EL PUEBLO QUE SALIÓ DE LA NADA

Martín Cagliani

Argentina

El campo de los Tablucci era el más fértil de la región, hasta que un pueblo entero apareció en él. No sólo gente, sino un pueblo completo, con casas, calles, autos, semáforos, mascotas y también personas.

Los Tablucci eran una pareja de sesenta años de edad, habían ido juntos a la escuela. Sus hijos, mayores, no vivían con ellos desde hacía mucho tiempo.

En la mañana del seis de julio don Tablucci se asomó a la ventana de su cuarto y no vio el trigo casi listo para cosechar que había dejado la noche anterior, sino una calle asfaltada y, del otro lado de ella, una casa con ladrillos a la vista.

—Negra, vení a ver —atinó a decirle a su mujer, que todavía remoloneaba en la cama.

—Bluchi, me tenés cansada con tu trigo, deja de mirarlo que lo vas a ojear.

—No, Negra, vení a ver... hay una casa arriba de mi trigo —dijo con las manos aferradas a las cortinas y sin dejar de mirar a la vivienda que tenía enfrente. Desde una ventana lo saludó una niña.

—Ay, gordo, no me hinches, no me hagas levantar. —Don Tablucci miró a su esposa con terror.

—Negra... una nena me acaba de saludar desde la casa. ¡Por Dios! ¡Vení a ver y decime que no estoy soñando!

Cecilia Tablucci se sentó al borde de la cama, refregó su rostro con ambas manos y arrastrando los pies se dirigió hasta la ventana.

—A la mierda, Bluchi, ¿qué es eso? —dijo mirando a su marido con los ojos muy abiertos.

—No sé, Negra, es lo que te estoy diciendo. Hay una casa en mi trigo.

—Y una calle —agregó Cecilia.

—Y una calle —confirmó él.

Diez minutos más tarde don Tablucci salió por la puerta de su casa de dos plantas y cruzó la huerta. Saltó el alambrado y cayó sobre la calle asfaltada que la noche anterior no estaba allí. Miró hacia los costados antes de cruzar. Tenía tres cuadras hacia cada lado, sin embargo la única casa que daba a esa calle era la que Tablucci tenía enfrente. La miró con atención.

Era una construcción pequeña, de una sola planta. Ladrillo a la vista, muy bien cuidada. Sólo se veía una ventana. "La puerta debe estar del otro lado", pensó Tablucci. Era parte de una esquina; allí mismo nacía otra calle asfaltada que se alejaba de él. Caminó por esa vía lateral en busca de la puerta. Antes de llegar, vio que la calle no era muy larga. Habría tres cuadras, pensó, antes de llegar a un espacio abierto que parecía ser una plaza.

Tablucci iba a golpear la puerta, pero ésta se abrió antes de que acercara su mano. Una niña de unos seis años le sonreía desde abajo. Era rubia y delgada.

—Hola, Bluchi —dijo la nena.

—¿Cómo sabés mi nombre?

La nena se rió como si él hubiese contado un chiste.

—¿Puedo ir a jugar a tu campo? —preguntó la niña, y por detrás de ella apareció una mujer joven, de cabello marrón lacio.

—¿Cómo le va, don Tablucci? —dijo la mujer—. ¿Viene a buscar a Delfi para que lo ayude?

Tablucci no entendía nada.

—¿Ayudarme en qué? ¿Nos conocemos? Señora...

Delfi salió corriendo por entre Tablucci y la puerta y se puso a saltar en medio de la calle. La mujer joven frunció su rostro reflejando duda.

—¿Se siente bien? —le preguntó a Tablucci.

—Oiga, acaba de aparecer su casa sobre mi campo de trigo. ¿Cómo voy a estar bien?

—¿Qué campo? Don Tablucci, ¿quiere que la llame a Cecilia? No me cuesta nada, la mando a Delfi. Venga, pase. —Hizo un ademán con la mano invitándolo—. Siéntese un ratito, tal vez esa manía que tiene usted de saltar el alambrado lo desestabilizó un poco.

Tablucci aprovechó la invitación y entró para investigar la casa. La mujer le dijo algo a la niña a sus espaldas.

—Yo no estoy desestabilizado —dijo mientras se adentraba en el living de la casa.

La mujer lo sobrepasó por la izquierda y se sentó en uno de los sillones, y con la mano lo invitó a que él hiciese lo mismo. Tablucci se sentó; era muy cómodo.

—Oiga, señora. Yo no la conozco, ni a su hija. Y esta casa no estaba acá ayer. No me trate de loco, algo raro está pasando acá, ustedes se hacen los que me conocen...

—Espere, por favor, no se me acelere. Delfi ya la fue a buscar a Cecilia. Nos conocemos desde hace seis años, don Tablucci. Con Mariano nos mudamos a esta casa cuando nació Delfina. ¿No se acuerda? —Tablucci negó con la cabeza—. Si usted y Cecilia fueron los primeros vecinos en darnos la bienvenida.

—Ya basta de mentiras. Ayer a la noche acaricié mi hermoso trigo antes de irme a dormir, y hoy miro por la ventana ¿y qué veo? Una casa sobre mi campo, y calles asfaltadas, ¡y un pueblo entero!

La mujer se sobresaltó ante la subida de tono de don Tablucci. La puerta de calle se abrió y entró Delfina corriendo, que sin preámbulo se sentó sobre la falda de Tablucci. Él separó los brazos como si una babosa gigantesca se hubiese posado arriba de sus pantalones, y sintió la voz de su esposa.

—Permiso —dijo, y mirando a la mujer—: Esta nena me invitó a pasar, me dijo que mi marido estaba mal. —Lo miró a Tablucci—. Amor, ¿estás bien?

