La llanura de las Ficciones : Libro 1 : El sueño de los Césares

CAPITULO XVI - UNA TOLDERIA

Apenas el nuevo sol le golpeó la cara, Gabriel despertó. Estaba encogido, otra vez en el desfiladero de partida, en una postura que había adoptado ante el intenso frío de la noche. Haliford lo había forzado a andar en la oscuridad. En la ruta, ideas extremas lo habían acometido. Habían tornado a la base del macizo, al bosque cortado por el río cristalino. Hacía escasas horas que los dos hombres habían pisado el bosque silencioso y Gabriel, junto al riacho, se había echado a dormir en la hierba, bajo las ramas retorcidas de las lengas y los notros. Cuando aclaró, no pudo retener el sueño y se incorporó. Esto era manifestación de que había perdido la estabilidad, porque ya no podía con éxito mantenerse quieto o sosegado. A cada momento acechaban los espectros, o las conspiraciones de sus compañeros de travesía, o los elementos naturales, o el hambre, y estas amenazas ameritaban reducir el sueño hasta que el lecho de Buenos Aires recibiera otra vez su cuerpo.

Clareó el día como dije y el contingente, con síntomas de hambre, se incorporó. Despachó Haliford a algunos hombres para que campearan un puma o un venado. La suerte los favoreció, porque tornaron con una presa. Íntimamente Haliford conjeturó que, quizá, era la última comida; iban a sumergirse en el macizo y treparían sus montañas. Y no hubía animales que cazar en la alta montaña. Pero este parecer no lo transmitió a sus hombres.

Ese día (un día diáfano) Haliford, eufórico, declamó a todos que tanto sus ojos como los de Gabriel habían visto la mítica Ciudad. ¡La Ciudad estaba detrás del cerro! Ya no era una ilusión, sino algo que se había materializado. Pero las noticias no entusiasmaron a sus hombres; incluso, no las creyeron. Una idea, como un rayo, atravesó a todos los expedicionarios: que Haliford y Casavalle habían convenido, en su solitaria excursión, regresar con el parte de que habían visualizado la plaza. Repudiaban cualquier trazado que significare proseguir con la incursión, pues entendían sus vidas como tozudamente en peligro. ¿No escaseaba el alimento? ¿Cómo proseguían hipnotizados por el sibilo de encontrar la mítica y movediza ciudad? Reprimieron los hombres la lengua, aunque no sus pensamientos. Todos callaron, excepto uno, Montes de Oca que de inmediato trazó un plan de huida.

Restaba el asunto de los enanos. Haliford había suprimido la noticia, pero lo mismo no había hecho Casavalle y la novedad arrojó una nueva oleada de pavor. Los indios que acompañaban se espantaron por el reporte de la visión de los pigmeos y evocaron antiguas lides entre indios y pequeños, todas ellas fragorosas. “Daño —aseveró un nativo— convocó a los enanos para que integren un ejército conquistador (el suyo) y usurpen para él la Ciudad”. “¿Quién es Daño?”, interrogó Haliford. Y el indio contestó, aterrado: “Conociste su rostro en el Lago Grande. Es el Conquistador. No debemos interponernos en su plan: el apetece la misma ciudad que pretendes”. Haliford empezó a tener una idea de lo que se preparaba. Muchas cosas se movían en el mundo. Tal vez seguían un orden, tal vez no; tal vez había un plan y una mano que colocaban las piezas en su sitio.

El avistamiento de los enanos conmocionó a los hombres aún más de lo que lo habían hecho el desierto, el hambre, los soldados de la Conquista y la presencia de nativos. No les importaba la razón del aglutinamiento, si no sólo salvar el pellejo y volver al río Santa Cruz. Pero cuando la esperada orden de Haliford de abortar la empresa y regresar no fue oída y, por el contrario, alargó la estadía en el sitio, todos conjeturaron que el capitán seguía empecinado en tocar la Ciudad y este parecer aceleró el ascenso de la fiebre. El temor diluyó el buen juicio, y dispuso los nervios para que estallasen. Hasta entonces algunos habían conservado semblantes de mansedumbre, pero la noticia de los hombres bajos los convirtió en rostros sufrientes, de ceños contraídos y bocas rígidas. Si en el pasado, con cierta urgencia, se habían alentado ideas conspirativas cuidadosas de consentir una violencia descontrolada, ahora se barajaban propuestas desesperadas, decididamente criminales. Y si los descontentos se habían prevenido de que Haliford avistara los corros cuando se complotaba, ya no había tales esmeros y el capitán los encontraba a pocos pasos de su tienda. Pero tanto desasosiego contenido devoró la racionalidad, y conspiró en contra del contingente; otra vez no hubo acuerdo en el cabecilla y, por el contrario, hubo división, pues en desorden los espíritus, cada hombre vio en el otro un posible sustituto del tirano. De esta forma, cualquier acción se demoró.

