El contingente empezó el ascenso de la montaña. La ruta (en el interior del cordón montañoso) tenía tres estadios: en el primer nivel se acumulaba el bosque que cubría la altura inferior de las montañas; el segundo consistía en un largo plano, sin dificultades; el tercero, tras un descanso, agravaba el esfuerzo inicial pues requería trepar hasta la base de la Montaña Azul. El grupo afrontó los dos primeros niveles y alcanzó la antesala del último. A los lados, las pálidas paredes de las torres de granito, siempre mudas pero expectantes. La masa de hombres se arrastró por estas tierras descarnadas, subiendo la cadena empinada que las lengas taponaban, andando luego por un plano suave, y adentrándose otra vez en el bosque cuando la cercanía de las agujas.
En el ocaso, hicieron un alto en un paso, el cual estaba dominado por el monumento de granito. Allí había un riacho cristalino. Hacia un costado se demoraba un pasaje ancho que andaba entre las cadenas de cerros. El colosal peñasco destacaba silencioso, solitario, pétreo, y su cima estaba rodeada de un anillo de nubes. Apenas éstas se corrían, otros celajes la ocultaban. Por esa razón los tehuelches lo llamaban Chaltén o “montaña que humea”, atribuyéndole ese atributo al atolón, pues lo creían un volcán en actividad. En realidad el efecto era originado por las masas gaseosas procedentes del Pacífico que, en su tránsito sobre la Cordillera Nevada, chocaban con el coloso y trepaban por sus paredes, continuando hacia los cielos. Era la montaña sagrada de ese pueblo, hasta donde Elal, creador del fuego, de los bosques y de los hombres, había volado llevado por un cisne, huyendo de la ira de su padre. Otras agujas graníticas, de altura inferior, flanqueaban al primero y en su base se acumulaban peñascos, y promontorios, y pliegues, salpicados de nieves. Trasponiendo el río se sucedía un bosque cerrado.
Seguramente, imaginó Haliford, como señalaban sus mapas, detrás del macizo se extendía un lago. Enclavado en él estaba la Ciudad de los Césares. Sintió un repentino placer porque la meta estaba próxima
Los hombres se colocaron al amparo de las lengas. Resultaba increíble que aquel paraje en el que se juntaban gigantes de granito, agua, nieve, aire y bosque se conservara virgen, desconocido para el mundo explorador. ¿Cómo podía existir oasis semejante y permanecer ignorado por doctos y sabios? Porque Casavalle sintió que la Creación entera les era servida en bandeja de plata, para su exclusivo disfrute.
El río serpenteaba y se estiraba por el desfiladero, y discurría entonando un concierto sólo escuchable en ese emplazamiento. Tan pronto como el cortinaje de la noche se cerró por entero, las altivas y afásicas moles se irguieron erectas, desafiantes, negras, resaltando sobre un fondo nublado y grisáceo. Los vientos, entonces, fueron rápidos y el parador se volvió gélido, aunque no por ello menos acogedor. Cualquier hombre en el paraje adquiría inmediata noción de su pequeñez en comparación con la dimensión y los enigmas de la Creación. El temor por las grandes cosas sobre las que no se tiene control surgía inexorablemente. Todo allí repetía las mismas dimensiones colosales de las que abundaba Tierra Adentro: altos picos de piedra; lagos de la anchura de un mar; ríos de hielo que terminaban en murallones inexpugnables; piedras del tamaño de una casa; y acres y más acres de desierto rodeando el verdor que se apiñaba en la Cordillera Nevada.
