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FICCION BREVE (veintitres)Varios |
Visto y considerando que sólo un agudo lector logró develar el factor común de la pasada entrega, hemos elegido los cuentos de esta sin atender a otra pauta que la calidad (o por lo menos eso creemos). Son once cuentos breves, varios muy breves. Algunos de ellos obedecen a las convenciones de la ciencia ficción clásica, otros son puramente fantásticos, de terror, ficción especulativa, realismo conjetural y humor. O sea que esta introducción está a punto de salir sobrando y sólo nos queda desearles una satisfactoria y placentera lectura.
Pasen y lean.
Alberto Chimal - México
Érase una niña pequeñita y muy bonita, con chapas rojas rojas cual flores de rubor, vestidito rosa y bonito cabello rizado. Jugaba en un parque con su pelota y era muy feliz. Oyóse entonces un disparo, y la frente de la niña hizo ¡pop!, y una emisión hubo de sangre y sesos entremezclados que, flor también de rubor (aunque de otro, ¡ay, de otro rubor!), cayó en el pasto un segundo o dos antes que la propia niña.
De la pelota no se supo más, y yo creo que alguien se la robó. Debe haber sido fácil porque hasta la niña, que no se movía y de cuya frente seguía manando ese caldo rojo y tremebundo, llegó una mujer de pants que se quedó con la vista fija en ella; un señor de traje barato que también se quedó con la vista fija en ella; un par de muchachos, con uniforme y peinados de escuela militarizada, que también se quedaron con la vista fija en ella.
Y una anciana de coche con chofer, su chofer, un grupo de novicias, tres policías, un comerciante informal, un malabarista de crucero, un ejecutivo de exitosa empresa y otros muchos más, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, que tras llegar se quedaron igualmente alrededor de la niña, igualmente con la vista fija en ella, arruinando con sus pies descuidados el pasto del parque, favoreciendo la huida del posible y desalmado ladrón de pelotas, presas todos de la misma atracción: del mismo embrujo, imperioso y extraño.
Porque no se encontraban ante un televisor, no había reportero que comentara lo que veían, no había logotipo ni anuncio superpuesto ni nada entre ellos y las manchas rojas rojas en el pasto verde, los rizos manchados de rojo, los trozos de cráneo igualmente manchados de rojo, la expresión de sorpresa en la carita infantil, los bracitos y piernitas inertes, laxos, ya fríos.
Y, por ende, todo, todo cuanto veían era de ellos solamente: su secreto, como son secretos el frío del velador, el primer instante de la pesadilla, mi propia voz como se oye desde adentro.
Así que allí estaban, llenos de un gozo nuevo, vivo y tembloroso, de esos que son inconfesables y agradabilísimos. Y cuando todos se encontraban a diez metros o menos, aun sin otro cuidado que el espanto ante sus ojos, la niña explotó y los mató.
Diego Cid - Argentina
Sería erróneo pensar que todo empezó con el primer Torneo Interplanetario de Pacman. En realidad, la locura comenzó cuando los Elrogs vieron el juego por primera vez. Uno de ellos dicen que fue el mismísimo Embajador, aunque es poco probable que haya sido así se acercó a la máquina lentamente y envolvió la palanca de control con sus tentáculos azules. Pasó toda la mañana esquivando fantasmas y comiendo píldoras blancas, hasta que las autoridades terranas le pidieron formalmente que abandonara el juego. Luego del episodio, el Secretario de Comercio Espacial intuyó que los humanos finalmente habíamos encontrado algo para exportar a Elrog, que hasta el momento no había parecido necesitar nada de estos lares. El primer envío se agotó a la semana terrestre. Con el segundo y tercer envío, redujimos la enorme deuda que nuestro viejo planeta mantenía con los Elrogs. Cuando llegó la orden para el cuarto pedido, las autoridades terranas entraron en pánico. ¡Querían una máquina para cada habitante del planeta! La mayoría de las fábricas terrestres comenzaron a producir Pacmans por millones; todo el mundo conocía alguien que estuviera en el negocio. En casi todas las ciudades del mundo se levantaron monumentos al personaje amarillo que nos había salvado de la bancarrota. Pero nadie lograba entender la fascinación de los Elrogs por el juego; eran una raza antigua y brillante, que había logrado el viaje en el tiempo, la generación de energía ex nihilo, el viaje intergaláctico rápido y seguro y la inmortalidad, entre otras cosas. No faltaron oportunistas que intentaron venderles otros juegos antiguos como el Tetris, el Memotest o el Mario Bros, pero nada más parecía interesarles.
En los programas terranos de televisión abundaban los filósofos que elogiaban la estructura del juego. Era, decían algunos, una genial metáfora arcade del conflicto de lucha de clases. El gordo consumista acechado por el fantasma de la pobreza. Muchos farsantes decían jugarlo en sus casas desde pequeños y hablaban del Pacman con familiaridad, como si se tratase de un viejo amigo. Nadie les creía: el juego había sido abandonado siglos atrás, y nadie lo había mencionado hasta que el primer Elrog había enroscado sus tentáculos en la palanquita naranja.
