EL CAMINO DE WEESCOSA

Saurio

Argentina

1 —El legado de William Roderick Necken

Por fortuna, la mente tiene mecanismos que le impiden relacionar todos los horripilantes datos que se encuentran en ella. La ignorancia es una bendición que gozan los seres humanos, bañados por las negras aguas del olvido y el desconocimiento de los abismales arcanos más allá de la imaginación que pululan en el infinito éter de un universo que nos precede por muchos eones y que oculta terrores que ha llevado a la locura y a la muerte a aquellos que han osado siquiera asomarse a sus misterios. Las ciencias, absortas en sus egoístas caminos de vanidad al servicio de gobiernos mediocres y tiranuelos corruptos, han dejado al margen el estudio de estos conocimientos crípticos, lo que ha evitado daños mayores. Lamentablemente, llegará el día en que todo el poder y el horror que yace más allá de la comprensión humana tiente sus ambiciosos corazones de hombres pequeños y mezquinos y ahí te quiero ver, enfrentándonos en una endeble posición a perspectivas tan terribles que en comparación hacen de las promesas de castigos infernales con los que la necia prostituta de Roma nos amenaza cuando damos rienda suelta a nuestras pasiones intrínsecas y a nuestra naturaleza dual una vacación en una isla tropical donde bellas nativas atienden con el servilismo propio de las razas inferiores nuestras necesidades de gozar de una existencia confortable y libre de preocupaciones en zonas en las que ningún ser civilizado desearía vivir por sus propios medios durante su existencia.

Sólo la teosofía, en esta decadente nueva era de tinieblas, ha sospechado la majestuosa grandeza del ciclo cósmico del que nuestro mundo y nuestra raza no son más que fugaces incidentes, meras brisas de existencia en terroríficos mares donde eternamente yacen aquellos que no están muertos, Razas horripilantes y antiquísimas que nos helarían la sangre si no nos escondiéramos en el blando optimismo que nos brindan los encantos mundanos. Pero no fue esta disciplina esotérica la que me brindó la fugaz visión de esos dones prohibidos, que me estremecen y me enloquecen, que atormentan mis sueños y agarrotan mi vigilia. No, fue la fatalidad la que me llevó a enfrentarme cara a cara con esta temible revelación de los terrores que nos acechan detrás del umbral de lo Infinito y lo Inconmensurable.

Todo comenzó hace un par de años, cuando fui llamado al lecho de muerte de mi tío, el profesor William Roderick Necken, doctor honorario de lenguas sledas de la Universidad Polisémica de Ffwagnell, Kismet, Bare Island. Mi tío era un experto en antiguas inscripciones de esta misteriosa y ubicua civilización perdida, y las más prestigiosas autoridades arqueológicas del mundo lo consultaban constantemente. A los noventa y dos años, una oscura e inesperada enfermedad minó su inquebrantable salud de hierro y finalmente lo llevó a su temprana tumba. Oficialmente se ha declarado que el mal que le hizo abandonar este valle de lágrimas se la contagió un marinero negro que mi tío había conocido en sus incursiones por los muelles de Oldhaven. No sería nada de sorprenderse, ya que son infinitas las infecciones y las pestes que acarrean los miembros de esta simiesca raza, pero el hecho de que los médicos no pudieran encontrar una verdadera causa física de la sorpresiva muerte de mi tío y se vieran envueltos en la más absoluta perplejidad, sumado a las espeluznantes revelaciones a las que luego tuve acceso, me llevan a pensar si realmente se trató de una enfermedad o si fue algo más lo que sesgó definitivamente la carrera del ínclito profesor William Roderick Necken.

Al enterarme de que mi tío había caído gravemente enfermo y que había pedido por mí, corrí presuroso al nosocomio donde se encontraba alojado. Hacía años que yo no tenía contacto con él y me sorprendió que solicitase mi presencia. "Quizás quiera heredarme su colección de raros querubines sumerios... o sus cientos de octaedros ceremoniales hores... o sus exquisitos capiteles dóticos", pensé ambicioso mientras subía las escaleras de la casa de salud.

El cuadro que me recibió no podía ser más angustiante. El pobre viejo era apenas la sombra del William Roderick Necken que había conocido durante aquellos veranos que mi madre me llevaba a la finca familiar de Burlington, New Hempshire: flaco, macilento, demacrado, con un afiebrado brillo en sus opacos ojos casi ciegos.

—Oh, Howart, has llegado —dijo en un apenas audible hilo de voz —acércate, hijo mío... digo... sobrino mío... porque tú eres mi sobrino y no mi hijo, ¿verdad Howart?

—Sí, tío, soy el hijo de su hermana Margaret.

—¡Y eso en qué garantiza que yo no sea tu padre! ¡Podrías ser hijo mío! ¡Es necesario que nos hagamos un test de paternidad! ¡Enfermera! ¡Enfermera!

—Tío, tío, cálmese. No hay necesidad de hacer ningún test de paternidad...

—¡Ah, claro! —interrumpe—. Había olvidado que tu religión impide que se te realicen extracciones de sangre.

—¿Qué religión, tío? ¡Yo soy un científico! ¡Yo soy ateo!

—¿Cómo? ¿No eras Dolfita Ortodoxo?

—No, tío, ese es el primo Nathan, el hijo de tía Harriet.

—Ah, sí, cierto, es verdad. El inútil de Nathan... Yo siempre dije que ese tarambana iba a acabar así, enredado en sectas. Y la culpa la tiene su madre, que lo vistió como una niña hasta los doce años y le dio de mamar hasta los dieciocho. ¡No hay caso! ¡Nos dirigimos irreversiblemente hacia una nueva Edad Oscura, donde la Superstición vencerá una vez más a la Razón! ¡Ay de nosotros, viviendo bajo la férula de la Ignorancia y el desprecio a todo lo que es Bello y Equilibrado! ¡Nunca debería haberse permitido la inmigración en este país! ¡La armonía reinaba antes de que esos sucios italianos de miradas aviesas y chillonas voces ocuparan la calle con sus coloridos carteles escritos en lenguajes casi animales y signos incomprensibles y nos echaran a nosotros, los colonos originales llegados a esta Tierra de Promisión desde las Islas Benditas!

