Subterror
Por Andrés D.
A mí me pasa de todo. Seguramente pensarán que busco protagonismo, pero no es así. Muchos me critican que mis crónicas se parecen más a diarios de viajes que a coberturas periodísticas. A quienes me dicen esto, yo les respondo dos cosas: 1) Quisiera ver que ellos tuvieran tiempo, con todo lo que a mí me ocurre, de seguir un curso de redacción periodística. 2) Si piensan eso, es que en su vida han leído un diario de viajes. La verdad es que yo no busco aventuras; ellas me buscan a mí. Tienen algo conmigo las desgraciadas.
Esta vez todo empezó cuando me puse a revisar los mensajes del contestador automático. Entre los rutinarios “ya sabrán de mis abogados” y “sé lo que hicieron el verano pasado”, encontré lo siguiente:
—Doctor Eraparauntaar, tengo información que podría interesarle. Véame a las once en Einstein y Rosen, bajo el puente.
Se imaginarán mi sorpresa. Era la primera prueba material de que Dänik sí recibía llamadas telefónicas, como siempre contaba ante el escepticismo general. Cuando llegó, poco después, traté de darle el recado.
—Che, Negro, te llamaron por teléf...
—¡No tengo tiempo para esas cosas! Estoy en medio de una investigación muy especial. Se trata de... De esto, mirá.
—¿Qué...? ¡Ah, picarón! Tranquilo, que no le voy a decir nada a Rosemary.
—¿Rosemary? Rosemary está ocupada preparando un stand para la próxima ExpoChakra. Es una suerte que esté lejos. Esto podría ser muy peligroso para ella.
—¿Para ella? No entiendo...
—Te cuento: anoche estuve en el boliche Paranoia. ¿Lo conocés? Según información privilegiada que me hicieron llegar, allí se reúnen para conspirar los que quieren ocultar la verdad.
—¿Qué verdad?
—¡Cualquier verdad! ¡La que sea! ¡Y cuanto más grande, horrorosa y comercializable, mejor! Pero no cuentan con que yo, con gran riesgo para mi vida y mi seguridad...
Por razones de espacio, omitiré la mayor parte del soliloquio. Los lectores interesados en rellenar este hueco pueden conseguir un ejemplar de cualquiera de los libros publicados del doctor Eraparauntaar y leer dos o tres páginas al azar.
—... y una chica me dio este mensaje en código. ¿Ves? Es una resta. El resultado es menos ochocientos catorce. ¡Menos ochocientos catorce! ¿Sabés lo que significa eso?
—Estee... Decilo vos.
—En principio, dos cosas. La primera es que los dogmatemáticos van a tener que reconocer de una vez por todas que hay números menores a cero. Y la otra, ¡que esta chica nació en el 814 antes de Cristo! ¡Tiene más de mil años! Y te aseguro que no parecía de más de veintidós o veintitrés...
—No sé cómo decir esto... Eso no es un signo de resta, es un guión. Lo que te dio es el número de teléfono.
—Ay, ay, ay, pobrecito... Seguís encerrado en la celda que te han puesto frente a los ojos para que no veas tu prisión. Un día de éstos voy a tener que avivarte.
—Eeeh... ¡Sí, claro! ¡Cuando quieras! Y, este... ¿No me dejás copiar el código, así voy practicando?
—¡No! ¡Tu vida peligraría!
Lamento que en esta transcripción se pierdan los matices del diálogo. Habría que oír el tono de voz de Dänik y ver sus ojos inyectados en sangre para comprender cabalmente de dónde provenía el peligro de que me hablaba. Después de esto, se encerró en su despacho para hablar por teléfono.
Bien, si él había decidido ignorar la cita, yo tomaría su lugar. Después de todo, no podía dejar pasar la oportunidad de una buena nota. Y debo admitir que no era mi única motivación. Después de todo, ¿quién podía asegurar que la persona que había dejado el mensaje no era la misma que le había dado la “clave” a mi compañero? Que ésta hubiera sido escrita con una delicada caligrafía femenina y aquél estuviera grabado con una voz grave y aguardentosa no significaba que fueran dos seres humanos distintos. (Sí, ahora ya sé que después de hablar con Dänik no tengo que sacar conclusiones por un rato.)
Acudí puntualmente a la cita. A las once en punto me sumergí en la sombra compacta del puente, y fue entonces que comencé a notar que algo no andaba bien. Perdí de pronto toda noción del espacio y del tiempo. El vértigo me embargó mientras me sentía caer en un pozo sin fondo. En esos breves instantes de estupor, la grabadora registró lo siguiente:
—El objeto es hueco... y sigue, y sigue... y... oh, Dios mío... ¡está lleno de estrellas!
