ZIP

Ricardo Castrilli

Argentina

¿Qué me pasó? ...Muy simple. Me harté. Sí, el sueldo era bueno, escandalosamente bueno, si se tiene en cuenta que allá arriba no podía hacer otra cosa que dejar que se acumulara aquí, en mi cuenta.

¿Cómo explicar lo que era eso? ...Hay un libro, Estación de Tránsito. Un clásico, ahora. Lo leí más veces de las que puedo contar. A decir verdad, y a la luz de mi propia historia, debería admitir que ese libro acabó siendo para mí una suerte de tótem. Los años han hecho desfilar un sinfín de otras cosas que venían, brillaban y se iban, pero esas páginas han quedado allí instaladas, un ajado icono de papel llegado de la mano de mi abuelo cuando yo era apenas capaz de deletrear el título.

—Es una reliquia —me decía, mientras me enseñaba cómo pasar las páginas de una en una de modo que no se quebrase el papel. Se refería al objeto, claro, pero a mí, en plena edad de los descubrimientos, no me bastaba con eso sino que desplazaba el centro de interés al contenido, ese mensaje misterioso codificado en tinta sobre papel. Sin darme cuenta, a medida que avanzaba en la lectura y lograba ir uniendo las piezas del rompecabezas, iba forjando una imagen especular grabada a fuego en mi interior, un poderoso mandato que me llevaría, tantos años después, a estar allí arriba, más solo de lo que jamás llegó a estar la más desgraciada de las ostras, anclado a ese asteroide.

Era el encargado del puesto, Guardián de la estación de tránsito, un punto de relevo en el viaje entre una mitad de la galaxia y la otra. Allá, en el culo del universo.

¿Habrá alguien que haya honrado su mandato con tanto rigor? No lo creo. Sin embargo, las condiciones no eran tan fieles al libro como lo había sido yo. No vivía en un agradable paraje campestre, sino en un roñoso asteroide en el que apenas podía moverme sin golpear algún costado de mi jaula de metal. Afuera no tenía bosques, ni río, ni avellanos silvestres. Ni siquiera brisas otoñales, aunque tiendo a sospechar que eso último probablemente se debía a la total carencia de atmósfera. Sólo había rocas y, eso sí, un cielo estrellado hasta la saturación. Pero no acaban allí las diferencias: en mi contrato, entre otras cosas, se habían saltado la parte que garantizaba mi longevidad mientras estuviese en funciones; envejecía, allí, como cualquiera de aquí abajo. O peor, porque me aburría. Tenía mis libros, sí, pero virtuales; no es lo mismo. ¿Ocupaciones? Mi lista de tareas era más bien magra, una tríada: estar presente en cada transferencia, observar cuidadosamente, reportar cualquier hipotético fallo. Que no se producía nunca, por supuesto.

Tampoco estaban los Hazers, aunque eso, al fin y al cabo, era un alivio. Tiemblo de sólo pensar en qué hubiese sucedido si se me hubiese muerto uno en el trayecto. ¿Dónde podría haberlo enterrado? Para mí, el viajero era apenas un amasijo informe que veía aparecer en la batea, reposar el tiempo necesario para la reconfiguración del equipo y la acumulación del pulso de energía, y desaparecer. Uno, dos, tres. ¿Cómo podía extraer la información necesaria para saber que alguno estaba muerto?

Nada, entonces, de amenas charlas con mis pasajeros, estimulantes partidas de ajedrez ni amistades al paso. Nada. Hasta ese día, sólo había visto el reglamentario minuto y medio (1,67 minutos, exactamente, entre que llegan y se van) de parco e inexpresivo compactado de reposta de varios diplomáticos, ejecutivos de alto vuelo y alguno que otro desconocido. Tipos que ni me van ni me vienen, pero no cualquier tipo. El Viaje es caro.

Tenía tiempo en abundancia para pensar, ya que no había muchas otras cosas que pudiese hacer; había agotado el stock largo tiempo atrás. Era una estación de bajo nivel, puramente de paso, alejada de cualquier posible destino terminal. Las de esa clase no están equipadas con descompresores; nadie puede enviar a la estación nada útil por la red, nada se puede enviar desde allí. Yo mismo, para hacerme cargo de mi puesto, había llegado en una nave convencional y así debería irme. Los viajeros simplemente pasan a través. Empacados.

