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ELLOS Y NOSOTROSEzequiel Gaut vel Hartman |
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I
Abrí los ojos en un lugar desconocido.
Varias personas iban y venían de mesa en mesa; se levantaban, se sentaban, se daban fuertes, formales apretones de mano. Las mujeres se saludaban sin tocarse: sus labios besaban el aire inmediatamente contiguo a las mejillas. El bullicio era fuerte y se mezclaba con el tintineo de la vajilla. Algunas voces se destacaban por sobre las demás. "Pero, caramba, hacía tiempo que no lo veíamos por aquí, la última vez fue... Otra voz se superpuso: Está por allá, ¿todavía no te llevó a su nueva casa?"
La cena finalizaba; podía verse a los mozos retirando los últimos platos; algunos comensales estaban ya tomando café.
Yo estaba parado entre las mesas. Levanté las manos y contemplé las mangas del traje que vestía. Sentí que me observaban. Miré por encima de mi hombro. Una elegante mujer mayor me saludaba desde una mesa y por su gesto era evidente que me conocía; yo, estoy seguro, jamás la había visto. Tímidamente le devolví el saludo. Decidí ir hacia el fondo del salón, donde había varias mesas vacías; quería estar lo más lejos posible del escenario. El humo de las pipas y los habanos se combinaba con el aroma de los perfumes. Encontré una mesa vacía al fondo, pegada a la pared; me senté; toqué el mantel; sentí el tacto suave bajo los dedos. Inspeccioné mis muñecas: portaba un fino reloj. Me pregunté si sería de oro. Los zapatos me apretaban. Miré por debajo de la mesa; llevaba brillantes mocasines negros; mi traje, sin embargo, tenía un corte como nunca había visto en ningún tiempo ni en ningún lugar. A decir verdad todos los modelos me parecían extraños, inventados, como de fantasía.
¿El señor está listo para ordenar?
Sí, un Merlot, por favor me escuché decir con inusitada soltura.
¿Chateau Talbot, señor?
Excelente.
Muy bien, señor, enseguida dijo el mozo y se alejó solícitamente.
El salón era viejo; las paredes estaban recubiertas de caoba o tal vez roble, no lo sé; en todo caso se trataba de una madera oscura que llegaba casi hasta el techo de un blanco impoluto, del cual pendían cuatro arañas de cristal. Había unas veinte mesas con cinco, seis y hasta siete personas en cada una, dispuestas en semicírculo, de cara al púlpito. Afuera seguía lloviendo; las gotas de lluvia chorreaban por las ventanas altas y angostas de los laterales.
Un hombre de mediana edad ya estaba en el escenario enfrentando a la audiencia, saludando con familiaridad a las personas de la primera fila.
El hombre empezó, no con el habitual señoras y señores, sino con esta otra fórmula. Buenas noches gran, gran familia. Le contestó una granizada de aplausos. Hizo una pausa deliberada y teatral tomándose la barbilla como si estuviera cavilando muy profundamente. Esperó un momento más y siguió: Eso somos... ¿cierto?
Murmullos de aceptación.
Bien continuó, ahora locuazmente, nada me dolería más que arruinar tan grata velada, ustedes lo saben; mas acaso ya sea tiempo de encarar un asunto que, sin duda, es de común interés. Estos son tiempos cambiantes... confusos, queridos amigos, y es por eso, y por la consecuente necesidad de acción conjunta, que me veo obligado a enfrentarlos y enfrentarme con un tema tan difícil, tan arduo.
"Sospecharán ustedes, entonces, por qué este mes se convino que mis palabras fueran el epílogo, y no el exordio de la cena. Algunos de vosotros me expresaron su disconformidad ante este desarreglo del protocolo, mas como pronto se darán cuenta, tal irregularidad no es caprichosa, de hecho responde a una muy buena razón, pues si tuviéramos que hablar de esto antes de la comida..."
Murmullos de aceptación. Tanto hombres como mujeres lo miraban fascinados; la forma en que hablaba con las manos, cómo gesticulaba, su sonrisa ancha y contagiosa, su tono de voz melodioso ejercían una seducción embriagadora; había elegido un estilo ampuloso y teatral, exagerado en los ademanes. Todo el mundo estaba embelesado.
Bien continuó. Sabiendo que ser específico equivale a ser escabroso, me referiré al tema particular de la noche de un modo, ustedes sabrán perdonar, algo elíptico ya que no quisiera herir los oídos de tan bellas damas como las que hay aquí congregadas... El gesto del orador era deliberadamente contrariado, de vacilación; como si no se decidiera a articular la palabra; las comisuras de sus labios arrugadas expresaban mortificación. Hablaré de la suciedad...