—No hay problema, Cecilia. Es que se desorientó un poco, debe haber sido al saltar el alambrado —dijo la mujer.

Cecilia miró a su marido y apretujó el delantal que solía usar cuando lavaba los trastos. La niña la había encontrado lavando los platos de la noche anterior.

—Decile, Negra —increpó él—. Decile que no los conocemos, ni a esta casa que está sobre mi campo de trigo. Ni a este pueblo, ni a sus calles asfaltadas.

Cecilia miró a la mujer joven, y habló casi susurrando.

—Lo siento, señora. Pero no la conozco. Ayer en este lugar sólo había campo, y campo, hasta que la vista se cansara. Hoy hay un pueblo entero, no sabemos de dónde salió. ¿Ustedes de dónde vienen?

—¿Vienen del espacio? —preguntó Tablucci. Delfina se bajó de su falda y se puso entre él y su madre.

La mujer sonrió, y pareció reprimir una carcajada. Pero ante la mirada de los dos ancianos habló con tono condescendiente.

—¿Me están hablando en serio?

Tablucci se puso de pie de golpe.

—Mire. Que ni sabemos su nombre, y su casa está sobre mi campo. Quiero de vuelta mi trigo, vuelvan a su planeta, o de donde sea que vinieron. Acá no hay lugar para ustedes.

—Tranquilo, Bluchi —dijo Cecilia, posando la mano sobre el hombro de su marido, él la miró como preguntando "¿Qué querés que haga?"

La mujer permaneció en silencio unos segundos, seguía sentada, cruzada de piernas. Delfina se acercó a ella y la abrazó.

—Lo siento, no sé qué es lo que les pasa. Pero como le decía antes nos conocemos hace seis años. Ustedes cuidan a Delfi cada vez que yo tengo que ir a la ciudad. ¿Se olvidaron de nosotros?

—¿Cómo es su nombre? —preguntó Cecilia.

—Me llamo Natalia —dijo, y levantó sus hombros.


Media hora más tarde don Tablucci estaba en la comisaría de Bomplad. "El pueblo", como solían decirle los que vivían en el campo. Aunque ahora el pueblo era el que tenía frente a su casa, y la gente que vivía en ese pueblo llamaba a Bomplad "la ciudad".

Bomplad era una pequeña localidad de unos veinte mil habitantes. El pueblito aparecido tenía una plana cuadrada con seis manzanas de cada lado. Tablucci había calculado que al ser treinta y seis manzanas debería tener unos...

—¡Ochocientas personas viven en mi campo! —le dijo al comisario.

Estaban en una pequeña oficina, que no tenía puerta. Algún día la habían sacado para barnizar y no la volvieron a colocar. Pero al comisario le gustaba, ya que así podía ver a su esposa, que hacía de secretaria en la oficina del frente, también sala de espera.

El comisario era un hombre robusto; llevaba el pelo muy corto y le gustaba pasarse la mano por él cada tanto. Habían ido juntos a la escuela de Bomplad con Tablucci.

—A ver, Bluchi, si te entiendo. ¿Esa gente dice que te conoce desde hace seis años?

—Sí.

—Bueno. ¿Y estás seguro de que las casas son de ladrillos?

Tablucci se enfureció.

—¿Te pensás que soy estúpido, que no sé darme cuenta si algo es de ladrillo?

—Tranquilo, tranquilo —dijo el comisario mientras le dirigía una mirada a Grisel, su mujer, por detrás de su amigo—. Mirá, Bluchi, yo te lo digo porque no entiendo cómo pueden aparecer cientos de casas de ladrillos de golpe en tu campo. Si fuesen de tela o algo así, tal vez alguna secta rara o lo que sea, podrían haberlo...

—¡Vamos, Antonio! Que no soy boludo. Te digo que hay calles asfaltadas y gente que dice haber vivido ahí toda la vida. ¡Son extraterrestres! Llamá al ejército de una buena vez. Esto no es joda, nos están invadiendo. Primero me roban el campo de trigo a mí, que andá a saber qué hicieron con mi trigo, lo habrán mandado a Marte.

—Tranquilo, Bluchi.

—Estoy podrido de que todos me digan que me tranquilice...

—Tran... Bluchi, te va a dar un ataque. Vamos a hacer una cosa. Ahora lo llamo a Tito, y vamos los tres con la patrulla, ¿te parece? Ahora justo lo estaba esperando, que fue a ver otro caso raro. ¿Te acordás de la gorda Mufa? —Tablucci asintió con la cabeza—. Bueno, llamó llorando y diciendo que su marido se había evaporado ahí adelante de sus ojos.

      

Tito manejaba muy despacio por los caminos de tierra, cuidaba la patrulla como si fuese propia. A Don Tablucci esa lentitud empezaba a exasperarlo.

—Esos etés ya van a haber tomado posesión de los otros campos para cuando lleguemos, y seguro que de mi casa también.

—Don Tablucci, ¿es en serio que cree que son marcianos? —preguntó Tito. Era un joven de unos veinticinco años, delgado, con el pelo cortado a cepillo. Usaba un pequeño bigote, para ocultar su rostro infantil.

—¿De dónde van a venir si no? —respondió Tablucci, desde el asiento trasero de la patrulla. El comisario iba en el lugar del acompañante, serio y pensativo.

—No es la primera vez que usté cree ver etés, don Tablucci.

—Antonio, ¿vas a dejar que ese mocoso me hable en ese tono?

—Vamos, Bluchi, que tiene razón. ¿O no nos hiciste ir el año pasado por las luces esas?

