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OBSERVADORÁngel Aliaga |
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Con la vista fija en el pasado, Daniel Comb ajustó los controles. Casi.
No era un problema mecánico. Ésos habían quedado resueltos a lo largo de los últimos diez años... excepto la extrema dificultad de enfocar lo suficientemente bien un momento situado dos décadas atrás en el tiempo.
La señal, por supuesto, era débil. Y había multitud de interferencias procedentes tanto de otras ondas temporales (antiguas o recientes) como del sólido presente.
El más costoso prototipo de MultiProcesador Cuántico de la Universidad apenas bastaba a separar el rastro que tan desesperadamente buscaba Daniel. Y los amplificadores cuánticos experimentales llegaban solamente hasta donde permitía la indeterminación fundamental del bendito Heisenberg.
Pero allí donde otros habían hallado un muro infranqueable, Daniel estaba seguro de triunfar. Había pasado media vida rastreando centenares de instantes pretéritos cuyos ecos distorsionados todavía podían extraerse de la espuma cuántica que permeaba el universo. Siempre frenado por el hecho incuestionable de que cualquier observación demasiado precisa alteraba, en mayor o menor medida, el elemento observado, impidiendo siempre la exactitud. Hasta esa noche.
Con exquisita delicadeza, llevó el foco hasta el punto preciso. Enseguida podría recibir sonido además de imagen. No tenía prisa. Ya no.
Todo había terminado catorce años atrás. El internamiento psiquiátrico por brote psicótico había culminado la destrucción de una mujer excepcional que había sido su esposa por un breve tiempo, tras un tormentoso noviazgo universitario. La inteligencia, el humor, la paciencia, el deseo, la personalidad, el alma misma de Anna habían sido devoradas por la insidiosa enfermedad, hasta llevarla al suicidio. Y en el último y exitoso intento, también se había llevado con ella el alma de Daniel.
Pero no su inteligencia. La misma que lo había llevado a convertirse en Profesor Titular de Física Cuántica a los veintisiete años, recién enviudado. La misma que durante años había rumiado el dato de que la mente de Anna había sido engañada, atrapada y envenenada no por la caprichosa genética, sino por un absurdo desliz de juventud.
Música de fondo. Antigua, de discoteca, tal como la recordaba. Ahí. Voces. Dos chicas jóvenes tramando por lo bajo.
¿Lo tienes?
Pues claro. Ven al baño en diez minutos.
Estoy con un chico.
Ponle una excusa. ¿No te echarás atrás ahora?
El momento de duda, la verdadera piedra de toque donde toda una vida había dado un giro al infierno, había pasado de puntillas sin que nadie lo advirtiera.
No. Estaré allí.
Aún quedaba otro instante por observar. Daniel se concentró en la fluctuante banda que llevaba el eco de diez minutos después. Aumentó la potencia hasta poder distinguir dos figuras entre la neblina cuántica.
¡Qué nerviosa estoy!
Tranquila. Es muy fácil. Y después te sentirás como nunca.
Allí había empezado todo. Seis años de pesadilla para ella y veinte de zozobra para él. Concentró el haz aún más, hasta ver aparecer dos rostros en la penumbra.
No sé si debo...
No seas tonta. Esto te pondrá a tope. Tu chico va a alucinar.
La maquinaria zumbaba con la energía extra. Heisenberg no tardaría en aparecer. En la soledad del laboratorio, Daniel siguió manipulando controles hasta que primero un sensor y después los demás alcanzaron la zona de peligro. Las voces eran más nítidas que nunca.
Esto me da mala espina.
¿Qué?
Me siento... observada.
Daniel se esforzaba en mantener sintonizado el detector. Tenía que seguir observando. Necesitaba estar seguro. Los ojos de Anna, de su Anna, brillaban. ¿Era aquel un indicio de la enfermedad anterior a todo cuanto él y los médicos habían supuesto? ¿O era otra cosa?
Aquí hay alguien más. Me da escalofríos.
¡Miedosa!
Daniel se estremeció. Reconocía perfectamente la voz, e incluso el tono agitado. No tan malo como llegaría a ser al quedar embarazada, pero inconfundible.
Me voy. Ya hablaremos mañana.
¡Cobarde!
Daniel apenas podía creerlo. Todos los indicadores de la enorme máquina estaban más allá del punto donde según Heisenberg la energía empleada en la observación tenía forzosamente que alterar el elemento observado. Los pocos colegas de Daniel que conocían sus experimentos creían que el efecto se limitaría a alterar el sutil eco que el detector rastreaba.
Pero él no lo había creído así. Había deseado con todas sus fuerzas que hubiera algo más. Había buceado en ecuaciones y teorías hasta confirmar la levísima posibilidad de que el eco estuviera relacionado a un nivel más fundamental con la realidad que lo producía. Que la relación, inexplicable como tantas otras cosas en Física Cuántica, resultara imposiblemente bidireccional.