En curso estos cabildeos, Gabriel temió por su vida; pasaba las noches escuchando, escuchando, pendiente del menor ruido. Se alarmó. Pero temió también que los padecimientos le hubieran trastornado el juicio, porque andaba excitado, no conciliaba el sueño y oscilaba abruptamente entre la calma y el furor. La escritura no obraba como bálsamo; cuando empezaba la abandonaba tras unas líneas, pues su mente no hallaba sosiego.

Se esparció la sensación de que los enrolados iban a huir despavoridos para el amanecer. Haliford, alcanzado por la hablilla, apostó dos hombres como centinelas los que tenían el deber de coger a los desertores si intentaban escapar. Lo cierto fue que algunos miembros de la expedición fugaron y los vigías no dieron el parte. Para la hora en que la defección se consumó, el campamento estaba dormido e igual de dormidos los centinelas.

Haliford, conciente de la posibilidad de un tumulto, actuó con mayor celeridad que los rebeldes y trazó una estrategia. Estaba en la antesala de la quimérica Ciudad pero a su frente tenía una novedosa muchedumbre que enfrentar y ninguna provisión. Sabía que requería de socorros, y pensó que los mismos no estaban lejos. ¿Acaso el territorio no estaba habitado? De cuando en cuando, durante el viaje, había encontrado artículos abandonados o tirados en el suelo, huellas de pies calzados o desnudos. Los aborígenes eran duros, combativos y allí tenía una hueste que oponer al gentío que retozaba por las Altas Colinas. ¿Por qué, entonces, no valerse de esa población (aunque escasa) para integrar un ejército? Pues, la permanencia de la banda de saqueadores amenazaba a ésta también, por lo que podía presentarla como una plaga novedosa, hostil a todas las razas. Por otro lado sabía que los tehuelches de la zona se caracterizaban por una docilidad que contrastaba con la agresividad hacia el blanco que identificaba a los pampas del norte. Podría valerse de tal cualidad para amistarse con ellos y ganar su ayuda. Además, no conocía el genio de los Señores de la plaza pero, conforme los relatos, lo anticipaba adverso: no le era beneficioso arribar sin las espaldas guarecidas por una falange numerosa. Y, por sobre todas las cosas en este momento de apremio, debía granjearse la fidelidad de una cohorte adicta para oponer a los compatriotas remisos.

Después de que Haliford avistó humos en el oeste (rudimentario medio de comunicación que los indios empleaban), y atento la fama hospitalaria de los clanes de la zona, envió a Casavalle a su aduar. El joven aceptó, no sin temor, aunque lo entendió como una magnífica oportunidad para conocer a los hombres que vivían en tiendas durante todo el año y sus formas de vida, las que se creían asimilables a las de los hombres de la Edad de Piedra. Partió con algunos indios para que oficiaren de lenguaraces, y el almirante esperó su regreso.


La espera se hizo tensa. Hacia la tarde, Haliford se sentó en un tocón para degustar la merienda, pero la nerviosa inquietud al pensar que la embajada podía fracasar y concluir con la muerte de los enviados, no le permitió pasar bocado. Aquello que probaba, sin azúcar ni miel, era amargo, pero no había otra cosa para matizar la espera. La falta, además, le hizo darse cuenta de que no tenía nada para ofrecer a los aborígenes de ser recibido, de modo de congraciarse con ellos. Los hombres, en tanto, estaban sorprendentemente tranquilos; no sabía si esa mansedumbre era el prólogo de un estallido o el resultado de la resignación. Nadie conocía el motivo de la espera. Haliford había despachado a Gabriel pero sin haber informado a los otros el destino de la comisión. Temía que de confesar que había enviado a Casavalle para que anoticiare a los indios de su ubicación, aterrara a los hombres. Los haría conjeturar que el capitán se había vuelto loco y que la tribu los localizaría para acuchillarlos a todos. Ninguno se habría mantenido en su puesto de haber conocido la noticia.