No, no estaba lleno de estrellas, solamente me pareció cuando llegué al fondo (que, a pesar de lo que escribí antes, sí había) y enseguida desaparecieron. Con excepción de una, particularmente brillante, que seguía ahí y me hablaba. Tardé un poco en darme cuenta de que era un tipo con una linterna.
—¿Qué hace acá? ¿Quién es usted?
—Yo... ¡Ay! Soy de AnaCrónicas. ¿Usted llamó?
—¿De AnaCrónicas? ¿Usted es Eraparauntaar? No, no puede ser. Él nunca habría llegado acá con los datos que le di. Lo que quería era mantenerlo lejos para que no molestara.
—No, no soy Eraparauntaar. Soy... ¡Ay! Soy el notero comodín. Y después de lo que me hizo pasar, más vale que me dé una nota o le pego con el suelo. ¡No sabe lo que duele!
—No siendo Eraparauntaar, lo que quiera.
—Bien. Empecemos. ¿Quién es usted y qué hace aquí abajo?
—Trabajo aquí. Soy topólogo.
—¡Ajá! ¿Estudia las propiedades fundamentales de los espacios abstractos?
—No, estudio a los topos. Venga, le muestro...
Iluminó varias bocas de túneles por las que cabría holgadamente una persona. Cuando encontró una por la que cupieran dos, nos mandamos.
—¡Puf! Qué calor hace en este agujero.
—Por eso lo llaman warmhole.
Sacó de su mochila una botella de Klein-Cola y me convidó un trago. Ya estábamos más frescos cuando nos encontramos con un túnel mucho más amplio.
—¿Esto lo hicieron los topos?
—No. Ésta es la línea H del subte.
—Humm... Yo he visto un diagrama de la ampliación de la red, y si la memoria no me engaña, la nueva línea H unirá los barrios porteños de Pompeya, Once y Retiro. No recuerdo que pasara cerca del arroyo Pergamino.
—Puede pasar por cualquier lado. Con esta ampliación, ahora el sistema tiene una conectividad infinita.
—¿En serio? ¿Me dejará cerca de mi casa?
—¿Su casa tiene seis dimensiones?
—Me parece que no.
—Entonces no creo. Shh... ¿Escucha?
—¿Qué cosa?
—Ese traqueteo. Creo que es el subte que desapareció misteriosamente en 1868.
—¿Eh? Pero si en 1868 ni siquiera había servicio de subterráneo.
—Sí, eso es lo más extraño de todo. (Desenfundó una calculadora y se entretuvo un rato apretando botones.) Según mis cálculos, va a pasar justo por debajo de nosotros.
—Este... Disculpe que contradiga su opinión experta, pero a mí me parece que nos va a pasar por encima. ¡Mire!
—Ah, sí, va a saber más usted que yo... ¡Eh, espere, tiene razón! Tenía la calculadora al revés. Si no le temblara tanto la mano con que me sostiene la linterna...
—¡No se quede tan tranquilo! ¡El tren viene hacia nosotros a una velocidad descomunal! ¿Qué vamos a hacer? ¿Qué vamos a hacer, por Seldon?
—¿Y a usted qué le parece? ¡Colarnos! Dudo mucho que vaya a subir un inspector a esta hora.
Efectivamente, no había inspectores. Tampoco había guardas, ni maquinistas, ni pasajeros. Y, por lo que yo sabía, tampoco había motivos para ir parados, pero el topólogo me disuadió de tomar asiento.
—Le recomiendo permanecer de pie. Podría sentarse sobre un pasajero desfasado, y además estos asientos no se han limpiado en ciento treinta y seis años. ¡Puaj!
—Está bien, así se ven mejor estos anuncios históricos. “Sarmiento - Alsina, lista 138. Salariazo y revolución productiva para todos.”
—Seguramente usted quiere saber cómo es posible todo esto.
—La verdad que sí. ¿Cómo es eso de que ahora la red tiene una... cómo me dijo?
—Una conectividad infinita. Fíjese, si yo agarro este papel y lo tuerzo así, y pego así las puntas con cinta adhesiva...
—¿Qué hace? ¡Ése es mi abono para la pileta!
—... y hago que una hormiga camine por la superficie... ¿Ve lo que que pasa?
—Que la hormiga se quedó pegada en la cinta adhesiva.
—Sí, a veces pasa. Pero suponiendo que la hormiga usara galochas...