Eso me trae de vuelta al pasado: mi abuelo intentando mostrarme las imágenes de sus héroes de la niñez, unos Anime japoneses, en su formato plano original. Me había abierto el acceso a un sector de almacenamiento de datos en la computadora de casa para que curioseara a mi antojo. Tenía sus viejos archivos guardados allí. Yo me encerré en mi habitación, ansioso por comenzar el festín, pero al cabo de un rato tuve que llamarlo para decirle que sus archivos estaban arruinados. No veía más que símbolos extraños y letras agrupadas sin el menor sentido. Un amasijo informe. Al principio se había quedado absorto frente al holo, sin saber qué decir, pero enseguida había dado con la causa.

—¡Mierda, no me acordaba! Son archivos zipeados, por eso no se entiende nada. Es un formato arcaico, y la computadora no está preparada para decodificarlo.

—Entonces, ¿no se pueden ver?

—Nadie dijo eso, ¡no señor! Nunca debe faltar un as bajo la manga. A ver, ¡Dora! —Siempre llamaba así a nuestra computadora hogareña, aunque ése no era su nombre. Y le gritaba, por encima del hombro, como si estuviese en otra habitación.

—Sí, Abuelo.

—Quiero que montes un sub-entorno Windows, con todos los accesorios. Aquí, en esta habitación.

—¿Windows? ¿Otra vez, Abuelo? ...¿Es necesario?

—¿Instalaste los intérpretes y descompresores del antiguo formato zip de archivos, como te pedí hace un tiempo?

—...

—Lo sospechaba. ¡A joderse, entonces! Venga ese Windows.

Las imágenes eran bonitas, a pesar de los problemas que fueron surgiendo en el proceso. Hubo que reiniciar el sub-entorno tres veces, y Dora estuvo todo el resto del día de un humor de perros, parecido al de mi madre cuando sufría sus jaquecas. Pero lo que realmente me había fascinado era el proceso, que, de alguna manera, asocié a la hermética imposibilidad que representa un libro impreso para quien no posee la clave, la codificación con que fue escrito.

—No entiendo, Abuelo. ¿Para qué mezclaste todos los signos de esa manera si después hace falta tanto esfuerzo para rearmar la imagen? ¿No querías que nadie las viera?

—No, no es por eso— me decía —Es una cuestión de espacio. En una imagen hay millones de datos, pero muchos son redundantes o simplemente nulos. Vacío, nada. Si uno quiere guardar los archivos sin ocupar demasiado espacio, o transmitirlos por un medio en el que el tamaño es importante, se utiliza un proceso que compacta la información. Hoy en día hay algoritmos infinitamente más poderosos, pero en aquel entonces estaba el zip, que tampoco estaba mal.

Reconozco que en esa época no le entendí nada. Pero tampoco me preocupé por eso. Dije mi ajá, y pasé a otro tema. Ahora sí lo entiendo. Mierda si lo entiendo.

La traslación instantánea tiene sus vueltas. El tipo se acuesta en una camilla (bueno, pareceuna camilla) desnudo bajo una sábana. Después se la quitan, una vez que está bien dormido; no es cuestión de malgastar ergios en trasladar gramos innecesarios, y, de todas maneras, el tipo ni se entera. Los duermen para evitar que se vuelvan locos en el proceso. Cuando el tipo se despierta, en destino, ya le han puesto encima una sábana igual. Creo que hay alguna otra razón por lo que insisten escrupulosamente en no trasladar nada que no sea el cuerpo de uno y sólo el cuerpo, algo referente a una vieja historia con una mosca, pero no podría asegurarlo.

El traslado en sí consiste en desarmar el cuerpo y volver a armarlo en destino. Así de simple. Las vueltas surgen en los procesos intermedios. Hay factores limitantes: los datos extraídos en el desarme, imprescindibles para el rearmado, deben viajar hasta el punto de destino, y pese a que se utilizan las propiedades de las singularidades para la aproximación gruesa, a veces las distancias residuales elevan el riesgo de deterioro de la información a niveles inaceptables. Por eso existen las estaciones de tránsito. Ningún salto puede exceder el límite de seguridad. Si el destino está más allá, se establecen tantos puntos intermedios como sean necesarios y se instalan allí estaciones de tránsito en las que el viajero se materializa por unos instantes y es vuelto a despachar.