Esa noche Haliford reunió a sus íntimos en la carpa que montara, entre ellos a Casavalle. Mientras el viento remolinaba afuera y batía el material del parapeto, Haliford, apenas iluminado por una candela, con el dedo índice en el mapa de Zaldívar, explicó como iba a proseguir la travesía en más. El plano mostraba que trasponiendo el macizo de piedra se extendía la Ciudad Perdida. Pero la entrada al páramo era harto fatigosa: pendientes erectas, campos de hielo, torres de granito y piedras prestas a desprenderse jalonaban el camino. Había dos rutas posibles, según Zaldívar: una frontal, hacia el peñón mayor, o Montaña Azul, cuya silueta era posible visualizar apenas se emergía de la tienda. La otra circunvalaba el coloso siguiendo el cauce del río que daba vueltas[25], aunque se vislumbraba más postergada. El primer camino parecía el más inmediato pero también el que se avizoraba más penoso: cortaba el macizo en una línea recta, pero significaba trepar por una lomada escabrosa hasta la base del coloso y trasponer los hielos que ceñían a éste y a las demás torres. Zaldívar había seguido este paso en el siglo XVII, pero dos siglos después el sendero podía ser bien diferente. Haliford quería seguir este acceso pero comprendió que lo más conveniente no era adentrar al grupo por entero, sino que dos personas lo rastrillaran con antelación.
En este punto, Haliford dijo:
Cuando un ejército marcha, el general envía adelantados para que rastreen el terreno e inspeccionan el sendero por seguir. Estando en el interior de las montañas, donde hay tantos escondrijos, y vueltas, y huecos, ese cuidado debe observarse con mayor razón aún y, por tanto, unos pocos deben arriesgarse antes de aventurar al grueso. Tras el día, yo me adelantaré hasta el punto donde la geografía me permita, y como requiero de un compañero para esta travesía, Gabriel Casavalle irá conmigo.
Toda la luminosidad del siguiente día fue aprovechada para preparar el viaje de la avanzada. Apenas la luz disminuyó, Haliford instó a Gabriel a que iniciaran la marcha. Los cirros se arremolinaban en torno de la cúspide de la Montaña Azul y obstruían su visión. El frío descendía y ya castigaba los cuerpos. Los adelantados se adentraron en el bosque cuando las últimas luces, una formación que guardaba un silencio monacal.
Ya en la noche, iniciaron el ascenso de la montaña, y entre los vientos furibundos y las sombras treparon por una loma estribada. Mientras los cierzos repasaban la cuesta, debieron asirse a los arbustos rasos que manchaban la subida, o a las rocas, mientras los ímpetus de la Naturaleza pretendían arrancarlos de la montaña. Subieron, más y más, hasta que pudieron contemplar el territorio por entero. Arriba, aguardaba el Chaltén.
Gabriel sintió que las fuerzas le faltaban: en verdad, la pendiente no era imposible, pero la falta de sueño, la mala alimentación así como las preocupaciones lo habían despojado, lentamente, de toda vitalidad. Cada día goteaba energías. Subiendo el obstáculo, trastabilló; el cansancio le denegaba templanza al cuerpo y el frío se apoderó de él, haciéndolo tiritar. Llegado a un punto alto, las manos dejaron de responderle, y los pies ya no acertaron en dar pasos firmes. Haliford no había reparado en la debilidad de su compañero, pues estaba demasiado ocupado en sus pensamientos, demasiado ocupado en no desfallecer. Pero un grito lo extrajo de su ignorancia.
Se volvió: unas piedras se habían despeñado y Gabriel estaba suspendido en el vacío, aferrado de otras rocas. Intentaba hacer pie en una saliente, pero la fatiga lo vencía cuando el esfuerzo. Haliford volvió sobre sus pasos; pronto, Gabriel lo tuvo a su frente. Su rostro era negro así como el resto de su cuerpo. Extendió una mano al desgraciado, para volver al naturalista al sendero, pero algo cautivó su atención.
Un pájaro vio del que mucho hablaban los nativos, y que tenía por nombre Alicanto, que significaba “estar siempre seco al sol”; conforme la historia, el ave era de oro, y ponía dos huevos, uno del mismo metal y otro de plata, pues de esos metales se alimentaba. A pesar de los vientos, la criatura planeaba y brillaba sobre el telón oscuro. La visión de los que ascendían lo atrajo, y por ello descendió en un peñasco próximo, aunque alto; desde este sitial contempló a los que subían y adoptó una actitud desafiante, casi tentadora. Parecía declamar: “Heme aquí, al alcance de tu mano. Porque todos los pobladores de la Tierra de las Colinas me codician, pero ninguno me ha tenido. Conozco minas auríferas riquísimas, y te conduciré a ellas. Esta es tu oportunidad de quebrar esa continuidad; ejecutado el acto, serás el Amo”.