—¡Eso fue diferente, ahora hay un pueblo entero sobre mi trigo!

—¿No era una casa? —preguntó Tito, con tono suspicaz.

Don Tablucci se acercó a la rejilla que lo separaba de la parte delantera.

—Mirá, mocoso, si no estuviera esta reja te daba un buen sopapo. —Volvió a recostarse en el asiento ante la mirada seria del comisario—. Sí, es una casa, más otras tantas. Ya lo van a ver ustedes mismos.

Pasaron algunos minutos nomás para que, tras un recodo del camino, se vio el pueblo a lo lejos. Tito clavó los frenos del patrullero y el comisario casi se golpea la cabeza contra el parabrisas.

—¿Qué te pasa, Tito? ¿Estás mal del bocho? —preguntó el comisario.

—No sabe ni manejar, ¿de dónde lo sacaste?

—¡Allá adelante! El viejo no estaba mintiendo —dijo Tito, señalando con el dedo.

El comisario le propinó un golpe en la cabeza por faltarle el respeto a su amigo. Luego afinó la vista y pudo divisar el pueblo a lo lejos.

—Mire, el camino sigue, antes no seguía.

—Dale por ahí, vamos.

A los pocos kilómetros el camino se hizo asfaltado y vieron la primera casa. Tito manejaba a paso de hombre. Hicieron tres cuadras hasta la plaza que era el centro del pueblo. La gente que veían por la calle los saludaba. Tito les devolvía el saludo a todos, pero don Tablucci y el comisario estaban turbados.

Tito detuvo el patrullero frente a la plaza. El comisario Antonio era un gran admirador de los árboles, y notó que los robles que rodeaban la plaza eran centenarios. Jamás había visto un roble centenario ni en Bomplad ni en los campos vecinos.

—Esto es increíble. Este pueblo parece haber estado acá por cientos de años...

—¿No te decía, Antonio? —comentó don Tablucci.

Tito saludó a una anciana que cruzó delante del patrullero, y en eso vio que un policía de a pie se acercaba a ellos. El comisario descendió del auto.

—Quedate acá y prepará el arma —le dijo a Tito por lo bajo. Don Tablucci, como no recibió órdenes contrarias, también descendió del auto.

—¿Cómo le va comisario Taboada? —dijo el policía mientras se acercaba a paso lento, con sus manos detrás de la espalda—. ¿Qué lo trae por acá?

—¿Nos conocemos? —dijo el comisario Antonio.

El agente pareció confundido, y se ruborizó.

—Uy, disculpe. Pensé que me recordaría. Nos vimos la semana pasada, en el encuentro que organizó el intendente.

—¿Qué encuentro, y qué intendente? ¿De qué me habla?

El agente se puso en posición de firme. Se rascó la pierna derecha, y miró a Tito en el patrullero, como buscando un cómplice que lo ayudara a entender qué pasaba.

—Usted es el comisario Antonio Taboada de Bomplad, ¿no? —preguntó.

—Así es. ¿Usté quién es?

—¿Y qué hace este pueblo arriba de mi campo? —preguntó don Tablucci levantando la voz.

El comisario Taboada lo tranquilizó con una mano, indicándole que retrocediera, él obedeció.

—Soy el agente Miguel Espino, señor.

—¿Cuánto hace que vive en este pueblo?

—Veintiséis años, señor. Nací acá.

—¿Hay otros policías por acá?

—No, señor. Soy el único agente, aparte del comisario Pandolfi. Disculpe, ¿pero esto es una especie de inspección sorpresa?

—¿Por qué dice eso, agente?

—Es que... usted debería saber todo esto. La comisaría de Santa Cecilia depende de Bomplad. A mí me nombró usted... hace dos años.

—¡Está loco! Hace un día este pueblo ni existía. —gritó don Tablucci desde atrás.

—Tranquilo, Bluchi. Dejame hablar a mí —dijo el comisario, y mirando al agente Espino—: Lléveme con su superior.

El agente pareció nervioso.

—Es allá, señor —señaló en la esquina frente a la que ellos estaban parados.

El comisario Taboada le indicó a Tito que descendiera del auto.

—Vos quedate acá, Bluchi.


La comisaría era una pequeña habitación que estaba separada por un tablón del restaurante vecino. De espaldas a la puerta había un hombre de gran tamaño tecleando sobre una computadora. Tito era fanático de la tecnología por lo que calculó que sería una 386, muy vieja.

El agente Espino carraspeó.

—Comisario, traigo visitas.

El hombretón se dio vuelta, y al ver quienes eran sonrió y se puso de pie. De un paso sorteó los dos metros que los separaban, y estiró la mano hacia el comisario Taboada.

—¿Cómo le va, colega? ¿Qué lo trae por Santa Cecilia?

Antonio Taboada era un hombre muy religioso, y le chocaba que el evento tan extraño que estaba ocurriendo estuviera relacionado con la santa de su devoción.

—Mire, comisario. Tenemos un problema —dijo Taboada.

—Siéntese, Antonio. Hágame el favor —dijo, y mirando al mozo del bar de al lado le gritó—. Pepe, traete dos cafés, bien cargaditos. —Antonio se sorprendió de que conociera su gusto en café—. Espino, lleve al sargento a conocer la plaza.


Ilustración: Martin Dalick (Canadá)

El agente Espino y Tito salieron de la habitación, y esperaron en la vereda.

—Dígame, Antonio. ¿Qué problema lo trae por acá?

—Este pueblo.

El hombretón se sorprendió.

—¿A qué se refiere, Antonio? Acá no hay crímenes desde hace seis años, cuando atrapamos a los cuatreros esos que venían de San Agustín, ¿se acuerda? Los agarramos juntos.