Pero la distancia no es el único problema. También está el ancho de banda. De ahí surge el verdadero costo de funcionamiento del sistema; el resto es inversión y mantenimiento. La ecuación es sencilla: a más información trasmitida, mayor costo. Era todo un problema, al principio, hasta que alguien se dio cuenta de que un cuerpo humano está lleno de espacios vacíos y moléculas repetidas hasta el cansancio. Información redundante. ¿Para qué gastarse en transmitir los datos tal cual han sido leídos, si con un algoritmo de compresión se puede reducir el paquete completo a uno de un tamaño muy inferior, sin perder un solo bit en el proceso?


Ilustración: Chinchayán

El viajero se desmaterializa, entonces, en la estación de origen. La información es procesada y comprimida, y el paquete de datos que se transmite es ése, ya compactado y muchísimo menor. En destino, un algoritmo inverso rearma la información y el viajero se materializa tal como salió de casa. Hay una economía adicional: las estaciones de tránsito, cuando son necesarias, son simples. No es necesario instalar descompresores en cada una; la función de restauración y refresco se cumple de la misma manera trabajando con el paquete compactado. Eso sí, lo que se materializa allí no es nada agradable de ver: un bodoque de materia colapsada, con apenas una que otra insinuación de formas apenas esbozadas evidenciando su origen orgánico. Un asco.

Precisamente de eso se trata este asunto. Estaba pasando por enésima vez uno de mis videos de estímulo, con el mismo resultado de siempre. O sea, nada. Ya no me movía ni un pelo. Ni ése, ni los demás, ni los libros, ni nada. Con el hartazgo a flor de piel y una soledad indescriptible escarchándolo todo, me sentía el más desgraciado de los mortales. Y el más estúpido, además, por haberme metido en la jaula voluntariamente. En el momento en que sonó el aviso de transferencia en curso, estaba alcanzando ese nirvana inverso que en esos casos sustituye al orgasmo y, supongo, es la madre de todas las fantasías de suicidio. Pasados ciertos límites, hay urgencias que dejan de ser negociables.

No obstante, todo seguía bien y bajo control, ya estaba más que acostumbrado. No iba a suicidarme, eso lo había decidido mucho tiempo atrás. Es demasiado trabajo allí arriba; los ingenieros son verdaderos paranoicos cuando se trata de la seguridad de una Estación. Me imagino que es justamente porque saben lo que pasa allí adentro. Pero se asustaron, de eso no cabe duda. Me doparon con gases y despacharon una nave expreso con mi reemplazo. No me quejo, ya no soportaba estar allí. Pero no estaba loco, no señor. Me malinterpretaron. No tenía intenciones de suicidarme, ya lo he dicho. Jamás le hubiese ordenado a la computadora, como dicen que hice, que abriera las ventanas de la estación. Eso es falso. Ni siquiera hay ventanas.

Todo iba bien, o, al menos, dentro de lo normal. Cuenta regresiva en el display, recepción de paquete de datos, materialización del bodoque. Uno especialmente repulsivo. Mientras dejaba pasar el minuto y medio, miré, por pura rutina, la carátula de la transferencia.

Y vi quién era el pasajero de turno.

Cuando terminé de asimilar que realmente tenía frente a mí a la Diva, en carne y hueso, aunque no exactamente en ese orden, me estalló la cabeza. Me saltaron todos los fusibles.

Empecé a gritar, desesperado, es cierto. Tal vez sí me alteré un poco.

¿Qué hubieran hecho ustedes? ¡Tenía hasta el último gramo de la hembra más sensual y codiciada de la galaxia ahí, frente a mí, desnuda como vino al mundo y al alcance de mi mano, toda mía pero convertida en compacto de reposta, un cubito de caldo, un amasijo de órganos fusionados! ¡Un puto archivo zip, y yo sin Dora y sus ases bajo la manga!



Advertencia: tenga cuidado al descomprimir archivos comprimidos. Sea cauteloso; su salud mental puede verse afectada.

Hace cuatro meses, al publicar "En alas de mariposa" de Ricardo Castrilli, dijimos que no hace falta que lo presentemos. Pero es oportuno reiterar las coordenadas de sus cuentos en Axxón: "Cronoplasma" (139), "Propiedad horizontal" (140), "Tiempo, maldita daga" (145), "Iniciación" (147), "Resplandores" (151), "Muchacha en pabellón con fondo de volcanes" (152) y el ya citado "En alas de mariposa" (156). Sin temor a repetirnos aseguramos que este cuento ("Zip") no se parece a ningún otro que él haya escrito, y quizá no se parezca a nada que haya escrito nadie jamás.


Axxón 160 - marzo de 2006
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Viajes: Argentina: Argentino).