II
...dijo, y en ese momento mi percepción se tornó borrosa; sentí un mareo, todo a mi alrededor se diluía, las figuras se desvanecían. Las mesas y los cuerpos se volvían evanescentes. Mi corazón latía algo más rápido que lo normal. En el centro mismo del salón empezó a cobrar forma una imagen; miré hacia el escenario y vi que el orador hablaba y gesticulaba, pero ningún sonido llegaba a mis oídos, excepto un raro gorjeo, bajo al principio, pero que cobraba más y más fuerza; agucé mis sentidos y advertí que ese ruido era el hervor de una olla que bullía sobre un fuego.
Estoy sentado en la cocina de mi casa.
El entorno familiar, los azulejos, la olla con sus abolladuras, abolladuras que la hacen única e irrepetible, me reconfortan. Empiezo a serenarme. Levanto la cabeza y, con el corazón rebosante y tranquilo, contemplo el viejo techo descascarado. Oigo que desde el otro cuarto llega un maullido; sonrío.
Noto con el rabillo del ojo que algo se mueve; es una hormiga, avanzando parsimoniosamente por el borde de la mesada. Al verla, y esto no es la primera vez que me sucede, me lleno de una rara alegría; un cosquilleo en el pecho, un sentimiento de humildad, de alegría, de gratitud. Es hermosa porque está, porque se mueve, porque es.
Me entra curiosidad por saber qué se está cocinando, me inclino hacia la hornalla; estiro el cuello, pero no alcanza; me voy a tener que levantar. Me incorporo apenas un poco, sólo lo suficiente como para poder mirar dentro. Estiro el brazo; levanto la tapa. Veo el traje. Los relucientes botones brillan en la manga.
Me siento mal, la tapa se resbala y cae al suelo haciendo un estruendo terrible; me hundo en la silla, la sensación es horrible, como si estuviera cayendo por un precipicio; las sienes me aprietan tanto que creo que mi cabeza va a estallar, la cocina da vueltas; siento náuseas, cierro los ojos y me precipito hacia abajo, de vuelta a la oscuridad. ¡Por dios, que pase!, ruego. Respiro profundo. Cuento, uno, dos, tres; el dolor va cediendo; cuatro, cinco seis; el latido de las sienes parece apaciguarse; siete, ocho; el mareo mengua; nueve, diez: la sensación desapareció.
III
Abrí los ojos. Y sobre el mantel encontré una esquela: "te hice volver a tu casa para que vieras lo que viste y pudieras sentir lo que sentiste. Ahora regresaste para escuchar lo que sigue; prestá atención".
No tuve tiempo para preguntarme quién me escribía, pero oscuramente sabía que era el artífice; el demiurgo. Yo era su marioneta; su pieza en el juego. Me sentí seguro, cuidado, y patéticamente reconfortado por no quedar librado a mi suerte. Agradecí que esa fuerza no tuviera para mí otros planes. Acepté mansamente lo que se me había impuesto; el rol de cronista era una tarea inocua. Recordé el comentario del abogado del señor K.: "a veces las cadenas son preferibles a la libertad."
"Atención", sonó en mi cabeza.
Qué terrible es la lucha del hombre contra la suciedad seguía el tipo, contra la entropía: naturaleza de este mundo imperfecto donde reinan la corrupción y la muerte. Qué lucha infructuosa; ¡pero qué noble!, pues al fin, esa lucha contra el barro del que venimos es lo que nos eleva, lo que nos diferencia de las bestias inmundas que nos rodean y que a veces están tan cerca...
Un escalofrío recorrió las mesas. La voz del orador quebraba el pesado silencio. Afuera la lluvia arreciaba.
Así es, queridos amigos, lamentablemente así es y, si me permiten, les contaré una experiencia que tuve. Apoyó los codos en el púlpito y adoptó un tono confidencial: Hace algunas semanas me sucedió algo bastante desagradable. Estaba solo en la cocina de mi casa. Serían las seis y media de la mañana pues recuerdo que aún no había terminado de desayunar, cuando súbitamente y sin saber por qué, me sentí inquieto; alguien más estaba conmigo. Percibí con el rabillo del ojo que algo se movía; giré y ahí estaba: una hormiga su cara se contrajo en un gesto de repulsión un insecto caminando sobre mi mesada con total impunidad ¡imagínense ustedes!, queridos amigos, créanme que al recordarlo no puedo evitar revivir la angustia, la vergüenza..."
Una chica muy joven, casi una niña, salió apretando el paso llevándose un pañuelo a la boca y en el apuro casi choca con la mesa de una mujer mayor que acariciaba un gato que retozaba cómodamente sobre su regazo; el cuello del gato estaba adornado por un collar de perlas y yo pensé en lo gracioso que se vería mi propio gato disfrazado así.
