La llanura de las Ficciones : Libro 1 : El sueño de los Césares

CAPITULO I - EN LA ORILLA DEL RÍO DEL PASADO

He venido a referir sobre un mundo que ya no existe. El mundo del que hablo no empezaba muy lejos de Buenos Aires. Incluso en un tiempo incluyó la tierra que pisas o donde tienes tu lecho, tu casa o la butaca en la que estás sentado mientras lees este libro.

Sus habitantes no nos dejaron edificios de piedra, estatuas de sus reyes o tablas escritas. Durante siglos fueron majestades de su mundo, hasta que, de lejos, llegaron otros hombres, de fisonomía, ropajes e idioma distintos. Fueron éstos, de piel blanca, quienes escribieron sobre ellos, y son esos relatos trazados en los últimos días los que llegaron a nosotros. Tras la primera conquista una línea imaginaria fue trazada para dividir lo que restaba de aquella tierra inhóspita y salvaje, del novedoso hogar de los extranjeros, y de sus hijos, y de los hijos de sus hijos.

El desconocimiento del mundo que retenían sus príncipes originales abonó la imaginación de los forasteros, quienes vislumbraron en él vetas de metales preciosos, ciudades fabulosas y seres inmortales. Porque en esa tierra novedosa, donde nada había, los hombres se dieron el lujo de inventar un mundo. Conforme la geografía del continente, que se abría sin final hacia todos los puntos cardinales, la imaginación, que es inasible, voló como un ave que no encontró lindes. Porque allí la ficción plantó las primeras construcciones antes que las manos laboriosas plantaran las de piedra y barro.

Pero la coexistencia en la llanura, que fue permanentemente puesta en tensión, no iba a durar indefinidamente. Finalmente los últimos reyes y la prole de los invasores pelearon por el único suelo. Por ello dejaré testimonio de los últimas refulgencias que despidió ese mundo antes de apagarse, de guerras ignoradas que no hallarás en las páginas de libro alguno y de la terrible batalla final.

Porque dos pretensiones se derramaron sobre la llanura de las ficciones, a la que los contemporáneos llamaron “Tierra Adentro”. Una antiquísima, original, que encarnó el Conquistador de peto, espada y casco sin alas. La otra fue una transformación de la primera y la encarnaron los descendientes del adelantado. El primero, un guerrero; los segundos, caballeros de levita y propietarios de extensos fundios donde criaban ganado. Los últimos también buscaron —como lo había hecho su predecesor— acumular riquezas, aunque no siguieron la entelequia de las vetas de oro y de plata. De algún modo, tanto los primeros como los segundos quedaron encadenados a esa tierra como prisioneros, y en curso este tedioso destierro pretendieron mejorar su mísera situación acumulando un tesoro. La postrera pretensión difirió de la primera en cuanto al objeto (la tierra en la última, los metales preciosos en la anterior), pero fue la repetición de aquella.

Sí, hoy he venido, atrevidamente, a hablarles de los últimos años de ese mundo que quienes lo conocieron cuando existía y lo recorrieron, e incluso lo combatieron, llamaron Tierra Adentro, y yo he llamado la llanura de las ficciones.


Este relato fue construido a partir de diferentes y disgregadas fuentes. De algunos hechos, sin embargo, no hay registros fidedignos, como ocurre con la tarde en que los habitantes de la ciudad de Buenos Aires enfrentaron a los cinco dragones de Carrán Curá. Aunque en lo personal creo en la veracidad del hecho como oportunamente defenderé, no puedo omitir que la única mención que hay del suceso se encuentra en el libro de Alicurá Borda, quien aclaró que su padre —de quien lo supo—, había sabido del ataque por dichos de algunos viajeros.

Debo también decir que las fuentes fueron objetadas en muchas de sus partes, y que sólo algunas pocas fueron tomadas con seriedad. El primer volumen tiene como importante asidero los escritos de viaje de Gabriel Casavalle, un joven patricio que integró la expedición del capitán Haliford. En él hay anotaciones sobre la topografía, la fauna y la flora patagónica, además de un anexo trazado hacia el final del viaje sobre la Ciudad de los Césares y la batalla de las Altas Colinas, del que trata este tomo. El diario fue entregado al padre de Casavalle por el propio Haliford, antes de pasar al hospicio donde vivió sus últimos días. Las siguientes generaciones de la familia conservaron el manuscrito; uno de esos descendientes actualmente lo retiene. Si se quiere conocer la historia en su integridad, ese documento es insuficiente y debe completarse con la ya referida obra de Borda. El hijo de Facundo Borda —sólo uno tuvo—, años después de la muerte de su padre, abundó en un texto de 1923 la versión de Casavalle, con los relatos que había escuchado de su progenitor. Detalladamente narró sobre el periplo de aquél desde San Juan hasta la Llanura del Misterio y de ahí al País del Monte. Aquí la historia se dilata para referir, con profusión de pormenores, sobre los cohuenches —que incluye una genealogía de ese pueblo—, la batalla de Tierra Adentro, la guerra de Campo de Marte y la pelea final. La obra, pobre literariamente hablando, no ganó difusión, sólo fue editada una vez y es la que menos credibilidad mereció.

