T'AYL SIEMPRE-FRÍA

Fermín Moreno

España

Todo el mundo conoce la historia de T'ayl Siempre-Fría y T'elm El-que-espera. Todas las Tierras y todas las Gentes. La historia sigue saliendo de labios de las infrapersonas más viejas en corros de jóvenes reunidos en torno al fuego nocturno. No necesita de artificios para ser lo que es: hermosa y triste.

T'ayl amaba a T'elm. T'elm amaba a T'ayl. T'elm tardó doscientos años en decírselo, pues hasta entonces ninguno había querido mostrar sus sentimientos con excesiva claridad. T'ayl se unió a T'elm casi con excesiva premura, a los tres años de aquello. No hace falta explicar que eran infrapersonas derivadas de tortuga.

T'elm era supervisor de cultivos. Vigilaba el correcto crecimiento de las plantas nativas de mil mundos que arraigaban en enormes campos en las afueras de Terrapuerto. Era muy solicitado. Incluso había ido a adiestrar a otros como él bajo el cálido sol del Venus chino. Y había vuelto. Con T'ayl.

T'ayl vigilaba el correcto crecimiento de niños de alta cuna, incluso hijos de subjefes de la Instrumentalidad. Sin cansancio, sin pausa, hasta que llegaba su relevo. Sin inmiscuirse. De uno en uno. Observando y registrando los sutiles cambios en su morfología, en su conducta, sus amores y odios de año en año, siempre presente, hasta que los pájaros abandonaban el nido, y T'ayl con ellos. No habría sido mejor observador si fuera humana.

Uno o dos siglos más y le daría a T'elm el hijo que ambos querían. Sin que la Horneadora tuviese nada que opinar al respecto. O eso esperaban.

La Horneadora moldeaba infrapersonas a partir de Bestias, y siempre había impedido que éstas nacieran de otras infrapersonas. Sólo cuando había dificultades con la Horneadora, o podían conseguirse con más precisión trabajadores muy especializados a la antigua manera, la Instrumentalidad dictaba permisos, tan raros y preciosos como una mujer de los Hombres de iris gatunos. T'ayl nunca obtendría el permiso. Era demasiado longeva. No necesitarían otra como ella en mucho tiempo. Las ilusiones de la pareja en torno a este asunto habían muerto antes de nacer. Uno puede esperar durante mucho tiempo, pero sólo si lo que esperas se puede conseguir. Esto es así hasta para dos tortugas.


El pequeño Taddy lloraba amargamente en su cunita. T'ayl observaba. No era una niñera, aunque se llevara bien con ellas. Vio venir a su cuidadora.

O'lvido apareció resollando en el cuarto infantil. Era una vieja y rolliza osa cargada de cariño.

—Calla, mi niño —susurró la osa, envolviendo a Tadeus Vomd en sus grandes y maternales brazos—. Mamá O'lvido está aquí para que duermas, tesoro.

—Gracias, O'lvido —linguó T'ayl. A menudo sentía el deseo de acunar contra su pecho a la pequeña vida humana que era Tadeus. Por fortuna, la osa siempre estaba al quite.

—No tienes por qué dármelas. Es mi trabajo —linguó a su vez O'lvido con una suave sonrisa iluminando su tosco rostro, mientras dejaba al niño en la cuna, ahora programada para flotar y mecerlo dulcemente en la ingravidez, y acudía a responder al zumbido del comunicador de la cocina. T'ayl no debía distraerse. Era la observadora principal de Tadeus, y su sustituta aún tardaría en llegar.

Al rato T'ayl oyó a T'elm franquear la entrada y saludar a O'lvido.

—Llegas pronto. T'ayl sigue trabajando. Debe ser algo importante. No puedes aguantar sin verla, ¿eh? —rió la osa.

T'elm no varió la expresión, ni puso mala cara. O'lvido volvió a sus quehaceres dejándolos solos.

T'ayl sintió los ojos de él clavándose en Tadeus, devorándolo con su apacible mirada. Decidió hablar primero.

—Es hermoso, ¿verdad? Algún día tendremos uno como él, no te preocupes.

—No venía a hablarte de eso —se defendió T'elm, desviando la vista un instante hacia el ventanal y la ciudad yacente a sus pies—. Debo partir hacia un mundo recién colonizado. Las cosechas están muriendo y los colonos no saben por qué. Debo verlas crecer, y enseñar a otros a hacerlo. El velero zarpará dentro de unos días.

—¿Y...? —le animó ella.

—No puedo irme así. No sin saber que nuestro hijo duerme en ti.

