PROYECTO CHANCHA BONITA

Juan Pablo Noroña

Cuba

El hombre flaco y desgarbado se agitaba frenético contra la grupa de la cerda, agarrado de una oreja de ella para tomar impulso en los rijosos golpes de cadera con que le removía las rosadas ancas. Con la otra mano tocaba guitarra en las doce tetas de la chanchita, sabrosas, firmes y de grandes pezones oscuros.

—¡Muévete mi putita! —rugía el hombre—. ¡Muévete rico!

Y lo increíble; de la boca de la cerda, jadeante y salivosa, salió una respuesta:

—¡Mátame mi macho! ¡Duro así, acábame toda!

La voz de la cerda no era bonita, ni por completo humana; parecía la de una celadora de prisión durante un motín exitoso. Pero las palabras eran perfectamente reconocibles, incluso con el tono estrepitosamente sensual en que las profería. Y lo de menos era que la cerda pidiese que la mataran duro así toda; lo peor era que en efecto se movía como una putita, adelante sin muchas ganas, atrás con el alma, contra las huesudas caderas del hombre, en sintonía con los meneos de aquél y mucho más vigor y vicio.

González apagó el monitor panorámico del salón de ejecutivos con un furioso apretón al remoto. —Qué cosas —dijo asqueado.

—¡Ey! —exclamó Godínez—. ¿Por qué...?

—Godínez, recuerde... —intervino Suárez—; autocontrol, mucho autocontrol.

Godínez bajó la vista, el ceño fruncido y un mohín duro en los labios.

—Es una indecencia —dijo González, y tiró el remoto sobre la pulida superficie de la mesa de reuniones—. Una cochinada.

—Literalmente —dijo Suárez.

—Por favor, sin chistes baratos. El nombre de nuestros laboratorios está en juego. La situación debe confrontarse con seriedad.

Del lado de Godínez se escuchó una risita nerviosa, y los dos ejecutivos se voltearon en dirección al contador. Éste se mordisqueaba excitado las uñas, mirando el monitor con ojos perdidos y abrillantados. —Vaya con la cerdita, qué espíritu —dijo de repente—. Qué manera de gozar, la muy... chancha —y volvió a reír.

González suspiró. —Por desgracia, no podremos contar con Godínez; sólo se toma en serio los números—. "Sobre todo el 69", pensó.

—Bueno, ahora que sabemos de seguro lo que había, veamos cómo controlar los daños —dijo Suárez—. Si se difunde que nuestros investigadores fornican con nuestros animales donantes...

—¡No hablemos de eso! —exclamó González—. Un animal de un linaje especialmente desarrollado para implantología, seleccionado como reproductor, criado con todos los requerimientos, y él la coge para... para...

—Y usted no ha visto nada; más adelante hay beso negro, sodomia, bondage...

La cara de González se puso gris.

—Bueno, es un animal muy limpio y sano —comentó Suárez en tono afectadamente calmo—. Mejor que una vulgar cerda de corral.

González miró a Suárez a los ojos, muy fríamente. Éste tragó en seco y se reacomodó en su incómoda silla de diseño exclusivo.

—Lo tengo todo calculado —dijo Godínez, saliendo de su mutismo—. El tiempo del instrumental, los insumos de laboratorio, salario de personal, prestaciones, gastos menores. Ah, y el costo de la... je, je... "putita".

—Eso no es nada —dijo González—. Si le hubiera prendido fuego a todo el edificio y hubiera hackeado todas las cuentas de banco, no nos habría hecho tanto daño como el que esto podría hacer a nuestro prestigio como empresa.

Suárez se inclinó hacia delante y señaló la pantalla con un dedo acusador. —Desde el mismo momento en que este Fernández llegó, supe que iba a dar problemas. Recuerdo que lo conocí en el elevador, y al momento me di cuenta que no era normal; no le miró los pechos a la Graciela, que montó después.

—Ninguno de ellos es normal. Malditos geeks. —González se llevó una mano a la frente. —No puedo creer que nos gastemos dinero en ponerles asesores de imagen y de vida social para que esos puñeteros aprendan a ligar. Dinero botado.

—Como trescientos grandes al año —acotó Godínez.

—Y con el salario que le pagamos, éste podría pagarse una puta, una de las mejores.

—Doscientos mil de nómina, trescientos mil de primas. —Tenía que ser una cerda de laboratorio, el muy degenerado, propiedad de la firma.