Titubeó Haliford entre destinarle el imperioso tiempo a Gabriel o pretender sujetar a la criatura voladora. Sí, dudó, mientras la vida de Gabriel pendía de una piedra. Pero la duda devino en nefasta resolución cuando el capitán se volvió para ascender hasta el ave. Los gritos de Gabriel fueron ineficaces para detenerlo.
Mientras Casavalle, abandonado, recurría a sus últimas fuerzas para recomponerse, Haliford, meneado por los vientos, trepaba, y resbalaba, y se asía a ese arbusto, a aquella piedra. El ave, semejante a un halcón, todavía estaba ahí, quieta, con la cabeza en alto y oteando en derredor. Estaba cerca, ¡un esfuerzo adicional, y el mítico pájaro sería suyo! Costaba trabajo subir el cuerpo, tanto como, más abajo, le costaba subirlo a Gabriel.
El naturalista, con las piernas colgando, respiró con fuerza. Estiró un brazo, aferró un arbusto, una mutilla, reconocida por sus bayas rojas, y logró escalar. Otra vez en la pasarela, alzó la vista hacia Haliford. Lo vio; se balanceaba de un lado a otro, y estaba tan cerca del ave que por momentos tuvo la impresión de que iba a tocarlo. La criatura estaba rígida, y tenía la mirada fija en el capitán, y no se movía. ¿Por qué no lo hacía? Gabriel se anticipó la intención de la criatura alada: pretendía, deliberadamente, que el hombre la tocara, pero de improviso dudó sobre la conveniencia o no de eso. La disposición le pareció sospechosa. Y Haliford (que había perdido hacía tiempo toda ecuanimidad) subía, respondiendo a la invitación.
Haliford estaba próximo al corte del descanso donde se encontraba el Alicanto. Alargó el brazo y la mano buscó a tientas al pájaro. Entonces, Gabriel tuvo una terrible impresión y gritó:
¡No! ¡No lo toques! ¡Una trampa te depara!
Haliford, conmocionado, retiró la mano y giró. A la sazón, ante la frustración de su estratagema, el ave se enfureció y extendió sus alas ante el rostro de Haliford. Pero éste, aterrado, resbaló y cayó al suelo, como herido mortalmente. Entonces el cielo anubarrado abrió una ventana y la luna apareció; bañado por su luz, el pájaro despidió haces luminosos, rayos que, en la noche, iluminaron la montaña. Primero fueron fucilazos fugaces, hasta que la criatura entera irradió una brillantez vigorosa que alumbró toda la marca. Haliford, tendido en el suelo pedregoso, no vio la luminosidad incandescente; esa luminosidad que enceguecía era la que le había reservado el ave para el instante en que el extranjero pretendiera atraparlo. Pero no dejó de producirla, en un intento postrero de dañar al visitante.
De improviso, el Alicanto se elevó, pero no conservó su imagen de bella ave; por el contrario, su plumaje se oscureció, las alas se alargaron, las patas se volvieron ávidas garras, la cubierta de su cuello se erizó y todo el cuerpo creció hasta convertirse en una mole que triplicaba el porte de un hombre normal. Haliford lo tuvo ante él, muy cerca, tanto que pudo sentir su respiración entrecortada. La criatura fijó sus rojos ojos en el hombre y mantuvo erectas las plumas, como púas. En algunas partes el cuello estaba implume, lo que abundaba su imagen ruinosa. Y emitiendo un grito lacerante, se lanzó hacia el abismo.