Al fin, vio una comitiva de indios a caballo que venía a paso rápido y a Gabriel entre ellos. Balcarce vio a los bárbaros y extrajo su pistola para disparar. Pero Haliford, con premura, le ordenó que bajase el arma cuando se cercioró de que el joven naturalista venía con ellos. Por cierto, los expedicionarios de rostros flácidos cubiertos de barbas y ropas raídas, quedaron atónitos pues en el preciso momento del éxito del encargo conocieron sobre su realización. De inmediato, Haliford quedó paralizado: pensó que debía deslumbrar a los ignorantes con objetos brillosos (aunque no fueran más que una apariencia) y su propia traza, como la de los demás hombres, era lastimosa. Entró en su carpa y demoró su salida aún cuando el grupo de indios ya pisaba el campamento y esperaba frente a su tienda. Emergió de ella luciendo la casaca de capitán que había utilizado durante el sitio anglo-francés (de esa guerra habían pasado casi quince años) y su sable.

La acogida, no obstante, fue pobrísima: Haliford, que era un hombre rudo y falto de maneras, siquiera improvisó una recepción solemne que destellara alguna pompa aún en la miseria. Se presentó ante los indios mostrando su casaca deslucida, adornada con galones ocres, la faz sin afeitar y los pantalones y los zapatos en deplorable estado. Y mejor no era la apariencia de sus prosélitos: barbudos, enjutos, sucios y malolientes. “Estos patagones —escribiría Gabriel más tarde— no demandan un recibimiento solemne, como el que exigen y ofrecen los mapuches y los pehuenches. Por ello nuestra pobreza no tuvo ningún resultado negativo”.

La apariencia de los nativos denotó, sin necesidad de investigaciones, su atraso. Cubrían sus cuerpos con grandes cuadros de pieles de animales, cortados sin arte; otro cuero, atado con una correa, les cubría las piernas; llevaban larga la cabellera, ceñida con trapos; y otras pieles les tapaban los pies a modo de calzado. En cuanto a la comunicación dirá Gabriel en su cuaderno: “Tuvimos que valernos de señas para entendernos y de algunas palabras aisladas en español, en mapuche y en el dialecto rudimentario de estos indios. La lejanía de la pampa y de la costa ha hecho que su lengua original, bastante arcaica, se haya preservado y siga sonando con pocas variaciones a pesar de la araucanización de las tribus de Tierra Adentro y la difusión del castellano. Matizan algunos vocablos de su dialecto natural con otros del mapuche”.

Ante los visitantes Haliford se quedó mudo, paralizado. Sólo gracias a las dotes diplomáticas o, mejor dicho, artísticas de Gabriel, los indios prodigaron un interés en esa ralea. Gabriel comprometió en la negociación algunos objetos personales de Haliford y de quienes lo secundaban: el primero debió (de mala gana) entregar su reloj, de otro se procuró un sobretodo y de un tercero una botella de ginebra (para esta altura, el mayor tesoro del grupo). El mismo ya había entregado su abrigo, una brújula, el último tabaco que retenía y unas cuantas hojas de su cuaderno. Sobrevino cierta incomodidad cuando el indio que mandaba al resto prestó atención al libro de Haliford, trazado por Zaldívar, y lo reclamó para sí. En verdad, todos los que interpretaron que el infiel quería quedarse con el texto celebraron silenciosamente la oportunidad de librarse de ese escrito engañoso. “¡Sí; pídeselo! ¡Quítaselo, y habrás retirado una piedra, dividida en otras tantas, una por cada uno de nosotros! ¡Y que no te extravíe a ti, como nos ha perdido a nosotros!”, pensaron. Pero Haliford se rehusó con vehemencia, y Gabriel tuvo que reforzar los argumentos para evitar que se desvaneciera la primigenia disposición de la tribu.


En la noche, Casavalle, Haliford y Facundo descendieron al valle y pernoctaron en el toldo o kau del cacique Epumari. Los adalides del grupo conocieron su rostro. El aduar era diminuto; consistía en unos cuantos toldos con sus partes abiertas hacia el este, donde el astro rey se alza cada mañana y templa las heladas que las montañas exhalan. Esta era la costumbre para montar una tienda.

Tras eludir una jauría de perros molestos, entraron y se acomodaron en los cojines, mientras un trozo de carne de caballo ardía en una parrilla. Apenas ingresaron avistaron a Huincalef, el hombre blanco que vestía quillangos de indio. Sabían los invitados que muchos blancos se habían refugiado en los clanes indígenas, pero no esperaban encontrar uno en esas remotas regiones. Para Haliford el sujeto era poco menos que un traidor y, de seguro, un criminal, o un reo político, pues esas cualidades detentaban los escapados. Sus atuendos, tanto como su posicionamiento en el toldo (a la diestra del cacique) lo revelaban un hombre respetado, bien encaramado en el clan. Esto le pareció repulsivo a Haliford, que pensó: “Parece un hombre ilustrado, al menos con una ilustración mayor a la media; seguramente deleitó con su instrucción a este grupo de ignorantes, para sacar provecho de su superioridad”.