—Me refiero al pueblo en sí. A usted, a toda la gente que vive en él.

—No entiendo.

—Ayer mismo este pueblo no existía. Acá en este lugar había un amplio campo de trigo que pertenecía al señor Tablucci, que está ahí afuera.

—Sí, lo conozco a don Tablucci, si vive acá a tres cuadras. Pero desde que soy comisario, hace ya dieciocho años, que él solamente tiene su huerta. Nunca supe que tuviese un campo, y menos en el lugar de este pueblo, que si mal no entendí cuando llegué acá, dicen que tiene doscientos años de historia.

—Ése es el problema, comisario.

—No veo cual.

—Justamente —dijo Taboada, rascándose la barbilla. No sabía cómo hacerle notar a ese hombre que su pueblo no existía—. Mire. O ustedes son una sarta de farsantes que montaron este teatro no sé cómo, o hay algo muy raro acá. Este pueblo no existía ayer, y hoy aparece, y todos los que viven acá dicen que hace años que están, y todos me conocen, y al señor Tablucci, y nosotros no tenemos idea quiénes son ustedes.

—Pero, Antonio...

—Basta de Antonio, que yo ni sé su nombre, menos quiero que me trate con tanta confianza.

—Eh, ¿qué pasa acá? ¿No se acuerda de mí? —El hombretón se señaló el pecho—. Pandolfi. Cibriano Pandolfi. Soy de San Agustín, y vine acá hace dieciocho años, nombrado por usted.

—¿Usted no nació en este pueblo?

Pandolfi miró al mozo que traía los cafés como preguntándole a él qué estaba pasando.

—No. Nací en Buenos Aires y me mudé a San Agustín a los tres. Oiga, Antonio, no entiendo nada...

—Espere. ¿Y hay más gente acá que sea de otros lados?

—Que yo sepa, no. Soy el único foráneo. Los comisarios anteriores eran de acá.

—¿No le resulta extraño eso? —preguntó Taboada.

—¿Qué cosa?

Taboada se dio cuenta de que no iba a llegar a ningún lado. Era obvio que algo raro había ocurrido y ese pueblo había aparecido de la nada. No había engaño, toda esa gente estaba convencida de que el pueblo había estado allí por decenas de años. Decidió que lo mejor sería investigar el asunto por su cuenta.

—Hagamos una cosa —dijo el comisario Antonio—. Mejor hagamos de cuenta que no pasó nada, yo vendré luego a informarlo bien del asunto que... que le estaba comentando, ¿le parece?

—Eh, bien, bien, si a usté le parece, Antonio. Pero téngame al tanto.

—Sí, sí —dijo Taboada al tiempo que se ponía de pie. Se estrecharon las manos y él salió.

—Vamos, Tito.


Esa misma tarde el comisario Taboada reunió a toda la planta policial de Bomplad en el edificio de la escuela secundaria. Sentados en los bancos de los estudiantes, estaban el comisario, don Tablucci, Tito a su lado, y los otros cinco agentes de la policía bompladense. Había sido invitado el intendente, pero aún no había llegado. Al frente, junto al pizarrón, estaba José Luis Iribarne, el profesor de física, química, matemática e historia. Era un hombre de mediana estatura, anteojos culo de botella y cara graciosa. Sus alumnos le decían Pajarito, por lo nervioso de sus movimientos.

—Extraterrestres no son, don Tablucci, de eso quédese tranquilo —dijo el profesor.

Don Tablucci no dijo nada a pesar de que seguía convencido de que venían del espacio. Miró su reloj, eran las cinco y cuarto de la tarde.

—Por lo que puedo deducir acá hay una fractura del espacio-tiempo que llevó...

—¿Espacio qué? —preguntó uno de los agentes, un hombrecillo pequeño, ex alumno de Iribarne.

Tito levantó la mano. El profesor lo señaló, dándole la palabra. Todos lo miraron con atención.

—¿No viste Donnie Darkoanoche? La dieron en el veintiséis, creo. —Nadie respondió—. Bueh, ahí decían que por algún error en el espacio-tiempo se podían unir dos mundos paralelos porque en uno caía una turbina de avión y entonces el pibe tenía que mandarla de vuelta para volver a la normalidad.

—¿Pibe, por qué no lo dejas hablar al profesor? —dijo don Tablucci.

El profesor tapó una sonrisita con la mano.

—Bien, Tito. Más o menos ése sería el tema. En física cuántica se cree que hay innumerables mundos paralelos al nuestro. Nuestra percepción del tiempo y del espacio es más compleja de lo que generalmente se sabe, ya que se cree que habría otros mundos paralelos en los que tal vez existen pequeñas diferencias con el nuestro, u otros que son totalmente diferentes. Se puede dar que en el otro mundo Tito no tenga bigote, y nada más. —Todos rieron, menos don Tablucci—. El problema es cuando esos mundos paralelos interactúan. En teoría los efectos serían desastrosos, pero todo esto es pura teoría. Nunca se había descubierto algo parecido a lo que está pasando acá. Pero como resumió Tito —el sargento infló su pecho y miró a todos con sonrisa ganadora, también había sido alumno de Iribarne—, algún objeto fue el causante de esta superposición de mundos, ya que en un mundo paralelo el pueblo Santa Cecilia siempre debe haber existido, pero en el nuestro no. Tiene que haber algo que haya propiciado el vínculo entre estos dos mundos.