Sin seguir un orden cronológico exacto, Alicurá Borda empieza su trabajo adentrando al lector en la historia de los Césares. Debo decir que no he querido seguir su método. Sin embargo, sucintamente, he de emularlo, aunque no repetiré aquí lo que él explica en casi setenta páginas de difícil lectura, y así agotaré su reseña en esta síntesis. Los Césares fueron nobles y sabios del Viejo Continente que se retiraron a los Confines recién delineados del mundo en un intento por escapar del tiempo y de la finitud. Para ello fundaron una Ciudad fabulosa en la Cordillera Nevada, allí donde las montañas son torres de piedra, la nieve se compactó en hielo y los lagos son tan anchos y profundos como un mar. Su elección no fue producto del azar. Optaron por un sitio del mundo donde todo estaba en estado original, como si el tiempo no hubiese transcurrido. Y ya en esto vieron un modo de huir del tiempo. Como otros, también buscaron afanosamente oro y plata para acumular una riqueza que no se agotara. Pero a pesar de la fama, no fue un tesoro tal el que reunieron, sino otro distinto que extrajeron de sus antiguas patrias, donde lo habían hallado.

Se trataba de una biblioteca, pero sus libros tenían una particularidad: minuciosamente, desplegaban el porvenir. Tal era su tamaño, que los Césares tardaron dos siglos en extraerlo del Viejo Continente. Diez barcos, en diferentes años, cruzaron el océano llevando a los confines trozos de ese caudal, de modo que mientras numerosas naves hacían un viaje inverso llevando un tesoro de oro y plata, otro tesoro, aunque diferente, viajaba hacia América. En un lugar relegado del globo ocultaron los tomos. En salas oscuras y circulares de la Ciudad de las Montañas los depositaron, creyendo que el tiempo estaba corporizado en esos volumenes. Reducido a esos objetos, pensaron que podían tener control de él y escapar de su curso. Pero la vejez llegó para cada uno; luego, el final de su paso, y en polvo se convirtieron. No dejaron de acumular los tomos, pero estuvo claro que no seguían la voluntad de esos sabios.

Al final, las filas de los Césares se quebraron; tuvieron varios reyes y varios príncipes, que pelearon entre sí. En las sombras, los descontentos y los aspirantes al poder armaron complots y trifulcas, y produjeron la caída de una Casa, después de otra. Descuidaron la vigilancia de las murallas de la Ciudad, y cuando decaían, aparecieron unas sombras que volaban en grandes pájaros, y que pretendían penetrar en el recinto. El orden fue desapareciendo, poco a poco. Primero desapareció de los grandes asuntos y dejó de existir entre los caballeros altos; luego, el desorden fue colándose por las fisuras de la comunidad, hasta llegar a cada recoveco y se instaló en las cuestiones más nimias.

Entre los ingobernables había un vasallo, Miguel Zaldívar, que moraba en las profundidades de la torre donde se apiñaba la librería. Aunque estaba asignado a las tareas domésticas, bien sabía de los tomos, pues andaba entre los sabios cuando hablaban, y cuando discutían, y cuando los leían y los releían en los atriles. Mientras estaba ante los eruditos andaba siempre silencioso, siempre circunspecto, pero escuchaba, escuchaba: retenía trozos de las pláticas, aguzaba los oídos cuando se trataba un tema importante y mentalmente maquinaba intrigas. Cada noche volvía al hueco oscuro y fétido en la base de la torre, y allí seguía con sus maquinaciones, y lo mismo hacía en el lecho, antes de dormirse. Se sentía completamente desdichado, ignorado por los señores a los que servía, que tenían modales corteses con él pero a quienes nunca iba a alcanzar en rango. Entonces, planeó robarles aquello a lo que tanta dedicación destinaban y que con tanto celo guardaban.