También para el indio-blanco, convertido en chaman, la presencia de los extranjeros lo inquietó. En verdad, en cada clan de Tierra Adentro los hechiceros siempre eran portavoces de recelos y malos augurios cuando la visita de un huinka. Supersticiosas como eran las indiadas, el hecho lo ligaban, invariablemente, a la acción de los espíritus nocivos. Pero las prevenciones que fraguaba Huincalef tenían asideros exclusivamente terrenales. Le pareció que esta comitiva podía tener como encargo el rastrillaje del territorio para informar a Buenos Aires sobre la toponimia del lugar, sus riquezas y sus habitantes, a fin de planear una invasión masiva. El indio-blanco reparó en el manojo de papeles que portaba Gabriel. En las hojas había dibujos de animales, de huesos, de paisajes, así como un improvisado plano. En él estaba trazado el río Santa Cruz naciendo de un gran manchón (el lago de los témpanos); más arriba, a considerable distancia, había trazado otra mancha y escrito la palabra “Viedma”. La carta reforzó los pareceres de Huincalef. Aquel muchacho revisaba la región e iba a entregarles a sus amos mapas del territorio: planos que iban a desvanecer el bien cuidado misterio sobre el Gran Lago o lago Viedma. De seguro, por tanto, aquellos forasteros eran espías de un gobierno. Si no, ¿para qué los mapas?

Epumari, representante de una raza hospitalaria y dócil como eran los tehuelches de esta parte de la Patagonia, empezó diciendo que le era muy agradable y honroso que un capitán estuviese en su casa. Acto seguido invitó a los viajeros a comer. Haliford pretendió rechazar el convite: el olor nauseabundo que despedía los cueros del toldo le estaba revolviendo el estómago, y la visión de los perros relamiendo la carne del caballo que se asaba y de las mujeres espulgándose mutuamente y comiendo a los bichos que arrancaban de sus cabellos, ahondaban esa repugnancia. Pero Gabriel, sabedor de antemano de que no iba a ser bien mirado que rechazaran el ofrecimiento, aceptó en nombre de ambos.

Acabó la comida. Iba a hablar otra vez Epumari, pero Huincalef se le adelantó.

—¿De dónde vienen?

—De Buenos Aires —respondió Haliford—. Tú, de seguro, la conoces.

—¿Eres un espía o un mensajero? —le espetó el indio-blanco, hostil—. Hermano —y ahora le hablaba a Epumari—: déjame arrojarlos de la tienda. No debiste recibirlos. El plan del spañol es conquistar Tierra Adentro en toda su extensión, incluso la Huincul Mapu. Mira las manos del hombre más joven: tiene papeles en los que dibujó mapas con la ubicación de las Aguas Grandes[28], del Chaltén y, seguramente, de esta toldería. Esas cartas revelarán que, en verdad, no hay un lago sino dos, y de este modo el misterio del Viedma se difumará.

“¡Tus grabados! —pensó Haliford, reprimiendo la cólera—. ¿Por qué los trajiste? ¡Debí hace tiempo despojarte de lápiz y papel, y quemar tus escritos!”.

—¡Oh, mi loable y valiente compatriota! —interpuso Haliford, sin perder la calma y hasta con sorna para solapar sus intenciones—. ¡Si emplearas tu mente de la misma manera que a tu lengua, ya habrías pensado que un espía no se presenta ostensiblemente y con ropajes llamativos, pues antes que nada intentará pasar inadvertido; de su boca manarán argucias y maquinaciones engañosas, que te despojarían de los secretos antes de que te dieras cuenta!

Gabriel, con un nerviosismo que intentaba sofrenar, creyó que la avenencia había terminado con este entredicho. Pero el incidente fue insuficiente para hacer naufragar la cordialidad arraigada de Epumari: olvidando lo que había sonado, mandó que las indias repartieran las frutas. Casavalle se tranquilizó. Pero no era conveniente que esos entredichos se repitieran porque los indios podían cambiar rápidamente de un estado de espíritu afable a otro hostil.