—¿Y cómo podemos darnos cuenta de qué es ese algo, José Luis? —se escuchó que alguien hablaba desde el fondo. Era la inconfundible voz gutural del intendente Sapalachi. Todos se dieron vuelta para mirarlo. Entró con parsimonia; un guardaespaldas se quedó junto a la puerta. Don Tablucci reía cada vez que veía que el intendente de un pueblucho en el que nunca había problemas tuviese un guardaespaldas. Sapalachi se sentó en la última fila de bancos, cruzando sus piernas con lentitud. Vestía un traje negro, con corbata roja.

—Señor Intendente, eso es algo que vamos a tener que averiguar —respondió el profesor.

—Yo creo que tengo una pista. No sé si sirva, pero fue algo que me llamó mucho la atención —dijo el comisario Taboada.

El profesor Iribarne lo instó a que siguiera con un ademán.

—Hablando con el comisario del pueblo ése, me dijo que era el único habitante de Santa Cecilia que no había nacido ahí. Todos los demás habían nacido en el pueblo. No sé, por ahí es algo, ¿no?

—Lo único que veo yo con la aparición de este pueblo es que Bomplad va a cobrar más impuestos, porque está en nuestra jurisdicción —comentó el intendente—. ¿Qué sería lo malo de este intercambio entre... mundos paralelos?

—Señor, sería desastroso. Podría llevar a la destrucción del planeta entero, si la anomalía se propaga. O podría pasar que el otro universo asimilara al nuestro.

—¿Y eso qué tiene de malo? —preguntó el intendente.

—En nuestro universo nosotros no conocemos a nadie del pueblo ése. Mientras que en ese pueblo, que viene del otro universo, todos conocen a don Tablucci, o al comisario Taboada. Podría pasar que en ese otro universo usted mismo no hubiese nacido, o que un auto me hubiese atropellado hace dos años. No sabemos las diferencias que hay con el otro universo, y la interacción de ambos sólo podría llevar a desastres, ya que todo cambiaría. Un pueblo en un lugar donde sólo había trigo va a traer muchos cambios a nuestro mundo. Piense que son unas ochocientas personas que interactúan con los miles de Bomplad en el otro universo, eso llevaría a millones de posibilidades nuevas, es algo que...

—A ver si entiendo, José Luis —interrumpió el intendente; los demás paseaban sus miradas de él al profesor—. Resumiendo. Como en el otro mundo hay un pueblo completo, ¿eso podría significar que en ese mundo alguien me hubiese matado? Y que, por ende, yo dejara de existir si dejamos que esta... ¿cómo era?

—¿Anomalía? —dijo Tito.

—Sí, anomalía. Si esta anomalía sigue, ¿podríamos tener todos esos problemas?

—Sí, señor. Eso trataba de...

—Muy bien —dijo el intendente, y se puso de pie—, entonces manos a la obra. Taboada, que tus muchachos busquen a ese comisario, que lo investiguen, y que lo manden de vuelta a su universo. Empiecen hoy mismo. Mañana a la mañana quiero un informe de todo. Nos vemos, señores. Hay que salvar al mundo. —Dio media vuelta y salió del aula, el guardaespaldas se fue tras él.

Todos quedaron en silencio mirando la puerta abierta, luego dirigieron su atención al profesor.

—No me miren a mí. No tengo idea de cómo salvar al mundo. —Ante el silencio incómodo siguió hablando—. Yo solamente les di una posible explicación, ni siquiera sé si esa sea la indicada. Creo que deberíamos llamar a algún experto, yo no...

—¿Pero tenemos tiempo? ¿Cuánto hay para resolver esto? —preguntó el comisario.

—Señor —interrumpió Tito—, creo que podría interesar el extraño caso del esposo de la gorda Mufa, que desapareció como si nada delante de sus ojos. ¿Habrá tenido algo que ver con esto? Porque... por lo que dijo el profe... ¿no?

El profesor se quedó pensativo.

—Yo diría que a la velocidad con que apareció el pueblo entero, y esto que nos cuenta Tito, no tenemos más que unos días para que nuestro universo sea invadido por el otro.

El comisario Taboada se sumió en sus pensamientos. "Tenemos que encontrar al comisario Pandolfi cuanto antes", pensó. Pero ese pensamiento le pareció extraño, ¿encontrarlo dónde? Y ahí se le ocurrió una posible salida.

—José Luis, ¿qué te parece esto? ¿Es posible que el comisario Pandolfi, el del pueblo, esté en los dos universos? O sea, en el pueblo y acá también.

El profesor pensó unos segundos.

—Sí, la verdad que es una buena suposición. Ya que él no nació en el pueblo, tendría que estar en nuestro universo también. —Su rostro se iluminó, y habló de forma apresurada—. Podría ser el problema. Que al formar parte de los dos universos haya creado la anomalía de alguna forma —se dio vuelta y comenzó a dibujar dos líneas en el pizarrón—, no se me ocurre cómo, tal vez si pudiera...

El profesor siguió hablando, pero ya nadie le prestaba atención. Don Tablucci hacía rato que se había quedado dormido sobre un banco y el comisario comenzó a dar órdenes a sus agentes. Sólo Tito intentaba escuchar algo de lo que decía Iribarne, pero finalmente tuvo que obedecer a su superior.

A Taboada se le había ocurrido que si encontraban al Pandolfi del universo "real" podrían averiguar qué había ocurrido. En unos minutos en el aula sólo quedaron el profesor, haciendo cálculos en el pizarrón, y don Tablucci, roncando.

Tito, junto con tres agentes, partió hacia San Agustín, de donde era originario el comisario Pandolfi, según él mismo había contado.

Antonio Taboada partió hacia Santa Cecilia con uno de los agentes que quedaba para averiguar si allí había ocurrido algo raro el día anterior a la fusión de universos.

