HUÉSPEDES DEL BASURERO

Alberto Mesa Comendeiro

Cuba

En La Tierra era sólo uno más. Sin pasado, sin derechos, sin patria. Todos le conocían como el Indocumentado, el Ilegal, o el Emigrante.

La Tierra es el lugar ideal para que alguien como tú haga fortuna, le habían dicho tantos en su mundo natal. Quiso creerlos, aunque en el fondo tuviera dudas. ¿Sería realmente el mundo de origen de la humanidad aquella tierra prometida que le pintaban? Y, sobre todo; ¿sería para él, que no tenía ni oficio, ni estudios ni habilidades? ¿Podría abrirse paso en medio de otros modos de vida, otras costumbres?

Puedes pasar por terrestre, sígueles el juego, no es tan difícil ser civilizado... y menos aún parecerlo. Al final eso fue todo lo que quiso saber. Además, la otra opción era la muerte como individuo. En Atlantis nunca sería más que otro cazador de pieles, como su padre y su abuelo. Y él soñaba tanto con superarse, ser alguien... Resultaba irónico que sus ancestros hubieran subido a las naves coloniales huyendo de la Tierra y su impersonalidad, y él emprendiera el camino contrario... por las mismas razones. Por no ser nadie.

Una mañana cualquiera subió a una nave y partió hacia la Tierra.

Al principio todo pareció irle bien. Como tantos, no tenía documentos ni permisos, pero siempre hacían falta brazos fuertes; las máquinas, por perfectas que fuesen, nunca podrían hacer todo el trabajo duro. Demolió y sembró. Recogió cosechas. Estibó mercancías. El cansancio físico no lo amedrentaba. Era hermoso acostarse con el agotamiento en el cuerpo y el salario creciendo lenta pero seguramente en su tarjeta de crédito. Compartir las noches con los amigos frente a una jarra de cerveza aguada, contándose historias de sus mundos lejanos.

Así pasaron meses, o años. Creyó poder adaptarse a las ciudades de metaloplástico y cristalcemento. Creyó que pronto tendría suficiente para regresar a Atlantis como un magnate, el sueño compartido de todos los que trabajaban como él de sol a sol.

Hasta que un día todo cambió.


La Tierra ya no los quería. Eran tantos los inmigrantes que los terrestres habían empezado a temerlos. Millones fueron devueltos a sus mundos casi a la fuerza. Otros, más ilusos o más rebeldes, no aceptaron el regreso cabizbajos. Habían venido a hacer fortuna o morir en el empeño.

Escogió quedarse, desafiar a la ley, ocultarse en el bajo mundo. Tan difícil no sería, para alguien acostumbrado a moverse sigiloso en la selva de Atlantis, entre fieras y plantas hambrientas.

Pero aquella jungla tecnológica tenía otras leyes, y nunca acabó de aprenderlas...

Ya no era el mismo. Lo habían estafado, golpeado, arrojado al fango de callejuelas infectas, que ni siquiera aparecían en los mapas. Había robado para comer y le habían contagiado enfermedades desconocidas. Había perdido varios dientes, en peleas o por el escorbuto y la avitaminosis terminal. La rotunda musculatura de su físico de atlante también había desaparecido, escamoteada por el hambre. Ahora tenía la mirada apagada y el alma vacía como un templo profanado, inmerso en un escape fácil y falso de drogas tóxicas; un callejón sin salida. Pronto fueron su único modo de sobrevivir sin sentirse esclavo del dolor, de no ver la crueldad de una ciudad que sentía siempre ansiosa de morder, como un animal rabioso.

Ya no valía la pena ser optimista. Estaba vacío. Ahora sí parecía un terrestre.

Para alguien como él sólo quedaba un lugar: El Basurero; el barrio más bajo de toda la Tierra, donde van a parar todos los desechos industriales, donde no hay protección contra la contaminación. Donde cualquier enfermedad incurable no pasa nunca de ser una más. Donde, corren rumores, los militares ensayan las armas químicas y bacteriológicas.

¿Cómo pudo pensar alguna vez que el peor lugar para vivir eran las colonias?

Pero ni siquiera allí era realmente aceptado. Sus amigos del trabajo habían preferido regresar a sus mundos natales; ahora no conocía a nadie ni se identificaba con ninguna de las subculturas del lugar. Le faltaba malicia y tampoco le interesaba demasiado aprenderla. No tenía habilidades técnicas o científicas valiosas. Sí, era valiente y podía pelear con los puños, pero no sabía manejar las armas sofisticadas que usaban las pandillas. Era menos que un inútil para la vida violenta de las calles.

Y en el Basurero, quien no sirve para predador termina siempre siendo presa.

