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LA INVENCIÓN DE LA CONSERVAAnne Laniece |
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La verdad es ésta: una muchachita descubre cómo poner en conserva al Tiempo, con el fin de almacenarlo y reutilizarlo a posteriori, tal como si se tratara de bacalao seco o arvejas al natural.
Lea, que por entonces tenía doce años, vivía con su familia en una casa separada de su escuela por dos largos kilómetros, dos kilómetros de pronunciada pendiente a la ida, y mucho más pronunciada cuando había que remontarla para regresar.
Siempre hacía el trayecto en bicicleta, cuando aún era de noche en las mañanas de invierno, bajo la lluvia, bajo el sol. Su casa estaba ubicada en un bello paraje de las afueras de la pequeña villa, en lo alto de una colina bordeada por un río majestuoso y un amplio valle, próxima a las ruinas de un viejo monasterio. El conjunto hacía pensar, de algún modo, en una postal. Las ruinas, el río, parecían inmutables. Una vez que se llegaba a lo alto de la cuesta, la ruta seguía hacia la cresta y el paisaje, siempre distinto, resultaba impresionante; como para cortar el aliento...
Y ahí estaba el problema, la falta de aliento de Lea, que con sus piernas delgaduchas nunca había sido capaz de subir esa ladera hasta el fin con su rústica, incómoda bicicleta, más pesada aún por causa de la cartera escolar; terminaba extenuada por empujarla hasta arriba, rehaciendo a duras penas el camino hasta su hogar.
La bicicleta era pesada, la cartera también. No podía siquiera demorarse un poco, siendo su padre de una severidad absoluta en cuanto a los horarios de comida. A menudo, a Lea le hubiera gustado quedarse a la salida del colegio charlando con sus compañeras, bromeando, pero debía partir de inmediato y apresurarse sobre esa cuesta tan empinada. Los regresos a casa eran una carrera contra reloj, una carrera contra el tiempo.
Ese camino era, sin embargo, uno de los puntos de interés de la pequeña villa, y los turistas subían con sus autos hasta las ruinas, para detenerse a admirarlo. Desde el jardín de Lea, la vista era magnífica. Pero el colegio... abajo, bien abajo.
Lea comenzó a aborrecer el trayecto.
Detestaba levantarse temprano en la mañana (en general, no le gustaba demasiado ir a la escuela), y odiaba necesitar tanto tiempo para colocar su cartera sobre el portaequipaje, abrir y volver a cerrar el portón, pedalear y descender el camino sinuoso desde la cuesta hasta el colegio, estacionar su bici en el sitio destinado para ello, colocarle el seguro; en fin, todo eso que parecía constituir, precisamente, el motivo de las frecuentes llegadas tarde a clase, con toda la secuela de problemas que tal retraso le acarreaba...
Los pedales engrasaban el bajo de sus pantalones, y debía ponerles unas pinzas ridículas. Para cuando llegaba a su clase, estaba, por cierto, bien despierta, pero despeinada y con el rostro enrojecido.
Y aunque tenía un carácter más bien soñador, su naturaleza no era, sin embargo, propicia a la resignación. Empezó a buscar soluciones.
El problema real no era, en principio, tener que hacer el trayecto. En cuanto a eso, no veía modo alguno de evitarlo: la escuela estaba abajo, en la villa; su casa, junto con algunas otras, en lo alto, sobre la ruta elevada.
La solución se le reveló a través de sus lecturas, y su salvador fue Poul Anderson. Leyó y releyó la Patrulla del Tiempo, extendiendo enseguida el campo de sus investigaciones hacia otros autores. Todos estaban de acuerdo: el Tiempo era maleable. Pero si uno podía desplazarse en él, ¿por qué no iba a ser posible, entonces, desplazar al tiempo?
¿Qué pasaría si ella desplazaba porciones de Tiempo? Si se trataba de un continuum y sin duda lo era; la experiencia cotidiana del día, que transcurría desde un comienzo hasta un final, era prueba de ello, tal vez se le podrían recortar pequeños trozos y almacenarlos, para reinsertarlos luego, cuando resultara útil o necesario.
La duración total no cambiaría, pero los momentos se sucederían de modo menos implacable y, sobre todo, conforme a los deseos de la muchacha.