El blanco con vestimentas de indio oficiaba de traductor; así Casavalle supo que esos indios hablaban una mezcla de araucano y de tehuelche; que “enemigo” en el dialecto de éste último pueblo se decía k´jomié, y que a ellos, blancos o extranjeros, los llamaban orrnko´orrnéck. Bien pronto Gabriel se dio cuenta de que la presencia de los europeos con sus atavíos extraños y objetos de fascinación tales como la brújula o el reloj, asombraba a los nativos por resultarles novedoso. E igual atracción sentían por cualquier acción de los viajeros, aunque fuera irrelevante. Alguno de los exploradores tosía, y los indios, tosían; un blanco hacía un movimiento especial y los otros lo emulaban; y repetían entre ellos las frases en español que oían, todos excepto Huincalef.

“Escasas veces o ninguna —escribió Casavalle esa noche, tras la junta— estos indios vieron a un europeo. Tal cosa fue posible por el desconocimiento geográfico que tiene el blanco del mundo indígena. Este es un territorio interno, ubicado en el extremo de la Patagonia y al pie de la Cordillera de los Andes: nadie llegó hasta aquí antes de nosotros, nadie salvo ese blanco astroso que llaman huinka-lef. Nadie excepto los que construyeron la Ciudad, aunque los nativos manifestaron no haber visto a nadie de ella ni saber de su existencia. En contraposición con lo que ocurre en la pampa y en el Limay donde se encuentran los pueblos más numerosos y hostiles, estos indios son escasos en número y gentiles. Su dialecto es muy arcaico y la ayuda del blanco que vive como ellos nos fue inestimable para comunicarnos, pues parece conocer tanto las lenguas que se hablan aquí como las que suenan muy al norte”.

Sobrevino el silencio, un mutismo que Haliford no pudo quebrar; se había quedado sin palabras. Pero Gabriel surgió de su lado y lo reemplazó en la plática, y la misma (lenguaraz mediante) se hizo fluida. El joven llevó la conversación con brío; durante el tiempo que había permanecido como oyente había observado que los indios, cuando hablaban, lo hacían gesticulando y haciendo ademanes. Los emuló y acompañó sus palabras con gestos.

—¿Qué buscan aquí? —preguntó Epumari, con amabilidad.

—Vamos a lo de César —respondió Haliford, reinstalado—. Vamos a la ciudad que hay detrás de la Montaña Azul. Se dice que hay blancos viviendo allí, que hay gente. Y como es también nuestra tierra, y ustedes son nuestros amigos, esperamos que nos secunden en el paso hacia la ciudad.

—¿Hay una ciudad detrás de la Montaña Azul? —preguntó Epumari—. Porque de ella mucho se habló en los días de mis antepasados, y hasta algunos afirman que hubo mucho movimiento en esta tierra por su causa. Pero a nadie hemos oído decir: “venimos de lo de César”, o “nos dirigimos a lo de César”.

Cierta expectación se instaló en el grupo, pues el clan era novedoso, se había establecido en ese lugar cuando el padre de Epumari vivía y de ello hacía mucho tiempo después de que los vientos se habían llevado toda habladuría sobre la Ciudad. En efecto, el progenitor del actual cacique había llegado de Chile, como tantos otros en los días de las migraciones, y ya no restaba nadie en pie de los que referían haber visto la plaza, a los inmortales, o provenir de ella. Si la Ciudad existía en verdad detrás de las montañas, lo ignoraban; las voces de los más ancianos tanto como algunas ceremonias, de vez en cuando la mencionaban como algo “que había sido” o que quizá era, pero los caciques nunca habían organizado una cruzada para encontrarla.

Sin embargo, sólo alguien parecía escapar de la expectación general, y ese alguien era el blanco que vestía ropas de indio.

—Existe —afirmó Haliford—. La hemos visto.

La respuesta originó cierta inquietud en los presentes, que luego se disipó. El tema de la ciudadela no parecía atraerlos, pues no tenían ambiciones en su torno. Este desinterés le pareció a Haliford propio de los bárbaros (así los consideraba).

—¿Cazaron nuestros animales? —dijo Epumari.

—Lo hicimos —contestó Gabriel: había tenido que responder él, porque Haliford se había quedado mudo tras la requisitoria, mostrando una pusilanimidad sorprendente en el espacio inconveniente.

—Son nuestros; aunque anden en libertad por los montes, de ellos nos nutrimos, y extraemos la carne y el vestido, pues.

—Teníamos hambre, hermano —justificó Gabriel—; y lo teníamos hasta que entramos en tu toldo y tú nos alimentaste.

—¿Traen lam? —y tradujo Huincalef, azorado: “traen aguardiente”.