Primero desapareció un tomo, después otro, pero nadie se dio cuenta de los ejemplares faltantes hasta que sumaron diez. Fue Diego de Pereda, uno de los bibliotecarios, quien lo notó. De inmediato sospechó de Zaldívar, y con la acusación en la boca descendió los peldaños hasta el antro donde el hombre vivía. Allí lo encontró y también encontró los objetos. Zaldívar no pudo oponer una explicación, y Pereda tuvo claro lo que pasaba. Los dos estaban solos, un hombre frente a otro hombre; cuando Pereda iba a marcharse para denunciarlo, el reo, atribulado, violentamente lo empujó contra el muro. El hombre cayó a la loza; al rato, se había dibujado un río de sangre, un hilo que partía de la cabeza de Pereda y discurría por entre los espacios que había entre las piedras. Estaba muerto, no había duda. No había sido su intención matarlo, pero ese era el resultado. Esa misma noche, huyó. Antes de que cundiera la noticia, antes de que encontraran el cuerpo, se deslizó en la oscuridad hasta la salida de la ciudad. Pero no lo hizo con las manos vacías: de los diez libros que había hurtado, seleccionó cinco, los ató y con ellos a las espaldas abandonó la plaza.

Zaldívar fue acometido por pensamientos perturbadores una vez que se encontró en la llanura. El territorio era tan vasto que parecía no tener una salida. De seguro, cuando en las noches descansaba en el bosque, o trozaba con sus manos el animal que había cazado, o se echaba en la tierra pedregosa, junto al Gran Lago, se sintió el ser más infortunado. Entonces, lloraba. No podía volver con su gente porque lo encerrarían en una mazmorra por el crimen cometido. Estaba allí, solo, escuchando, siempre escuchando, porque tigres y leones rondaban. Pero los felinos no eran los únicos que andaban por ahí: también había criaturas sombrías de atavíos antiguos. Lo encontraban mientras el sueño, lo escrutaban como buscando algo que él ignoraba; luego, desalentados, giraban y se marchaban. Pensó que venían por los tomos, pero deshechó esa idea porque cuando se los ofreció, ningún interés mostraron.

Para abandonar la región se valió de los ríos como si fueran cicerones; aquellos buscaban siempre una salida. Los siguió; tardó semanas, quizá meses. En el interín, huyendo de un tigre, el bulto con los tomos cayó en un torrente, y así los perdió para siempre. Al final, llegó a la costa. Un barco de balleneros y peleteros lo extrajo de la orilla y lo devolvió a Europa.

No es necesario contar todo lo que hizo Zaldívar en su patria. Dijo muchas cosas sobre los confines, porque mentalmente nunca pudo desentenderse de ellos. Los europeos habían oído muchos rumores, el relato de Zaldívar les pareció novedoso y lo escucharon con atención. Dominado por el tema, planificó su regreso. Pero no podía hacerlo solo; debía cautivar a hombres ricos para que costearan la travesía. Para eso era necesario que convirtiera a la región en un sitio atrayente, y así lo dotó de inagotables yacimientos de metales preciosos. La vejez llegó con antelación; entonces sólo tuvo la posibilidad de retornar a través de un libro. En él delineó el modo de llegar a la Ciudad. Borda aclara que sólo en esto fue fiel a la verdad, pues no lo fue en el resto de la obra. Salpicó el texto de exageradas descripciones sobre riquezas imaginarias, se unió a los rumores en boga sobre el origen de los Césares y omitió toda mención de la biblioteca.

Muchos años más tarde de su muerte, se instaló el silencio sobre el tema, hasta que Haliford se encontró con una copia del libro de Zaldívar. Debo aquí hacer otro comentario sobre las fuentes. El escrito de Zaldívar no ha llegado hasta nosotros, siquiera su título. Puedo afirmar que no existe un ejemplar de la obra pues en vano busqué en bibliotecas y librerías argentinas, y por él consulté a bibliotecas de otros países, sin resultados. Sin embargo, alguna enciclopedia registra a un Zaldívar, autor español de un texto titulado El sueño de los Césares, nombre que he revivido.

Volviendo a la historia total, una fuente no menos importante es la autobiografía del coronel Guillermo Errázuriz, publicada en 1911, la que tituló Batallas internas y externas de un militar, obra en la que tuvo influencia su esposa, Camila Bazterrica. Aunque ilustra menos de la vida de los cohuenches que la narración de Alicurá Borda, constituye un ineludible testimonio sobre las peripecias de las dos campañas llevadas a cabo por el coronel César Augusto Soler. Sin embargo, la versión que se imprimió no es fiel al manuscrito. Tras innumerables correcciones y supresiones, quedó una historia desagregada, estrictamente militar, en la que el encadenamiento de sucesos no sigue una lógica sólida.

Los archivos gubernamentales y algunos privados cuentan con cierto material que no ha sido debidamente tratado. Entre los archivos privados fue relevante el bagaje de la familia de Camila Bazterrica que casóse con Errázuriz en 1882. El clan Bazterrica —que produjo doctores, clérigos, estancieros y hasta dos diputados del Congreso de la Nación—, convirtió en museo su casa de la calle Florida, que contaba con una pródiga biblioteca, muchas epístolas y el original completo de la biografía del coronel. Sin embargo, pocos documentos quedan del acervo pues un incendio destruyó la sala de la librería en 1951. Milagrosamente el manuscrito neto se salvó de las llamas, y por eso ha sido posible su consulta.