Lea mencionó su idea al pasar, como si nada, delante de su padre, también lector de los autores que mejor habían tratado el asunto, pero él no pareció escucharla, en realidad.
Y la comentó con Anaïs, su amiga de toda la vida, que la miró con ojos alarmados.
Sin embargo, la idea se transformó en obsesión: sería muy estúpido no hacer la prueba, cuando presentía que la solución era de lo más sencilla.
Una tarde sin clases, sin nada que hacer, una tarde de esas de dar vueltas por la aislada casa, ¿por qué no utilizarla para descender y remontar una o dos veces la ruta entre la casa y el colegio, tranquilamente, sin la presión de estar retrasada para la clase o el almuerzo familiar?
Hecho esto, podía conservar esas idas y venidas, para utilizarlas otro día, tal como se abre una caja y se toma su maravilloso contenido: ¡un trayecto ya realizado! Partir de la casa y encontrarse, de forma instantánea, en el estacionamiento de bicicletas del colegio, o salir de clases bien cansada, ya oscuro, y materializarse de pronto en la pequeña cabaña detrás de la casa.
Era simplemente genial, pero la dificultad estaba en hallar el modo de ejecutar el proceso.
Lea había estudiado algo de música y había descubierto el poder del metrónomo. El tic-tac de las agujas de su reloj también la fascinaba, durante tantos ciclos sin final. Sabía que la puerta estaba allí, a la vez tangible y esquiva.
La construcción de una máquina para viajar en el tiempo, similar a las de sus lecturas favoritas, no le resultaba factible, pues no tenía dote alguna para los trabajos manuales.
Por otra parte, el Tiempo era parte de ella, de su organismo, de su vida. Y a partir de ella aprendería a utilizarlo.
Un pequeño metrónomo casi plano, que podía colgar cómodamente de su cuello, la ayudó mucho en sus investigaciones.
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En la soledad de su cuarto, percibió que podía concentrarse de tal modo en el tic-tac, que lograba separarse totalmente del entorno, volviéndose ella misma un tic-tac.
Lea no sabía qué era la hipnosis, y aunque lo hubiera sabido, no es seguro que eso la hubiese ayudado. Había que entrar en el Tiempo, tomar su misma naturaleza. Había que entrar en su flujo de manera sutil pero dominante durante un momento, para mantener el control de principio a fin y, sobre todo, conservar esa secuencia temporal tal como un nadador que lleva unas conchillas a la superficie.
La etapa siguiente fue permanecer al mismo tiempo activa y concentrada tomar su cartera, no olvidarla, pues debía ser, a toda costa, parte de la expedición, pedalear hasta el colegio, ir al fondo del estacionamiento de bicicletas, y en un sitio apartado «resalir» del Tiempo, del tic-tac sobre el cual su cerebro se había adherido como una ventosa.
Luego, rehacer el mismo ejercicio en sentido inverso.
Para su gran sorpresa, Lea se dio cuenta de que estar tan pendiente de cada segundo que pasaba durante semejante esfuerzo, modificaba la calidad misma del trayecto, que se volvía casi agradable.
¡Y qué recompensa! Abandonar la cabaña con la mayor discreción a las catorce horas, y regresar a las catorce horas. Luego, hecho el trabajo de puesta en conserva, retomar la tarde donde la había dejado, tras haber pedaleado, por cierto, pero sintiendo la satisfacción de un ama de casa que, fatigada, acomoda sus reservas para el invierno en la despensa. Aunque eso equivalía a una jornada de veinticinco o veintiséis horas, nadie lo percibió más allá de Lea, que siguió acumulando su pequeño tesoro.
Por haber entrado en el Tiempo, Lea supo que éste sólo transcurría porque uno se lo permitía, pero que se lo podía retener como se retiene el agua con las manos.
Así que ella, cuando le daba la gana, y mientras nadie se preocupaba por saber dónde estaba o lo que estaba haciendo, pudo poner en conserva sus idas y venidas, para utilizarlas a gusto cuando quisiera.