Haliford no demoró: extrajo de su abrigo una botella de ginebra, y la repartió, generosamente, entre los indios presentes. Tuvo Gabriel la idea de que ahora Haliford propiciaría que los salvajes bebieran hasta la embriaguez para de esta forma eliminar las resistencias. Y así ocurrió, pues la hilaridad reemplazó la adustez en los rostros. Sólo uno de los locales permaneció incólume pues rehusó la bebida, y fue Huincalef. De buena gana Haliford lo habría emborrachado para anularlo pero, por el contrario, el blanco se mantenía fresco aunque incómodo.

Las risas atrajeron a Facundo. Gabriel lo había marginado de la junta; no obstante, entró. Cuando lo hizo entendió, por las chanzas, que ya no se trataban asuntos de importancia, por lo que decidió quedarse y reír a su vez, contagiado por la alegría circundante. Tras apoltronarse en un cojín, cruzó su mirada con la del blanco de vestimentas raras.

La beodez que Facundo verificó había sido promovida por Haliford. Éste había reparado en que la tribu podía serle de ayuda en la empresa hacia la Ciudad aportando hombres y animales, los que necesitaría para oponer una fuerza de choque a los revoltosos si estallaba el motín. Por el otro lado estaban los enanos y esos capitanes tétricos que los merodeaban y que estaban mellando las energías de sus hombres.

—Hermano —inició Haliford—: necesitamos tu ayuda.

Sabía que tendría que pagar por los servicios; esto no era novedoso, pues conocía que los indios no eran ajenos a las transacciones mercantiles, que un clan intercambiaba artículos con otro, y que en sus negocios con el blanco para procurarse los objetos que bien apetecían, utilizaban el dinero. Por ello extrajo de un bolsillo una bolsita de cuero cargada de monedas; las derramó en el pasto (el suelo del toldo) y las hizo tintinear. Había ya malgastado demasiado dinero para procurarse en Buenos Aires la labor de hombres rústicos; dinero que había pagado incluso la adhesión de unos indios y hasta la sumatoria de un niño. ¿Cómo no agotar el que restaba para granjearse inesperados y urgentes apoyos que necesitaba?

Epumari tomó las monedas y las ojeó; aunque no entendió las palabras que tenían grabadas, reconoció su valía. Haliford, entonces, interlocutor mediante, dio una explicación.

—Es una buena suma, y los blancos aceptan estos metales —dictó Haliford.

—¿De qué me sirve el dinero del extranjero? —repuso el cacique, impertérrito, a través de Huincalef—. Porque los indios no lo usamos para nuestros intercambios, y con él no me procuraré plumas de avestruz, quillangos o ganados, pues.

—Pero puede trocarlos por objetos que produce el blanco —dijo, sagaz—. Usted sabe que en muchos sitios de Tierra Adentro se comercia fuerte, y que hay blancos en juntas con los indios.

Epumari, por cautela, no dijo palabra pero los sellos le parecieron atrayentes, pues razón había en que podrían reportarle objetos apetecidos que las manos del blanco creaba. Entonces Huincalef, desconfiado, abandonó su pasividad y le dijo a Haliford, abiertamente:

—¿Qué pides, pues?

—En mi hueste hay adversarios que la desmembrarán —reveló, sin rodeos—. También, en el lomo de criaturas lóbregas, de aves de talla superior a cualquiera conocida, vuelan unos soldados de atavíos antiguos; conforman una legión en la que se mezclan nobles caballeros, siervos y deshonestos bandidos. No nos atacaron, pero se unieron con un océano de hombres bajos que hay del otro lado de los montes. Por estas razones, requiero nuevos hombres, en buen número, y provisiones, para seguir el viaje.

Por efecto de un arrebato Huincalef se puso de pie; su rostro se había transformado como si hubiese escuchado una novedad perturbadora.

—¡Konnákuref[29]! —tronó.

Todos quedaron boquiabiertos.

—¿Quiénes son esos soldados? —interrogó Epumari.