Cuando el ave se alejó, Gabriel, otra vez de pie, tuvo deseos de abalanzarse sobre el capitán. Y lo hizo: de un empujón lo tiró al suelo, se sentó encima y puso ambas manos en su cuello. Estaba iracundo; lo habría matado, pues Haliford estaba demasiado exhausto para oponer resistencia. Sus dedos apretaban la garganta del capitán, mientras Gabriel gritaba y vociferaba. Entonces, el Alicanto, otra vez dorado y de tamaño ordinario, sobrevoló el lugar. Y Gabriel oyó una voz íntima que le dijo: “Mátalo, porque no habrá riquezas para ti si él las gana”.
De pronto, se dio cuenta de su desequilibrio; del mismo modo que en los minutos previos Haliford había seguido los designios del ave, ahora él los seguía. El cansancio y el hambre habían mellado su voluntad como para oponer una mente lúcida, y tales faltas bien las había percibido la criatura. Entonces, aflojó las manos y se retiró de encima de Haliford para sentarse un momento en el pavimento. Le resultó que ahora no sólo eran hostigados por los elementos sino también por intrigas y malignidades que jugueteaban con sus mentes para hacerles perder el juicio, y para que unos confrontaran con otros. Intentarían esto y lo otro para dividirlos y desanimarlos, y probarían con este o con aquel, con cada miembro de la expedición de ser necesario, aprovechando los resquemores, los ímpetus levantiscos y la carencia de alimento.
El ave, ante el nuevo fracaso de sus designios, dio un grito que resonó en todo el paraje, y se alejó hacia el interior de la Cordillera de los Vientos.
Después del incidente, de mala gana, Gabriel siguió a Haliford que lo llevaba hacia las tinieblas interiores. No podía ser con otra animosidad: el capitán casi lo había dejado morir en el ascenso a la Montaña Azul. No, no podía confiar en él, y más le valía que la vida no volviera a ser puesta en jaque porque la voluntad del capitán era demasiado endeble y volátil como para aguardar de él un socorro. Por otro lado, si las medidas de ruindad y de codicia seguían ascendiendo en Haliford, para la preservación de su existencia no iba a dudar en priorizar la propia sobre la de cualquiera, y sería entonces cuando el capitán se tornaría más temible aún.
Cuando los exploradores alcanzaron la cima del cerro, el peñón se les apareció nítido, accesible, vertical; sus paredes eran erectas y una capa blanca se derramaba a sus pies; otras agujas de menor estatura la rodeaban como satélites[26]. A su frente había una hondonada inundada, que cortaba el camino directo hacia el cerro. Y otra había a un lado, velada por tres cuernos; en uno de los frentes dormía un glaciar colgante que ensuciaba la laguna con sus restos. El sitio era pedregoso, y carecía de matas y de vegetación pues la misma se había interrumpido niveles antes.
Conjeturó Haliford que trasponiendo el cerro se hallaba el alcázar. Ordenó un descanso breve, de dos horas, y aprestar los petates para internarse en los montículos de piedra y de hielo que se levantaban delante. El anticipo sorprendió a Gabriel: en tiempo más llegaría la noche y después de una jornada de ardua marcha la razón imponía parar hasta el alba. Además, en adelante caminarían entre cerros de piedra y lenguas de hielo. Pero Haliford, por el contrario, había ordenado un breve sosiego que preludiaba un avance nocturno infernal.
Descansaron, y pasado el tiempo estipulado, los hombres se calzaron sus equipajes y dirigieron una mirada temerosa y expectante al coloso de piedra. Nimbos amenazantes sellaban el cielo, y se arremolinaban alrededor de su vértice, y lo ocultaban. Y tales nubosidades eran acompañadas por vientos rápidos.
Observaron la torre, y sus pies se movieron hacia ella. Rodearon la laguna y, a poco, estuvieron ante las elevaciones pedregosas; la pendiente se volvió pronunciada y peligrosa, porque los cantos eran inestables y movedizos. Intentaron conservarse erguidos en el plano inclinado, pero trastabillaron, y se valieron de las manos, y hasta rodaron.
