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MONOLOGO DE DORIAN VIENDO AGONIZAR A OSCAR
Miguel Ángel González



Miguel Ángel González Gómez es mexicano, tiene 46 años y reside en Tampico, un puerto al noreste de México. Es licenciado en administración y gerente administrativo de una empresa comercial. Ingresó al Taller 7 de CCF por curiosidad, creyendo que era un sitio de poesía, en la que es neófito, pero descubrió que era de cuento y como escribe cuentos desde adolescente se quedó y empezó a participar activamente. Esta metaficción que pone en contacto a uno de los personajes más arquetípicos de la literatura y a uno de los escritores más geniales de todos los tiempos, fue originalmente un ejercicio con consigna para el taller, pero al encarar el trabajo con la mayor seriedad, Miguel Ángel logró un texto independiente y original.

Alfredo Álamo - Sergio Gaut vel Hartman


MONOLOGO DE DORIAN VIENDO AGONIZAR A OSCAR
Miguel Ángel González


Como en una olla de cangrejos cocinándose a fuego lento, las emociones agolpadas, encaramadas una sobre otra, luchan por sobresalir. Hierven, burbujeantes, las ideas, pero el cerebro duele y pesa menos que el corazón. Dorian no se sorprende tanto de hallarse conmovido como de descubrir en su interior, existiendo, esa capacidad. Se había acostumbrado, con placidez, a vivir con la ausencia definitiva de todo sentimiento afectivo en sí mismo. Sonríe con amargura. No sin cierto cinismo se repite mentalmente la cita bíblica:


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"La semilla, para dar fruto, debe morir y caer en tierra"

Por experiencia, Dorian conoce lo absurdo de las cosas serias y la seriedad de las cosas absurdas. Pero... ¡maldición! ¿Por qué tienen que revivir los sentimientos nobles cuando a Oscar se le escapa la vida? ¿Es acaso un sacrificio postrero? Mira inquisidor al que yace en el lecho. Con dificultad reprime un arrebato de ternura y le lanza:

—¿No es irónico, Oscar? En apariencia nos conocemos demasiado. Quizás tú a mí mejor de lo que yo mismo me conozca o lo que yo crea conocerte a ti. Sin embargo, nunca antes hemos cruzado palabra... ¡Por Dios! Hemos tenido que esperar al último, definitivo momento para llegar a encontrarnos cara a cara. ¿Por qué no tuvimos el valor de hacerlo antes?

Obtiene por respuesta una mirada acuosa, una sonrisa congelada, una palidez de cera, unas gotas de sudor frío y un respirar agitado. Agua, cera, viento y fiebre..., los elementos del yaciente cuerpo moribundo.

—¡No! No hables, no digas nada, no debes fatigarte. ¿Tendría que estarte agradecido? No me diste una religión en que creer, y he aquí que encuentro a mi creador cuando agoniza. Me hiciste surgir huérfano, y he aquí que encuentro a mi padre condenándome a la orfandad. Fuiste más que un padre y fui más que un hijo para ti: fui una suerte de quimérico amor platónico, tu imagen ideal del ser amado... ¡Fui el pecado de incesto que no te atreviste a cometer! ¿Quieres que te cite a ti mismo, Oscar Wilde? Pusiste, en boca de Harry, estas palabras para mí:

"El único medio de librarse de una tentación es ceder a ella. Resiste, y tu alma enfermará de deseo por las cosas que se ha vedado a sí misma, de concupiscencia por aquello que sus leyes monstruosas han hecho ilícito y monstruoso"

Dorian se vuelve y percibe una mueca de dolor y fastidio en el macilento rostro de Wilde. En otras circunstancias tal reacción le habría causado placer, ¿por qué siente ahora la inquietud y el deseo de ser prudente? ¿Por qué le turba un escalofrío?

—Perdona, Oscar. Nada te reprocho pero, también, nada te agradezco. Me diste una personalidad provista de cultura, educación y refinamiento esmerados; me proveíste de desahogo económico, de una notable belleza, y con el recurso infalible de la eterna juventud, me diste la inmortalidad. ¿El retrato? ¡Bah! Si acaso es inmortal pronto se condenará a ser una maraña de hilos raídos y descoloridos. Acaso un día cobre valor arqueológico y pueda apreciarse dicho fósil en un museo. Espero que sea más preciado por las generaciones venideras de lo que pueda serlo yo.