—Conozco de ellos, pues su fama —respondió Huincalef— se ha desperdigado por toda Tierra Adentro. Fueron rebeldes a quienes, por su desobediencia, el rey les retiró su favor y toda potestad. Su edad es de trescientos años; fueron hombres en el pasado, pero ahora restan sus sombras. Llegaron junto con otros millares cuando la Conquista. Son eternos errabundos que desoyeron la voz de que no hay vetas ni fortalezas de oro y de plata, y que se resistieron a dar crédito a estas voces derroteras que los habría puesto cara a cara con el fracaso. Pero sus mentes retuvieron los partes que escucharon cuando eran hombres: la existencia de una Ciudad rica de metales áureos y sobre la que no había acuerdo respecto a su ubicación. La buscaron por tierra, pero les habrá resultado harto fatigoso trasponer cada monte de granito, cada elevación, escudriñar cada vericueto y doblegar cada ventisquero de los que esta tierra abunda. Haciéndolo, perdieron mucho tiempo. Por ello, escogieron aves para transformarlas, volar en sus lomos y sondear Tierra Adentro desde los cielos. Un sortilegio (del que Pillán se apropió) hizo que abandonaran su primer estado y las transformó en lo que son... Ahora interpreto la presencia de los enanos de que me hablaste, y también interpreto el susurro del viento. Hay un plan en ejecución. Tal vez hace tiempo que el Conquistador lo elucubró pero la llegada de los forasteros lo determinó para actuar con premura. Si prevención causa en nosotros vuestra presencia, lo mismo habrá despertado en el Conquistador.

Facundo permaneció observándolo como si no comprendiera, en una primera instancia, el significado de sus palabras. Pero una idea harto terrible se instaló en la mente del blanco con ropajes de indio al evocar los informes de Epumari sobre las cohortes de enanos que había avistado su pueblo.

—Seremos invadidos —dictó—: Aunkenk[30], el Invasor, Pillán, su líder, está reuniendo y entrenando hombres bajos de las montañas. Por eso los enanos se pusieron en marcha. Pero seleccionó a un aliado inconveniente, porque estos enanos son remisos a obedecer mando alguno. En el pasado fueron amigos de los señores de la Ciudad, hasta que aquellos los traicionaron. Por ello ya no confían en ningún gringo. Más tarde o más temprano, cuando las condiciones se alteren, traicionaran a este general. Pero las aves en las que se trasladan son peor amenaza de ruina. Por su porte, su hambre es voraz, como la de una plaga de langostas; su presencia es pobreza para las tribus, pues consumen los rebaños, y los cultivos, hasta los bosques. Y aunque los árboles, tanto los que se yerguen en este lado como en el centro, susurran que sobrevendrá el tiempo de las hachas y del fuego, esta amenaza le es igualable... En estas condiciones, no podemos licenciar a los hombres que oscilen entre los catorce y los setenta años.

¿El tiempo de las hachas y del fuego? ¿De qué hablaba Huincalef? Supuestamente, de tala y consumición.

Con el temor pendiendo sobre la cabeza de los nativos, Haliford decidió sacar provecho de la infausta explicación. Huincalef abonó los miedos sin saber que favorecía los planes del capitán.

—Es intención de Pillán apoderarse de la Ciudad Dorada —impelió Huincalef, con apremio—; de ella extraerá el oro con que forjará la corona para levantarse como regente de la Tierra de las Altas Colinas. Él dirige a esa hueste lastimera de rebeldes, y los llamo así porque su patria y su rey así los declararon. Pero escasas son tus fuerzas, peñi, para enfrentarlo y sólo la aglutinación de tribus en el norte de que me hablaste podría ofrecer una resistencia. Con premura envía chasquis al sitio de la junta.

—¿Tú conoces —preguntó Epumari— sobre la Kara Mahuida de la que éstos hablan?

—Conozco —ratificó el indio-blanco, al final—, aunque nunca mis ojos vieron sus muros.

—Pero ¿cómo sabes todo eso sobre este peligro? —dijo Epumari—. ¿Lo sabes realmente o lo conjeturas?

—Los sabios conocen bien la historia de Tierra Adentro, y para ellos no es nueva la historia de estos buscadores. Además hay movimientos, y en mi viaje hasta aquí, las aves, los árboles y el viento me susurraron cosas que ahora entiendo.

Los indios permanecieron callados, sabedores de antemano de sus flaquezas. Pero de esta quietud escapaba su mismo causante, Haliford que, con soltura e indolencia, no había abandonado su copa ni cesado de beber de ella. Mientras daba sorbos pausados, sus ojos se detenían en cada uno de los sentados, los que en sus rostros reflejaban la turbación que los hechos causaban.

—Pero esos mensajeros —acotó Haliford— tardarán semanas y para cuando arriben con refuerzos (si arriban con ellos) la Ciudad habrá sido conquistada. Y según la muchedumbre que observé, quizá las defensas de la Ciudad (si las tiene) no resistan el embate por mucho tiempo.

La objeción acalló las voces de los capitanejos que adherían a la recomendación del indio-blanco.