Agotado por el esfuerzo que implicó su acertada e inflamada diatriba, mi tío cayó pesadamente sobre su cama, abiertos los ojos vidriosos y sin brillo.

—¡Noooo! ¡Tío! ¡Has muerto! ¡Y sin dejar testamento!

Una garra huesuda y con una fuerza impensada para un anciano moribundo me tomó del cuello y me acercó junto a la boca desdentada y llena de manchas hepáticas.

—¡Calla, insensato, ave de mal agüero! Aún no ha llegado mi hora.

—Perdón. Es que yo creí que...

—Nada, nada. No perdamos más tiempo y concentrémonos en nuestros asuntos, que tengo los minutos contados y la Parca ya se acerca con su guadaña presta a segar definitivamente el hálito vital que aún me queda tras la cruel agonía que me ha hecho sufrir esta infecta enfermedad que me contagió aquel oscuro demonio subnormal, degenerado como todos los de su raza, aquella cálida noche de plenilunio que a todos los que nos encontrábamos en Oldhaven nos invitaba a amar desprejuiciadamente y sin preocuparnos por el mañana, ya que la brisilla marina parecía repetirnos "Carpe Diem. Carpe Diem". ¡Oh, qué díscolos pueden ser los humanos cuando el claro de luna los embriaga! ¡Con razón el odio que sentían hacia esta manifestación astronómica los futuristas italianos! ¡El recordar aquella funesta noche en la que sellé definitivamente mi destino y encaminé mi vida hacia su irreversible final hace que hierva mi sangre!

Al decir esto último, un pensamiento pareció turbar su mente. Mi tío rebuscó entre sus sábanas y luego, veloz como un rayo, me entregó un tubo de hemólisis lleno de sangre.

—Toma, Howart, hagámonos un test de paternidad que finalmente defina nuestra relación de parentesco.

—Pero, tío, no es necesario...

—¡Es necesario! ¡Es necesario! ¡Yo te digo que es necesario!

—Me refería a que no es necesario utilizar sangre para establecer la filiación. Con un cabello alcanza.

Con la misma presteza con que me lo entregó, mi tío arrebató el tubo de mis manos y lo arrojó con furia contra la pared de la habitación, arrancó un mechón de cabellos de su cabeza y otro de la mía y comenzó a gritar a viva voz:

—¡Enfermera! ¡Enfermera! ¡Rápido! ¡Un test de paternidad urgente, que mi vida llegará a su fin de un momento a otro!

Ni bien la enfermera tomó los dos manojos capilares mi tío cayó en un absoluto mutismo. Catorce horas más tarde, cuando quedó científicamente estipulado por escrito que la relación que nos unía era estrictamente avuncular, mi tío, con una tenue voz que parecía venir desde el Más Allá, me dijo:

—Querido Howart Philipe Zealskill, sobrino amantísimo, casi un hijo para mí, quiero que or... ¿seguro que no eres mi hijo?

—No, tío, no, acabamos de demostrarlo. Nueve doctores, siete bioquímicos y tres laboratorios independientes certifican que yo soy su sobrino.

—Bien. Bien. Querido Howart Philipe Zealskill, sobrino amantísimo, casi un hijo para mí, quiero que ordenes mis papeles...

Estas fueron las últimas palabras del ilustre, celebérrimo, preclaro, egregio, excelso, eximio y esclarecido profesor William Roderick Necken, doctor honorario de lenguas sledas de la Universidad Polisémica de Ffwagnell, Kismet, Bare Island.

Días más tarde, luego de leído el testamento de mi tío, en el cual donaba toda su colección de raros querubines sumerios, sus cientos de octaedros ceremoniales hores, sus exquisitos capiteles dóticos y su cuantiosa fortuna a mi primo Nathan, me encaminé hacia la Mansión Necken a poner en orden los papeles del profesor. Al llegar, se me reveló la cruel y terrorífica literalidad del pedido de mi prestigioso pariente, ya que los pisos de la casa estaban cubiertos por una gruesa alfombra de papeles de todo tipo: Glasé, metalizado, madera, obra, afiche, satinado, ilustración, escenografía, piel de cebolla, manteca, reciclado, secante, tisú, etcétera, todos llenos de ambos lados con la apretada y confusa caligrafía de mi tío, un anciano terco que se negó a usar anteojos pese a estar casi ciego y nunca quiso aceptar utilizar otros implementos de escritura que la vieja pluma cucharita y el vapuleado tintero involcable de su infancia.

No siendo yo de aquellos que traicionan las promesas hechas en el lecho de muerte a parientes agonizantes, me aboqué con resignación a la hercúlea tarea de ordenar los papeles de mi tío. ¡Ojalá nunca lo hubiera hecho! ¡Viviría feliz, ignorando todos los horrores que susurran en las tinieblas y nos acechan más allá de las montañas de la locura!


2 —El bajorrelieve de arcilla

Cierta fatal mañana de marzo de 1925, según los papeles de mi tío, se acercó a la puerta de la Mansión Necken un joven delgado, moreno, de aspecto neurótico y presa de gran excitación. El profesor Necken, enternecido por la desarrapada y patética figura que tiritaba en el umbral de su residencia, hizo pasar al joven, quien le extendió una tarjeta en la que se leía que se trataba de Philip Charles Lithman. Mi tío reconoció en el mugriento mancebo al hijo menor de una excelente familia de Nueva Inglaterra, descendiente de los originales colonos de Plymouth, con la que estaba ligeramente relacionado. Lithman había abandonado la cómoda posición social que su familia le ofrecía, persiguiendo la vana fantasía de una vida bohemia en la que pudiera explotar su indudable genio artístico y dar rienda suelta a sus excentricidades y a su hipersensitividad física.