Varias veces escapó sólo por puro milagro. Pero cada vez era más difícil. Ya no pasaba inadvertido, ya lo conocían demasiado.

Ahora, estaba tan cansado... no valía la pena seguir huyendo. Sabía adónde iba. Sin embargo, caminaba sin rumbo, a tropezones. El peso de las ideas en su cabeza era peor que el de su propio cuerpo. Cruzó la avenida sin mirar con la esperanza de que lo atropellaran. No tuvo suerte. Al otro lado, siempre atravesado en su camino, el lugar de la cita: El muro que rodeaba la bahía, sin poder contener el infecto aroma de sus aguas, caldo bastardo de cuanta química sobrante generaba la monstruosa ciudad.

Allí, sentado, esperaría.

Las olas, exultantes, abrazaban a las rocas, algunas trataban de alcanzarlo. Había oído decir que de tan contaminadas podían ser corrosivas como ácido, pero no intentó esquivarlas. Devorado por el horizonte, el sol tenía más prisa que nunca en marcharse. Y sin embargo, se sentía a gusto allí. Contaminados o no, eran agua, sol, nubes... Desde largo tiempo atrás, buscaba un lugar así, abrumado por sonidos e imágenes que le eran al mismo tiempo extraños y familiares. Trataría de recordar, de remover las piezas del pasado en su mente, aunque no sirviera de nada, tan sólo para levantar el ánimo por última vez.

Miraba las olas sin verlas...

Veía su rústico hogar, todo madera y piedra, sin las comodidades a las que se acostumbró en los días en que trabajaba. La cena con su familia. Sus hijos pequeños trepando a los árboles, ejercitando los músculos casi desde que nacían, como buenos atlantes. Jugando en el valle, alegres. La mujer amada, bañándose en el río desnuda, confundida con la vegetación.

No debió marcharse nunca. En Atlantis había sido feliz. Sólo que entonces no lo comprendía. ¿Fue el aburrimiento, el exceso de vigor juvenil, las ansias no satisfechas? O la curiosidad... esa inmensa cualidad que llena a todos los seres vivos de ansias por escalar el infinito. De cualquier manera, lo hizo. Y ya no había vuelta atrás. En la Tierra había notado por primera vez que sólo eres uno más y tu vida no vale nada.

Todo tiene remedio menos la muerte, solían decir en su pueblo. Aquí era al revés, Todo tiene remedio menos la vida.

El sol acababa de marcharse, inexorable, y no volvería hasta la próxima mañana. No había fuerza capaz de cambiar eso. La llegada de la noche era tan inevitable como la noche que había caído sobre su propio destino...


Con la penumbra, como siempre, los perros callejeros salieron de sus cubiles a buscar alimento entre los escombros. Ver a aquel hombre callado y solo, dormido sobre el muro, les llamó la atención. Al sentir la lengua de uno de ellos en su mano, él giró la cabeza, los miró, y no hizo nada más. Creyó que se marcharían pronto, pero no fue así. Entre lengüetazos y carantoñas, no se decidían a separarse de él. Era un humano, y ellos eran perros. Los ex-mejores amigos del hombre aún recordaban los tiempos de la alianza, antes de que las máquinas los volvieran superfluos e indeseables. Si pudieran hablar, tal vez hasta le preguntarían si tenía hambre, sed, frío. Ellos, lo mismo que él, sobraban en aquella ciudad, en aquel mundo, en aquel tiempo. Pero por más que lo intentara, no podía interpretar ninguno de sus gruñidos.

Los más supersticiosos afirmaban que los perros habían sido manipulados genéticamente en los laboratorios militares, que su mordedura era ahora venenosa. Para eliminar a toda la "escoria inmigrante" del bajo mundo, sin comprometer al ejército con la opinión pública. El gobierno, por supuesto, había negado tal afirmación, alegando que las extrañas mutaciones sufridas en los perros callejeros eran producto de la ingestión de desechos tóxicos y la contaminación radioactiva del entorno por algunos vertederos industriales. Fuera cierto o no, ahora no les temía. Había visto a más de un mendigo fallecer entre espumarajos después de ser mordido por un can.

Pero, de todas maneras, él ya estaba a punto de morir. No tendría un entierro decente. Su tumba sería un estercolero, su lápida un latón de basura volcado sobre sus huesos. En vez de flores tendría desperdicios tóxicos por corona mortuoria, y sólo vendrían a velarlo ellos, los perros. Qué mejor compañía para un muerto que una manada de moribundos.

En medio de sus reflexiones llegaron los verdugos. No le fue difícil identificarlos, eran los mismos de todos los días de todos los últimos meses. Le pareció que los conocía desde siempre... ya lo habían perseguido hasta en sueños. Como si el terror tirase de ellos por correas invisibles, o intuyendo la golpiza, los perros se marcharon, gimoteando.