Aquella mañana, tuve una revelación siguió el orador: no importa cuan limpia esté una casa, siempre lograrán entrar y aunque no lo hicieran, persistiría la angustia de que ese momento terrible podría llegar, pues es posible desinfectar, limpiar de cabo a rabo, mas siempre estarán afuera, pidiendo, gimiendo, queriendo entrar. Yo me pregunto y les pregunto a ustedes ¿merecemos vivir así, siempre apremiados, siempre intranquilos?
Algunos "no" tenues.
Claro que no... y ustedes saben, mis queridos amigos; saben tan bien como yo, y seguramente lo saben desde hace mucho tiempo, cuál es la real solución a este problema, la única que podría jactarse de ser verdadera, no un paliativo, sino una solución genuina... Hizo una pausa. Señores: lo que vengo a proponerles hoy, aquí, esta noche, es una solución definitiva y final. Levantó la mano y la dejó por un momento suspendida en el aire, miró al público con los ojos en llamas y finalmente estalló. ¡Vamos a buscarlos a sus nidos! La camarilla fiel de jóvenes de la primera fila estalló en un sonorísimo aplauso; sabían que tenían que aplaudir en ese momento. Otros aplaudieron también; no hacerlo hubiera sido una descortesía.
Claro que algunos de ustedes dirán: ¿no será demasiado drástico? A lo que yo responderé, señores: es la drástica rectitud de nuestros antepasados la que nos hizo grandes. Señores: esto debe afrontarse. De una buena vez y para siempre es necesario que estas intrusiones de elementos impuros en nuestras vidas... ¡se a-ca-ben! Cada sílaba fue acompañada por un golpe de puño contra la palma de la otra mano.
Otro aplauso, vítores, griterío.
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El orador sonreía; su arenga había conquistado al auditorio que ahora estaba enfervorizado. Allí donde mirara se veían cabezas que asentían y manos que aplaudían. Pero mientras pasaba esto, un hombre, que no había dejado de comer y había seguido todo el asunto con cierto desdén, se levantó de su asiento, arrojó violentamente la servilleta y atravesó el salón con gesto altivo, sin mirar a nadie.
Ah..., veo que no todos están de acuerdo conmigo. Bueno, tal vez algunos son tan glotones como desaseados. Sonaron algunas risitas cómplices. ¡Digámosle a los que sostienen la moral de la mugre que no somos como ellos! estalló apuntando con el índice al que se iba. Esa moral relajada que está a favor de los malos modos, decadente y llorosa, es la que intentará detenernos continuó, ahora en tono explicativo, pues sepan que estos hombres no sólo son tan irrespetuosos como para levantarse en medio de una disertación, evidenciando una total falta de modales, sino que además están a favor de convivir con la mugre. Están a favor de que la suciedad nos invada. ¡Pero no debemos dejar que su moral nos detenga!, y ¿saben por qué? Apoyó los codos en el púlpito, como adoptando el tono de un profesor que se dispone a explicar algo muy puntual; algo central: si no estamos de acuerdo entre nosotros, ganan ellos; si no actuamos como un solo hombre, si estamos divididos, ellos aprovecharán nuestra vacilación en su beneficio. Entiendan, por favor dijo con voz llorosa y tono de ruego, que el disenso y la discusión nos debilitan. Sólo la férrea convicción de la unidad nos hará fuertes. No debemos dejar que razonamientos falaces y mentirosos nos distraigan de la acción que estamos llamados a realizar. Por nada del mundo debemos dejar de cumplir con nuestro deber. Bien lo sabían nuestros antepasados, y sin embargo los hemos desoído. Hemos traicionado nuestras raíces dejándonos engañar por galimatías y sofismas modernos; pero el asco que suscita, y debe suscitar a un corazón limpio la aparición de un ser impuro tendría que ser indicio suficiente de cuál es el camino. Y yo les pregunto ¿puede alguien, por un solo acto de su voluntad impedirse respirar? Pausa dramática. ¿Puede? repitió e invitó al público a contestar. Sonaron algunos "no" pero para el orador no fue suficiente. ¿Puede? insistió una vez más, y ahora todos contestaron al unísono con un fuerte y estrepitoso "no" . ¡Claro que no puede! culminó el orador haciendo un violento ademán con ambos brazos. El aplauso que estalló duró casi un minuto.
Pero lo hicimos siguió ya más aplacado, dejamos de respirar, desoímos un impulso que es sano, como toda reacción natural es necesariamente algo sano. Hemos reprimido algo que tendría que enorgullecernos: el antiquísimo afán de limpieza que por los siglos de los siglos nos ha caracterizado. Afán gracias al cual, en el pasado remoto, emergimos del fango como una raza llena de nobleza y dignidad; afán que nos acerca a Él, que no sabe de corrupción, ni de degradación, que es eternamente limpio, perfecto, incorruptible e inmutable.