—Cuatro mil setecientos ochenta y cinco pesos la compra inicial, dos mil anuales de...

Suárez volteó el dedo acusador de la pantalla a Godínez y el contador dio un respingo. —Métase sus numeritos donde le quepan, Godínez —masculló el ejecutivo—. ¿No entiende que eso es lo de menos?

Godínez se puso rojo como un tomate, pero no se quedó callado. —Pues no puedo poner los números ahí donde me dice —dijo—. Tengo que adjudicar los gastos a un proyecto o al fondo para primas de gerencia; usted decide.

El dedo acusador cayó. —Bueno, después vemos eso —dijo Suárez—. Después vemos eso, sin falta. Se lo prometo.

—¡Cállense los dos! —gritó González—. ¡Estamos hundidos! —y para marcar cuánto, dio un puñetazo en la mesa—. Puedo ver los titulares: "Científico prueba que los cerdos de Alchemia Implantes son POR COMPLETO compatibles con las necesidades humanas". Porque si algo conozco en este mundo es a la prensa. Años de negocio limpio en tecnologías de punta y apenas nos mencionan si no les pasamos una plata gorda, pero en cuanto sepan que un investigador nuestro emplea esas mismas tecnologías de punta para hacer una putita de una cerda, no va a haber Dios que los haga dejarnos tranquilos.

Suárez carraspeó bajito. —Bueno, quizás no pase nada. Quiero decir, ¿quién sabe de esto?

—Sólo el agente de nuestra seguridad interna que hizo una copia personal del vídeo de vigilancia de la casa de Fernández —contestó González—. Ah, y el reportero que se la va a comprar. Sólo ellos. Por suerte todavía no lo sabe el administrador de red del periódico, que la va a poner pirata en la web.

Suárez suspiró apesadumbrado.

Godínez, por su parte, volvió a mirar la pantalla. —¿Cómo lo hizo el desgraciado? —dijo—. Quiero decir, esa cerda se estaba dando toda, estaba gozando como una colegiala ninfómana drogada...

—¿Cómo qué...? —preguntó Suárez.

El contador alcanzó cotas imbatibles de enrojecimiento.

—¿Cómo qué estaba gozando la cerda, Godínez? —repitió Suárez.

—¿Estaba gozando, la cerda?

—Sí, estaba gozando, y usted acababa de decirnos cómo, y después nos iba a decir cómo es que podía definir tan bien la situación.

—¿Y le preocupa, digo, en serio...?

—Godínezzzzzz...

El contador rehuyó la mirada del ejecutivo y agitó la cabeza dubitativamente. —Vaya, si usted me insiste, le respondería, desde un punto de vista teórico, claro —dijo con la voz mordida—, que la chanchita, estaba, digamos, gozando como una colegiala ninfómana drogada. Lo sé, repito que teóricamente, por referencia, una descripción muy somera, en un documental sobre... sobre colegialas ninfómanas drogadas, eso mismo... muy buen documental, muy verídico, un reality... es un flagelo, una plaga social eso de las colegialas ninfómanas drogadas, la ONU piensa intervenir.

—Váyase al diablo, Godínez —dijo Suárez—. Lo único bueno de todo esto es que usted no sabe de ciencias, sino habría hecho usted mismo algo peor.

—¿Y cómo lo hizo?

Suárez y Godínez se viraron hacia el jefe, sorprendidos por igual. La cara del Director General de Alchemia expresaba, no obstante, la seriedad más absoluta.

Suárez se aclaró la voz. —No tenemos claros todos los detalles —dijo—, pero sí una noción bastante buena, gracias al cómplice.

—¿Cómplice? —González bufó—. ¿Quiere decir que hay alguien más en esto?

—Sí, el asistente que lo ayudó a implantar los tejidos en la cerda. La parte del cultivo de los tejidos la hizo Fernández solo, en su sección del laboratorio, aprovechando sus privilegios como jefe de proyecto.

—¿Y cómo lo ayudó? ¿O sea, por qué, lo sobornó?

—Sabemos que le presta la chanchita un día a la semana.

González volvió a bufar, par de octavas más bajo. —No debí preguntar —dijo—. ¿Y Fernández qué le hizo exactamente a la cerda?

—Fernández hizo lo inverso de lo que usualmente hacemos —explicó Suárez—. En vez de homologar la respuesta inmune de tejido genérico de cerdo para un receptor humano específico, homologó tejido humano para un receptor porcino específico. En particular cultivó mucosas, glándulas, tejidos muscular, conjuntivo, adiposo, epidérmico y nervioso, y obtuvo una vagina, senos, garganta capaz de hablar, un centro del habla rudimentario y piel sensible, todo funcional y conformado para la anatomía del cerdo.