¡Qué dicha, un lluvioso sábado a mediodía, salir de clase, abandonar sin prisa al grupo de estudiantes, dejar partir a todo el mundo, para ir luego discretamente al fondo del estacionamiento de bicicletas! Y allí, como si abriera un frasco de aromas preciosos, consumir un viaje y estar inmediatamente en la cabaña, ¡a tiempo para el almuerzo y ya seca!
Aunque muy joven, Lea no era ingenua, y era muy consciente de la necesidad de no hablar con nadie de su descubrimiento y su poder. No deseaba ser tratada como una loca, ni tenía ganas, sobre todo, de correr el riesgo de que su nueva actividad fuese interferida o vigilada.
Con el certero instinto de los niños, guardó silencio, lo que no dejaba de ser un inconveniente, pues sólo podía disfrutar de su invención en soledad; aún así, constituía una mejoría notable.
Evidentemente, no funcionaba cuando se trataba de ir a jugar tenis, también al fondo del valle y bastante más lejos que el colegio, porque iba siempre con su partenaire permanente, Anaïs. Pero no importaba, pues como hacían el camino conversando, todo formaba parte de la salida. Anaïs era, por cierto, demasiado realista como para que se le pudiese hablar de entrar en el continuum, y tampoco estaba segura de que tuviera la capacidad de concentración suficiente.
Lea sentía que el procedimiento era infinitamente rico en posibilidades, pero tenía también sus imperfecciones.
El regreso al continuum normal era acompañado siempre por un peligro que ella experimentaba a su costa. Los puntos de entrada y salida debían ser siempre los mismos, y ella no controlaba su posición. ¿Podría sortear siempre el riesgo de que apareciera algún testigo inoportuno? Así fue que una noche se materializó en la cabaña mientras su hermano estaba allí, reparando su scooter. Felizmente, le daba la espalda y estaba muy ocupado. Pero al darse vuelta y descubrirla, se sobresaltó:
¡Me asustaste apareciendo como un fantasma, no te escuché llegar!
No controlaba tampoco los pequeños incidentes del recorrido, y resultó sorprendida al final de un trayecto por un chaparrón repentino que la dejó empapada. El problema era que no podía elegir los viajes que reutilizaba, parecían surgir un poco al azar, y la inquietaba la idea de rematerializarse empapada un día en el que el tiempo estuviera magnífico...
Lea se acomodó a las limitaciones inherentes a la naturaleza misma del continuum, y prosiguió sus lecturas. Los Precientíficos, como llamaba un autor clarividente a los escritores de ciencia ficción, la nutrían con sus descubrimientos, y terminó por juzgar su situación como algo de lo más normal. Esas personas, capaces de leer el futuro o develar la existencia de mundos paralelos, describían en sus escritos realidades dentro de las que ella podía, sin problemas, insertar sus propias experiencias; era un talento que había logrado explorar, pero que todo el mundo poseía en potencia. En ella, simplemente, se manifestaba con más fuerza, o más a flor de piel.
Escritores indiscutibles, tal como el ya mencionado Poul Anderson, o Theodore Sturgeon, o también el gran Clifford Simak eran claros: existían otros mundos, diferentes al nuestro pero accesibles, en los que ciertos individuos podían moverse más a gusto que otros. Algunos (¡pobres!) no lograban siquiera sospechar su existencia, Lea se daba cuenta. Pero gracias a los relatos que leía, supo también que no era un caso aislado, y eso la tranquilizó por completo.
Se dedicó a enriquecer el catálogo de actividades conservables y desplazables, pero no era tan fácil: era preciso que ella fuese la única involucrada, ser discreta y que dichas actividades pudieran ser siempre reproducidas en forma idéntica a la original.
No se aplicaba al lavado de la vajilla, por ejemplo, una actividad que era, sin duda, altamente fastidiosa, y que hubiese sido muy agradable realizar los días libres, para desembarazarse de ello como por arte de magia cuando tenía mejores cosas que hacer. Pero si ella lavaba, por ejemplo, los platos, y el día deseado había que lavar otra cosa, era evidente de que eso no funcionaría: los platos, limpios y acomodados, tal vez serían relavados antes de su utilización, mientras las cacerolas sucias continuarían dentro del fregadero.
Más tarde, cuando se le ocurrió tener el cabello largo, con bellos bucles sobre la espalda, hizo algunos intentos con los cepillados matinales (siempre el problema con las mañanas…), lo que resultó verdaderamente práctico.