—¿Cuándo viene la parte en que saca mi abono intacto de un pañuelo? Me tiene preocupado.
—La hormiga... La hor... Qué raro, esta mañana lo estuve practicando y me salía. Pero bueno, está claro, ¿no?
Lo que estaba claro es que iba a tener que pasar el verano a manguerazo limpio. Resignado ante lo irremediable, continúe con el interrogatorio.
—¿Cómo fue que pasó esto? ¿Fue hecho adrede? ¿Acaso hay algún genio en la administración pública?
—Sí, y yo soy Whitney Houston.
—¿O sea que fue accidental? ¿Los responsables lo saben?
—Claro. ¿Por qué cree que hay tantas suspensiones del servicio estos días?
—¿No era por conflictos gremiales?
—Eso le dicen al público para no causar caos. La verdad es que todos los trabajadores conocen ya el asunto. Y algunos han tenido la desgracia de ver a los topos con sus propios ojos.
—¿Los topos? ¿Qué tienen que ver los topos?
—¿Usted vio un topo alguna vez?
—En la televisión.
—¡Exacto! No olvide que la imagen de la televisión es bidimensional. Un cubo proyectado en dos dimensiones da un cuadrado, y una esfera da un círculo. De la misma manera, un topo en dos dimensiones se ve como un bichito ciego y medio bobo. Pero la realidad es muy distinta.
—¿Ah, sí?
—Sí. En la realidad, los topos son unos monstruos de espanto de una dimensión superior, que penetran en nuestro continuum cuando alguien da con la configuración geométrica correcta. Ustedes, los de AnaCrónicas, ya los conocen: uno de ellos tenía cautivo a su jefe Otis hace unos meses. Pero ése se ponía de costado y, en vez de parecer un bichito, parecía tres trillizas.
—¡No me diga! ¿Esa cosa que está en poder de los anaclones...?
—Un topo, sí señor. Es más, no me extrañaría que ya lo hubiesen domesticado. Son criaturas terroríficas, pero algunos creen que se pueden entrenar y usarse como armas secretas.
—Pero... ¡eso es horroroso!
—Sí, la mente humana no llega a abarcar...
—No, no... ¡Eso que está detrás suyo es horroroso!
Y vaya que lo era. Mientras viva, no se borrará de mis retinas la impresión que me causó esa abominación. Trataré de describirla, aunque las palabras no alcancen para dar idea de algo tan antinaturalmente horrible. En un núcleo informe y voluminoso se apretujaban y retorcían los que aparentaban ser tentáculos viscosos o serpientes de caucho derretido. Sobre su piel, negra y de textura repulsiva, como ampollas surgían y estallaban a cada instante con horrible sonido centenares de ojos purulentos de mirada lasciva. Algunos de los tentáculos se desprendían de la madeja central y azotaban el aire, sumergiéndose en dimensiones de orden superior y volviendo a surgir para continuar aterrorizando. En el extremo de muchos de ellos se dilataba un esfínter bordeado por una triple corona de dientes agudos como alfileres.
Pero lo más estremecedor, sin ninguna duda, era su grito. Ese grito que los centenares de bocas fétidas entonaban al unísono:
—Boletos, pases y abonos.
¿Cómo soportar aquello? ¿En virtud de qué facultad sobrehumana sería tolerable esa visión inmunda? ¿Por qué senderos de locura transitaría ahora mi mente si, presa de un pavor descomunal, no me hubiese bajado en la siguiente estación y alejado silbando bajito, tratando de pasar inadvertido? Jamás lo sabré, como no sabré tampoco si el topólogo pudo salir de adentro de esa bestia que, de una manera incomprensible, era a la vez topo y chancho.
Y si es por no saber, no sabía tampoco qué estación era aquélla, ni había a quién preguntarle. Tardé unos momentos en digerir lo que veía, y la verdad que era indigesto. Nada era lo que debía ser. La forma de la boletería sencillamente no era correcta; la del kiosco de diarios y revistas, además, era ridícula. Tampoco los diarios eran los regulares: en todos se leía en primera plana CONTINÚAN LAS DESAPARICIONES DE CANILLITAS. Me interesé en saber más sobre tan curioso asunto, pero después de un rato me cansé de esperar al vendedor y me fui.
Una luz fantasmal señalaba la salida. Con temor, pero también con determinación, me remonté escaleras mecánicas arriba. Y allí, sobre la superficie, encontré...
Encontré algo de lo que no puedo hablar.
Y no puedo no porque no quiera, sino porque de ello me ocuparé en la crónica del mes que viene. ¡No se la pierdan! |