Se puso en pie de un salto, sintiendo que el suelo bajo sí desaparecía, abriéndose en un abismo sin fin. Solo, frente a los ejecutores. Rostros de odio, manos crispadas en cadenas, nudillos blanqueando en los gatillos de armas de energía improvisadas, peligrosas e inseguras, pero letales. Peinados exóticos, tatuajes tribales, las máscaras de la guerra. Le sonreían, como disfrutando de antemano. No tenía ninguna posibilidad contra tantos. De pronto, comprendió el temor que estaba detrás de todo su odio. El era... diferente. Extraño. Ajeno. Los miró con otros ojos y descubrió las semejanzas que los unían. Casi sintió pena por ellos. También eran víctimas.

Quiso hablar, explicarles. Y descubrió que ya no tenía palabras. Su cuerpo vibraba, como queriendo hacer algo... No hizo nada.

Y luego fueron los golpes, los insultos, los gruñidos...

Al menos acabaron rápido.

O no tanto. Fueron lo bastante crueles como para dejarlo vivo.


Pronto amanecería... Hacía horas que estaba tirado en el suelo y la muerte no llegaba. Cerró los ojos para verla venir desde su interior. Sólo vio un gigantesco árbol del que caían lentamente las hojas, para convertirse en sangre al tocar el suelo. Entre nubes de dolor, su cabeza deshilachaba memorias de remotas travesías... Tierras áridas sembradas de animales muertos y árboles caídos. La figura de un antepasado de melena y barba blanca, tendido en tierra por la fatiga del largo peregrinaje.

Una tormenta extraña sacudió al hombre naciendo desde su piel lacerada. El contacto de otra piel lo hizo temblar. Con un reflejo de protección incontrolado y fuera de lugar, aulló como una fiera, tiró un débil manotazo al aire, y por fin abrió los ojos.

Inclinada sobre él, una mujer lo observaba, como se mira a un animal herido de muerte y abandonado por la manada en fuga. Por las ropas parecía una prostituta. Claro que a aquella hora y en aquel lugar todas lo parecían... y probablemente lo fueran. No le gustó ver que lloraba, no quería que sintieran lástima por él, era tarde para tratar de salvarlo. Harías mejor marchándote... pensó, pero no se lo dijo.

—¡Dios mío, no estás muerto! Voy a buscar ayuda...

—No —sonrió él con tristeza, y la sangre se mezcló con su sonrisa—, ya no vale la pena...

—Pero... así vas a morir, podrías salvarte —insistió ella—. Deja que...

—No, mejor dame un cigarro —dijo él, llenándose aún más de sangre.

—No me atrevo a dártelo... en tu estado podría matarte.

—¿Qué importa ya? Soy un condenado a muerte, tengo derecho a un último deseo.

—Yo también soy una condenada a muerte —dijo ella, tratando de secarse con las manos unas lágrimas que empezaban a correrle por las sucias mejillas.

—¿Qué quieres decir? —preguntó él.

—Tengo una enfermedad incurable. No sé si me quedan horas, o días.

—Entonces, ¿vas a compartir un cigarro conmigo, o no?


Ilustración: Jorge Llamos

A ella sólo le quedaba uno, y se lo dio.

—Sólo eso quieres... un cigarro.

—No hay tiempo para más.

—¿Ni para mi último deseo?

Ambos se miraron. Y tal vez si hubieran podido sonreír de veras lo habrían hecho.

—No creo que debas... ¿Sabes? Yo... no soy terrestre...

—Basta con que seas humano. Aunque, realmente, ¿alguien lo es todavía?

Por un instante, hubo calma. La noche moría. Sólo ecos murmurantes de voces extrañas llegaban de todas partes. Antes de que se diera cuenta, ella estaba acostada a su lado. Y era tibia, palpitante, suave, acogedora.

Sangre y lágrimas se mezclaron en un abrazo.

Ambos desearon que la muerte, por esta vez, tuviese paciencia... Al menos hasta el amanecer.

Al rato, los perros regresaron, y aullaron largamente hasta que los cuerpos dejaron de moverse.

Los que los encontraron, al alba, por varios días comentaron lo extraño del hecho. El hambre y los colmillos caninos los habían respetado, misteriosamente...


Alberto Mesa Comendeiro nació en la Ciudad de La Habana, Cuba. Ganó el Premio Guaicán 2005 por el relato "Fantasmas inocentes" que publicamos en Axxón N° 159. Otro de sus relatos, "Almacén de Cataratas", fue incluido en la antología Reino Eterno (Ed. Letras Cubanas 2000).


Axxón 163 - junio de 2006
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Inmigrantes: Cuba: Cubano).