hombre del Sistema—. Pero poco creíble. Para que eso hubiera sucedido, tuvieron que transportarse de vuelta, atravesando el espacio exterior, por propia voluntad y violando todas las leyes físicas conocidas. No me lo creo, señor Halcón. ¿Alguna mejor explicación?

Siempre sucedía algo parecido. Por algo estos tipos eran personal de la agencia de inteligencia espacial. Listos. Muy listos. Tan listos que acababan por ser más imbéciles que el resto de la humanidad. Y éste no era el primero, ni sería el último, con quien tendría que toparme por el asunto de Hominia.

—Hay otra explicación —dije y baje la vista para que nadie me acusara de ser insolente con un representante de la ley de los mundos.

—Lo escuchamos.

—Nos hipnotizaron. Nos hicieron creer que los habíamos transportado de Hominia a la flota cuando en verdad ellos nunca se movieron de Hominia. Sólo cuando saltamos y estuvimos lejos de su influencia, cuando ya no podíamos evitar la tragedia, nos dimos cuenta que no nos acompañaban a bordo de las naves de transporte. No sé cómo lo hicieron. Una facultad propia. Pero funcionó en nuestro caso. Nosotros los dejamos en paz, en su mundo, creyendo que los estábamos salvando, mientras ellos se inmolaban. Un Gottedamerünger bien planeado y aun mejor ejecutado.

—Como les dije antes: el síndrome davidiano —casi gritó Pubertia—. Un ejemplo perfecto de la locura de masas con elementos religiosos, Lástima que no fui contigo en esa expedición, Halcón, yo no hubiera permitido que cayeran, tú y tus hombres, bajo ese hipnotismo alienígena. Jamás.

—Ahí te hablan, gígoló espacial —gritó, eufórica, Haremiza—. Otra más de tus admiradoras secretas. Vamos, hazle el favor o aquí nos va a tener oyendo sus terminajos por horas.

Pubertia hizo mutis y se marchó del ciberbar.


Ilustración: Duende

El hombre del Sistema no perdía detalle. Seguía observándome con su cara de búho y sus ademanes de buitre.

—Sí —dijo por fin—, es posible que esos hominios tuvieran atributos para nosotros desconocidos. Imagínense que los hubiéramos salvado. 31 millones de hipnotizadores de masas sueltos no es una visión agradable. Aunque, quién sabe. Al Consejo le habría gustado comprobar sus facultades mentales. Pero, claro, eso es simple especulación.

Buena parte de los presentes asintió, pensando en las últimas elecciones del Consejo, que todos consideraban fraudulentas.

El hombre del Sistema se puso en pie y caminó hasta mi mesa.

—Zarzar Axel, para servirle —se presentó, como si yo no supiera su nombre.

—Halcón Munch Hansen —respondí—. El gusto es mío.

—Nos volveremos a ver —murmuró más como una amenaza que como una promesa.

—Lo sé —dije.

El hombre salió del ciberbar, acompañado de sus dos guardaespaldas. El ciberbarman puso otro tarro en mi mano y alguien volvió a encender la música de la holoesfera. La voz de Braxon de Arnaut resonó en toda la estancia. Parecía una canción dedicada especialmente para mí:


Y estos males que he contado

yo soy el que los espera;

yo soy el desesperado;

yo soy el que desespera.


Yo soy el que presto muera,

y no viva, pues no vivo;

yo soy el que está cautivo

y no piensa verse fuera.


Con tantos males guerreo,

en tantos bienes me vi,

que de verme cual me veo

ya no sé qué fue de mí.


—Gracias por la historia —dijo el aprendiz de piloto, aún con lágrimas en los ojos, y me palmeó la espalda en señal de amistad.

El Fortachón Estelar también tenía algo que decirme:

—Hicieron bien esos hominios. Y yo pensaba que sólo nosotros, los pilotos, teníamos la oportunidad de inmolarnos. Tú sabes, como le sucedió a Greta en la constelación de Tauro, cuando se le terminó su reserva de energía.