      

Tito tardó casi una hora en recorrer los caminos de tierra que conducían a San Agustín, ya que estaban en mal estado por las recientes lluvias; fue directo a la comisaría. Antes de bajar del patrullero miró su reloj; eran las siete de la tarde.

—Acompañáme, Velasco. Ustedes quédense junto al coche.

Los cuatro policías descendieron. Los dos que quedaron junto al coche eran gemelos, ambos con flequillo largo, castaño, orejas grandes y ojos achinados.

Tito entró en la comisaría y Velasco fue detrás. Este último era el más joven de la fuerza policial de Bomplad. Apenas tenía veinte años, y era extremadamente delgado.

La comisaría era una habitación larga y estrecha que se extendía varios metros hasta el fondo. A la entrada había un mostrador con una máquina de escribir inmensa y muy antigua. Una anciana estaba sentada frente al escritorio leyendo una novela de Stephen King.

—Buenas tardes. Estoy buscando a un tal Cibriano Pandolfi, ¿trabaja acá con ustedes? —preguntó Tito.

La mujer no levantó la vista del libro, ni habló, sólo señaló hacia atrás, donde un hombre con barriga abultada y gorra de policía jugaba al solitario. La gorra le quedaba grande, notó Tito, y por el rostro malhumorado que tenía, supuso que iba perdiendo.

Tito pasó al lado de la mujer y llegó frente al jugador. Velasco se quedó donde estaba.

—Disculpe, oficial —dijo Tito, e hizo una pausa dándole tiempo al panzón de levantar la vista de su juego—. ¿Me podría ayudar a localizar a un policía que al parecer trabaja acá en San Agustín?

—¿Quién pregunta? —dijo el panzón, con un tres de corazón en la mano.

—Perdón. Roberto Miraga, sargento de la comisaría de Bomplad. Y usted es...

El panzón se puso de pie, dejando caer la carta sobre la mesa.

—Sargento Vespasiano Álvarez, encargado de la comisaría de San Agustín, por enfermedad del comisario Vergara. —Hizo una pausa, y llenó sus pulmones de aire—. Cibriano Pandolfi nunca se desempeñó en la fuerza de San Agustín. Es originario de esta localidad, sí, pero se conoce que estuvo un tiempo como dependiente en la comisaría del pueblo 18 de octubre, pero luego retornó a San Agustín. Poseyó una heladería en la esquina de la plaza, pero se fundió. Sabemos que hasta el año pasado se desempeñaba en la tintorería del padre, o al menos lo auxiliaba. Tenía dificultades con la bebida, parece que la mujer lo engañaba, por eso retornó a vivir con el padre. Pero hace tiempo que no sabemos nada de él.

—¿Sabe dónde puedo ubicarlo ahora?

—Imaginamos que en la casa del padre —dijo el sargento Vespasiano. Tomó una birome de su escritorio, y de un cajón sacó un anotador con publicidad de la gomería del pueblo. Anotó allí una dirección—. Es acá a tres cuadras, no se puede extraviar.

Tito tomó el papel y le agradeció. Al salir los dos agentes lo esperaban nerviosos.

—Sargento —dijo uno de los gemelos—. Se comunicó el comisario por la radio, dijo que lo llamara en cuanto saliera.

—¿Pasó algo? —preguntó Tito, mientras indicaba con las manos que se subieran a la patrulla.

—Al parecer desaparecieron seis personas en Bomplad, sargento —dijo el otro gemelo.

Tito puso en marcha el patrullero y comenzó a andar.

—Velasco, llame al comisario.

Velasco estuvo llamando durante rato, se comunicó justo cuando Tito encontró la dirección de Cibriano Pandolfi. Se escuchaba con mucha interferencia.

—Tito, ¿estás ahí? Cambio.

—Sí, comisario. Ya localizamos al tal Pandolfi, vamos a entrar a su casa. Cambio.

—Bien. Traélo a Bomplad cuanto antes. El profesor tiene una teoría, y acá desaparecieron seis personas, no sé si te dijo el agente Bergés. Cambio.

—Sí, señor. Fui informado. ¿Algo que pueda hacer? Cambio.

—No, no. Ustedes consigan al tipo ese y se vienen con él enseguida para acá. Cambio. Ah, estoy en la escuela, cualquier cosa les aviso. Cambio.

—Enterado. Cambio.

—Listo, traiganló. Cambio y fuera.

Tito le dio el micrófono a Velasco.

—Pibe, vos esperá acá. Bergés, vengan conmigo.

Los tres policías descendieron. La casa era muy antigua, de esas con la fachada plagada de ornamentos de cemento; la puerta de dos hojas, con dos altas ventanas que la flanqueaban, estaba en medio de un frente de seis metros de largo. A la derecha, había un pequeño taller con un cartel escrito en una pequeña pizarra que decía: "Tintorería Pandolfi".

Tito se encaminó hacia allí, con los Bergés siguiéndolo uno a cada lado. La puerta de entrada al taller era pequeña, con una ventana de vidrio percudido. De ella colgaba un cartelito que decía "Abierto", que alguna vez había sido blanco.

Tito golpeó dos veces y entró. Los gemelos entraron con él. Velasco se bajó del auto.

Dentro del taller había una atmósfera lúgubre, poca luz, y todo estaba cubierto por una neblina espesa.

—¿Quién vive? —se escuchó desde detrás de un alto ropero.

—Señor Pandolfi, ¿podemos hablar con usted?

De atrás del guardaropa salió un anciano diminuto, con una barba tan larga que le llegaba al pecho. Pareció sorprenderse al ver que sus visitas eran policías.

—¿Qué necesita, joven? —preguntó el hombre.

