Nos, los colaboradores de AnaCrónicas, reunidos en living-comedor ante mesa de fórmica, acordamos, tras meses de ardua deliberación, que posiblemente nuestros lectores regulares querrían una explicación. La iniciativa de darla fue aprobada por un estrecho margen, con apenas dos votos de diferencia sobre la que quedó en segundo lugar: rescatar lo que pudiéramos, prenderle fuego al resto, cobrar el seguro y desaparecer. Y, aunque esta iniciativa hubiera obtenido mayoría simple, también habría correspondido impugnarla porque casi todos los votos a favor eran de la misma persona. Persona que no será nombrada, menos por consideración hacia ella que por total desconocimiento de su nombre: aparentemente era alguien que pasaba, vio jarana y entró a ver si ligaba algo. Eso sí, una vez expulsados los colados y determinado el curso a seguir, concordamos de inmediato en que había una explicación razonable, sencilla, lógica y convincente para nuestro largo hiato; y en el acto hicimos votos de no descansar hasta haberla encontrado. En eso se nos fueron dos meses más. Finalmente, demacrados tras sesenta días de privación de sueño, decidimos rendirnos y contar la verdad. Y sobre mis hombros recayó la responsabilidad de tal infausta pero ineludible tarea. La verdad, estimadísimos lectores, tal como es y despojada de todo adorno que no sea estrictamente necesario para evitar juicios penales, es la que sigue: ¿Se acuerdan de que Otis era el último sobreviviente del Regimiento de Anaclones? ¿Y se acuerdan también de que tales anaclones traían crecimiento acelerado de serie? Bueno, nosotros no nos acordábamos. Semana tras semana observábamos perplejos cómo Otis no dejaba de arrugarse y ponerse marchito, cual J. F. Sebastian de mala calidad. Finalmente, un día entramos en su oficina y sólo encontramos un cascarón vacío. Después nos dimos cuenta de que en realidad no estaba vacío: Otis se había escondido adentro para que no lo viésemos en tal degradante estado de occisión. El testamento establecía que su cuantiosa fortuna, que hasta entonces había financiado las AnaCrónicas, quedaría en manos de su colaborador más cercano. En este punto, el abogado ejecutor interrumpió la lectura y declaró que, visto que él estaba ayudando a Otis a cumplir su última voluntad, era técnicamente su colaborador; y, considerando que era también quien estaba más cerca del féretro, le correspondía, dicho en la jerga leguleya que él empleó, encanutarse la tarasca. Tan desesperado como vano fue el intento del licenciado Carlitos Menditegui de dejarlo en off side interponiéndose entre el cuerpo muerto de Otis y el del vivo albacea. Un socio de este último, que hasta aquel momento se había hecho pasar por plañidera contratada, le salió al encuentro con los tapones de punta y le metió un planchazo tal que el pobre licenciado tendrá que estar parado hasta el final de la temporada. “Y bueno, loco, tengo que darles de comer a mis pibes”, se excusaba el abogado al abandonar el recinto. Lo mismo le dijo, vía teléfono celular, al agente de viajes al que le encargó dos pasajes en primera clase a Punta Cana. A todo esto, una señora ya nos había llamado la atención, diciendo que consideraba de muy mal gusto que diésemos semejante espectáculo en el velorio de su marido. Así nos enteramos de que Otis era casado. Tiempo después, la viuda nos inició acciones legales por la herencia. Pero desistió de sus intenciones al saber que todo lo que nos había dejado su esposo era la obligación de mantener su nombre en el encabezado de la sección. Al final, nos terminó tirando unos pesos ella a nosotros. Lo último que supimos de su paradero fue que estaba en Texas, a punto de casarse con un magnate petrolero de noventa y tres años. Parece que él la llama “mi Dolly Parton”, de lo que se induce que la cuenta bancaria de la señora no es lo único que se agrandó. Mas, en fin, no pretendo seguir divulgando chismes sobre gente extraña, y esa señora es la persona más extraña que yo haya visto. Es viuda en quintas nupcias, imagínense. Para volver al tema: con esos pesos que tan amablemente nos dio la señora, pudimos tomar el colectivo y reunirnos en el departamento de Rosemary Romero, donde se instaló provisoriamente la redacción de AnaCrónicas. Desde allí estoy escribiendo ahora esto, entre equecos de la suerte y esencias del arcángel San Miguel. No es fácil, habiendo vivivo tiempos en que tuvimos nuestro propio ejército de clones para conquistar el mundo, acostrumbrarnos ahora a esta situación rayana en la insolvencia. Dänik Eraparauntaar, por ejemplo, tenía intención de viajar a Varadero para investigar cierto misterio. Tuvo que conformarse con ir a Baradero. Nos vimos obligados también a vender la PlayStation 2 de Bráian (lo cual nos trajo problemas con sus padres, pues ellos se la habían comprado). Es duro trabajar en estas condiciones. Debemos compartir la única PC de que disponemos. En este momento tipeo esto a ciegas con el teclado, mientras el diseñador diagrama con el monitor y el mouse los capítulos finales de “La yunta e’ torres” que salen, por fin, en esta edición. En busca de nuevas fuentes de efectivo para expandir nuestro ajustado presupuesto, hemos accedido a incluir publicidad en la sección (como ya habrán ustedes observado en el margen izquierdo de la pantalla). Sí, son tiempos de adversidad, pero lo que importa es que AnaCrónicas está de nuevo a flote. Allá arriba vuelve a enseñorearse del monitor nuestro emblema del reloj mutilado; y en él brilla el nombre de Otis que él mismo nos encomendó conservar, bajo apercibimiento en caso contrario de no resucitarnos el día que regrese en toda su gloria. Como dijo Séneca, Virgilio o algún otro de esos degenerados: da peras esperad atrás. O una cosa parecida que por algún motivo es propicia en situaciones como ésta. En fin, que les garúe finito.
Andrés D. |
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