Unos meses después del cuarto envío (que había saldado la vieja deuda con el planeta de los pulpos), el Embajador Elrog informó sobre lo que sería el acontecimiento más importante (y bizarro, desde mi punto de vista) de todos los tiempos: el Primer Torneo Interplanetario de Pacman. La Tierra formó una selección de lunáticos que, impulsados quizás por la curiosidad, habían dedicado sus vidas al juego. Tuve la suerte de ser elegido para formar parte del equipo de periodistas que cubrirían el evento, a desarrollarse en una luna de Phires, el segundo gigante gaseoso que orbitaba Próxima Centauro.
Allí conocí a Ras, un pulpo gigantesco y amistoso a quien, junto con varios colegas, Elrog había destacado para informar sobre el evento. Me ayudó a registrarme en una de las pocas habitaciones secas del hotel y me llevó hasta la única cantina que había en el lugar, a la que tuve que ingresar con traje de baño y esnórquel. Hablamos durante horas; realmente no había nada que hacer hasta el otro día, cuando empezaran las primeras partidas. Me contó sobre su vida y sobre la historia del planeta. Al parecer, habían pasado muchos malos ratos: guerras, epidemias, sequías, hambrunas y todo ese tipo de cosas. Me habló de su familia. Tenía una esposa en Errgus, el gigantesco lago capital de Elrog.
Unas semanas más tarde anunciaron al ganador. Para mi sorpresa, era un humano: un adolescente de apenas dieciséis años que había pasado el último de ellos sentado frente a una máquina Pacman, y que había arrasado con sus oponentes, pulpos y humanos por igual. El Embajador Elrog lo condecoró en una ceremonia hermosa, que se llevó a cabo en un estanque lujosamente adornado y con vistas al espacio. El joven, de apellido Guzmán, casi no podía hablar de la emoción. Cuando los pulpos anunciaron el premio en dinero, el joven dejó caer el esnórquel y se desmayó. El Embajador comenzó a hablar nuevamente y dijo que habría un premio extra, por tratarse del primer torneo de este tipo: entregarían una luna agrícola al país de origen de Guzman. Los pulpos aplaudieron suavemente con sus tentáculos, pero los humanos tuvimos que aferrarnos los unos a los otros para no caer al agua. ¡Una luna agrícola! ¡Sería el fin del hambre en la Tierra, el fin de la economía y las finanzas opresoras! ¡El fin de las guerras, probablemente! Porque el país de origen de Guzman era la Tierra entera, desde que los Estados Nacionales se habían fusionado en una enorme confederación.
Unas horas más tarde, me hallaba sentado en la cantina frente a Ras, que me miraba sonriente, esperando algún comentario de mi parte. Yo casi no podía hablar, y se lo dije. Comenzó a reír a carcajadas, junto con todos los pulpos a su alrededor, que me miraban con interés. Era el único humano en el lugar. Rió tanto que soltó una nubecilla de tinta por detrás y se disculpó por ello, sonrojándose.
Ras dije , ¿por qué les gusta tanto el Pacman?
No nos gusta el Pacman, es un juego estúpido dijo recobrando la compostura. No supe qué otra cosa preguntarle, me hallaba demasiado confundido. Tranquilo agregó; en el caso de ustedes fue el Pacman, con los Huich fue algo parecido a lo que ustedes llaman balero. En ese caso, ni siquiera tuvimos que dejarnos vencer en el torneo; apenas podíamos sostenerlos.
Entendí. Me puse de pie lentamente y pensé en pagar la cuenta de la cantina, pero luego comprendí que era ridículo.
Eduardo Abel Gimenez - Argentina
Se había cortado la luz y yo tenía que subir hasta el décimo piso. Las escaleras parecían poco amistosas: cada tramo un semicírculo estrecho de dieciséis escalones negros encerrados entre dos paredes, muy angostos a la derecha, un poco más anchos a la izquierda, con una lucecita de emergencia de esas que parecen lunas cilíndricas, pálidas, tuberculosas.
El primer tramo sirvió para ir tanteando el terreno, y más que nada los músculos de mis piernas, aquellos que normalmente reconozco y también los que sólo anuncian su presencia en casos como este. Adopté un ritmo lento, tranquilo, sabiendo que las cosas se iban a complicar progresivamente.
En el segundo tramo me crucé con dos embarazadas, panzas enormes en primer plano, que bajaban con muchas precauciones mientras mantenían una charla que sólo dos embarazadas podrían tener:
Las zapatillas pesan como medio kilo.
Sí, la ropa es liviana, no te das cuenta. Pero las zapatillas...
Sí, como medio kilo pesan.
Las voces se perdieron en la distancia cuando encaré el tercer tramo. Hacía calor. Y estaba húmedo, con ese tipo de humedad que ablanda los pocos billetes que uno lleva en el bolsillo y los deja aún menos valiosos de lo que suelen ser.
En el piso tres había, con esas deliciosas simetrías de la realidad, exactamente tres personas. Un niño, su madre y otra mujer de mayor edad. La madre decía:
¿Pero cómo no vas a poder subir? Si hasta la abuela Amalia subió.
No sé, hija, no sé respondía la mayor.
Era un ejercicio de previsión del futuro, el deporte favorito de los humanos, sobre todo de los que bajan escaleras sabiendo que el camino de regreso será mucho peor. Porque estaban bajando, aunque de momento no lo noté. El chico llevaba una linterna, y se mantenía callado mientras apuntaba hacia mí: durante un segundo mis ojos fueron el blanco, antes de que decidiera que los escalones eran más interesantes.