El joven Lithman extrajo de su maletín un bajorrelieve de arcilla aún fresco, en el que se veía una figura abominable, de repugnancia extrema, que hizo caer de rodillas y vomitar de terror al profesor Necken. Luego, cuando su anfitrión estuvo repuesto, le mostró otro bajorrelieve de arcilla, el verdadero motivo de su presencia en la casa. Lithman necesitaba imperiosamente la ayuda de los conocimientos arqueológicos de mi tío para descifrar los jeroglíficos que ornaban la tableta. Mi tío le respondió con sequedad, pues la evidente edad de la tableta excluía toda posible relación con las ciencias arqueológicas. La réplica del joven Lithman impresionó bastante a mi tío, al punto de convencerlo de prestarle un minuto de su amable atención:

—Es nueva, es cierto —le dijo Lithman—, pues la hice anoche mientras soñaba con extrañas ciudades; y los sueños son más viejos que la cavilosa Tiro, la contemplativa Esfinge, o Babilonia, guarnecida de jardines.

—Pero no creo que sean tan antiguos como la ostentosa Woláh Bamór, la soberbia S'rrad G'mamo, o Zidoria, repujada en diamantes...

—Oh, sí, sí, son tan antiguos y más. Me animaría incluso a afirmar que se remontan a eras anteriores a la veleidosa Leshp, a la dubitativa Xirulia, o a Geropafrusia, perfumada de azahar.

—¡Guau! —exclamó mi tío—. ¡Sí que son viejos los sueños!

—No, no son viejos. Son antiquísimos, arcaicos, antediluvianos, añejos. No alcanza el lenguaje para nombrar la edad de los sueños.

—¡Quién lo diría! ¡Uno pensaría que son producto de los juegos del inconsciente con los recuerdos de nuestras experiencias de la vigilia, teñidos de un lenguaje simbólico apto para el análisis por un profesional competente y versado en las teorías de eximios profesores como Sigmund Freud, Carl Gustav Jung, Jacques Lacan o Erich von Boorthenhausen!

—Pero no es así, mi bien amado profesor Necken. Son una ventana a mundos alejadísimos, a épocas prehumanas en la que horrores inimaginables venidos de estrellas apartadísimas se enseñoreaban con sus cánticos estruendosos y sus sacerdotes degenerados, paseándose por hercúleas ciudades que desafían toda geometría euclidiana y que hacen palidecer como meras representaciones costumbristas las más enfebrecidas visiones de escenógrafos expresionistas alemanes o de jóvenes de Shreveport, Lousiana, que han huido a la California hippie de los 60 en busca de un sueño de libertad artística, donde puedan expresarse sin la férrea censura del Cinturón Bíblico sureño, que vería en sus películas y canciones manifestaciones satánicas que pervierten a la juventud y, por qué no, a la niñez, disfrazando como alegres tonadas pop invocaciones al Príncipe de las Tinieblas.

Yo he tenido la ocasión de ver la tableta maldita... y desearía no haberlo hecho, ya que sólo una fantasía enfermiza podía concebir semejante horror blasfemo, que desafiaba todo lo que es bueno y sagrado en este mundo. En ella se mostraban a cuatro monstruos, cuatro gigantes antropomorfos, tres de ellos con cabezas que parecían de langostas o de cigalas o de otro crustáceo cascarudo de esa especie, y manos o pinzas acordes a su monstruosidad. El cuarto tenía una estrella de mar como cabeza y ocultaba sus infectas manos. Los cuatro vestían unas chaquetas de corderoy sin cuello diseñadas por Pierre Cardin y pantalones haciendo juego, y estaban en una pose de despreocupada indolencia, como burlándose de la pequeñez de nuestra raza, como diciéndonos que cuando ellos despierten de su sueño eterno iban a despedazarnos como briznillas de paja atrapadas entre las filosas aspas de una segadora propulsada por energía atómica. Era algo repugnante de ver, y fue sólo la promesa hecha a mi tío lo que me llevó a continuar con la lectura de esta sacrílega historia.

La noche anterior a la visita del excéntrico artista, un ligero temblor, el más violento de los que habían azotado a Bare Island en los últimos siete milenios, había excitado la impresionable mente de Lithman, quien se acostó con los ojos rojos de miedo y la frente perlada de sudor ambarino. Por primera vez en su vida soñó con una ciclópea ciudad de enormes monolitos que exudaban un horror verdoso, viscoso, asqueroso y gomoso como grasa de vileza, y de las profundidades de la tierra venía una voz, que no era una voz sino dos, y en realidad, tampoco eran voces sino sensaciones confusas que sólo la fantasía y el deseo de imponer coherencia a una visión peligrosa para la sanidad de la mente podía convertir en los aullidos de gemelos siameses que han dedicado su vida a la lucha libre gritando en una lengua casi impronunciable que Weescoosa conoce el camino.

La mención de este nombre inmundo y casi impronunciable heló la sangre de mi tío e hizo que los recuerdos brotasen a borbotones. Mucho más tarde culparía a su avanzada edad y al cóctel de psicotrópicos y anfetaminas que había ingerido horas atrás el no haber reconocido de inmediato los infectos jeroglíficos que orlaban la tablilla de arcilla.

Los días siguientes Lithman se convirtió en un visitante asiduo de la Mansión Necken. Sus sueños iban haciéndose cada vez más vívidos y apocalípticos, enloquecedores relatos de tintes sombríos, plagados de tétricos detalles y repelentes personajes. En todos ellos se encontraba perdido dentro de una deforme ciudad poblada de enanos mancos que era asediada primero por carros de supermercado propulsados por energía atómica y luego por maleantes disfrazados como pedazos de carne. Hombres vestidos como penitentes españoles con túnicas de papel de diario bailaban una danza macabra por las calles y esvásticas con patas de insecto eran aplastadas por los monstruosos crustáceos humanos del horripilante bajorrelieve de arcilla. De repente, un viento violento arrasaba con todo y transportaba a Lithman a un níveo y helado paisaje polar donde era observado por cuatro misteriosos personajes vestidos de frac y galera que tenían globos oculares en lugar de cabezas. En una de las ocasiones, Lithman veía con pasivo horror como su dedo meñique se iba convirtiendo en una delgada y verdosa culebra, que crecía y crecía hasta convertirse en el objeto de adoración de unas vírgenes vestales que no llevaban más ropaje que un pequeño taparrabos de pana azul francia con pespuntes en naranja furioso. De las paredes de esta ciudad infecta brotaban líquidos viscosos que corrían pesados por las ciclópeas, húmedas y oscuras rocas de los muros y el infame nombre de Weescoosa era pronunciado uno y otra vez por una voz subterránea y dual que gritaba en enigmáticos y sensibles impactos consignas ininteligibles, quizás en un idioma de una especie primigenia, con un órgano de fonación mejor adaptado que el humano para pronunciar los fatales y blasfemos sonidos. Los que más se repetían, además de la invocación a Weescoosa y su conocimiento del camino, eran aquellos que decían "Tlef'yeht Satsuj d'kool Seugnot Yllems" y "Eno'morf eye'na Kculp, Bmud era'hsif, Yadot tac'a Kcik, tac'a Kcik, tac'a Kcik".