Los dos nos miramos cara a cara. Los dos habíamos amado a Greta, cada quien a su modo. Y ambos sabíamos que en circunstancias similares hubiéramos hecho lo mismo que hizo ella: entre la hibernación tal vez eterna y el suicidio, no cabían las dudas. Es el viejo código del pilotaje universal. Uno muere con su nave. Su nave es uno y ella es cuna y casa, hogar y tumba.

—Por Greta —respondí, elevando mi tarro—, la mejor de todas.

—Buen cuento —se atrevió a decirme Adustor a prudente distancia.

—Luego me lo cuentas a mí solita—gritó Haremiza desde la barra.

Vi que todo el mundo dejaba de prestarme atención. Aproveché para salir de allí. En el pasillo de la estación, las luces altas me hicieron parpadear. Quería estar solo. Quería ver el espacio exterior, su negrura infinita, y no paneles fluorescentes, luces artificiales, imágenes virtuales. No deseaba toparme con más simulacros por ahora.

Recorrí el pasillo hasta la sala modular, con su ventana panorámica de un kilómetro de largo y cien metros de altura. Dejé vagar mi vista por aquella rendija oscura, iluminada sólo por la luz de las propias estrellas. No tardé mucho tiempo en fijar la vista en una estrella que brillaba un poco más que las otras. Era la nova de Hominia, perdido ya su brillante resplandor de antaño. Veinte años no pasan en balde.

Pensé en Viento Breve, en aquella última conversación: "¿Por qué se les dificulta entender nuestra postura? ¿Qué tal si nuestro ciclo, como especie, ha concluido aquí, y es necesario partir para siempre, sin lamentaciones ni congojas? Este mundo en que vivimos nos hizo a nosotros. No nos iremos sin llevárnoslo con nosotros. No te preocupes. Todo esto que está sucediendo tiene un motivo y una explicación. Piénsalo bien, humano, y verás la simpleza de un acontecimiento como éste. Nosotros hemos de irnos, debemos desaparecer. Esa es nuestra voluntad. No trates de obstaculizar lo inevitable. Déjanos fluir. Nosotros somos la sangre que circula por las venas del universo. Ahora vamos a pasar de un tejido a otro, de una realidad a otra."

—Ya veo por qué es un piloto espacial, señor Halcón —dijo la voz de Zarzar a mis espaldas—. No puede quedarse quieto por mucho tiempo. Viajar, explorar lo desconocido, vivir bajo sus propios términos. Un hombre libre. Un vaquero, como los de la antigua edad de la humanidad. ¿O me equivoco?

—No. No se equivoca.

El hombre del Sistema observó aquel vasto territorio y le dio la espalda. Pocos aguantan ver por mucho tiempo el universo en todo su esplendor. Provoca alucinaciones y vértigos. Hace ver a la gente en su justa dimensión: animales efímeros, con pueriles sueños de gloria, que palidecen ante tamaña magnificencia.

—¿Qué se le olvidó preguntarme? —pregunté de sopetón, aunque ya conocía la respuesta.

Los dos guardaespaldas aparecieron frente a mí y se colocaron en los extremos opuestos, cortándome toda posibilidad de escapatoria.

—Un detalle. Vera usted, piloto, hay algo que no concuerda en su informe de vuelo, el que redactó en cuanto la flota de rescate alcanzó puerto seguro.

—Déjeme adivinarlo. Los informes de la nave—laboratorio que no se transmitieron. Esos registros que nunca llegaron a poder del Consejo. ¿A eso se refiere?

—A eso. Me imagino, bueno, más bien estoy seguro que usted se quedó con ellos o que los destruyó por una razón que espero me diga ahora.

Sonreí con esa sonrisa aviesa que en la escuela de pilotaje me dio el mote de Halcón.

—Los destruí para evitar cualquier duda sobre el resto de mi informe. Verá usted, era una civilización más avanzada de lo que a primera vista daban a entender. No hablo de tecnología sino de ciencia. O mejor dicho: su tecnología no era la física sino la psíquica. La mejor herramienta era su mente. Los hominios la habían pulido de una manera singular. Podían mover las voluntades, los procesos termonucleares, las leyes mismas de la gravitación. ¿Me sigue?