"Se preguntarán entonces ¿por qué actuamos así?, ¿por qué nos dejamos convencer por ideas de supuesta igualdad? ¡Yo acuso a esa moral moderna de propiciar y auspiciar la mezcla, la promiscuidad y la decadencia, pero sobre todo la acuso, y encuentro culpable, de habernos alejado de Él! ¡Digo, y les aseguro que no me causa ningún placer admitirlo: estamos contaminados. Hemos sido ensuciados con la idea de que debemos soportar el contacto con alimañas, debemos tolerar y nunca expresar nuestra sana repugnancia cuando las vemos y, lo peor de todo: debemos sentir vergüenza de nosotros mismos cuando reaccionamos como la naturaleza misma dicta que reaccionemos!
"Estamos, señores, ante la mayor perversión que se pudo haber consumado dijo con expresión ahora melancólica y el tono de voz nostálgico de quien ha perdido algo. Nos hemos torcido como un árbol enfermo que pierde de vista hacia donde debe apuntar. Y ¿qué se hace cuando un árbol se tuerce? Pues, nada más simple, mis amigos; se lo endereza con una vara y esa vara tiene que ser recta. Un tutor, señores, de eso estoy hablando. Y ¿no es un padre también un tutor? Enderezar un árbol es tratar de que continúe siendo como empezó. Es preservarlo, es amarlo. ¡Escuchen bien lo que digo! subrayó, estoy hablando de amor. Y si en un principio apuntó al cielo, ¿por qué debemos permitir que se desvíe? Creo que ustedes saben como se llama eso. Es una palabra por todos conocida, mis amigos, cuando por un acto de amor obramos para que lo que fue bello, lo siga siendo. La palabra que deberíamos escuchar con más frecuencia es: tradición."
Había dicho todo esto con gran dulzura, con la mirada al vacío como si estuviera contemplando algo hermoso, el árbol al que se refería probablemente y detrás de él la verde campiña. Su rostro estaba lleno de belleza, como un cielo despejado; pero de pronto su cara se contrajo en una mueca de dolor; las nubes se cerraron y un trueno desgarró el paisaje; fue como una explosión, un relámpago.
¡Ya no más ocultar las cabezas y acallar los corazones!, ¡que se escondan ellos, pues son ellos los sucios, son ellos los que trasmiten enfermedades! ¡No importa cuántas patas tengan, o si son grandes o chicos! ¡No importa cuánto se nos parezcan! ¡Construyamos una sociedad más libre, más justa, una sociedad en la que podamos caminar sintiéndonos seguros, donde podamos mandar a nuestros hijos al colegio sin preocupaciones, sin aprensiones! ¡Basta de vivir en barrios cerrados! ¡es hora de salir y que ellos se escondan! ¡Recuperemos lo que nos robaron! ¡Recuperemos lo que nos robaron! ¡Recuperemos lo que nos robaron!
IV
Pero tú eres ellos también, ahora verás...
Me despierto empapado en sudor en la oscuridad de mi cuarto, su contorno familiar y la sombra del mobiliario austero contribuyen a tranquilizarme, aunque todavía estallan como burbujas en mi cabeza las ultimas palabras del orador. A tientas busco el interruptor de la luz, no lo encuentro; me siento afiebrado ¿qué fue todo aquello? ¿por qué lo afectaría así una simple hormiga? A fin de cuentas tenemos mucho en común: comemos, dormimos, caminamos...
De pronto, en medio de la oscuridad, buscando el interruptor, tanteando, mis dedos rozan algo blando, tibio, peludo.
Rápido como un relámpago retiro la mano, lleno de miedo, y asco...
Sería muy difícil determinar si los factores genéticos prevalecen sobre los ambientales a la hora de impulsar una vocación hacia la literatura, si sucede a la inversa o si existen contingencias invisibles que se imponen a las mencionadas. Ezequiel Gaut vel Hartman, nació el 10 de abril de en 1979 en Buenos Aires. Tras dedicarse varios años a la música ingresó a la carrera de Filosofía en la UBA y luego de un "ajuste" se pasó a Antropología. Por entonces ya escribía sus primeras ficciones, producto de lo cual es el cuento "Charla con un anciano en una plazoleta" (Axxón N° 142). Actualmente trabaja en su primera novela y analiza libros clásicos desde perspectivas poco habituales.
Axxón 158 - enero de 2006
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Realismo conjetural: Argentino: Argentina).