De estos sueños Lithman se despertaba siempre a los gritos, cubierto de sudor, bilis, heces, orines y vómitos, temblando como una hoja en la tormenta, habiendo perdido toda conciencia de la importancia de vivir. Incluso en una ocasión su familia tuvo que encerrarlo en un hospicio ya que Philip había despertado convencido que él era el guitarrista de una banda de country and western oriunda de Inglaterra y estaba apurado porque llegaba cuatro horas tardes al concierto.

Tan sorpresivamente como habían venido, el 2 de abril, a las 03:01:07 de la tarde, las alucinantes travesías oníricas de Lithman se fueron para siempre, reemplazados por banales historias en las que él, por ejemplo, perseguía durante horas a un colectivo de la línea 29 para luego descubrir que, en realidad, no se trataba de un microómnibus de pasajeros sino de mi primo Nathan con sus cabellos teñidos de rojo furioso.

Mi tío dejó de anotar los sueños de Lithman y se abocó a indagar entre cuanta persona se cruzase en su camino acerca de los sueños que habían tenido durante el febril periodo entre el 1° de marzo y el 2 de abril. Además de la pérdida de varios dientes, un par de costillas rotas y un derrame de retina (la aristocracia y la tradicional "sal de la tierra" de New England no consideraban un comportamiento digno de un caballero la actitud de mi tío y por eso respondían a su impertinencia de la manera más barbárica posible), mi tío recolectó los relatos de cientos de artistas, poetas, teósofos e indigentes varios sobre sus visitas en sueños a las mismas alucinadas y horripilantes ciudades que había descrito Lithman. En todos ellos el pavor era el mismo, aunque las reacciones de los soñadores habían sido diferentes: un joven arquitecto de Yttria, NJ, había intentado suicidarse devorando bosta de caballo mezclada con insecticida; una nerviosa mujer de Fylfot, MA, declaraba haber sido preñada por uno de los hombres-cangrejo; un viejo indio de Lummenapathawaskananyomkippurannothawashaskankan, CO, convencido de que el Gran Espíritu de las Praderas había regresado a Norteamérica, recorría todos los hoteles del país buscando a tan insigne viajero.

Mi tío también compiló recortes de prensa de todo el mundo, en los que se leían indicios de cómo en otras latitudes se habían manifestado fenómenos semejantes: Las orgías vudúes se habían multiplicado en Haití y en África los negros estaban como locos; los oficiales norteamericanos radicados en Filipinas habían tenido ciertas dificultades con algunas tribus (la naturaleza de estas dificultades no llegó a la prensa, pero, aparentemente, los nativos se alzaron y atacaron los destacamentos militares al grito de "Dunga-dunga o muerte" ) y en la noche del 22 de marzo los policías de Nueva York habían sido molestados por travestis histéricos. Confusos rumores recorrieron el oeste de Irlanda y en el Salón de Primavera de París un pintor llamado Dolmancé presentó un blasfemo Paisaje visto de refilón mientras le explico mi filosofía al Caballero de Mirvel, a Madame Saint Ange y a la dulce e inocente Eugenia Mistival. Realmente, los recortes que mi tío había compilado daban un panorama desesperanzador, que sugerían aterradoras conclusiones. Afortunadamente, mi racionalismo me llevó a desecharlos de plano, a abandonar la mansión Necken en busca de aire fresco y a hacer una pausa en la lectura de los inmundos papeles.


3 —El informe del inspector N. Senada

La noche estaba muy avanzada cuando regresé a la mansión Necken y realmente no me encontraba con suficientes fuerzas como para continuar con la lectura de los odiosos papeles de mi tío y sus repugnantes descubrimientos de sacrilegios más allá de la Razón y el Entendimiento. En mi paseo por los jardines me había encontrado con Sally Seelick, a quien no veía desde que éramos niños. Inmediatamente nos pusimos a recordar aquellos veranos de nuestra infancia, cuando nos bañábamos despreocupadamente en el río Tuskaboost, sin pensar en lo que el futuro pudiera o pudiese depararnos, simplemente riendo y salpicándonos mutuamente con las frescas y barrosas aguas, y este rememorar nos tentó a, ¿por qué no?, experimentar nuevamente esos felices momentos. Claro, los años pasan en vano y no fue lo mismo que cuando éramos unos pequeñuelos: Sally se había convertido en toda una mujer y yo en un auténtico semental, así que muy pronto los inocentes retozos infantiles se fueron poniendo cada vez más ardientes y cuando nos quisimos dar cuenta ya estábamos por el quinto polvo e íbamos por más.

Tampoco leí los escritos de mi tío en los siguientes ocho días. Sally les había contado acerca de nuestro encuentro a nuestras mutuas amigas de la infancia y ocupé esas largas ocho jornadas reencontrándome con Sarah Wilcox, Molly Snodgrass, Sue Flansburgh-Linnell, Jeannette Barthelmie, Chrissy Hennesy, Annette Washouette, Mary-Ashley-Kate Allurensen, Tabatha Hannaghan, Anna-Livia Plurabella, Jennifer Lofish, Tammy Faye Majors, Agatha Ffwagtington, Camille Lobsterpot-Lardling, Uma Theremin, Theresa Finn Mac Cumhaill, Christina Eagler, Brittany Pierce, Ashley Lipsync, Jessica Lipsync, Beatrice Page, Harriet O'Hara, Laura Onmaddens, Aalisha Coonasscutie y Wilma Foxstonecraft.