Zarzar, el representante del Consejo, asintió como pudo. Le estaba dando más datos de los que podía procesar. Mejor así.

—Viento Breve me lo dijo antes de que yo abandonara, por última vez, Hominia: "No te preocupes por nosotros. Estaremos bien. Todo este proceso de creación de una nova nos hará escapar a otro universo, a otras posibilidades del ser. Es hora de crecer. Es hora de ser dioses en serio". ¿Entiende? Ellos mismos controlaban la implosión de la enana roja. Ellos habían detenido las emisiones de la nave-laboratorio, pero no alcanzaron a impedir nuestra llegada. En realidad, no les importaba nuestra presencia mientras no estorbáramos su partida tan bien planeada y tan espectacular.

—Ya veo —dijo Zarzar—. Eso significa que los hominios escaparon y ahora pueden estar controlando las voluntades de todos los mundos del Consejo. Un peligro ante el cual hay que prevenirnos. Una quinta columna de telépatas que puede hacer un daño incalculable a la humanidad.

El hombre del sistema puso su bastón de marfil en mi pecho, como una manera de inmovilizarme. Sus dos guardaespaldas sacaron sus pistolas mientras iban acercándose. Su voz sonó tan reglamentaria, tan hueca:

—Por razones de seguridad, señor Halcón, queda usted arrestado.

Siempre era lo mismo. Nunca entendían que los hominios habían desaparecido de este universo para no tener que congeniar con nosotros, los manipuladores de instrumentos, los adoradores de máquinas, palancas y botones. Ellos nos habían dejado todo el universo material para nosotros, como un campo de juego exclusivo para que lo echáramos a perder como mejor nos pareciera. Que para cosas como ésa habíamos sido expertos, desde el alba de la humanidad.

—Lo siento —le dije a Zarzar y a sus guardaespaldas—, pero tengo un vuelo de prueba en media hora. Otro día será.

Los tres hombres parpadearon y sus miradas quedaron vacías: blanco sobre blanco. Con lentitud bajaron sus armas..

—Que tengan buen viaje de regreso —me despedí—. Me saludan al Consejo Supremo de mi parte.

Parpadearon de nuevo y la blancura desapareció lentamente de sus ojos.

—Gracias —respondieron al unísono, como un coro de monaguillos bien entrenados. Y dándose la vuelta, se alejaron por el pasillo, sin voltear ni una sola vez a mirarme.

"Un regalo para ti. Para los tuyos", eso dijo Viento Breve al despedirse de mí, "para que no nos olvides y algo de lo nuestro pase a tu pueblo. Recuerda: es un don, una gracia. Es un poder para contrarrestar el poder desmedido, la ambición eterna de tu especie". Reconozco que nunca he sabido cómo funciona semejante atributo. Ni creo que saberlo cambie la situación en que me hallo.

Vuelvo a contemplar la nova de Hominia. Quién sabe. Tal vez un día encuentre otra enana roja a punto de convertirse en nova. Tal vez entonces me quede allí, esperando que su destrucción me abra la puerta a la casa de los dioses, al mundo infinito que cabe en un solo pensamiento. Todo es posible, me digo, si la luz fluye por mis venas, si su brillo canta para mí una vez más. Sólo una vez más: como hace veinte años, en Hominia.


Gabriel Trujillo Muñoz

Gabriel Trujillo Muñoz, poeta, narrador, ensayista y editor, es uno de los escritores más prolíficos y consistentes de su generación. Nació en 1958 en Mexicali y ha publicado más de una veintena de libros que abarcan poesía, ensayo, cuento, crónica y periodismo cultural. Como narrador, destaca en el género de ciencia ficción con su libro de cuentos Miriada (1991) y su novela Mezquite Road (1995). Gabriel piensa que la ciencia ficción es: "Una narrativa que toma en cuenta el saber científico para la elaboración de propuestas imaginativas que pregonen los problemas inherentes a la condición humana cuando ésta se ve enfrentada a cambios y rupturas en todos los órdenes de existencia".


Axxón 144 - Noviembre de 2004
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: México: Mexicano).