Entre el tercer piso y el cuarto me empecé a sentir solo. No había otras voces. No había movimiento salvo el de mis piernas que con paciencia exasperante avanzaban hacia arriba, mientras el sudor descendía.
No hice una pausa en el cuarto piso. Seguramente fue un error. Ya un poco apunado, me detuve en el quinto, al pie del tramo de escaleras que llevaba aún más alto. Ese era el momento oportuno para que apareciera alguien más en dirección contraria, alguien que me diera la excusa para esperar otro segundo, alguien que me distrajera del aliento dificultoso, las piernas en actitud de protesta, la angustia que asomaba su lengua asquerosa. Y sin embargo no aparecía nadie. Era lógico: a mayor altura, menor probabilidad de encontrar vida.
El sexto piso era un páramo. En el extremo del largo pasillo, donde no tendría que ir porque la escalera seguía enroscándose sobre sí misma, allá donde la falta de luz era más evidente, había una vela encendida, apoyada en el suelo. Parecía la última estrella en ponerse, preparando una noche negra e interminable; en el aire quieto y escaso, no titilaba.
Las luces de emergencia de las escaleras estaban más pálidas, más distantes a pesar de que las paredes parecían haberse estrechado. Sí, sin duda el próximo tramo era más angosto que los otros, mientras mis pulmones requerían espacios mayores, y se creaba la ilusión de una mayor altura. El mundo, o lo que quedaba del mundo por encima de mí, se estiraba hacia arriba para hacer las cosas más difíciles.
Entre el séptimo y el octavo el aire era decididamente tenue. Pensé en sentarme en uno de los escalones, pero me disuadió el temor a no poder levantarme otra vez. Había rumores en alguna parte, no de voces sino de cosas, entidades que se arrastraban con un lamento grave, extendido. Algo como el canto de las ballenas pero seis octavas más bajo y desesperado.
El calor iba en aumento. La única forma de conseguir un poco de brisa era moverme con más rapidez, y eso estaba fuera de cuestión. Subí un escalón y me detuve. Miré hacia arriba, más allá de la mirada sin párpados de la luz de emergencia, al agujero negro que me esperaba: había un reflejo rojizo, tal vez otra vela en el suelo más allá de la próxima curva. O tal vez un signo de que en aquella dirección, en las alturas, estaba el infierno.
No recuerdo nada del tramo entre el octavo piso y el noveno. Nada. Se borró de mi memoria. Tal vez levité sin darme cuenta, porque tampoco sentí el trabajo extra de piernas, pulmones y otros centros de dolor distribuidos por todo el cuerpo.
En el noveno casi no se podía respirar. El calor venía de más arriba, estaba seguro, pero también de mi interior. Dos infiernos, contando el mío propio. Y nadie con quien compartirlos. Apoyé una mano en la pared y conté mentalmente los dieciséis escalones que faltaban para llegar al décimo. Iba a ser tan poco el premio si los trepaba, si sufría lo necesario para avanzar uno por uno, piedra negra tras piedra negra; iba a resultar tan poco satisfactorio cumplir con la obligación de llegar al décimo piso, que tal vez fuera mejor abandonar, bajar otra vez a regiones más amistosas. Subir hasta el noveno había sido como estirar un elástico cada vez más tenso, y ahora la tensión parecía haber llegado al límite. El elástico tiraba hacia abajo, y yo me había quedado sin fuerzas. Pero rendirme en ese momento sería una derrota. No tenía derecho a hacerlo. Nadie me lo perdonaría, empezando por mí mismo, el menos perdonador de mis críticos.
De manera que ahí me quedé, aspirando hondo, con los billetes humedecidos en un bolsillo pegado al cuerpo, mirando la próxima luz de emergencia, con un pie en el primer escalón y la frente apoyada en el antebrazo, tratando de ya no pensar, sudando, tembloroso, esperando una decisión que tal vez nunca pudiera ser tomada.
Antonio Mora Vélez - Colombia
Aquella noche lluviosa de mayo, el poblado agrícola de Mocarí era apenas una fogata desde las alturas. En la garita de su cementerio, el celador y un amigo jugaban una partida de dominó, desentendidos de la apacible estancia de los muertos. Mataban el frío y el tedio con el delicioso aguardiente anisado y el juego.
Hacía apenas un par de semanas que el cielo había asperjado sobre las sementeras una lluvia de partículas luminosas que hacían aumentar el brillo de las hojas mañaneras y que habían generado entre los pobladores toda clase de comentarios, a cuales más fantasiosos. "Es el abono de las estrellas", había dicho el padre Anselmo para aclarar las cosas y evitar mayores desmadres de la imaginación. Y el pueblo le creyó.
Esa noche, la lluvia de partículas se hizo visible sobre la extensa zona del campo santo. Juan y Martín, los silenciosos jugadores, no se dieron cuenta sino al rato, cuando un rayo de luz que salía del torbellino celeste bañaba todas las tumbas.
¡Carajo, parece como si fuera de día! dijo Juan.
Parece no, que es le contestó Martín, impresionado.
Ambos se pusieron de pie y salieron de la caseta para ver lo que ocurría. Un brisón barría el polvo de los caminos y mecía los arbustos de ornamentación en esos instantes.
¡Miércoles! exclamó Martín. Estas son vainas del Maligno.
¡Qué Maligno ni qué carajo ! le contestó el celador. Es como un sol chiquito ¡Mira!