Pisaron el glaciar y caminaron sobre él; el río de hielo estaba cortado por grietas, profundas hendiduras trilladas, y surcado por hilos de agua que corrían hacia oscuros agujeros. En derredor se alzaban resaltes rocosos que caían a pique sobre el hielo. De algunos de ellos pendían glaciares colgantes que producían espectaculares avalanchas, cargas que se depositaban en el campo gélido que yacía a los pies de esos paredones.
Vino la noche, y con ella el frío. Un ambiente glacial se deslizó sobre el ventisquero que flanqueaban y que intentaban no pisar por temor a resbalar en sus hielos. Y los vientos, gélidos y tempestuosos, exhalados por la noche nubarrosa, se filtraron por entre las agujas graníticas, y corrieron por los pasos y los desfiladeros. Sintieron frío, y hambre, y cansancio; anduvieron, por entre los hielos y los riscos, con los primeros a un costado, y los segundos, en el otro, a la sombra del enhiesto Chaltén. El desaliento, el frío y el hambre, cuales lebreles astutos, asaltaron a los aventurados en cada risco, en cada palmo de terreno, en cada cueva. Pero la resolución de Haliford, aunque mellada, no se extinguía, aunque oscilaba entre el efecto demoledor interior de las penurias y la imaginación que dibujaba los contornos de la ciudad y materializaba los objetos áureos.
Los aventureros hallaron un plano donde acampar a un lado del ventisquero, a la sombra de un farallón, entre grandes rocas. Pasaron allí la noche, desprovistos de leña, oyendo, oyendo siempre, caídas de seracs, aludes y acomodamientos de piedras, temiendo ser sepultados de un momento a otro por un torrente de peñascos. Y mientras esta sinfonía tenía lugar, y el frío arreciaba, en el interior de la carpa, a la luz diminuta de una vela, Haliford recorría las hojas del libro. ¡Oh, como anhelaba Gabriel que el libro se perdiera para siempre!
Cuando la parada, el desaliento sobrevoló a Casavalle pero también anidó en Haliford. El descanso propició la detención también de los pensamientos agoreros. Mientras la marcha, los habían rondado como buitres. Cuando los hombres se aquietaron esos pensamientos se acomodaron en las ramas de sus existencias. Los viajeros eran árboles; las especulaciones, aves tétricas que los habían elegido para pasar la noche en sus frondas. ¡Haliford medroso! Gabriel le dirigió la mirada y lo vio inclinado, tiritando, frotándose las manos, balbuceando palabras ininteligibles y exhalando vapor por la boca. Ninguno expresó sus pareceres al otro, pero los dos, mentalmente, se preguntaron si no era más conveniente volver al campamento junto al río. ¡Oh, el descenso, tan agotador como la subida! Tan solo la representación mental de la bajada, desanimaba. Y más desalentador aún era lo intangible de la plaza que buscaban; rastreando cada palmo de la Patagonia se habían extraviado ingentes cantidades de hombres en el pasado, sin que sus cabezas hubiesen sido rematadas con la tiara de laureles. Quizá la odisea nunca viera su final al tocar los muros duros de una ciudadela; quizá jamás surgieran agujas y torres y atalayas en la lejanía.
Llegó la mañana y tuvieron por delante un plano congelado, en el que no se visualizaban grietas. El terraplén ascendía hasta terminar en un corte abrupto, pero el paso había que cruzarlo entre vientos furibundos y helados. Por los lados, sobre la ladera de los afloramientos rocosos, descendían los afluentes de hielo que alimentaban esta parte del glaciar. Haliford ordenó cargar las mochilas y desafiar el corredor, que se ofrecía, a simple vista, libre de riesgos.
Después de una ardua caminata, el final de la ancha lengua pareció estar a unos pasos. Ascendía por la montaña hasta cortarse intempestivamente. ¿Qué habría detrás? De pronto, el viento cesó, el velo nubloso se rasgó y se disipó, y un cielo de espléndido azul apareció. Ahora la Montaña Azul y el cerro que otros llamarían Torre[27] surgían nítidos sobre el telón añil, y el sol reflectaba en las nieves que se dilataban a los pies de las agujas de granito. La renovada luminosidad revitalizó a Haliford, que aceleró la caminata.