Pero al final, la contabilidad necesaria para los recortes y collages del continuum le pareció fastidiosa y, poco a poco, perdió el hábito de realizarlos.
De cualquier modo el problema no se volvió a presentar; hacía mucho tiempo que no iba más al liceo, y que no tenía una bicicleta vieja para remontar una cuesta cualquiera.
Le parecía que su vida estaba plena de actividades normales, que se sucedían en su justo momento. No todo era agradable pero, para bien o para mal, el Tiempo, tal como pasaba, con sus momentos fuertes y sus momentos vacíos presentaba una continuidad en la cual ella no encontraba demasiado para redirigir. No tenía ninguna necesidad real de reorganizar su empleo del tiempo.
Después de su matrimonio, dudó en confiar su secreto a Thomas, a quien nunca le ocultaba nada.
Le faltaban las palabras para describir el estado de concentración absoluta que necesitaban las operaciones de puesta en conserva, como las llamaba Lea. Y tuvo miedo. Si Thomas no podía acceder a ese universo, podía crear entre ellos una diferencia, una separación cuya perspectiva le resultaba intolerable.
El talento por tanto tiempo sin uso le fue recordado súbitamente un viernes, cuando llevaba a Nicolás, su hijo mayor, al dentista. Sobre el gran boulevard que rodeaba la villa quedaron atrapados en un embotellamiento, causado por los que partían de fin de semana.
¡Qué estúpida, haber concertado la cita a las cinco de un viernes! Debí darme cuenta de que sucedería esto...
Seguro, mamá, si hubiésemos hecho este camino ayer, habríamos pasado sin problemas, y llegaríamos a tiempo a la sala de espera.
Nicolás, ese niño siempre activo, rodeado de tantos compañeros. Nicolás, al que no se veía jamás divagar, que no abría jamás un libro, cuya única pasión era patear la pelota o hacer monerías sobre su tabla de skate...
¿Crees que uno puede hacer lo que quiere y que se puede jugar al rango por encima de los embotellamientos?
No… él buscaba cómo expresar su idea. No, pero debe haber seguramente un truco para evitarlos. Debe haber un modo de no perder el tiempo de esta manera.
Lo mejor es no ser tan tonto como para estar en el boulevard un viernes a las cinco de la tarde...
Sí, pero mira, es como cepillarse los dientes todos los días, eso me harta. Quisiera hacerlo un día un montón de veces, y quedarme tranquilo para toda la vida. Mis dientes estarían siempre limpios, y no tendría que ir más a lo de este bendito dentista.
Nicolás había planteado el problema, él presentía vagamente la solución. Le inspiraba confianza, podía ayudarlo y decidió hacerlo.
Debía sondear discretamente a sus otros dos hijos, saber si ellos también...
Al comprender que quizás retenía un medio para resolver problemas como el de las caries y los embotellamientos, tuvo vergüenza por no haberse preocupado por compartir su talento, o averiguar si otros también lo poseían.
Después de todo, no tenía nada de extraordinario, bastaba con no dejarse impresionar por las apariencias del Tiempo, y con un poco de concentración…
Pero no sabía cómo hacer para volver pública esa evidencia, sin convertirse en blanco de burlas, o en cobayo para experimentos científicos. Otros Precientíficos habían franqueado el obstáculo, pero enmascarándose, brindando a sus intuiciones o descubrimientos un aspecto novelesco, que permitía reconocerlos o ignorarlos, según la comprensión del lector. El mismo Julio Verne, ¿no había sido considerado un novelista?
Se dijo que otras personas podían, tal vez, tener el mismo Tiempo que ella, y que estaría bien darse a conocer...
Título original: L’invention de la conserve
Traducción : Olga Appiani
Anne Lanièce tiene cincuenta años y escribe por afición, ya que se gana la vida como empleada de una gran empresa. Comenzó hace muy poco, aunque lee y sueña con textos desde siempre, al menos esa es su impresión. "La invención de la conserva" recibió una mención del jurado en el concurso de Infiní 2003.
Axxón 172 - abril de 2007
Cuento de autor europeo (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Ficción especulativa. Tiempo: Francia: Francesa)