Martín miró hacia el cielo brillante y pudo observar en todo su esplendor de jaspe el disco desde el cual salía el misterioso rayo. Ambos quedaron absortos en la contemplación y por eso no notaron lo que ocurría en el suelo.
Martín fue el primero en percatarse de la anormalidad.
¡Las tumbas se están abriendo! gritó, visiblemente alterado.
Y así era, en efecto. Las tapias fueron, una a una, saltando en pedazos. Las lápidas caían hacia atrás, removidas por el borbollón del suelo. Y los muertos salían de sus féretros y se dirigían hacia ellos en procesión macabra y amenazante, con los brazos extendidos hacia adelante y los rostros aún cubiertos de barro.
¡Vienen hacia nosotros! advirtió Martín. ¡Corramos!
¡Espera... esta escena yo la he visto antes!
Martín se quedó mirando a Juan con extrañeza y luego emprendió veloz carrera hacia la puerta del cementerio.
¡Espera, Martín. Ya sé de qué se trata! le gritó Juan, quien seguía en actitud de expectación no obstante el peligro.
Martín no lo escuchó y siguió en su fuga. Entretanto un hombre con rostro de lobo y vestido de lentejuelas hacía su aparición, rítmicamente, en medio de los muertos.
¡No te vayas, espera! insistió el celador a su amigo. Este se detuvo un instante y miró a Juan en la distancia de la garita.
¡Ya sé dónde he visto la escena le gritó Juan. No es nada del otro mundo. Mira... son los seres de ultratumba de Michael Jackson!
Claudio Biondino - Argentina
Andrés Agüero salió a la puerta de su nueva casa y contempló, embelesado, el tranquilo y elegante vecindario. Era igual a los de las películas, tal como siempre lo había soñado. Todo sucedió con gran rapidez pero, aunque le costaba creerlo, era verdad. Sus virtudes como ingeniero en sistemas le habían permitido salir del infierno en que se estaba convirtiendo Buenos Aires, y lo habían transportado al paraíso.
Aún recordaba el sudor frío que se deslizaba por su frente y sus manos, la sensación de angustia y desamparo, cada vez que veía el noticiero o leía los periódicos.
Barras y Estrellas por Siempre
Trágico secuestro express en Villa del Parque. Un hombre es obligado por dos delincuentes a recorrer varios cajeros automáticos, y muere en tiroteo entre los malvivientes y la Policía.
Este país de mierda no tiene arreglo, Miguelito. La rutinaria cantilena de Andrés se había vuelto, últimamente, un tanto exasperante para sus compañeros de trabajo. Pero no por eso dejaban de estar de acuerdo con él.
¿Y? preguntó Miguel, al tiempo que asentía con un gesto. ¿Ya aplicaste para la empresa yanqui?
Sí, quedaron en contestarme esta semana le respondió Andrés. Y sólo él sabía la importancia que tenía para su vida esa posibilidad de trabajo en el exterior.
No se trataba simplemente de ambición económica. Quería verse libre del miedo. Por eso no lo convencían las grandes ciudades, como Nueva York o Miami. Pero la empresa a la que había enviado su postulación ofrecía un puesto de trabajo en un pacífico pueblo de Nueva Inglaterra. Imaginaba los hermosos barrios de casas americanas, prolijas, con jardines cuidados y niños jugando felices en las calles.
¿Y qué vamos a hacer en un pueblo donde no conocemos ni al loro? Romina, la mujer de Andrés, no comprendía los sueños de su esposo. Además, nos vamos a morir de aburrimiento. A la noche no hay nada para hacer, y yo escuché que los gringos son muy amables pero, después del horario de trabajo, no te dan ni la hora.
¿Querés saber lo que vamos a hacer? le respondió Andrés levantando la voz sólo un poco, lo suficiente. Nos vamos a asegurar el futuro económico y, por si eso fuera poco, nos vamos a librar de esto.
Señaló al televisor.
Barras y Estrellas por Siempre
Matrimonio y dos hijos asesinados por malvivientes que los sorprendieron cuando entraban en su domicilio. "Los cacos los maniataron y los golpearon hasta matarlos, para averiguar dónde escondían el dinero", aseguró una fuente policial. Familiares insisten en que no había dinero en la casa.
El día de la noticia fue el mejor en la vida de Andrés. La aceptación de su solicitud le fue comunicada por correo electrónico. No hubo gritos eufóricos, ni saltos de alegría. Sólo suspiró, cerró los ojos, y sintió que el esfuerzo que había hecho para escapar al funesto destino de haber nacido sudaca comenzaba a rendir sus frutos. Romina se limitó a empacar y a seguir a su marido.
Andrés recordaba todo esto mientras contemplaba con satisfacción su nuevo vecindario desde la puerta de la casa que le había conseguido la empresa. Acababa de salir a tomar aire tras el sobresalto que le habían producido los primeros compases de Barras y Estrellas Por Siempre, emitidos por el televisor un par de minutos atrás, como si un pájaro de mal agüero lo hubiera perseguido hasta su nuevo hogar. Inmediatamente recordó que allí se trataba de una marcha patriótica, y no de la cortina musical de un noticiero amarillista. Pero la opresión en su pecho lo había obligado a salir en busca de un poco de aire fresco. Quería sacudirse del cuerpo aquella horrible sensación.
