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SOPORTE VITALMarcelo López González |
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Pequeños círculos de luz se deslizan por el rostro de Gustavo. Los breves dibujos iluminan porciones de un gesto de fastidio por los turnos de noche, una de las pruebas de fuego para los nuevos funcionarios. Generalmente son incapaces de sobreponerse a las prácticas de este trabajo, y abandonan sin previo aviso.
La experiencia me ha enseñado viejos trucos que permiten adivinar rápidamente a un posible desertor. Sin embargo, el tono aburrido y melancólico de mi compañero logra confundir mis escuálidas facultades adivinatorias. Lo he observado una veintena de veces, incluso he cruzado con él un par de frases protocolares, sin resultado alguno.
Nuestro trabajo aparenta una monotonía que logra engañar a los primerizos. Habitualmente distribuimos equipos médicos de soporte vital. En la gran mayoría de los casos, debemos lidiar con la prepotencia de familiares, que una vez consumido hasta el último átomo de oxígeno de los tubos, exigen una atención rápida para el enfermo crónico que esconden en la pieza más apartada de sus casas. Hicimos seis entregas con características similares, hasta que la cruel seguidilla de peticiones de oxígeno se interrumpió.
La voz distorsionada de la operadora nos mencionó la dirección, y el objeto de la visita que debíamos realizar. Teníamos media hora para llegar, y otros minutos más para prepararnos. Gustavo escuchó atentamente, y me miró con algo de desconcierto.
Por fin lo haremos, retiraremos una de esas cosas. Seguramente reconoció el nombre del procedimiento. El contrato lo mencionaba un par de veces, e incluso le daba un carácter de suma importancia.
Es la mejor parte del trabajo le contesté, mientras guiaba el vehículo por la madrugada de Santiago.
La categoría de la casa pendía de un hilo. Su estilo afrancesado emitía notas anacrónicas que rebotaban entre los modernos edificios, convertidos en luminosos gigantes que asediaban su perímetro de jardines descuidados. No tardó en salir una persona, quien abrió con cierto desgano la puerta principal. Una figura femenina, casi espectral, nos dio los saludos de rigor, mientras arreglaba con sus manos el pelo cano y desbaratado que le caía sobre los hombros. Escuchamos las explicaciones por el endeudamiento, y las promesas de un pago que seguramente no llegaría. Al final del pequeño discurso traté de explicarle el contenido de la normativa contractual que había firmado y las consecuencias de su incumplimiento. Los ruegos y las súplicas, tan normales al procedimiento, prolongaron unos minutos más el esperado desenlace. Afortunadamente no tuvimos que recurrir a la fuerza policial, una medida que condimenta innecesariamente este tipo de situaciones. La mujer, vencida por mi argumento, finalmente permitió nuestra entrada a la vivienda.
Avanzamos en la penumbra de los pasillos, siguiendo con cierta inquietud el paso cansino de la mujer. Óleos y fotografías se fundían en una masa indistinguible de personas y paisajes colgados sobre todas las paredes. Cada rincón de ellas estaba repleto de sombras que, con un poco de imaginación, podían reflejar los sueños turbios de cualquier mente desequilibrada. La mujer se detuvo repentinamente frente a una puerta entreabierta, abriéndola con suavidad. La luz de la habitación nos iluminó, delatando el miedo que invadía a Gustavo.
La mujer caminó hacia la cama, remeció con delicadeza el bulto que palpitaba sobre ella, y acercó sus labios a la pequeña melena cobriza que sobresalía de entre las sábanas.
Viejo, despierta. Han llegado. Un dedo se asomó, trazando diseños invisibles sobre las mejillas arrugadas de la mujer. No lo hagas más difícil. No hay forma de seguir pagando.
Vendamos la casa, los muebles, pero no toques mis cuadros y fotos, te lo advierto, los tocas y me marcho para siempre le contestó una voz nerviosa y desafiante.
Lo hemos vendido todo, mañana se llevaran el mobiliario y pronto comenzarán a demoler la casa. Apenas hemos cubierto las deudas. Resígnate. Trata de que el final sea digno.
Qué sabes tú de la dignidad. Nunca la perderé. No se vende. No me hables de asuntos que no entiendes. Ya no eran dedos los que se asomaban, sino que una mano empuñada se dejó ver tras sus palabras.
Gustavo me miró con impaciencia. Quizás esperaba de mí una acción más acorde con la experiencia que yo proyectaba. Lo entiendo. Si tu compañero lleva ocho años en un trabajo, se supone que debe conocer todos los vericuetos que se le aparecen. Pero ese no era mi caso. Conocer el procedimiento al dedillo y haber participado en una decena de casos como éste no dejan de inquietarme. La capacidad de asombro nunca se pierde, aún en días oscuros como los que estamos viviendo. Por eso me gusta este trabajo, y porque soy el funcionario más antiguo de la Empresa, alguien tiene que hacerlo. Pero la capacidad de asombro tiene sus límites.