—Busco a su hijo. Cibriano Pandolfi.

El rostro del anciano cambió, se puso triste y parecía que iba a llorar. Dio dos pasos hacia atrás y se sentó en una silla desvencijada.

—Es un buen chico. Desde que lo dejó la mujer no fue el mismo... y desde que casi lo mata un camión cambió totalmente, está desquiciado... No para de hablar de un pueblo imaginario, y de como él es el gran comisario —Tito se miró con los gemelos—, y que mantiene el crimen a raya, y camina hablando solo por la casa. Yo sabía que esto iba a traer cola, que lo iban a venir a buscar.

—Señor, su hijo no hizo nada malo. Solamente queremos hablar con él —dijo Tito.

Le llevó unos minutos tranquilizar al anciano, que estaba convencido de que iban a encerrar a su hijo, pero al final los llevó junto a él. Estaba tirado en un sillón, con ropa sucia y arrugada. Su pelo estaba grasiento.

Tito le indicó a uno de los gemelos que se llevara al anciano a otro lado. Con el otro de los Bergés ayudó a Cibriano a sentarse en el sofá. Lo despertaron, y Tito lo interrogó por un buen rato hasta que llegó Velasco a la habitación.

—Sargento, el comisario dice que se apure, que ya desaparecieron doce personas más.

Tito miró su reloj, eran las ocho y diez de la noche.

A Pandolfi le dijeron que iban a la comisaría y fue contento. En el viaje, el comisario Taboada le contó a Tito, por radio, que el profesor tenía una teoría que explicaba las desapariciones. Según habían contado los testigos simplemente se habían desvanecido. El profesor Iribarne pensaba que en algún momento de la historia del otro universo esas personas habían muerto, o eran hijos de personas que habían fallecido. De a poco, el otro mundo estaba tomando el control. Tito no quiso contar sus averiguaciones sobre la vida de Pandolfi, ya que estaba sentado justo detrás de él en el asiento trasero de la patrulla.

A las nueve y media ya estaban en la escuela secundaria de Bomplad. Tito empezó a contar la historia de Pandolfi, pero el comisario Taboada lo paró en seco.

—Estamos esperando al yanqui —dijo, y los gemelos Bergés se pusieron nerviosos.

—¿Al yanqui? —preguntó Tito, mientras se sentaba sobre uno de los bancos escolares.

—Sí, creo que nos puede ayudar...

—¿Pero está seguro, señor, que lo quiere meter en esto? No sería mejor...

—Ya lo llamé, así que ahora a esperarlo. Estoy seguro que va a saber cómo sacarnos de este quilombo.

—Señor, pero yo creo que ya tengo la posta, no es bueno meterlo a él —dijo Tito.

—Lo que sea que hayas averiguado se lo vas a contar al yanqui.

La espera se prolongó por quince minutos. El comisario le contó a Tito los problemas que se estaban dando en Bomplad. Peleas domésticas de maridos que no reconocían a sus esposas, esposas que denunciaban a sus maridos pensando que eran intrusos en sus casas; el pueblo era un caos.

De repente el profesor Iribarne se puso de pie y miró con los párpados muy abiertos hacia la puerta del aula, todos se dieron vuelta.      

Un hombre de gran estatura se veía bajo el dintel de la puerta. Dio un paso hacia la luz y todos pudieron verlo claramente. Era el yanqui. Tenía el cabello largo y lacio, de un negro puro. Hombros amplios y piernas largas. Su rostro era ancho, de pómulos salientes y ojos achinados. Piel parda y curtida. Vestía unas bombachas de campo raídas, y campera de jean gastada sobre una camisa blanca con más de un agujero.

—Pase, Yetrén, pase —invitó el comisario.

El yanqui se acercó y tomó asiento junto a Tito. Todos seguían mirándolo fijo, pero él no dijo palabra, y no despegó su vista del suelo.

—Yetrén, lo necesitamos para un asunto importante.

—Yetrén ya está al tanto de lo que anda pasando en Bomplad —dijo el yanqui.

Tito miró al comisario y éste le devolvió una mirada de desdén. Los hermanos Bergés cuchichearon.

El comisario Taboada conocía al yanqui de toda la vida. Recordó que cuando él era chico el yanqui ya era viejo, pero siempre estaba igual. Se rumoreaba que era descendiente de tehuelches, pero su apellido era Mc Murdock, razón por la cual lo llamaban el yanqui.

—Bien, bien —dijo el comisario—. Tito, ¿por qué no le contás al... a Yetrén lo que averiguaste de...? —Señaló a Pandolfi, que estaba dormido con la cabeza recostada sobre un banco.

Tito comenzó a relatar la biografía de Pandolfi tal como él la había contado. Al parecer había sido un oficial ejemplar de policía hasta el momento en que descubrió que su mujer lo engañaba. Se había querido hacer el duro echándola de la casa, pero enseguida la había ido a buscar, para descubrir que ella se había fugado con su amante. Entonces su vida comenzó a descender en picada. Había atropellado a un chico con la patrulla estando alcoholizado, lo que le valió que lo echaran de la fuerza. Luego había comenzado muchos proyectos, para abandonarlos al poco tiempo, hasta que se había convertido en un borracho parásito del padre.

Pero dos días atrás Pandolfi iba caminando tranquilamente por la calle —como era de mañana no tenía tanto alcohol circulando por su cuerpo—, y vio que un camión se le venía encima. No atinó a hacer nada, se quedó petrificado y, como es el lugar común en estos casos, le había dicho a Tito que había visto pasar su vida delante de los ojos. Un joven que caminaba por allí había dado un salto hacia él, quitándolo del camino. Pandolfi no le había prestado mucha atención al asunto hasta la noche de ese día, en la que comenzó a replantearse su vida. Durante todo el día siguiente se lo pasó pensando en cómo habría sido su vida si su mujer no lo hubiese engañado.