Finalmente, tanta nostalgia, buenos recuerdos y poner al día nuestras relaciones dejó a mi próstata al rojo vivo y decidí recluirme en la biblioteca a leer los malditos papeles de mi tío. Las chicas continuaron ejercitando la memoria en la Sala de Armas de la Mansión Necken por varias semanas más (al menos esto es lo que me contaron los sirvientes que fueron invitados a recordar con ellas). Por eso, recién en la mañana del noveno día pude reanudar, con horror y fascinación, la lectura del espeluznante relato.

Varios años antes de que el joven Lithman contactara a mi tío, el profesor había sido invitado a la XVIII Reunión Quincenal de la Sociedad Arqueológica de América, que se celebraba en Saint Earl, MI. La naturaleza de las charlas y la participación activa del profesor en los acalorados debates dieron como resultado que una larga fila de legos y profanos se le acercaran con un variopinto arsenal de preguntas. Entre esta fauna ansiosa por conocer la experta opinión de Necken sobre los más variados temas estaba un misterioso hombre, vestido con un sobretodo enorme y anteojos negros, que apenas hablaba inglés. Este individuo le dijo que se llamaba N. Senada, que había nacido en Bavaria, y que era inspector de policía en el condado de Chalatanooga, WY. Inmediatamente le mostró una estatuilla de piedra jabonosa, repugnante y grotesca, que parecía estar construida con moco petrificado al sol durante eones, cuyo origen nadie había podido determinar con exactitud. El ídolo, fetiche, amuleto, talismán, efigie, mascota, reliquia, idolillo, estatuita, emblema, figurilla, imagen, tótem o tabú había sido requisado cuatro meses atrás en los pantanos boscosos del desierto de Mohawkaia, en el transcurso de una operación de cacería contra un presunto culto vudú satanomesiánico. Tan singulares y odiosos eran los ritos que practicaban los subnormales seres semihumanos del culto, que la policía comprendió enseguida (para ser exactos, luego de cinco horas, veintitrés minutos y cuarenta y dos segundos) que se encontraban ante una secta totalmente ignorada e infinitamente más perversa que un culto vudú satanomesiánico, incluso infinitamente más perversa que la Antiiglesia Pervertida del Libertinaje Perverso o la Fundación "Felices los Curas Sodomitas".

Los confusos e increíbles relatos de los retardados negroides prisioneros, arrancados con los más sofisticados y modernos equipos de tortura, nada informaron sobre el posible origen de la abominable estatuilla. Así que Senada corrió presuroso hacia la XVIII Reunión Quincenal de la Sociedad Arqueológica de América, con la esperanza de que los eminentes sabios le dieran gratuitamente la respuesta al enigma que el repugnante idolete le había planteado.

Mi tío, rodeado de sus más eminentes colegas, observó detenidamente el fatídico objeto de culto. Se trataba, como ustedes podrán imaginar, de una representación tridimensional de los tres hombres-crustáceos y el hombre-estrella de mar con los que años más tarde soñaría el joven Lithman. El conjunto daba una impresión de vida anormal, aumentada por la provocativa indolencia con la que los monstruos se encontraban parados, y era sutilmente terrorífica a causa de la imprecisión absoluta acerca de su origen, ya que ninguna de las eminencias aquí presentes podía descular el secreto de la estatuilla.

Sólo uno de los sabios, el insigne y ya desaparecido Alexander Barming Vachss, profesor de antropometría en la Universidad Mercurial de Dukellinton y explorador de bastante renombre, pudo encontrar una cierta familiaridad en este pornográfico grupo escultórico.

Cuarenta años antes, en uno de sus viajes por Groenlandia Vachss trabó contacto con una tribu degenerada de esquimales —degenerados al punto de construir sus iglúes con hojas de palmera, vestir ligeras guayaberas de múltiples y chillones colores, adornar sus cabezas mongoloides con gruesos dreadlocks y alimentarse de frutas y cocos— cuya religión, forma singular de los cultos demoníacos, lo había impresionado por lo brutal de sus rituales. No era que estos fuesen particularmente sangrientos o repulsivos, pero su sola visión bastaba para dejar una perturbadora incomodidad y desnudez espiritual en el observador, una profunda sensación de que todos los velos de las convenciones sociales y la rutina caen de sus ojos y se ve en toda su miseria el absurdo de la existencia. Las otras tribus les temían y los evitaban, y si se referían a ellos lo hacían con un estremecimiento de horror y repugnancia. Vachss había oído varias veces la historia del angakok enfurecido que había invocado con su magia a una temible serpiente marina para devorar a un cazador que ponía en duda sus habilidades chamánicas, pero nunca le había dado mayor crédito. Al encontrarse con esta tribu degenerada supo que la leyenda no sólo era real sino que estaba frente a frente con los descendientes de los protagonistas de este drama helado. Las otras tribus contaban con horror como a partir de aquel incidente, el poder del angakok creció aún más e introdujo al resto de su tribu a una religión desconocida, que databa de épocas muy antiguas, anteriores al nacimiento del mundo. Esta religión exigía constantes sacrificios humanos a cuatro demonios supremos o tornasuk, encarnados en un fetiche alrededor del cual los salvajes debían bailar cuando la aurora boreal brillase muy encima de los acantilados de hielo. Este fetiche, Vachss lo tuvo frente a sus ojos, era un tosco bajorrelieve de piedra con cuatro abominables figuras similares a las que ahora veían en el repugnante ídolo que esgrimía N. Senada.

Este relato heló la sangre de todos los presentes, quienes castañeteaban sus dientes de sólo pensar los horrores que podrían despertarse por culpa de sus inquisitivas y curiosas mentes científicas. Así que preguntaron a Vachss y a N. Senada si recordaban los cánticos que los adoradores de los repelentes ídolos entonaban. "¡Oh, sí!", exclamaron casi a dúo y luego recitaron aquella tremebunda, apocalíptica y terrífica melopea, de babosas e impronunciables sílabas diseñadas para un aparato de fonación no humanoide:

Lleh fo Slleps Citsuac

Senob Nekorb Tiperced Deelb 'na

Nopu Sknio Gnid'uxe Te'a Sey

N. Senada había tenido mucha más suerte que Vachss y había logrado que, luego de horas de introducirles ratas hambrientas en sus esfínteres, varios prisioneros le revelaran el sentido último de sus mefíticas plegarias:

Sentada en su casa de campo

espera la princesa Weescoosa,

la que el camino conoce.