Caminó por el jardín, sintiendo crujir bajo sus zapatos las primeras hojas muertas del otoño de Nueva Inglaterra. En ese momento, los últimos rayos de sol se ocultaban detrás de las fachadas de las casas vecinas. Pero Andrés no se preocupó. El barrio, por supuesto, estaba perfectamente iluminado. Salió a la vereda. Una sensación de profunda seguridad flotaba en el ambiente. Tal vez por eso no prestó atención al sonido producido por los cascos del caballo que se acercaba, a todo galope, por la calle principal.
Sencillamente, se negaba a percibirlo porque aquello estaba fuera de lugar. Pero el sonido se volvía cada vez más estruendoso, de modo que tuvo que aceptarlo y volverse para mirar hacia el lugar de donde provenía. No podía sentir miedo. No allí. Por eso no pudo comprender lo que veía, sino tal vez hasta un segundo antes del final, cuando aquel impensable jinete sin cabeza se detuvo ante él y con un tajo limpio y perfecto de su espada en la base del cuello le cercenó la suya.
Barras y Estrellas por Siempre
Ingeniero en sistemas argentino asesinado en Estados Unidos. Cabeza desaparecida. Las autoridades no descartan ninguna hipótesis. Las más fuertes apuntan a un ajuste de cuentas o un asesinato ritual perpetrado por una secta satánica. Esposa del ingeniero internada en neuro-psiquiátrico. Aseguró haber visto un jinete decapitado, vestido de negro, alejarse del lugar con la cabeza de su marido debajo del brazo.
Javier Díaz Carballeira - España
Estoy muriéndome. El parásito se ha apoderado lenta e inexorablemente de mis vías respiratorias, de todo mi cuerpo. Cada momento que pasa tengo más dificultades para respirar, y mucho me temo que quizás esté enviando este mensaje mundial con un último aliento. También está presente en mi sangre; la siento sucia y espesa y ya no es capaz de distribuir su riqueza por mi ser. Me muero. Soy el primero que mata pero habrá más, estad seguros. No siempre fue así. Al principio fue una relación de simbiosis: yo le ofrecía alimento y cobijo y el parásito lamía mis heridas manteniendo el equilibrio vital, pero se multiplicó, cambió. He de advertiros. Voy a morir y ya no serviré, buscará a otros. Me llamo Gaia.
Pablo Contursi - Argentina
Una serpiente mueve su cola imitando a un gusano para que una golondrina se acerque; cuando la golondrina ataca al falso gusano, la serpiente ataca al ave; pero resulta que el ave en realidad es un serpentario, un ave que come serpientes, un ave que cuando es atacada por la serpiente le devuelve el ataque y transforma al victimario en víctima; cuál no será la sorpresa del serpentario al notar que la serpiente tiene patas, cosa que convierte a la serpiente en otra cosa, puesto que las serpientes no tienen patas; el serpentario reconoce, ya dentro de las mandíbulas del cocodrilo, que su disfraz no ha servido de nada.
El cocodrilo, contento, repasa su táctica: imitar a una serpiente que imita a un gusano para que se acerque un serpentario que imita a una golondrina.
Juan Pablo Noroña - Cuba
Sobre el asunto del sexo de los ángeles, se cuenta un ejemplo de la vida del beato Timoteo.
Discutían cierta vez el hermano Heraclio y el eremita Ciriaco esa espinosa cuestión. El monje afirmaba la masculinidad de las criaturas celestes, en tanto el cenobita sostenía la condición hembril.
Presente estaba Timoteo, ciego ya por aquellos años. La voz popular atribuía su carencia de visión al deseo del Señor de impedir que su vasta sabiduría creciera aún más, y así evitarle las tentaciones de la vanidad.
Tras horas sin ponerse de acuerdo, los polemistas pidieron opinión al sabio Timoteo. Él suspiró, y dijo:
Conozco el sexo de los ángeles. Pero no debo decirlo a nadie.
Heraclio y Ciriaco le suplicaron tanto, que el sabio explicó sus razones:
Hace poco tiempo presencié un hecho que no me dejó dudas acerca del sexo de los ángeles. Pero ese conocimiento es un secreto vedado a los hombres, por tanto mi sentido de la vista pecó al proporcionármelo. Y fui castigado con la ceguera. Temo que si revelo esa verdad ahora, ustedes quedarán sordos. Un pecado tal Dios lo castiga con la pérdida de la parte pecadora.
El monje y el eremita, ansiosos por ampliar su conocimiento sobre las cosas divinas, insistieron aun más. Después de mucho implorar, persuadieron al erudito de que les revelara media verdad, pues la mitad de la verdad les bastaba para deducir el resto, utilizando la razón y el entendimiento que Dios les había dado. Y como media verdad no era verdad entera, no perderían el sentido del oído, o quizás sólo de un lado.
Timoteo sonrió, y les dijo:
Está bien. Pero escuchen bien, porque sólo diré una vez que el sexo de los ángeles es el opuesto al de los demonios.
Se dice que poco después Heraclio y Ciriaco enloquecieron.
Rogelio Ramos Signes - Argentina
A la señora lg le dolían insoportablemente los pies. Para aliviar el dolor, la señora lg había probado de todo: friegas, remojos, alimentos ricos en hierro, medicamentos a base de diclofenac, almohadones de plumas, zumo de pomelos, el Padre Nuestro.