—No puede ser, T'elm, y lo sabes.

—¿Sabes a lo que me expongo? Podría morir en el espacio. Mi cápsula podría romperse, o incluso puedo pudrirme dentro de ella si el navegante tarda demasiado en llegar a su destino. Y nuestro hijo nunca existiría.

T'ayl sintió dolor al tener que contradecirlo, porque ansiaba ese hijo más aún que él.

—Tendrán cuidado contigo. Les interesa. Además los veleros son más seguros que en los primeros tiempos.

—De cualquier forma, deberás esperarme años y años. Quizá tenga incluso que quedarme, si los colonos no aprenden lo suficiente.

—Lo harán, cariño, y rápido si tú eres su instructor. Y yo te aguardaré el tiempo que haga falta.

—¿Hasta el final del tiempo?

—Hasta el final del tiempo —repitió T'ayl, como sólo una persona nacida de tortuga podía repetirlo. T'elm pareció relajarse.

—Entonces me iré, pero con una condición.

—¿Bien? —T'ayl le tomó la mano.

—Cuando vuelva... —calló un instante para seguir hablando con el sigilo de su mente— ... destruiremos la Horneadora —linguó T'elm.

T'ayl aceptó.


Ella lo vio partir mientras contemplaba de reojo a Tadeus salivando satisfecho sobre sus sábanas. O más bien vio partir al velero. Al inflarse, las grandes velas de miles de kilómetros de extensión eran visibles desde cualquier parte del hemisferio iluminado. Lo esperaría.


Dicen que T'elm llegó a Rarante junto con nuevos habitantes congelados, y solucionó el problema de los primeros colonos, que insistieron en que se quedara. Nadie puede saber qué pasó realmente allí, si es que pasó algo. Lo único cierto es que T'elm volvió.


Entretanto habían pasado ciento ochenta y tres años, y Franzel, Mary, Artis, Numen, Leona, Psiches, Al, Deng, Direena, y por supuesto, Tadeus, se habían hecho hombres y mujeres verdaderos bajo la atenta y calmada supervisión de T'ayl. Ella lo había esperado.

La tarde de su vuelta los dos se amaron casi tan intensamente como si fuesen libres de hacerlo.


La Horneadora estaba lejos de la ciudad, hacia el este. Habían conseguido perder respectivos trabajos. T'ayl creó registros erróneos sobre Liszt, su último niño, durante un año, y T'elm se había ocupado de unos opiáceos que crecieron escuálidos y ralos gracias a su desatención. El padre de Liszt era un hombre lo bastante influyente y preocupado por sus cultivos; les procuró a ambos un nuevo trabajo en los sótanos de la Horneadora.

—Si han de supervisar algo, que sean las máquinas que los fabrican, ¿eh, Liszt? —dijo su padre acariciándole la barriga.

Liszt no contestó nada.

Tardaron cinco días en llegar hasta allí. Y descubrieron que la Horneadora tenía poco que ver con un horno.

T'elm observaba las máquinas subterráneas hundido en el hedor de los chispazos eléctricos y la frialdad infinita, en tanto otras infrapersonas corrían raudas a su alrededor, lubricando el metal, quitándole el hielo y calentándolo con pistolas de gas. El frío de los inmensos depósitos ubicados sobre sus cabezas traspasaba todo pese al aislante del suelo y de los uniformes, y garantizaba la actividad frenética de los trabajadores. Salvo la de él. T'elm sólo podía pasear con calma a lo largo del kilómetro y medio del corredor que tenía asignado, calibrando con detalle el estado del metal y de sus compañeros. Fue un buen supervisor durante los seis años que pasó sin ver a T'ayl. Ella se ocupaba del ala superior y dormía en barracas aisladas del resto. Sólo a los hombres verdaderos les estaba permitido moverse libremente por todo el complejo, y aún entre éstos, apenas a unos pocos, los Evolucionadores.

Claro que T'elm podía linguar. Así supo que T'ayl observaba a los animales candidatos a cambiar. Con todo, prefería no hacerlo muy a menudo: el frío parecía entonces capaz de congelar lo más profundo de su mente.

El primer accidente ocurrido durante su estancia lo conmocionó: P'Edgar, uno de sus compañeros, ajustaba una válvula de seguridad cuando ésta se partió y el permafrost de los depósitos (así lo llamaban en la galería) saltó hacia él y sus efectos no se hicieron esperar: le congeló para siempre la mayor parte de un brazo y la mitad del tronco. T'elm y los demás intercambiaron miradas, consternados. P'Edgar ya no valdría para este trabajo o para otros, casi con toda seguridad.