La familia Soler, por su parte, nada aportó a la historia. Aunque patricia como Bazterrica, para el tiempo en que Europa se desangraba en la Primera Guerra Mundial estaba en su irreversible ocaso, y más allá de los documentos oficiales, algunas misivas y de lo ilustrado por Errázuriz, es exigua la información que hay del coronel César Augusto. Su nombre debió ser más destacado, pues fue el artífice de las campañas contra Aucaman, pero la posteridad recogió el de su lugarteniente, quien disfrutó las palmas.

Quizá el lector tenga dudas sobre la veracidad de lo que he enunciado. Pues cabe aquí una aclaración: la llanura de las ficciones no empezará después de este introito. Por el contrario, ya ha empezado y por ella se encuentra andando.


De seguro (bien lo sabía su madre, y así aconteció ese día) el pulcro y arreglado trajecito acabaría cubierto de polvo, si no despedazado en alguna de sus partes, en las incontables grescas que tenían al pequeño como partícipe. Manos, puños cerrados, patadas y tirones de pelo, entonces, cortaban los aires, cuando el quisquilloso piojito se trenzaba con un rival, otro infantil adversario de pelo revuelto y pantalones cortos. Y el promotor de tales tropelías, Facundo Borda, no contaba con más de diez años. Ostentaba unos grandes y refulgentes ojos verdes, una talla diminuta y un ensortijado cabello casi rubio, color ceniza.

Su madre, aquella mañana, lo atavió y peinó con especial esmero; en esos momentos, cuando el mocoso estaba investido en un flamante trajecito azul, los marcados ojos negros de su mamita lo observaron con una mezcla de orgullo y de dulzura. Con esta impecabilidad, la desentonada pareja emergió de la casa y se deslizó hasta la escuela.

El resultado de las trifulcas era variable: algunas veces se imponía Facundo; otras, las palmas eran tributadas al adversario. Gritos y vítores alertaban, de tanto en tanto a la mujer; ésta encontraba la cabeza de su hijo entre las manos de otro pilluelo, o viceversa; o a su vástago lanzando manotazos con una prenda al desgarro, o un moretón o un rasguño. Entonces, prendía de las ropas a los púgiles, y la gresca concluía con un salomónico empate, que ninguno de los infantes adictos aprobaba.

Saturnino Zeballos, maestro de gramática castellana y de latín, era un hombre pulcro en extremo, de talante adusto y aspecto poco menos que tétrico. Vestía, invariablemente, de negro, llevaba el pelo lacio, oscuro también, y su piel era de una blancura macilenta. Nunca sonreía y, a criterio del integrante de apellido Borda, no era una persona feliz. Nada se conocía de su vida fuera del claustro, aunque los alumnos la anticipaban igual de tediosa y lastimera que su aspecto. Pillaba a Facundo en sus ignorancias pues, casi a diario, el educando se convertía en el blanco de sus preguntas, las que obtenían respuestas que generaban tanto la hilaridad de sus condiscípulos como el agravamiento del rostro del maestro. Zeballos entonces lo miraba con gesto circunspecto, como juzgándolo un engendro.

A pesar de los enconados esfuerzos de su madre y de su padre porque aprendiera con facilidad cualquier cosa contenida entre las tapas de un libro y observara una conducta aplicada frente a las familias de alcurnia, Facundo Borda era, con sus diez años, un muchacho díscolo, enérgico e irreverente. Su familia (una de las más acaudaladas de San Juan) lo había colocado en diferentes claustros (incluso los clericales) pero sin éxito. Sujetos como el presbítero José Manrique, el profesor galo Pierre Robillard, y el deán Robustiano Torres, todos eminentes, todos respetables, probaron suerte, en vano, con las letras, el latín y el catecismo. Pero cada uno en su turno terminó devolviéndolo a la familia; sólo faltó una atenta nota de envío con este post scriptum: “sin devolución”. En contrario a la puntillosa enumeración que otros mozuelos de buenas familias podían hacer de las lecturas y de los libros que habían pasado a formar parte de su acervo intelectual, Facundo, en cambio, reconocía sin azoramiento su ignorancia.

La tarde en cuestión, tras una nueva contestación improcedente, el maestro le dijo, en tono calmo aunque mordaz:

—Soy conciente, Borda —y le volvió la espalda, para andar entre los pasillos y hablar a viva voz— que éste es su tercer colegio, y que ni aunque regenteara todos las escuelas de la república, lograría usted emerger de la Edad de Piedra y dejar de ser un bárbaro. Si la humanidad en toda su historia hubiese repetido su disposición y su interés por las ciencias y el arte, aún estaríamos partiendo con las manos los miembros del animal cazado. Cien veces escribirá para mañana en su cuaderno unos versos de Lamartine.