La señora lg (digamos ele ge) luego de hablar con un médico clínico, con un ginecólogo, con un nutricionista y con un psicólogo, visitó a una fonoaudióloga. Ésta comprobó que la señora ele ge evitaba pronunciar su nombre, porque aquello de lg lg lgle trababa las mandíbulas, le producía una suerte de descarga eléctrica que bajaba por la garganta, que le atravesaba el pecho y el estómago, que le atenazaba las ingles, que le invadía las piernas y que finalmente se instalaba en los pies, produciendo ese dolor.
"Problema vocal" anotó la doctora en una ficha y la derivó a una profesora de declamación.
La señora ele ge malinterpretó el informe y, como se quedó con la duda, obró por su cuenta. ¿Para qué una profesora de declamación? se preguntó entre sonrisas escépticas y terribles dolores. Se equivocó. Supuso que en el informe había dos errores ortográficos: que vocalsignificaba bocal, y que bocalsignificaba bucal. Asistió al consultorio de una dentista, que le arregló todas las caries; pero le siguieron doliendo los pies.
Tiempo después, en un viaje de larga distancia, la señora ele ge conoció casualmente al señor rl que sufría del mismo mal.
Según comentó, el señor rl (digamos ere ele) lo había intentado todo y con todo tipo de médicos: masajes, cataplasmas, alimentos ricos en calcio, medicamentos con pridinol, almohadones de perlitas expandidas, zumo de quinotos, el Ave María. Y todo había sido inútil.
Desesperado, y descreído en la medicina convencional, visitó a una curandera. Ésta comprobó que cada vez que el señor ere ele pronunciaba su nombre (rl, rl, rl) algo bajaba desde su garganta hasta los pies, inmovilizándolo.
Con toda la naturalidad con la que suelen obrar esas mujeres, la curandera dedujo que el problema del señor ere ele era una cuestión vocal, y le aconsejó que se contactara con una profesora de Lengua.
El señor ere ele no fue a la profesora de Lengua, aunque sí visitó a una dentista que le emplomó un par de muelas, pero, ya se sabe, es difícil llegar a los pies partiendo de las encías.
Llegado a ese punto de la confesión, el señor ere ele y la señora ele ge enmudecieron por un instante. ¿Pasó un ángel? ¿Se abrieron las nubes? ¿Se adelantó la visita del cometa Halley? No. Nada de eso. Al cabo de algunos minutos, ya recompuestos, se tomaron de las manos, se miraron a los ojos y, profundamente turbados, se declararon su amor. Todo sería felicidad y bienestar de allí en más para ellos. El problema de ambos (bien lo sabían los que saben) era un problema vocal; es decir, un problema de vocales.
Todavía tomados de la mano, caminaron (con dificultad, pero con entusiasmo) hasta el primer negocio de papelería que encontraron abierto y compraron dos juegos de vocales: a-e-i-o-u (rosado) para la cartera de la dama, u-o-i-e-a (celeste) para el bolsillo del caballero.
El resto fue puro trabajo de dos almas necesitadas, manufactura del corazón: "¡Ah!" "Eeeeeee" "¿Y?" "¡Oh!" "Uuu..."
El 2 de octubre, ante una empleada del Registro Civil casi analfabeta, que no entendía (ni nunca entenderá, suponemos) el porqué de aquella alegría, el señor Aurelio y la señora Eulogia se comprometieron a ser fieles, respetuosos y considerados, a cuidarse y a amarse en la salud y en la adversidad, hasta que Dios decidiera lo contrario (en el hipotético caso que Dios decidiera algo tan odioso).
Allí mismo se hicieron tres copias del acta de casamiento, se pagaron los timbres judiciales, y los novios salieron del edificio besándose y dando saltitos, como si nunca les hubiesen dolido los pies.
José Vicente Ortuño - España
Quien iba a pensar aquella mañana de primavera, en la que las nubes apenas manchaban el cielo azul y las palomas atormentaban los monumentos con sus deyecciones lanzadas con malvada puntería, que una amenaza se cernía sobre la humanidad de manera alarmante e inminente. Nada había en el aire, ni siquiera una vaga sensación de algo malévolo, de una inminente catástrofe, o tal vez, la premonición de un increíble horror.
Sin duda había amanecido una mañana hermosa. Juan como suele hacer todo el que pasa la noche durmiendo, se despertó. No tenía prisa, era día de fiesta. Holgazaneó un par de horas en la cama, adormilado pero no dormido, consciente de la dulce sensación de pereza y relax. Al fin el hambre le decidió a levantarse. Se aseó y vistió con parsimonia y como el esfuerzo de hacerlo le había dado aún más hambre, fue a prepararse el desayuno.
Entró a la cocina canturreando, alegre, despreocupado, marcando unos patosos pasos de baile al son del Thriller de Michael Jackson, mientras silbaba desafinadamente. Al mismo tiempo fue disponiendo los bártulos necesarios para preparar el desayuno.
Conectó la radio y tras un rato de infructuosa búsqueda a lo largo del dial, como no encontró nada más que espantosa música machacona y la retransmisión de una misa, la apagó mascullando una maldición contra las emisoras.