Oscar permanece inalterable, tiene los ojos fijos en Dorian y su mirada lo penetra, lo atraviesa sin detenerse en él. Sólo las pausas de su respirar, ya hondo, ya agitado, conteniendo o exhalando suspiros, le indican a Dorian que percibe y analiza su información.

"...por aquello que sus leyes monstruosas han hecho ilícito y monstruoso" —cita nuevamente Dorian—. ¿Quién he sido yo para ti, Oscar? ¿Soy tu desquite? ¿Soy, acaso, tu represalia? Las monstruosas leyes de los hombres juzgaron ilícito tu amor, y monstruoso; su monstruoso concepto de moral encontró tu obra, tus ideas y tu vida ilícitas y monstruosas; te condenaron a reclusión monstruosa; Boosie niega el amor que un día te dio y lo considera un estupro ilícito y monstruoso... Pero yo, Oscar, nunca recibí el derecho de juzgarte. Yo, que he venido siendo tu experimento favorito, tu predilecta rata de laboratorio. Yo, tu juvenil, bella y altiva creación, ¿debo, a mí mismo, calificarme de ilícito y monstruoso? ¡¿Debo calificarme como tu versión personal de La Bella y La Bestia?!

Resoplidos cortos en la respiración de Wilde desconciertan a Dorian: Oscar, ¿se ahoga o se ríe en sordina? Escudriña su rostro para cerciorarse, pero se encuentra de nuevo con una mirada acuosa, una sonrisa congelada, una palidez de cera, unas gotas de sudor frío y un respirar agitado.

—Desahógate como yo, si lo deseas, Oscar. No te reprimas, que no será el del humor el primer sentido que pierdas. Destaco que nada te reprocho, en absoluto considero ser injusto o descortés. Si ésta te parece una ocasión inapropiada ambos tenemos que reconocer que es la única de que dispongo. Estoy seguro que no sabrías decir quién de nosotros es Oscar Wilde y quién Dorian Gray. ¿De qué te sorprendes? —exclama Dorian lleno de satisfacción viendo los ojos desorbitados de Wilde—. Bien sé que no soy tu hijo, ni tu hermano..., ni siquiera tu otro yo o la imagen de aquel que hubieras gustado ser. El punto de equilibrio entre ambos, la frontera que une y nos separa, es el espejo. Reconócelo: soy tu imagen fugada del espejo. El retrato fue sólo tu coartada, una artimaña. ¿Eres supersticioso? —un parpadeo en el rostro de Wilde y Dorian interpreta la respuesta—. No. Mejor así. No son siete años: yo sabría decirte a quién de los dos corresponde una eternidad de mala suerte. Ya lo ves: tú estuviste en prisión y yo estoy libre pero, después de todo, el mortal eres tú y no yo. Sin duda conoces los versos de August Von Platen: "Quién ha contemplado con sus propios ojos la belleza, está ya consagrado a la muerte" ¡Mierda! Si el consagrado a la muerte eres tú, ¿Por qué tuviste que darme a mí la belleza y la inmortalidad? Mi belleza, Oscar, es mi verdadero retrato y no la pintura de Basil: mi belleza es la máscara que oculta mi fealdad. Mas..., ¿la inmortalidad? He ahí el conflicto cuya resolución evades y sólo a mí relegas.

La respiración de Wilde se torna más agitada. Sus ojos se abren, desmesurados, queriendo abarcarlo todo a un tiempo, su mano se alza queriendo atrapar algo que se escapa, su boca quiere formar una palabra y sólo aspira breves bocanadas. Dorian comprende, se precipita sobre el cuerpo yaciente y coloca sobre la boca del moribundo sus labios, atrapando el aliento póstumo. Una vez repuesto, tras abrir los ojos, Dorian contempla alternativamente el cuerpo muerto y el espejo. Al salir de la habitación toma del perchero su chistera y echa sobre sus hombros, con un vuelco, su gabán térmico. Consulta el reloj del salón pensando en voz alta:

—Llego el tiempo de visitar a Bram Stoker. Si consigo seducir a su personaje naturalmente me chupará la tinta y recobraré la mortalidad.

Sale sin cerrar las puertas.


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