Dictada la sentencia, el reo miró a Gervasio Roca, un morenito hijo de un hombre de fortuna de la marca, quien no ocultó su satisfacción por la reprenda. ¡Roca! Éste siempre respondía correctamente a continuación de los disparates que él entonaba, y se llevaba las palmas. Roca y su servil Machado (ambos de la misma despreciable ralea) contestaban con anticipación a todos, ocupaban los primeros puestos en el aula y miraban por encima de los hombros al vástago del clan Borda, a quien, sin embargo, no podían superar en otras artes, como el dibujo, las aritméticas o los juegos. Y esta infantil antipatía por Roca se enraizaba en los cotidianos dichos que había oído de su padre: “Los Roca son una raza deleznable, del primero al último”. Y tal juicio había quedado grabado en su mente, y abonaba la malquerencia.

Zeballos tenía el hábito de proponer entreverados temas literarios a sus alumnos, e incurría en disquisiciones fatigosas mientras caminaba por el aula. Y esa tarde no fue la excepción. Tal fue el hastío que avizoraron los educandos cuando el maestro principió que Roca comenzó a cuchichear en tono quedo con Machado. Pero una declamación abrupta de Zeballos cortó la conversa.

—¿Quién habla? —preguntó, acusador.

Zeballos arrastró su faz grave y el ceño fruncido a través de los pupitres, y se detuvo frente a Facundo.

—¿Borda? —inquirió.

—No —respondió Facundo, conociendo que el infractor era Roca.

—Doscientos versos —dictaminó, severo, Zeballos.

Las defensas fueron desoídas, y el maestro siguió con su alocución. El siseo se reinstaló y, seguro Zeballos de la reincidencia del reo, agravó la pena de Borda. Extrajo la palmeta y, esgrimiéndola, con el rostro lívido que lo caracterizaba, se acercó a Facundo. La tablilla dejó una marcación rojiza en la palma de la mano del chicuelo, y éste dirigió una mirada penetrante a Roca, verdadero causante de sus desgracias.

En silencio se juramentó arreglar las cosas de la manera acostumbrada, en el patio del colegio.

La clase tocó a su fin. A la sazón, Facundo convocó a su séquito de cinco camaradas, todos gladiadores de diez u once años. Arrostró a Roca y su falange, antes que nadie, recriminándole su conducta, pero todo intercambio verbal se diluyó cuando Facundo arremetió contra su adversario. Los prosélitos de uno se trenzaron con los adictos al otro; volaron patadas y manotazos, cabellos crespos y lacios fueron tironeados con crudeza, y hubo revoltijo y gran jaleo.


En la noche del día de la tropelía, el carruaje que transportaba a la señora Borda se detuvo ante el pórtico de la casa. Amalia Monteagudo era una mujer de notable belleza: su pelo era negrísimo, que recogía delicadamente en moño; su cutis, blanquísimo, cortado por oscuras cejas; sus trajes, invariablemente, correctos y de buen gusto; su talle, esbelto e imponente. Su carácter era firme, a veces grave, aunque no por ello desprovisto de ternura; su voz, pausada y suave, y su dicción, un poco afectada, a la manera rivadaviana. Casóse con el señor Borda cuando su familia, tradicional de San Juan, decaía, y por esa unión había podido sostener a sus propios parientes de sangre. Había anhelado, fervientemente, tener por el lado de Borda un miembro eclesiástico, como era deseo de toda familia patricia, después de acumular hasta tres presbíteros por el lado de los Monteagudo. Pero ninguno de sus hijos ya formados (los que contabilizaban tres) había mostrado inclinaciones hacia una devoción religiosa, y vislumbraba como imposible extraer un fraile o un clérigo del último que tenía bajo su guarda.

Esa noche, cuando su arribo, cargaba con las preocupaciones originadas por la personalidad díscola y remisa del hijo menor, Facundo. Traía consigo revelaciones manadas de la boca de su maestro, Zeballos, a quien había encontrado circunstancialmente en la calle. Tanto sus esfuerzos como los de su ayo, la Matosa, parecían estrellarse inútilmente contra el temple impetuoso y obstinado del chicuelo.

No obstante los instalados desvelos, nunca Amalia descuidaba la atención de los pobres que acudían periódicamente a ella. Era en las noches cuando tal o cual desdichado del vulgo se encaramaba en la entrada de la vivienda, y aguardaba, por largas horas, la llegada de su favorecedora. Ésta, entonces, descendía del transporte y dispensaba auxilios a los apremiados.

—Señora —le dijo uno, la noche en cuestión—: no hemos comido en este día. ¿Tendrá usted algo para echarnos al estómago?