—Y después se los implantó.

—Precisamente.

González bufó fuera de escala. —Sólo por curiosidad, ¿se supo si tomó las bases de ADN del banco de tejidos de clientes? ¡Godínez, suelte ese remoto!

El contador se quedó congelado apuntando con el remoto hacia la pantalla.

—Godínez, ¿qué hace usted? —preguntó Suárez.

Godínez se encogió de hombros. —Bueno, ustedes estaban ocupados —explicó—, y yo, para matar el tiempo...

—Usted me va a matar a mí.

—¿Y si lo pongo con el audio bajito?

Suárez meneó la cabeza. —No sé por qué no lo hemos despedido, la verdad no sé.

—¿Cómo que no lo sabe? —protestó Godínez. —No se olvide, tengo guardados los libros con todos los manejos de los señores.

—¡Irrelevante! —dijo González—. Le repito, Suárez: ¿además de todo, tuvo este tipo el coraje de usar muestras de clientes?

Suárez removió papeles por unos segundos, mientras los otros esperaban anhelantes —Aquí —dijo mostrando una hoja impresa está la identidad de los donantes; son dos. Para copiar los senos no usó a una clienta, sino a una empleada, a la Graciela, y debo decir...

—¡Que somos los únicos que han visto las famosas tetas de la Gracielona! —exclamó Godínez y le dio un palmazo amigable en la espalda a Suárez; pero la sonrisa se le cuarteó al ver la expresión del otro. —En el video —dijo conciliador—, las de la cerdita eran clonadas de la Graciela, ¿no? Prácticamente las mismas, ¿no?

Suárez le echó a Godínez una mirada de anatema. —No, iba a decir que es una falta de respeto para con una compañera tan valiosa...

—Suárez, y para el resto, ¿a quién usó? —preguntó González.

—Amárrense que esto es fuerte —anunció Suárez—. Para el resto, o sea, vagina, piel y voz, usó a Concepción Bermúdez.

—¡Concha Bermúdez! —gritó Godínez—. ¡El amigo Fernández está empalmando las tuberías de la Bermúdez!

Los ejecutivos miraron a Godínez con asco.

—Por Dios, qué monotemático es —dijo Suárez.

—Es como un animalito.

Mientras, Godínez sonreía para sí mismo, perdido en sus pensamientos. —Un hoyito de veinte millones de pesos, y con qué ganas lo bombeaba.

—¿Veinte millones?

Godínez se mordía el labio inferior con fruición y deleite, como si saboreara otra cosa.

—¿Por qué veinte millones, Godínez? —insistió Suárez—. ¿Godínez?

El contador reaccionó. —¿Me decían?

—Usted dijo —explicó Suárez—, que el hoyito de la Bermúdez vale veinte millones, y yo le preguntaba por qué.

—Ah, es simple. Veinte millones es lo que le pagó el millonario Ubieta por indemnización de divorcio, porque ella dijo que él la había desflorado al casarse. ¡Ja! Una presentadora de televisión virgen; ni por la suela de los zapatos.

—Esto tiene perspectivas —dijo de repente González, dando golpecitos con las puntas de los dedos sobre la mesa. —No me mire así, Suárez, esto tiene perspectivas.

—No lo sigo, señor Director General —barbotó Suárez—. ¿Qué perspectivas puede tener algo como esto?

—Piénselo, Suárez. Un buen directivo debe saber convertir el revés en victoria. Si vamos a perder un negocio, debemos ponernos a crear otro. Piense, Suárez. Piense, por ejemplo, en Godínez, en el buen Godínez aquí presente.

El contador se llevó la mano al pecho, estupefacto. —¿Quiere que yo haga películas con la cerdita y venderlas al mayoreo?

González meneó la cabeza. —No, no era mi idea, pero gracias por su creatividad. No, yo pensaba, Suárez, en que Godínez es un tipo normal, empleado, de edad media, soltero, con recursos, saludable, con un apetito sexual pleno, sin antecedentes penales ni siquiátricos.


Ilustración: Endriago

Godínez sonrió complacido.