Entretanto una infrapersona gatuna se había precipitado hacia las llaves de paso, cerrando la producción del fluido a tiempo. El aire había empezado a congelarse, y con él las narices de los trabajadores. T'elm nunca podría reaccionar tan aprisa, ni quería hacerlo.

No tardaron en presentarse refunfuñando dos hombres verdaderos momificados dentro de trajes aislantes rodeados por una delgada capa de calor. Los robots no eran prácticos en la galería: el frío los agarrotaba implacablemente.

—Agárralo por las piernas —habló el más corpulento, mientras asía a P´Edgar por los sobacos, uno de ellos congelado.

P´Edgar no se movió, ni habló. Quizá el permafrost le había matado la lengua. Los miró con sus grises ojos perrunos mientras se lo llevaban. Y de P'Edgar nunca más se supo. T'ayl tampoco lo vio en su ala. ¿Quién conoce su destino?


T'ayl observaba a las Bestias que pronto serían Hombres. O casi. La Matriz (ése era el nombre del ala entre las infrapersonas, y también entre los hombres) no era tan fría como los subterráneos donde trabajaba T'elm aunque estaba directamente encima. Cuarenta metros de material aislante se interponían entre los pensamientos de ambos.

T'ayl, junto a T'esla, T'rentino, T'estudo y otros se ocupaba de los animales inmersos en sus jaulas, que aguardaban despreocupadamente el manoseo de sus genes o bien una muerte anónima. Entre los cuatro observaban constantemente, analizando los más sutiles cambios en la conducta y forma que delataban sin remedio a los enfermos o inadecuados para volverse gente, con la perfección de su implacable tranquilidad, año tras año. Les resultaba divertida su tarea, y era importante. Los Evolucionadores seguirían el veredicto de T'ayl antes que el de todos los cuidadores de Bestias juntos, y aun antes que el suyo propio. Y eso fue lo que los perdió.

Sus compañeros-tortuga la ayudaron. El viejo T'rentino entró en hibernación. Todos lo dieron por muerto. Todos salvo quienes lo conocían.

Salió dentro de su caparazón entre los residuos orgánicos de la Horneadora, de mañana.

Afortunadamente podía esperar una hora para respirar. Se alejó de allí con la noche, sobre sus viejas piernas, para convertirse mil años más tarde en el primer actor de su propia leyenda.

T'esla, T'estudo y T'ayl solicitaron que alguien lo supliera. Demasiados animales. Los Evolucionadores comprendieron su postura.

Tendrían como compañero a alguien a quien ya conocían pero no conocían. El huraño Taddy (T'ayl lo había apodado así en recuerdo de un niño al que vigiló una vez, hacía ya algún tiempo). Veloz, arisco e ingobernable, se abalanzaba sobre sus cuidadores cuando le traían el pescado, y se veía muy a las claras que no le gustaba la comida muerta. Aun así, lo habían mantenido entre los candidatos desde su llegada hacía cuatro años, desechando a otros mejores. Tenía varias bazas a su favor.

Les gustaba.

Era una tortuga.

T'ayl le había linguado muchas veces sus propósitos, obteniendo en respuesta un cúmulo de pensamientos pantanosos y orgiásticos en los que el pescado en movimiento jugaba un importante papel. Tal vez no la entendía, aunque esperaba que sí. ¿La recordaría?


La justicia es un fruto que precisa enormes cuidados: seleccionar la semilla, preparar la tierra, observarla, mimarla y esperar. Esperar siempre. Cuando Taddy se convirtió en T'adeus supieron que la espera no era eterna. Era hora de recoger la cosecha.


T'elm aflojó un tornillo y trucó un manómetro. Y observó. Con taciturnidad suicida, sin descuidar el resto de la planta. Semana tras semana, un mes y otro mes. La presión en un pequeño contenedor secundario de permafrost comenzó a aumentar de forma imperceptible para cualquier infrapersona o cámara de vigilancia, si la hubiese habido. Sólo T'elm podía notarlo. Y T'elm quería un hijo.

Tres meses antes de que ocurriera, previó la explosión de la Horneadora con una precisión de décimas de segundo.

El día que esperaban, T'elm linguó las últimas instrucciones a T'ayl, mientras la frialdad pugnaba por congelar su cerebro. Los cuidadores debían ser drogados y apartados discretamente. Los Evolucionadores debían morir. Las jaulas debían abrirse. Todo ello, en ese orden, siete minutos antes del segundo turno de T'estudo, les permitiría escapar. Seis minutos antes los destruiría.