Invariablemente la señora impartía órdenes a Matosa para que, poco menos, vaciara la despensa, y le hiciera entrega al implorante de todo artículo que abundara en la casa, o las sobras de alguna comida, o una cuota de lo que se estuviere cociendo.

—Matosa —ordenó—: entrégale a éste hombre, para él y sus hijos, todas las provisiones de la cocina, y reponlas mañana. No necesitaremos de ellas por el día de hoy.

—Sí, señora —acató Matosa.

Penetró Amalia en el comedor de la casa, discretamente adornado con colgaduras, retratos en las paredes de antepasados de ambos señoríos, aparador, cristalero, una alfombra de Bruselas y un mobiliario macizo de algarrobo (a diferencia del boato conque las familias adineradas rebosarían sus moradas hacia finales de siglo). En él encontró al señor Borda ocupado en interminables columnas de números y complicados cálculos. En una estancia contigua, el costurero, había una regular cantidad de libros en castellano y en francés, alineados en un estante. Pero escaso interés despertaban en los moradores.

Gervasio Borda era un hombre de mediana estatura, moreno, de grandes ojos negros, llenos de vivacidad, y rostro regordete. Era locuaz, vivaracho, y un jugador empedernido; en las noches se juntaba con asiduidad con guarangos platudos y despilfarraba ingentes sumas. A su regreso, ante las evasivas respuestas de Gervasio, Amalia temblaba pues no sabía si su esposo había apostado el título de propiedad de la casa, o de algún fundo, o una hacienda entera. No era esbelto y el cabello ya lo tenía encanecido en razón de su madura edad, lo que contrastaba con el aspecto juvenil de su esposa. Habíanse enlazado cuando ella era una adolescente y él un varón que pasaba la treintena de años. En razón de esto, los tres primeros hijos eran ya grandes e independientes; pero cuando no estaba en sus planes tener uno más, la mujer quedó encinta de Facundo. Respecto a la educación de la prole, la misma había recaído exclusivamente en Amalia Monteagudo, y en su ayo, Matosa. Ambas habían visto como beneficioso aquel retiro del hombre en razón de su lenidad. Éste nunca había aplicado un castigo corporal a alguno de sus cuatro varones y, por el contrario, siempre se exhibía benévolo y alegre.

La vida del señor Borda, como la de muchos de la época, tenía visos épicos. Había luchado en los ejércitos independentistas cuando la emancipación. Tiempo después, en este orden, fue peón en la hacienda paterna, arriero, zapatero, tendero, panadero, hasta que la obcecación y el trabajo tesonero (y algunos guiños de la suerte tanto como la mano inestimable de su padre, un hombre público, ya de fortuna) lo catapultaron a los negocios. Sobre ellos había cimentado su propio peculio.

Pero no eran asuntos de metálico los que traía su esposa entre manos esa noche, sino domésticos y hasta políticos en razón de los vaivenes que, constantemente, agitaban a esa marca y a otras de la República.

—Señor Borda —díjole, algo atribulada, aunque conservando una faz sosegada—: ¿no se ha enterado? Seguro que no: ha estado todo el día en la hacienda… El ilustre vecino Benavídez fue sacado de prisión y asesinado en el amanecer. Parece que lo hizo gente del gobernador Gómez y de Laspiur.

—¿Benavídez muerto? —exclamó Gervasio sorprendido y con flamante aflicción, pues adhería al caudillo y se encontraba abocado a su liberación junto a otros camaradas adictos.

—Sí, Gervasio —abundó la mujer—. Y dicen que se asistió a un horrible espectáculo en el Cabildo. Su cuerpo, medio muerto, fue sacado de las mazmorras, y casi desnudo y aún engrillado, arrojado desde los altos del Cabildo a la plaza, donde la soldadesca se entretuvo ultrajándolo. Toda la ciudad está revuelta. Sus amigos ya lo anoticiarán de los pormenores.

Meditó Gervasio sobre el punto durante unos segundos.

—Es claro que lo hicieron para evitar que los comisionados enviados por Urquiza lo salvaran —dedujo Gervasio.

—Pero no es éste el único asunto que debemos tratar.

—¿Cuál es el otro? —dijo apesadumbrado, pues estimaba que después de la infausta nueva no había otra novedad importante.

—Es sobre tu hijo menor, Facundo —principió la mujer.

—¿Otra vez él? —repuso Gervasio, un tanto hastiado—. Pero, ¿no lo hemos cambiado de colegio hasta tres veces? Ya no queda institución en San Juan que lo reciba.

—Pues, parece que esa solución no ha procurado los resultados que esperábamos —confesó la esposa, con sosiego—. Hablé esta tarde con su maestro, el señor Zeballos, y me impuso de su pésima conducta. ¡El día de hoy lo ha castigado con el deber de escribir doscientas veces unos versos de Lamartine! ¿Se da cuenta? Se pasará la noche copiándolos. ¿Está haciéndolo ahora? Me manifestó hallarse desconcertado por los escasos logros que su instrucción produjeron en él. No le interesan la literatura, ni la gramática, salvo las cifras, ¡y es un desastre en latín! Usted debería dialogar con él e interrumpirle las salidas.