Colocó la sartén sobre la placa vitrocerámica de la cocina, puso en ella el aceite y accionó el sensor que conectaba la placa. Mientras la sartén se calentaba y con precisión de neurocirujano, partió un par de huevos, los batió, añadió una pizca de sal y con decisión vació los huevos dentro de la sartén. La masa empezó a crecer. Juan la repartió por igual por todo el recipiente.
La masa siguió creciendo.
Jun la golpeó con la paleta para aplastarla.
La masa siguió creciendo.
Asombrado, vio como la tortilla desbordaba la sartén y apagó la placa vitrocerámica.
La masa siguió creciendo.
Intentó pararla a golpes, pero horrorizado comprobó que la masa había cobrado vida propia. Se movía, latía, reptaba sobre la brillante superficie, avanzando hacia él y creciendo y progresando de forma incontenible, haciendo caso omiso a los golpes con los que intentaba detenerla.
Horrorizado, retrocedió hasta un rincón y se pegó a la pared como si quisiera atravesarla temblando desencajado, lívido por el horror que se formaba inexorable ante sus espantados ojos.
La Tortilla temblaba y palpitaba mientras seguía aumentando de tamaño y emitiendo un tétrico gorgoteo. Desbordó la sartén y se fue deslizando por la cocina, llegó al fregadero y se paró. Ya había crecido hasta sobrepasar el metro de diámetro y parecía haber detenido su evolución, pero se agitaba nerviosamente. Del centro de su masa comenzó a elevarse una protuberancia que luego se dividió en dos; después los bultos se abrieron y mostraron dos enormes y malignos ojos que, tras echar un vistazo en derredor, se fijaron en Juan.
Éste decidió que era buen momento para salir corriendo. Pero aquella pareció ser la señal que la Tortilla esperaba y saltó sobre él, cubriendo la espalda de Juan, que intentó quitársela dando vueltas y golpes contra las paredes. Fue inútil; la maligna masa le cubrió la cabeza y continuó desplazándose hasta arroparlo por completo. Juan, totalmente envuelto en Tortilla cayó al suelo y se convulsionó durante unos largos y angustiosos minutos... hasta que dejó de moverse.
La Tortilla permaneció sobre el cuerpo inmóvil, extendiéndose al mismo tiempo que asimilaba los jugos y tejidos de Juan. Al cabo de unos minutos una Tortilla de ochenta kilos dejaba atrás un montón de ropas y huesos resecos y se encaminaba hacia la puerta. Para entonces había tomado conciencia de sí misma. Descubrió que tenía mucha hambre y estirando una parte de sí misma en forma de tentáculo, intentó detectar la presencia de más sustancias nutritivas. Lo que descubrió debió colmar sus expectativas, pues recogiendo el tentáculo se dirigió a la puerta de la cocina. Salió al pasillo y se deslizó con movimientos ondulantes hacia donde sus sentidos le decían que había más comida. De pronto cincuenta kilos de perro se abalanzaron sobre ella ladrando; era la mascota de Juan. La Tortilla carecía de oídos, por lo que no le importaron demasiado los denodados esfuerzos del animal por asustarla, pero lo que sí le molestó fue que le arrancase un trozo. No se lo pensó demasiado en realidad le era imposible hacerlo, envolvió al perro y lo devoró. Unos minutos después continuó su camino, dejando atrás un collar con una placa en la que se podía leer grabada la palabra Rusky.
Ciento treinta kilos de Tortilla llegaron frente a la puerta de la casa. Un sencillo pensamiento cruzó por alguna parte de si misma: "Puerta", seguido de otro que implicaba una mayor complejidad: "Abrir". Alargó un tentáculo, abrió la puerta y salió, luego extendió varios zarcillos y los agitó en el aire. Su olfato le indicó dos cosas: el mundo era muy grande y estaba lleno de comida. En un estado de ánimo parecido a la felicidad la Tortilla se deslizó por la escalera. Cuando salió a la calle cinco pisos más abajo había devorado a seis vecinos, dos perros, un gato, el canario de la abuelita del segundo a la vieja, un tanto reseca, la había ignorado, un vendedor de seguros a domicilio y al cartero. Ahora pesaba quinientos ochenta kilos y pensaba de forma bastante clara, es más, ya tenía trazados sus planes para el futuro: devoraría a todos esos deliciosos seres bípedos que había en el mundo, y luego algo se le ocurriría.
José María Tamparillas - España
Interrumpió la pieza en medio del adagio y dejó que el último tremolar de las teclas hormigueara en las puntas de sus dedos. La nota se alargó en el silencio de la sala.
¿Por qué has parado? le susurró Lambda.
No me siento a gusto. Uno sólo interpreta bien a Mozart si se siente a gusto consigo mismo.
Me gusta Mozart, me gusta tu música y te voy a echar de menos. La voz de Lambda vibraba suave, como la nota melancólica de un violonchelo.
Laila lloró.
¿Lloras?
Laila asintió sujetándose la frente con las manos. Sollozaba con los ojos muy cerrados. Su pelo oscuro cubría un rostro aniñado.
Creo que es lo que llamáis pena, o tristeza, me cuesta distinguirlamanifestó Lambda.
Laila se irguió, abrió y cerró sus grandes ojos oscuros hasta apagar sus lágrimas.
¿A qué te refieres, Lambda?
A no poder hacer nada. Se supone que estamos con vosotros para eso. Ese fue el trato.
Es un tumor maligno que crece con demasiada virulencia. Esa vez, Laila se expresó con un pensamiento.