Desatendido, el foco empezó a derivar. La imagen se fue volviendo borrosa. Pero Daniel aún podía recordar lo que sus ojos ya no podían contemplar. La inesperada vitalidad de la chica aquella noche. Los altibajos en la relación donde los momentos de tranquila felicidad se habían visto invadidos por estallidos de energía mental que al principio aumentaron la diversión pero luego trajeron el desastre. Las discusiones, los celos.
Pero, según lo que acababa de observar, aquello no había empezado, no había sucedido. Había cambiado el pasado. El recuerdo de aquella noche de fiesta estaba marcado en realidad por algún tipo de tonta disputa entre amigas. ¿Cómo podía haberlo olvidado?
Y más adelante, ¿realmente habían sido tan extravagantes aquellos momentos de diversión? Ya no estaba tan seguro de algunas cosas. ¿Exactamente cuándo había empezado ella con las visiones, las pesadillas y la manía persecutoria?
La máquina había dejado de zumbar. No recordaba haberla apagado, pero no importaba. Seguía sumido en los recuerdos, revisando momentos donde Anna alternaba entre la muchacha maravillosa y ocurrente de quien se había enamorado y la criatura asustadiza, depresiva y desconfiada que finalmente había acabado con su matrimonio. Muchos de ellos los había rastreado con su máquina de perseguir ecos.
Sentado ante las teclas, se sorprendió pensando que tal vez ella nunca había sido tan buena como la recordaba, pero tampoco tan mala. Que tal vez había malgastado media vida para nada. Frente a él, el detector cuántico que tanto esfuerzo le había costado construir perdió importancia a medida que se replanteaba lo que siempre había querido conseguir. Incluso de repente le pareció más pequeño.
Pero aún tenía en el bolsillo la diminuta ecografía del bebé nonato que Anna se había llevado consigo. Podía palparla con los dedos mientras lamentaba lo que podría haber sido. Recordaba perfectamente el momento feliz en que la habían tomado mientras la sacaba para contemplarla una vez más.
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Se había vuelto borrosa con los años. Las facciones del bebé estaban distorsionadas por una molesta bruma. Tal vez había llegado el momento de olvidar también aquello, pese a la fuerza emocional de los sueños concebidos en torno al niño.
Sueños/recuerdos de una demacrada pero sonriente Anna sosteniéndolo recién nacido en el hospital. Sueños/recuerdos de noches en vela, discusiones familiares, fiestas de cumpleaños y malas notas, actividades deportivas, viajes, toda una vida que podía haber sido, que tendría que haber sido. Se frotó la alianza en la mano izquierda. No recordaba habérsela puesto, pero no era extraño. Últimamente la había llevado a menudo, pese a no haberse vuelto a casar.
Inconscientemente, Daniel había vuelto a su despacho, rodeado de libros y expedientes académicos. Un solitario altar de estricta racionalidad. Si lo pensaba fríamente, ¿acaso habían sido tan graves los problemas de su esposa? La crisis depresiva durante el embarazo había sido un serio problema, pero ¿no había logrado Anna superarlo y salir del Hospital con la ayuda de medicamentos? Pese a los ocasionales rebrotes, ¿no había sido definitivamente curada por los métodos modernos?
Entonces, ¿a qué tanta obsesión con el pasado? El tiempo y esfuerzo requeridos para algo tan simple como una borrosa instantánea eran astronómicos. El gasto de bucear más allá de unos pocos años, incalculable. La energía necesaria para intentar cambiar siquiera una mínima parte, inconcebible. En cuanto al futuro, ¿como aprehender siquiera un eco de algo que aún no había sucedido?
Ya sólo cabía una conclusión al informe que llevaba seis años elaborando, el documento que, desde su posición como catedrático y autoridad mundial en el apasionante terreno de la exploración cuántica, y tras extensa y costosa experimentación, pondría definitivamente fin a demasiadas simplistas fantasías.
"Por lo tanto, hemos de admitir que cualquier tipo de viaje práctico a otro tiempo, sea pasado o futuro, así como cualquier método de influencia o alteración en los mismos, es y será siempre, además de esencialmente innecesario, imposible."
Al dia siguiente lo presentaría. El revuelo sería considerable, tras tantas expectativas defraudadas. Pero eso tampoco iba a importar mucho.
Era el momento de alterar el presente. Sacó la foto de su hijo del cajón. Ella se lo había llevado después del divorcio, pero aún mantenían el contacto. Les llamaría en cuanto se hiciera de día.
Ángel Aliaga nació en Valencia, España, en 1970 y es ingeniero. Aficionado a la lectura, especialmente de ciencia ficcion, se ha empeñado en escribir cuentos del género desde hace varios años, aunque aún no tiene suficiente tiempo para hacerlo como quisiera. Su autor favorito es Isaac Asimov, su libro favorito, Dune y su pelicula favorita: 2001, Odisea en el Espacio. Hasta ahora venía invicto en materia de publicaciones, invicto que acaba de perder por culpa de este cuento.
Axxón 167 - octubre de 2006
Cuento de autor europeo (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Mecánica Cuántica: España: Español).