—¡Las salidas! —exclamó—. Hoy ha tornado todo contuso, con la cara cortada por rasguños y un ojo morado. Tuvo una nueva pelea con el hijo de Roca en el colegio.

—¡Sí! —afirmó la mujer—. ¡También me lo informó! He pensado que es ineluctable contratar maestros particulares y completar su educación aquí, en la casa. No descuidaremos su educación religiosa: el padre Seguí me dijo que con sumo agrado asumiría las lecciones devotas de Facundo, y aunque le previne sobre el carácter indócil del muchacho, me anticipó que ello no significaba obstáculo. Yo me encargaré de la literatura.

—Podríamos recurrir a su hermana, misia Mariquita, para la enseñanza del francés —resolvió Gervasio.

—He pasado por su casa —ilustró Amalia—, y se encuentra atravesando penurias tales, que tuve que dotarla de un medio en plata para que afronte su manutención. Usted sabe que ella es renuente para pedir cuartel en su combate contra la adversidad y le parece desdoroso reconocer su situación rayana con la indigencia. Protestó largamente cuando le hice entrega del dinero, pero lo aceptó. Debemos ayudarla, señor Borda.

Gervasio asintió a esto último, un tanto acostumbrado a las prestaciones a los alicaídos Monteagudo, y a toda la parentela pobre de su mujer, la que sumaba una retahíla numerosa. Aquellos soportaban su miseria (tras años de bonanza) con estoicismo, pero a Gervasio le resultaba que estaban siempre más inclinados por aparentar que por ser. Por supuesto no confesaba a su esposa dichos pareceres ofensivos, pues ella era una Monteagudo de la más pura cepa, y los deberes familiares imponían no desentenderse de las angustias de los allegados.

La conversación de los adultos había sido escuchada por Facundo, escondido detrás de la pared del cuarto lindero al comedor. Pero su madre (¡qué bella era!) dio un giro, entró en la sala y lo descubrió en su escondite. Escasa o ninguna explicación pudo oponer el polluelo para su traza (desalineada, mugrienta y son signos de una riña), pues ya su madre tenía noticias de la refriega en la que había participado. Antes bien su delicada situación se agravaba con la revelación de que se había parapetado en una de las habitaciones para escuchar las conversaciones que ocurrían.

—¡Mírate! —le dijo su madre—. ¡El ojo! ¡Tus ropas! La cara.

No podría haberse presentado a su madre con aspecto más deplorable. Facundo tenía el cabello revuelto (ese cabello que enloquecía a Amalia por el tono ceniza que lo teñía) y duro; un ojo cárdeno; y arañazos en el rostro, y raspaduras en los brazos y en las piernas.

Cesó Amalia todo escrutinio de los daños, estimando como suficientes los relevados.

—¡Y tu desempeño en la escuela! —continuó—. Y como si no fuera eso suficiente, te encuentro escuchando detrás de las paredes.

La abultada lista de recriminaciones continuó sin pausa, emitidas por una mujer que utilizaba un tono pausado, directo y calmo, aunque no carente de autoridad. Podía regañarlo empleando los términos más precisos y filosos, sin necesidad de alzar la voz.

Al rato, Facundo se encontró sentado a la mesa, sosteniendo el lápiz, cumpliendo la tarea impuesta por Zeballos, mientras su madre, otra vez, discurría con Gervasio si no era más conveniente retirar al rebelde niño de la escuela y completar su educación en la casa con maestros particulares. Y le fue posible escuchar este diálogo puesto que sus padres no se guardaron de mantener la plática en voz baja. “¡No, en casa no!”, imploró Facundo en silencio. De ocurrir eso su madre supervisaría en persona las lecciones. Sin demora, elevó al Cielo una plegaria, prometiendo que sería aplicado y estudioso. Nunca más tomaría por los pelos a Roca, como en la tarde.

Escasa atención dispensó su padre (siempre entregado a sus ocupaciones) al tema, y descargó en su esposa (hacía eso cuando se trataba de la educación de cualquiera de sus vástagos) la faena de decidir sobre el punto, aunque fuera él quien terminara pagando a los celadores.

La comida fue silenciosa, aunque copiosa. Y tal mutismo (impuesto por Gervasio) no tenía por única causa las conductas incorregibles del menor de la familia, sino también los luctuosos hechos ocurridos en el alba. ¿Quién sabía qué desastrosas consecuencias para la ciudad tendría el alevoso crimen? Por lo pronto, era esperable, afirmaba Gervasio, una invasión militar.