Estos prisioneros también le revelaron la naturaleza de su abominable culto. Lamentablemente mi tío anotó toda esta sección del relato en un rollo de papel higiénico, cuya absorbencia se encargó de difuminar los trazos de tinta. Pido disculpas al lector por lo fragmentario y confuso de los párrafos que siguen, pero me resultó imposible armar un relato coherente a partir de los apuntes del profesor Necken:

1.  Mucho antes de que la Humanidad existiera, monstruosos visitantes de las estrellas llegaron a nuestro planeta como parte del constante desplazamiento de la eterna batalla entre el Bien y el Mal y se dedicaron a depredar y provocar cuanta catástrofe ecológica se les pusiera a mano. Según esto, no fue un meteorito la causa de la extinción masiva de los dinosaurios sino la caza indiscriminada que estos malditos seres de energía pura realizaron de los grandes y tronantes reptiles. Luego los Visitantes se aburrieron y se fueron para jamás volver.

2.  Eones más tarde, una joven Topewatta llamada Weescoosa despertó a toda su tribu gritando que ella conocía el camino, que dejaran todo y la siguieran.

3.  Muchos siglos después de la Cruzada de Weescoosa, una brutal tormenta hace que unos mineros autodenominados "Topos" tengan que abandonar su ciudad subterránea para ir a vivir al la ciudad de unos vanos y superficiales burgueses, referidos como "Gorditos" en la leyenda. Muy pronto se desata la guerra entre Topos y Gorditos, los Gorditos ganan y el lenguaje de los Topos es prohibido. Un par de generaciones después un joven, mestizo de Gordito y Topo, llamado Kula Bocca emprende una revolución cultural para recuperar los viejos valores tradicionales Topos.

4.  Weescoosa se le aparece, en forma de espíritu, a unos hermanos siameses, uno varón, la otra mujer, aunque nadie sabía bien cuál era cuál, que recorrían el Cinturón Bíblico realizando milagros de Sanación y les transmite un mensaje. La pésima condición del texto sólo me permite rescatar el mensaje de Weescoosa en forma fragmentaria: "el dolor y el placer son (...) que ligeramente fuera de foco giran alrededor nuestro (...) todo lo que nos da placer también nos da dolor como para compararlo, (...) toda nuestra vida amamos una ilusión, prolijamente (...) entre la confusión y la necesidad de (...) que estamos vivos".

5.  Los hombres-camarón son hijos de los hijos de los hijos de los Originales Inmortales de las Estrellas.

También se mencionaba la obra sacrílega del árabe loco Nadef el Senoun, el infame libro prohibido llamado "Nigronomenclator" en Occidente y conocido en el mundo árabe como "Ayna al Hammam", "Kiram tu Coseh Nanat" o "Kus Umak Ja-hosh". Mi tío hace especial hincapié en el tan discutido dístico:

No está muerto aquel que aún muestra signos de actividad cerebral,

posee un corazón latiente y respira normalmente. Sólo duerme. Shhh.

Según los chinos, esos sucios demonios amarillos de mirada oblicua y aliento a opio, hay en este repulsivo y blasfemo pareado un sentido oculto que el iniciado podía interpretar de muy diversas maneras. Muchas de estas muy diversas maneras pueden leerse en, por ejemplo, "El Camino Recto del Egregor de Cobre en busca de la Quinta Esencia del Ocultismo Hermético" del teósofo polaco Zboczeniec Gówienko o en "Las Razas Axiales: Quienes precedieron a la Humanidad trazan la Ruta a Trascendencia" de Madame Irina Mandavoshka o incluso en "La Sabiduría de los Antiguos era mucho más sabia que la sabiduría de los modernos" de la pitonisa Alice Solano. El profesor Necken dedujo que estas inmundas palabras hablaban de la infame y temible princesa Weescoosa y de su cohorte de hombres-langostino, de cómo estas innominadas abominaciones esperaban, yacentes, su momento de volver a enseñorearse de la Tierra, devorando con su vileza a toda la Humanidad.

Aquí, por suerte, finalizaban los papeles de mi tío. Afiebrado, temblando ante la inmunda perspectiva que sus anotaciones deparaban para el futuro del Mundo y de la Civilización, en el cual la Razón y el Progreso no podrían contra las nefastas sombras que acechaban desde aquellas astrosas e inmorales moradas de piedra, me dejé caer en un sillón, con una botella de ron en una mano y una damajuana de tinto en la otra.

Pero aquella Dama esquiva y ese insondable Espectro de ojos tan temibles que ni siquiera los propios Dioses se atreven a mirar por miedo a perderse en su vacío me tenían reservada otra sorpresa.


4 —La demencia del náufrago

Me disponía a embriagarme para olvidar los impúdicos y putrefactos secretos que los papeles de mi tío me habían revelado cuando unos pesados e insistentes golpes hicieron temblar la puerta principal de la Mansión Necken. Dado que los sirvientes se hallaban recordando junto a mis amigas de la infancia no tuve más remedio que ir a ver quién era aquel o aquello que amenazaba con derribar la puerta a fuerza de puños.

Al abrirla me encontré frente a frente con un hombre de aspecto cadavérico, con el cabello cano desordenado y ropajes mugrientos. La tormenta que se cernía sobre la casa incrementaba aún más la repugnante apariencia de este individuo, vagamente humano.


Ilustración: Leicia Gotlibowski

—Mi nombre es Gustav Spånnbøg y soy marinero —dijo, con voz apagada y deslucida—. Quiero ver al profesor Necken, de inmediato.

—El profesor ha muerto —repuse, mientras intentaba cerrarle la puerta en la cara a tan repulsivo mendigo.

—Me lo imaginaba. Todos aquellos que se atreven a asomarse a los sibilinos e inescudriñables secretos que subyacen por debajo del Tiempo y del Espacio arriesgan sus vidas día a día.

—El profesor ha muerto víctima de una oscura e inesperada enfermedad que le contagiara un degradado marinero negro en el puerto de Oldhaven —escupí en su rostro.