Aunque los Neurianos preferían la subvocalización para comunicarse, algunos no ponían pegas a la comunicación mental. Ésta daba una mayor sensación de intimidad. Lambda era una de ellas. Hacía mucho tiempo que había decidido que Lambda, su simbiote Neuriano, tenía que ser una hembra, aunque ella le respondiera que en su especie no había dimorfismo sexual.
Te repito que no soy hembra ni macho, sólo soy un shenck inmaduro apostilló Lambda con su tono más burlón.
Laila arrancó una melodía salvaje del piano. Las notas palpitaron en el aire con una furia apenas contenida.
Es paradójico meditó Laila para sus adentros. Tengo lo mejor y lo peor de mí misma dentro de este cerebro.
No pienses eso le contestó Lambda.
Voy a morir, amiga. Tengo derecho a pensar como quiera. Los casos perdidos tenemos ese derecho.
Entonces no quiero escucharteprotestó Lambda.
Una fuerte desazón recorrió la espina dorsal de Laila.
El comentario del simbiote significaba que iba a encerrarse en su concha particular, que iba a cortar el nexo temporalmente, saliendo de sus pensamientos. Los Neurianos llamaban a esos intervalos de tiempo 'nuestras horas de sueño'.
Sabía que volvería. Tendría que hacerlo. Demasiado tiempo de desconexión hacía que el Neuriano se debilitase. Esa fue una de las paradojas que más sorprendieron a los investigadores, años atrás, cuando las primeras simbiosis experimentales tuvieron éxito. Incluso mientras el huésped dormía, el Neuriano necesitaba de sus sueños, de algún tipo de actividad, para sobrevivir.
Laila esperó. Se dio cuenta de que su amiga había interpretado mal su aflicción.
¿Estás ahí? preguntó. ¿Lambda?
Silencio.
No puedo hacerte pagar por algo de lo que no tienes la culpa. Lambda, no quería ser impertinente.
Sus pensamientos se vieron agitados por una corriente de gratificante frescor. Era como estar sentada en una playa desierta, acunada por el rumor de las olas. Un pensamiento extraño pero confortante. Esa era la forma silenciosa que el simbiote tenía de decirle que se tranquilizara, que no estaba enfadado, pero que prefería no comunicarse por ahora.
Te comprendopensó Laila.
Se alejó del piano. Tenía que tomar su medicación. Ésta no tenía otra utilidad que la de atenuar el sufrimiento. Los Neurianos tenían, entre otras, la facultad de hacer más soportable el dolor. Ellos sabían qué canales tomar, qué neuronas manipular, pero con un límite. Lambda había intentado una vez aplacar una jaqueca de Laila y casi había muerto en el intento.
Pensó en el futuro de su simbiote. No había muchos humanos dispuestos a donar su cuerpo para mantener con vida a un alienígena que invadía su mente, su cerebro, y que usaba sus sentidos para relacionarse con el exterior; aunque eso significase que la capacidad inmunológica aumentase, que pudiera echar una mano a tu organismo contra la mayoría de las enfermedades, que fuera un fiel compañero, sensato, discreto e inteligente. Para complicarlo, sabía que los Neurianos sufrían mucho en los cambios de portador. Poseían una inteligencia emocional, de ahí la solidez que se creaba en el vínculo huésped-invitado; esa era la causa de que las secuelas de la ruptura brusca de la relación empática con el portador pudieran mantenerlos en estado de desorientación durante varias semanas.
Los mejores huéspedes que conocía eran artistas. Las investigaciones decían que esto se debía a que la 'lateralidad cerebral' de esas personas mejoraba el nexo. Ella prefería explicar esa especialización de una forma más poética: sólo las almas sensibles y creativas son capaces de convivir unidas.
Quizá hubiera suerte con Lambda. Ya había hablado con el departamento de la administración encargado de los Neurianos, y allí le había asegurado que tenían en lista un par de opciones bastante buenas.
Gracias por preocuparte. Seguro que estaré bienle susurró Lambda
Hola compañera. Laila recibió con un salto en su corazón las palabras de su amiga.
Hola. ¿Vas a tocar algo para mí?pidió el simbiote.
¿Qué quieres que interprete? dijo Laila en un susurro. Pide y serás obedecida.
¿Te acuerdas de aquel jardín que vimos en Francia el año pasado? dijo Lambda.
La elección era de esperar.
Los Neurianos centraban su ser en el componente emocional, hasta en su forma de recordar. La belleza era para ellos un hecho ineludible, un gran atractor.
Habían sido unas vacaciones maravillosas. Recorrieron el Loira y buena parte de la campiña francesa durante dos semanas. En una de las aldeas, ya no recordaba su nombre, un hermoso jardín de rosas había encandilado a Lambda por su fragancia y belleza.
¿Algo que te lo recuerde?
Me has leído el pensamiento, Laila.
Rieron la broma.
Se acercó al piano. Sus dedos volaron con elegancia y seguridad sobre las teclas y el instrumento le susurró la melodía con infinita delicadeza.
Lambda, a su manera, se lo agradeció.
Era como estar tumbada al atardecer en un hermoso prado de un verde intenso. El sol bañaba el aire con sus últimas turgencias. Olía a rosas y rocío.
Axxón 160 - marzo de 2006
Cuentos de autores de habla hispana (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Fantasía: Varios países).