Subió, subió, con prelación a Gabriel, y tuvo el final de la senda a unos pasos. Alcanzó la cumbre y quedó anonadado.
En lo inferior se alargaba un valle libre de nieves y, en su centro, un lago. Y en el centro del lago había una isla; y en la isla, una bruma; y anillada por la bruma, una fortaleza. De pronto, la bruma se disipó y la fortaleza adquirió relieve. Un oscuro sendero daba vueltas la montaña como una serpiente enroscada en un tronco; saeteras en número se cincuenta hallábanse enclavadas en los muros y en las rocas, sucediéndose infinitivamente hacia las cimas del monte, donde la vista se perdía, y cien torres de todas dimensiones elevaban sus agujas hacia los cielos. Hileras de murallas almenadas recorrían el macizo de arriba hacia abajo, contorneándose según los caprichos del cordón de murallas inexpugnables que ascendía hacia la cumbre. La torre central, rematada con una atalaya, coronaba la fortaleza y emergía, como abriéndose medida entre los cirros. Quinientos hombres durante diez largos y fatigosos años habían arrastrado y elevado los grandes bloques de piedra bajo los latigazos de los esbirros del rey de la marca.
¡Los Césares! gritó el capitán.
Allí estaba la plaza.
La visión de lo inferior era perturbadora, porque la isla estaba rodeada por un piélago inquieto, con crestas que se alzaban y chocaban, bajo una plomiza techumbre nubosa. A los lados, vastos murallones, que caían a pique en el agua verdosa de la laguna, ceñían el hueco.
La pareja, fatigosa, descendió hasta la orilla del lago, un sitio llamado Tromen. Se trataba de una playa pedregosa. Cruzando el lago, estaba la isla. La ribera estaba rodeada de montañas y unos desfiladeros desembocaban en ella. Ahí descansaron.
La bruma se espesó otra vez en derredor de la isla y las puntas de la Ciudad se desdibujaron, y las aguas del lago se sulfuraron de nuevo. No sólo la plaza se difumaba materialmente, sino también las esperanzas de tocarla. Restaba encarar el cruce del lago, y esta nueva empresa no parecía fácil. El lago estaba permanentemente azotado por vientos encolerizados que bamboleaban sus aguas, y sus costados no ofrecían una orilla por donde andar. Iba a ser preciso construir embarcaciones y eso requería tiempo. Pero Haliford, ¿iba de inmediato a sortear la marisma para entrar en el orbe? La impaciencia que traslucía parecía confirmarlo.
Recaló el silencio. Su imperio fue abruptamente interrumpido por el ruido de una muchedumbre. Restallaron ruidos metálicos, y un estrépito de voces requirió de la atención de los acampados. Los viajeros se volvieron hacia el sitio de donde provenía el estropicio. Por entre los gastados montes, centellearon antorchas y teas que el viento remolinaba. A continuación, vieron un tumulto negro y compacto que desembocaba en la playa. Avanzaba con marcha queda, pero constante. Parecía que había emergido de las entrañas de las montañas, y esta primera conjetura era cierta, pues se trataba de habitantes de las cuevas.
Temerosos de ser descubiertos, envueltos por las tinieblas, los viajeros aprovecharon la oscuridad, ahogaron los focos que habían encendido, abandonaron el claro y treparon por las cuestas linderas. Se ocultaron entre los árboles y detrás de las piedras, y desde los refugios contemplaron el desfile. Los que venían, no eran hombres de moderada estatura, sino inferior a la media.
La altura de los que avanzaban era rasa, lo que hizo pensar a los testigos que se trataba de enanos. Infinitas leyendas giraban en torno de estos seres (la mayoría manadas de los indios), las más, terribles. Se los creía obstinadamente hostiles y huraños: como montaraces, tramaban emboscadas y arrojaban piedras y flechas a los circunstantes, pues parecían tener el atributo de colegir de antemano las buenas o pérfidas intenciones de los esporádicos pasantes. Iban vestidos con trapos raídos, sus barbas eran rígidas y en sus cabezas portaban rústicos cascos; estaban cubiertos de vellos de una gran suavidad los cuales les crecían incluso en las palmas de las manos y en las plantas de los pies.