—¿Está usted seguro? Weescoosa es muy poderosa y vengativa con aquellos que se atreven a asomarse a los sibilinos e inescudriñables secretos que subyacen por debajo del Tiempo y del Espacio...

Al oír la mención del abominable nombre mi corazón dio un brinco y mis intestinos amenazaron con vaciarse allí mismo. Estupefacto, con menos albedrío que un golem, hice pasar al roñoso lobo de mar.

—Mi nombre es Gustav Spånnbøg y soy marinero —repitió mientras se sentaba en un sofá y vaciaba el contenido de un barril de amontillado en su garguero—. Solía ser segundo oficial del Bovary, un barco mercante que unía Valparaíso con Auckland. Comandados por el experimentado capitán Charbonneau zarpamos el 20 de febrero de 1925, sin la menor sospecha de los infortunios que nos aguardaban en alta mar. El 1 de marzo una tormenta nos alejó considerablemente de nuestra ruta y el 23 de ese mes fuimos interceptados por el Guachimán, una goleta tripulada por canacas y mestizos de aspecto patibulario. El capitán Charbonneau desobedeció las órdenes de virar de estos maleantes y fuimos atacados con toda la simiesca furia de estos cobardes subhumanos. Nuestro barco fue hundido y nuestro capitán y otros siete hombres perecieron en batalla, pero finalmente los repulsivos delincuentes, cuyas frentes pequeñas y sus mandíbulas prominentes los delataban como torpes y de pocas luces, fueron vencidos y muertos. Siendo yo el oficial de mayor rango con vida, llevé a mi mermada tripulación en la dirección en la que había venido el Guachimán, con el afán de descubrir el recóndito e inasequible motivo que impulsó a aquellos astrosos remedos de persona a impedirnos el paso. Así llegamos a una islita que no aparecía en ningún mapa, una montaña de piedra verdosa cubierta de algas que se erigía imponente sobre el océano a los 49° 9' de latitud oeste y 126° 43' de longitud sur. Sobre la cima de este monte abominable se erigía una arquitectura ciclópea que no podía ser otra cosa que la sustancia tangible del terror supremo del universo, ya que allí yacen la gran Weescoosa y sus compañeros, ocultos en unas bóvedas verdes y húmedas donde envían, luego de incalculables ciclos, pensamientos que aterrorizan a los hombres sensibles y reclaman imperiosamente a los fieles del culto que inicien el peregrinaje de la liberación y de la restauración. En aquel momento yo ignoraba todo esto, ¡pero Dios sabe bien que había visto bastante!

Luego de decir esto, Spånnbøg se incorporó repentinamente, como empujado por invisibles resortes, y de dos chupadas encendió su pipa de madreperla y espuma de mar. Su mirada denotaba locura y connotaba terror, y la creciente mancha de orín que se extendía por sus pantalones parecía enfatizar lo que sus ojos gritaban en signos.

—Cuando imagino el tamaño de todo lo que puede esconder el fondo del océano, siento deseos de morir sin esperar ya más. Mis compañeros y yo recorrimos aterrados ante la majestad cósmica de aquella húmeda Babilonia habitada por demonios, sospechando instintivamente que no pertenecía a éste ni a ningún otro planeta similar. Bjorn Håndjager, nuestro impresionable e imaginativo grumete, comentó que se parecía a los palacios que había visto cuando visitó Ganímedes, la famosa luna de Júpiter y el famoso copero de Zeus, hijo del rey Tros, quien diera su nombre a la no menos famosa ciudad de Troya. Todos nos reímos de su inocencia. ¡Si era bien sabido que Bjorn apenas había llegado hasta Fobos en sus viajes interplanetarios! —Al decir esto, Spånnbøg soltó una sonora carcajada que retumbó por los pasillos de la mansión Necken—. En fin, cosas que los chiquillos dicen. Trepamos por los titánicos y resbalosos escalones de la monstruosa acrópolis, escalones que ningún ser humano hubiera podido edificar, a menos que contase con la ayuda que egipcios, aztecas y farranacos tuvieron al erigir sus colosales monumentos funerarios. El sol mismo parecía deformarse cuando se lo miraba a través de las miasmas polarizadoras que emanaban de esta perversión submarina, y la luna tremulaba repugnada al contacto con los efluvios sépticos que se elevaban de entre las afrentosas junturas de los inicuos bloques de granito mucilaginoso. Nuestra ascensión era un verdadero asco y nos deteníamos continuamente para vomitar e, incluso, defecar explosivos chorros de diarrea semilíquida que se escurrían lenta y viscosamente por los ignominiosos peldaños de putrefacción sobrenatural.

»Bernardo Soares, nuestro desasosegado timonel portugués, fue el primero en llegar a la base del monolito. A los gritos, ya que era sordo, nos mostró lo que acababa de descubrir: una ciclópea puerta de piedra maciza en la que unos inmundos demonios de cabeza de cigalas y trajes sin cuello se burlaban de todo lo que es sagrado en este mundo. Tamborini y Mosca, los dos auxiliares de a bordo, comenzaron a presionar la deleznable puerta, sin resultado al principio y con resultado al final, ya que lenta y pausadamente la execrable compuerta fue deslizándose hacia adentro. Nuestra curiosidad pudo más que nuestro temor y nos introdujimos en la repelente oscuridad. El olor que emanaba de aquellos abismos fétidos era insoportable. Nuestro cocinero, el afable Brammer, hombre de oído fino y buen paladar, creyó oír allí abajo un sonido chapoteante e inmundo. "Probablemente se trate del río de mierda líquida que dejamos caer mientras subíamos por los ignominiosos peldaños de putrefacción sobrenatural", bromeó Tamborini, con la gracia natural que sólo los campesinos italianos suelen tener. Pero no pudimos reír, pues fue en aquel momento en que aparecieron los monstruos.