—Habría sido tal como es ahora en Santa Cecilia —dijo el yanqui, interrumpiendo el relato de Tito.

—¡Claro! —acordó el profesor Iribarne, levantando los brazos.

—¿Y saber eso en qué nos beneficia? —preguntó el comisario.

—Claro, que cuando... —alcanzó a decir Iribarne.

—Me gustaría escuchar al... a Yetrén, por favor —interrumpió Taboada.

Yetrén se puso de pie y comenzó a caminar hacia Pandolfi.

—El quiebre en el espacio tiempo que dejó entrar a un universo paralelo en el nuestro —dijo el yanqui al tiempo que llegaba junto a Pandolfi— fue la fuerza con que este cristiano deseó tener otra vida. La vida que él quería estaba en otro universo. Él la llamó. A no ser que desaparezcamos a este cristiano —lo señaló—, el universo ladrón va a seguir ocupando nuestro propio universo, y se lo va a comer.

Todos permanecieron en silencio. Iribarne ya no estaba tan contento.

—¿Se refiere a que tenemos que matarlo? —preguntó Tito.

—No creo que... —comentó el comisario Taboada.

—Sí, eso mismo. Hay que eliminarlo —confirmó el yanqui.

—¿Yetrén, está tomado usté? ¿Cómo vamos a matar a una persona? ¡Somos oficiales de la ley! —dijo Tito, alzando la voz.

Yatrén no le prestó atención a Tito.

—Don comisario, usté va a tener que elegir. —Señaló a Pandolfi, que dormía haciendo ruido con la nariz—. O él, o todas las personas que desaparecen y van a seguir desapareciendo no solamente de Bomplad sino de toda la vecindá y después de todo el mundo.

El comisario quedó pensativo, miraba el suelo. Nadie en el aula quería mirar ni a Pandolfi, ni al yanqui. Cuando el comisario levantó la vista, vio que Yetrén se había ido.

—Tito, el yanqui tiene razón. ¿Vos que decís, José Luis?

—Desgraciadamente, estoy de acuerdo con él, comisario —dijo el profesor, con una mueca de lástima en su rostro.

El comisario se acercó a Tito, lo levantó tomándolo del brazo, y luego lo llevó fuera del aula. Estuvieron conversando por unos minutos. Al entrar, Tito fue hacia los hermanos Bergés. Entre los tres se llevaron a Pandolfi a la patrulla y lo recostaron en el asiento trasero. Uno de los gemelos fue atrás con él y el otro se subió adelante. Tito se puso detrás del volante. Nadie emitió palabra.

Anduvieron durante media hora por oscuros caminos de tierra, entre los campos. Tito iba despacio, como le gustaba manejar. Todos en silencio, hundidos en sus pensamientos. Sin aviso alguno clavó los frenos de la patrulla, Pandolfi cayó del asiento. Tito miró fijo al gemelo que tenía al lado y luego descendió del auto.

Se acercó a la puerta trasera y miró hacia dentro desde la oscuridad de una noche nublada. No había viento, pero el frío era intenso. Abrió la puerta y le indicó al gemelo que bajara. Pandolfi estaba despierto, sentado y refregándose la cara con las manos.

—Baje, Pandolfi —dijo Tito.

—¿Qué pasa? —preguntó él.

—Baje, que no tenemos tiempo.

Pandolfi descendió de la patrulla con parsimonia. Tito le indicó al gemelo que subiera al auto, así lo hizo, luego miró fijo a Pandolfi, con su mano derecha sobre el arma reglamentaria. Soltó de golpe el aliento que estaba reteniendo, viendo cómo formaba humito al salir. Nunca había matado a nadie, sólo algunas palomas cuando era niño. Recordó lo mal que lo había hecho sentir su abuelo cuando lo había visto matar una paloma de un hondazo. No podía asesinar a sangre fría a Pandolfi, decidió dejar que las cosas se arreglasen por sí solas.

—¿Qué pasa, por qué nos paramos acá? —preguntó Pandolfi.

Tito lo miró en silencio por unos segundos. No podía hacerlo. Subió a la patrulla y arrancó acelerando al máximo.

Pandolfi quedó sólo en la oscuridad del campo. Vio cómo se alejaban las luces de la patrulla, hasta que a unos diez metros desaparecieron. Temiendo un accidente corrió a ver qué había ocurrido. La oscuridad era casi total, pero no impidió que Pandolfi viera cómo las huellas de la patrulla desaparecían de golpe. Sin preocuparse mucho por lo ocurrido comenzó a caminar hacia la ruta. Pensó que debía aceptar su vida tal cual era, que intentaría olvidar a su esposa, y comenzar de nuevo.

Taboada estaba en la escuela cuando recibió, en su celular, un llamado del agente Espino, de Santa Cecilia, reportando la desaparición del comisario Cibriano Pandolfi, al tiempo que se enteraba de la reaparición del esposo de la gorda Mufa.



Martín Cagliani nació en 1974. Estudió Antropología e Historia y también Guión de Cine y Televisión. Este es su sexto cuento en Axxón. Los anteriores fueron: "Las reglas por algo están" (141), "El archivo Maggi" (143), "Debajo de la cama" (149), "El maniático" (150) y "El embajador de Culmar 6" (162). "El pueblo que salió de la nada" fue finalista en el I Concurso Internacional de Cuento Axxón 2006.


Axxón 167 - octubre de 2006
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Universos: Argentina: Argentino).