El lastimero desfile prosiguió. Según un rápido cálculo que esbozó Casavalle, eran varios cientos de pigmeos, quizá mil. Su dirección era la isla. Empuñaban antorchas, y lanzaderas, y arcos, y hachas; y gruñían y vociferaban durante el paso. Las sombras ya reinaban, y fueron benéficas para Haliford porque le permitieron a él y a su acompañante permanecer escondidos tras las piedras. Pero el nutrido contingente no habría de pasar sin más. La turba se instaló en el claro, y las criaturas se descalzaron los cascos y los petos oxidados, reminiscencias de los atavíos guerreros de los soldados de la Conquista. Se desperdigaron para recoger leña y encendieron fogatas en el suelo. Rodearon los fuegos y pelearon y rieron mientras el resplandor rojizo los iluminaba a todos.
Era un hecho; permanecerían allí largo tiempo, quizá hasta la mañana y aún durante el siguiente día. El valle estuvo sembrado de focos ígneos durante toda la noche; una luminaria rojiza que pintó de esa tonalidad el bosque próximo y las colinas gastadas y pedregosas que cerraban el hueco. Casavalle pasó la noche en su escondite en el cerro lindero; se había recostado en el suelo. La loza estaba fría, y algo húmeda. Y esa humedad se adhirió a sus ropas y las heló; igual frialdad pasó al cuerpo. Despertó queriendo toser, pero recordó de inmediato a sus vecinos, y reprimió el acceso. Tuvo sed, pero no podía acercarse al lago. Levantó los verdes ojos y contempló el incólume peñón azul. ¿Por qué estaba tendido en esa loza helada cuando en su casa había colchones mullidos y sábanas de fino hilo? ¿Por qué él, atendido a cuerpo de rey desde su infancia, ahora sufría hambre, y pavor, y soledad? ¡Oh, cómo quería, por un efecto mágico, volar desde ese punto a su lecho en Buenos Aires!
Amaneció. La muchedumbre estaba ahí. Entre las piedras, en el mediodía, los forasteros consumieron los últimos alimentos que tenían. Llegó la tarde, el astro rey dio su vuelta y la jornada entró en su extinción. La multitud seguía allí. Cuando el atardecer pintó el cielo de rojo, Haliford sondeó con afán la ciudad. Casavalle, con el rostro teñido de escarlata por las agónicas luces del ocaso, dijo entonces: “No podemos pasar otra noche aquí. Ya agotamos los pocos víveres que trajimos, pues esta salida sólo estuvo pensada para verificar el paso y regresar al campamento en breve”. ¡No; no podían quedarse eternamente parados en ese sitio! Esperó que Haliford se volviera para escuchar sus pareceres, que reconociera que la falta de provisiones los forzaba a tornar a la albergada o que, lisa y llanamente, tomara sus petates y anduviera. Por el contrario, el marino, sin apartar la vista del lago, se sacudió, bamboleó los ojos de un lado a otro y respiró entrecortadamente. Pasiones invencibles lo convulsionaban. ¡Aquellos pérfidos pigmeos le cortaban el paso y demoraban su encuentro con la plaza! No; no podía emerger del cubil para cruzar el lago, sino que debía abandonar la empresa de tocar en lo inmediato la Ciudad, irse del valle y seguir el camino por las montañas hasta la base del Chaltén, donde estaba el resto. Se preguntó: ¿por qué esa aglomeración? ¿De qué modo aquellas criaturas iban a cruzar el lago? Habría querido conocer el modo en que los bajos iban a trasponer el espacio de agua, pero para ello debía quedarse y ambos hombres estaban demasiado agitados como para aceptar una espera.
[25] Llamamos también así al río Blanco. [↑volver]
[26] Este es el sitio que se conoce como “Laguna de los tres”. [↑volver]
[27] Lo llamaremos de este modo, conforme su nombre actual, para identificarlo. [↑volver]