»Cuatro repulsivas figuras semihumanas, tres con cabeza de bogavante y la cuarta con rostro de estrella marina, se hicieron presentes en su inmensidad a través de la tenebrosa abertura, riendo y entonando una palinodia de luctuosa resonancia y machacona melopea:

T'chu T'chu Gamm T'chu Gamm Gamm T'chu T'chu

T'chu T'chu Gamm T'chu Gamm Gamm T'chu T'chu

T'chu T'chu Gamm T'chu Gamm Gamm T'chu T'chu

S'makk S'makk S'makk

»Nuestra sangre se heló al oír estos versos satánicos. Era como estar una temporada en el infierno. Brammer y Soares murieron allí mismo, con un deformado rictus de horror en sus rostros, y el pequeño Bjorn desapareció en la oscuridad y jamás lo volvimos a ver. Juntando el poco coraje que me quedaba, ordené a mis hombres huir cuanto antes de aquella infecta entrada a un Tártaro que hace temblar de terror a los mismísimos Plutón, Satanás y Baal-Zebouth.

Luego de una pausa dramática, en la cual mi corazón parecía latir junto a mi úvula, Spånnbøg continuó con su relato:

—Las queratinosas pinzas de los engendros cortaron al medio las vidas de Tamborini, Mosca y Braden. Gratenkut, el fogonero, fue tragado hacia arriba por un ángulo que se emperraba en comportarse como agudo pese a que cientos de transportadores airados intentaban convencerlo de que era un obtuso. Sólo yo y Cramouille llegamos a la costa y pudimos trepar al bote. Por fortuna, las calderas de nuestro vapor habían permanecido encendidas y el ancla no había sido bajada, así que bastaron unos pocos segundos de frenéticas corridas entre ruedas, engranajes, pistones, cardanes y árboles de leva para poner en marcha el Guachimán. Con una lentitud alucinante, entre los horrores distorsionados de esa escena inenarrable y nefanda, la hélice comenzó a golpear las aguas con un movimiento giratorio en sentido antihorario que propulsó el desvencijado bajel a través de las ondulantes aguas de la mar océana. Mientras tanto, en la costa mortal, los cuatro monstruos y la inmunda Weescoosa emitían unos gritos inarticulados, como Polifemo al maldecir el veloz navío de Ulises o como Ixión cuando era azotado por Hermes mientras estaba atado en una rueda de fuego que gira en los cielos o como Ícaro cuando sintió la ardiente cera derretida deslizándose por su espalda desnuda. Pero, con más audacia que los legendarios gigantes unioftálmicos, los abominables entes ingresaron a las aguas, iniciando la persecución con unos golpes que levantaban enormes olas. Fue en ese momento, quizás para reforzar la referencia homérica, sus cabezas trocaron de invertebrados marinos a ciclópeos globos oculares tocados con galera y comenzaron a arrojarnos piedras mientras repetían una y otra vez, con sus hediondas voces, una burlona cantilena:

The quick brain drained the main

And the ship a goin' down me mates

the ship she's a goin' down

the ship she's a goin' down

down, down, down, down.

»Una de estas rocas debió impactar al Guachimán ya que al mes de este incidente desperté en el Observant, desnudo y afiebrado, con la conciencia nublada, balbuceando confusos recuerdos de infinitos abismos líquidos de espectrales paredes giratorias, vertiginosos deslizamientos por mundos huidizos en la cola de un cometa y saltos convulsivos de las profundidades del mar hasta la luna y luego otra vez hasta el mar, todo envuelto en el coro de carcajadas de las antiguas divinidades y de los mohosos demonios del Tártaro de pinzas de artrópodo. El médico de a bordo adjudicó estos delirios a que yo había sobrevivido al naufragio flotando en un chinchorro bajo los quemantes rayos del sol, fumando una enorme cuerda de cáñamo y acompañado por el cadáver en descomposición de Cramouille, pero, la verdad, qué quiere que le diga, yo sé que lo que vi es verdad.

—Le creo, Spånnbøg, le creo. Su historia es demasiado horrible para ser falsa y, para serle sincero, coincide con la investigación que mi tío hizo del antipático, ominoso y repulsivo culto de Weescoosa.

—¡Ah! ¡Qué alivio! ¡Pensé que estaba loco! —exclamó, con expresión arrobada mientras un delgado hilo de baba caía desde sus labios hasta su orinado pantalón. Luego introdujo un arcabuz en su desdentada boca y se voló los sesos.

Impresionado aún por la fatal escena que acababa de observar, corrí hacia el escritorio de mi tío en busca de una resma de papel y de implementos de escritura y me dispuse a redactar este presente relato como prueba de mi propia cordura donde se ha unido lo que espero nunca volverá a unirse, signifique esto lo que signifique. Mis nervios se desgajan uno a uno, como anguilas epilépticas en un campo magnético que les es adverso. Me he asomado a los más horripilantes secretos que esconde el universo y aun las sencillas florecillas del campo y oscuras golondrinas que de tu balcón sus nidos volverán a colgar me parecerán ahora impregnados de vil ponzoña. He decidido poner fin a mi vida y seguir al Profesor Necken y a Gustav Spånnbøg en su viaje al Más Allá. Conozco demasiado y el culto de Weescoosa todavía existe. También existen Weescoosa y sus abominables aláteres, sepultos en su impía mansión submarina, y sus ministros en la Tierra bailan aún, y cantan y matan en regiones apartadísimas del globo alrededor de infecciosos menhires ornamentados con pictogramas blasfemos. ¡No quiero pensar en el horror que se abatirá sobre las ciudades cuando aquel nefando día llegue!

¡Adiós, mundo cruel! ¡Seguid sin mí!


Gracias a H. P. Lovecraft y a The Residents
por mirar para otro lado y no quejarse
por los innumerables sampleos.
Y un fuerte abrazo a todo el resto
de la multitud intertextualizada aquí.
Vivid alegres.



Hace dos minutos lo tenía aSaurio en Ficción Breve y ya lo tengo de nuevo aquí. Ya no sé qué hacer con este animal (en el buen sentido). Si sigue así va a terminar siendo un escritor no sólo publicado y premiado, sino además leído y criticado y apreciado. Y si me exprimo un poco la mollera, hasta amado. Esperemos que esto último no ocurra porque los saurios son traicioneros, aunque uno no pueda asegurar que este Saurio comparta esa característica... pero yo, por las dudas, no me confiaría.


Axxón 155 - octubre de 2005
Cuento de autor latinoamericano (Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Humor: Parodia: Argentina: Argentino).