T'ayl linguó el plan a T'adeus.

—¿Podrás hacerlo?

—Claro, tortuguita. ¿Qué crees tú?


Ilustración: Tut

—¿Qué harás con los cuidadores? —siguió preguntando, algo turbada. T'adeus ignoraba el lazo que la unía a T'elm. Ella no le había dicho nada. O, si lo sabía, no le importaba.

—G'eld vuelve locos a los cocineros. La comida de hoy rezumará droga —respondió arrogante.

—¿Y los Evolucionadores?

—Yo me ocuparé.

Y sus pensamientos se volvieron tan turbios como el agua de la ciénaga donde su parte antigua cazaba patos. La parte que recordaba a T'ayl.


G´eld era una infrapersona gatuna de incitantes curvas, y sabía hipnotizar con la suave dureza de sus pupilas.

La tarde los encontró huyendo con su cansina y constante carrera, alejándose de la Horneadora condenada a morir. Las demás infrapersonas, salvo T'esla y T'estudo, hacía largo tiempo que los habían rebasado, camino de la seguridad. T'elm podía haberles pedido ayuda para huir más rápido y se la habrían prestado gustosos.

Pero no lo hizo. No era inválido. Era él mismo. Y había calculado el tiempo exacto que precisaban para salvarse los cuatro. Si no se paraban. En este punto de la historia los jóvenes homúnculos se muerden el labio y los padres, que ya conocen el cuento, lloran de nuevo junto a sus pequeños.

—¿Y T'adeus? ¿Dónde está T'adeus? —se preocupó en voz alta T'ayl, sin dejar de correr.

—Seguramente estará ya lejos. Es mucho más rápido que nosotros —intentó tranquilizarla T'esla.

—No lo hemos visto venir. No nos ha rebasado. Habrá tenido problemas con los Evolucionadores.

—Habrá huido en otra dirección —dijo T'elm, deseoso de acabar la conversación. El camino más fácil era el que ellos habían tomado; todos lo sabían.

—¿Colina arriba? —gritó T'ayl, cada vez más nerviosa—. Debo linguar con él. Averiguar si está vivo.

—¡No! —T'elm conocía a T'ayl. Ahora sabía lo que iba a pasar. Y debía impedirlo.

—Tenemos que saberlo. No lo habríamos logrado sin él —concluyó T'ayl.

T'elm, sin dejar de correr, la sintió vacilar en su carrera, mientras intentaba comunicarse con T'adeus, para finalmente detenerse y darse la vuelta observando la lejana Horneadora. No podía linguar bien a la carrera. T'elm lloró en silencio mientras corría flanqueado por T'esla y T'estudo.

—¡T'adeus! ¿Qué ha pasado? ¿Han muerto los Evolucionadores? ¿Estás bien?

La historia no dice qué fue de T'adeus, y quizá no importe saberlo; con lo que cuenta de T'ayl basta.

T'ayl siguió linguando. (T'elm esperaba que al verles seguir huyendo, fuera tras ellos enseguida. Era todo lo que podía hacer. Esperar, pues ése era él, algo que no se cumplió). Siguió linguando lo mismo cuando T'elm y los otros la dejaron atrás y cuando la Horneadora explotó. Y el permafrost voló hambriento hacia ella, congelando el aire a su paso para siempre.


T'esla y T'estudo eran buenas compañeras. Permanecieron junto al sólido permafrost un lustro, lamentando la desgracia de T'ayl. Luego dejaron a T'elm. Prometieron volver.

T'elm se quedó con T'ayl. Podía verla vagamente a través del translúcido montículo de hielo que llegaba hasta los demolidos restos de la Horneadora, y más allá, colina arriba.

La esperaría. Hasta el final del tiempo, había dicho ella.

Podía hacerlo.

Lo hizo.



Fermín Moreno González

Fermín Moreno González es profesor de Educación Física, actividad que ejerce actualmente, aunque se dedicó desde muy joven a escribir y, desde hace cinco años, a traducir al castellano textos del inglés y del francés con intensidad y pasión. Nació en Tudela, pero reside en Zaragoza, y destina parte de su tiempo a dirigir SABLE (Revista Internacional para la Imaginación), una publicación de amplio registro temático y genérico. Por otra parte, está a punto de aparecer en la colección Vórtice con su primera novela, Forastero en Cuerpo Extraño, una obra de fantasía en clave humorística.




Axxón 145 - Diciembre de 2004
Cuento de autor europeo (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: España: Español).