—Y mire usted, Suárez —continuó el Director General—, mire cómo se pone Godínez, qué desquiciado, ante la idea de, como él dice, empalmar la plomería de la Bermúdez como si ésta última fuera una colegiala ninfómana drogadicta, incluso si dicha plomería está instalada en una chanchita. Mire cómo se babea, suda, hiperventila con las aletas de la nariz dilatadas, todo rojo y tembloroso, la viva imagen de la concupiscencia animal desatada.

Godínez comenzó a agitar las manos y a hacer un "NO" silente con los labios mientras se señalaba a sí mismo.

—Está hecho un perro callejero, un ciervo en primavera, un ser sub humano, un mandril de nariz colorada. Se muerde los labios, se relame, se aprieta las manos, se toca la entrepierna cuando no lo vemos, se acomoda el tiro del pantalón, fantasea con montar primero a la chanchita de Fernández y después un corral entero de vulgares chanchitas mugrientas.

Godínez suplicaba.

—Él haría cualquier cosa por tener su propia chanchita, se endeudaría, tomaría una hipoteca y tres trabajos para comprarla, y se la llevaría a su casa, la amarraría a la pata de la cama, no la dejaría ver a los repartidores, la vestiría con lencería fina, le llevaría el desayuno al despertar, celebraría el aniversario de la relación, la celaría con los vecinos que la miran por las ventanas...

Godínez se echó a llorar de bruces sobre la mesa.

—Eh, no se ponga así, Godínez —intervino Suárez—. González sólo está hablando hipotéticamente, con ejemplos.

El contador levantó la cabeza y se secó las lágrimas. —No, es que era tan bonito todo como él lo cuenta —dijo—. Lo del desayuno, la lencería rosada, esas cosas.

González, mientras tanto, se embalaba. —Será un mercado nuevo, virgen, con una base de consumidores creciente. Estoy viendo los reclamos: "¡Haga su sueño realidad, posea los hoyitos más caros del planeta a un precio asequible! ¡Libérese de la tiranía de las mujeres! ¡Goce sin necesidad de relaciones complicadas!"

—¡Viva el sexo plenamente sin tener que aguantar a las mujeres! —dijo Suárez, en el ritmo de González—. ¡Mejor una cerda que una arpía! ¡No se preña, no se casa, no te engaña, siempre en casa!

—¡Tu propia colegiala ninfómana drogadicta! —dijo Godínez, el puño en alto como sosteniendo la frase.

—¡Esto tiene perspectivas! —proclamó González, y puso punto final con un palmazo en la mesa.

Suárez puso cara de admiración incondicional. —Es el liderazgo, la visión de hombres como usted lo que va a salvar este país, señor Director General.

—No es para tanto, Suárez, no es para tanto —dijo González ruboroso de satisfacción—. Simplemente, uno debe mantener la capacidad de reacción ante los imprevistos.

—En efecto, señor. Su ejemplo es esclarecedor.

—No lo diga, querido amigo, que me envanece. Ahora, a celebrar. Graciela —dijo González al intercomunicador—, por favor, ordene que nos traigan champán, del especial.

Godínez se frotó las manos. —Ah, y que lo traiga ella misma, y que se tome unas copitas.

—¿Oyó eso, Graciela? —preguntó González—. Considérese invitada. Sí, nosotros la protegeremos del maldito degenerado, no se preocupe —y cerró la línea—. Ahora, Godínez, si es tan amable, ¿nos podría poner la película?

—Desde el principio, ¿no?

—Por supuesto. Debemos conocer el prototipo, ¿verdad?

Godínez asintió con energía y tomó el control remoto mientras los otros dos hombres se viraban hacia la pantalla. —¡Ey, un momento! —exclamó el contador—. Todavía no me han dicho a qué le cargo los gastos.

El Director General se pellizcó la barbilla. —Pues, a este proyecto.

—¿A este proyecto? ¿Y cómo se llama?

González señaló la pantalla. —Pues... que el mismo Fernández le ponga nombre.

Justo en ese momento el huesudo científico decía, entre lamiditas al cogote de la cerda:

—Dime que eres mía, mi chancha bonita...



Juan Pablo Noroña

Juan Pablo Noroña es un visitante asiduo de las páginas de Axxón. Cubano, nacido en La Habana en 1973, es filólogo y trabaja como corrector de estilo en Radio Reloj, una emisora de radio de su ciudad natal. Axxón publicó sus relatos "Hielo" (N° 136), "Invitación" (N° 140), "Obra maestra" (N° 142), y "Todos los boutros versus todos los hedren" (N° 144


Axxón 148 - Marzo de 2005
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Cuba: Cubano).