Invariablemente la mesa estaba revestida con un mantel de algodón, y sobre ella la negra depositaba una loza finísima, una sólida cristalería inglesa y las fuentes de plata. Engulló el infante el puchero rodeado por la fariña y el quibebe con una rapiña que le hizo granjearse de su madre una mirada reprobatoria. A continuación, hizo su entrada Matosa portando los tazones con el caldo. Deglutió el suyo con ahínco. Luego la mesa recibió los pasteles comprados a los negros ambulantes, un deleite para el paladar de Facundo. ¡Oh, las comidas de antaño! Sopa de arroz, de fideos, de pan y de fariña; cargados guisos de porotos, de lentejas, de carne o de garbanzos, y carbonadas con zapallo, papas o choclos. ¡Y el jugoso asado de vaca, costumbre arraigada en el país, estrechamente ligada con la condición rolliza y saludable de sus ganados! ¡Y cuantas clases de ensalada lo acompañaban! De chauchas, de lechuga, de verdolaga, de papas, coliflor y remolacha. ¡Y el sabrosísimo locro de trigo o de maíz, y la humita chorreante de grasa en grano o en chala! Y no le iban a la zaga los postres: frutas de toda clase en el verano, frituras caseras espolvoreadas con azúcar, mazamorras, cuajadas, natillas, pastelillos rellenos y el infaltable arroz con leche.

Acabada la comida, los moradores se dirigieron a sus aposentos. Facundo, un tanto turbado, requirió de su madre el saludo de rigor, y ella se lo dispensó, dulcemente, como siempre. “Mamita: me portaré mejor”, le dijo. Pero, ¿cuántas veces había dicho lo mismo, para reincidir en la mañana siguiente? Amalia parecía estar perfectamente conciente de estas repeticiones, las que toleraba con infinito amor maternal. Confiaba en que los años, naturalmente, acomodarían la cabeza del muchacho.

Tras el saludo, Matosa tomó al párvulo y lo condujo hasta la habitación, para velarlo hasta que lo visitara el sueño. El niño se desvistió, se arropó con las cobijas y se quedó quietito, mientras la negra, de tez reluciente, sumergida en la negrura del cuarto, lo observaba y contabilizaba mentalmente el tiempo que demoraba el niño en dormirse.

Mas fue el ayo quien se durmió a continuación; a la sazón el chicuelo se agitó, como asaltado por hormigas. Y el estado de letargo de la zamba, que durante el día cocinaba, lavaba y había asistido a su ama en la crianza de cada uno de los varones, fue interrumpido por un ruido intencional producido por el chiquillo, en el ánimo de asustarla. Cuando la comadre despertó con sobresalto, se percató de que el mocoso estaba con todas las luces y sentado en el lecho, mirándola. ¿Quién velaba el sueño de quien?

—Duérmase, hijito —le dijo la negra, haciendo ruido como de un tropel de caballos y oteando con ojos desmesurados de misterio, un rincón y otro del cuarto—, mire que sino viene Rosas para comerlo… Ahí llegan los mazorqueros —prosiguió, pretendiendo que el pavor se le infiltrara en el cuerpo—, hombres gruesos, de tupidas barbas, ojos inyectados y rojos ropajes, que portan cuchillos largos como un brazo.

Pero el párvulo, lejos de amilanarse, quedó sentado en la cama. Y abrazando sus rodillas, respondió, ligero: “Yo no escucho nada”. ¿Cuándo se instalarían la quietud y el silencio para que la negra se marchara? Tales entelequias que habían aterrorizado a sus hermanos mayores cuando pequeños, no tenían efecto alguno en el último vástago de la familia. Sabía también (porque lo había comprobado varias veces) que los cuentos de los negros, pensados para espantar a un mocoso de su edad, resbalaban en él, que los escuchaba con displicencia.

—¿No sabe acaso —arremetió la negra, para asustarlo—, que se dicen cosas terribles en la ciudad, sobre muerte, guerra y sedición?

—¿Qué es sedición? —preguntó el mocoso, fresco.

Matosa entendió que por ese camino no arribaría a ninguna parte, y que antes iba a dormirse ella que el muchacho. Porque el niño —y esto era lo peor—, tampoco daba señales de disposición para el sueño. La negra estuvo a punto de estallar en ira pero, invocando al sosiego y a la astucia, pretendió desplegar una nueva estrategia para que el chicuelo se durmiera.

—Si no se duerme —díjole— le anoticiaré a la señora. Y ella le dará una zurra.

El niño, iracundo, en un santiamén, se acostó y se cubrió con las cobijas. El jaleo terminaba con el triunfo de la negra, y él replegaba sus estandartes para otra ocasión. La zamba se retiró y dejó al pequeño entregado al descanso.

sigue...