Señora, no podemos seguir esperando. Debemos proceder al retiro programado lo antes posible. Usted conoce la ley.
Viejo, entrégala ya. La mujer volvió a la carga, metiendo sus manos debajo de las frazadas y sábanas que cubrían al enfermo. Se produjo un leve forcejeo al interior del bulto. Un sonido rabioso, acompañado de unos pequeños movimientos, terminó en un lloriqueo de impotencia por parte del extraño personaje oculto. La mujer comenzó a retirar sus brazos, descubriendo el cuerpo escamoso de un reptil. La cola se aferró a la piel de su captora, que con sus dedos acariciaba con ternura la pequeña cabeza del animal.
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Déjala, por favor déjala dijo la voz desconsolada del enfermo. Es todo lo que me queda.
Todos dicen lo mismo, aferrados al recuerdo ilusorio de su glorioso pasado. En los tiempos anteriores al colapso eran considerados héroes. Su impronta y valentía los convertían en Señores de un imperio que se encontraba más allá de las posibilidades del resto de la población. Su imaginería traspasó todos los márgenes en pos del arte que decían representar. Pero las consecuencias no se hicieron esperar.
Le pedí el bolso a Gustavo, y recibí el animal, depositándolo con cuidado en su interior. El hombre seguía llorando como un niño, pero mi profesionalismo es a prueba de gemidos y ruegos de seres tan detestables. El cuerpo del enfermo comenzó a temblar descontroladamente. La mujer se acercó a él tratando de mantenerlo en su lugar, presionando con todas sus fuerzas el cuerpo que se adivinaba esquelético. Las convulsiones eran parte del proceso que lo llevaría a la muerte inmediata. Hay cierto parecido con la forma de morir que tienen aquellos pacientes que no logran pagar los tubos de oxígeno. Los espasmos producidos por el ahogamiento y los movimientos de sus piernas y brazos, amarrados por correas o sostenidos por los brazos de sus familiares, los ayudan a morir con cierta elegancia. Pero en el caso de estos supuestos héroes, el patetismo de su muerte se demuestra en cada movimiento frenético que realizan, en cada gota de sus lágrimas profanas, en cada nota de sus gritos de ayuda y compasión. Y así los vemos morir, no sólo porque nuestro contrato lo exija, sino por la bendita oportunidad que nos dan para ser testigos de la extinción lenta e inexorable de los últimos viajeros. Esos mismos que, una vez superado el problema del regreso, no sólo intentaron realizar acciones de arte en favor de la historia pasada de la humanidad, sino que comenzaron a depender sicológicamente de aparatos y animales traídos de sus largos viajes. No había tiempo ni recursos para comprender la novedosa adicción de nuestros preciados héroes, carcomidos por enfermedades imposibles de curar, ataviados con esa aura de divinidad que los convirtió en intocables. Si no eran detenidos a tiempo, se convertirían en nuevos dioses empecinados en aplicar a nuestro presente sus novedosos proyectos de cambio. Y llegaron los impuestos de retención de especies, cada vez más altos, imposibles de pagar.
Estas reflexiones son necesarias, fortalecen mi espíritu, y acompañan este plato frío de la venganza que termino por comer, casi al mismo tiempo en que el hombre deja de moverse, rendido a la muerte que tanto evadió.
Salimos presurosos de la habitación. No podemos esperar a la mujer, que llora desconsoladamente a los pies de la cama. Gustavo tiembla sin cesar, exhibiendo otro síntoma de su incapacidad para este tipo de trabajo. La penumbra me incomoda. Busco en las paredes algún interruptor. Lo encuentro. Y enciendo la bendita luz que nos llevará a la puerta de salida. Las paredes se muestran abarrotadas de recuerdos pecaminosos, pero no hay tiempo para mirarlos, sólo gasto unos segundos para hacer un recorrido superficial del entorno, descubriendo en una vieja fotografía la cara sonriente de un Jimmy Hendrix octogenario, junto a un folclorista casi tan viejo como él, de apellido Jara. ¿Y a eso le llamaban arte?
Cuando publicamos "El juego" en Axxón 164, dijimos que Marcelo López González es chileno, tiene 36 años, nació en Antofagasta y vive en Santiago. En algún momento abandonó los estudios de Derecho para dedicarse a la docencia, por lo que actualmente trabaja en una escuela pública. Se formó literariamente junto a Luis Saavedra y fue editor de un número especial del fanzine Fobos, llamado "Fobos Negro". Nos ha prometido un cuento que quedó finalista de los "Juegos Literarios Gabriela Mistral". Esperamos ansiosos...
Axxón 167 - octubre de 2006
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Deterioro de la calidad de vida: Chile: Chileno).