—Una vez que la Ciudad ceda —continuó Huincalef—, el Conquistador no desbandará las fuerzas que ha nutrido con esmero sino que las desparramará para que sometan a todos los pueblos, éste incluido. Demolerá el parapeto de piedra, colocará una diadema en su cabeza y en un lenguaje desconocido ordenará el asalto a la Tierra de las Altas Colinas. Reconoce que otros reyes blancos se entronizaron en el Este, donde la llanura; pero declama que esta franja no tiene gobierno propio y que, por tanto, es lugar libre. Después de alzarse con el oro amonedado o hecho objetos que acumularon los Césares, intentará ser poderoso por la posesión de tierras, remanente de la furia original que aún crepita en él (y que no se ha extinguido) como invasor. De este modo pretenderá convertirse en noble, en señor, pues ha llegado para mandar y entiende que sólo alcanzará su destino cuando efectivamente mande.

—Entonces —aprovechó Haliford—, es preciso, por tanto, que esta tribu envíe sus lanzas para frustrar la intentona del Conquistador, pues la noche caerá si él logra su propósito. Se encerrará en la Ciudad y hará de ella su cuartel. No habrá refugio, si eso sucede, para vuestras mujeres, para vuestra prole y tampoco para ustedes, guerreros eximios, y dirán entonces: “Ahora tenemos a los grandes pájaros sobre nosotros; ¿por qué no los combatimos con anterioridad? Ahora los elevados muros de la Ciudad le sirven de protección, la plaza, de guarida y no hay modo de desalojarlo de ella”.

Las palabras de Haliford fueron determinantes. Con el auditorio dispuesto, el marino pretendía ganar adeptos para su propio plan. No obstante, Huincalef lo escrutaba con ojos recelosos, pues desconfiaba de su corazón. Perdió la compostura, como cada vez que era vencido.

—Hermano —tronó el anciano, recurriendo al jefe—: ¡no escuches a este blanco! En verdad, tus fuerzas son débiles para evitar esta adversidad. Tu rival cuenta con caballos fabulosos. En la rauda observación que he realizado de tus fuerzas, no he visto entre ellas aquello con entidad tal como para, siquiera, enfrentarse a esos briosos. No salgas de este erial con el son de guerra, porque tornarás con un ejército disminuido, y dirás: “He pagado un precio alto y, sin embargo, en mi cabeza no porto la tiara de laureles, porque el triunfo me fue esquivo: ahora sólo tengo claros en mi séquito y peor parado quedé para afrontar lo que sigue”. Además, no es de cautos atreverse a defender una ciudad de la que nada se sabe desde hace mucho tiempo. No te dejes engañar por las palabras de este hombre, pues oculta intenciones ambiciosas y busca embrollarte con su cháchara; un bledo le importa si te es conveniente o no quedarte a reparo o salir para pelear. De lejos ha venido para abortar la empresa porque encontró un competidor.

El último discurso hizo dudar a Epumari. Entonces, convocó a las machis para que los ritos hablaran. Haliford intuyó que su pericia naufragaba frente a las supercherías, y decidió hacer valer el dinero que había derramado.

—Yo seguiré la ruta hacia la Ciudad. Os daré estas monedas y otras a mi regreso, si me haces entrega de indios para la pelea y provisiones.

Vislumbró el indio-blanco que el efecto del alcohol y la brillantez de los caudales estaban haciendo ceder la voluntad de Epumari. Esperó la sentencia que aceptara la propuesta hecha por el blanco. Pero la cesión de fuerzas sumergiría a la toldería en la indefensión. Por el contrario, los reparos, lejos de ser reducidos, debían ser incrementados ante la amenaza de los Guerreros del Viento.

—Hermano —dijo Huincalef a Epumari, con gesto grave—; no puedes entregar guerreros que te harán falta aquí. El capitán pretende seguir hasta los Césares con unos cuantos hombres bisoños mal entrenados y peor armados. Pero tu pueblo no podría repeler un asedio de los extranjeros. No puedes desproteger a tu pueblo para dar a estos viajeros tus hombres a cambio de unas cuantas monedas que el indio no utiliza en sus cambios.

—Por el contrario —repuso Haliford, con astucia—, a cambio de estas monedas los blancos te entregarán artículos, todos aquellos que ustedes no fabrican porque son pobres. Estas monedas te procurarán esas cosas y otras tantas, y así también ustedes tendrán los mismos objetos del blanco.

Epumari permaneció inmóvil, observándolo. Entonces, aunque tambaleándose por efecto del alcohol, se incorporó y dijo:

—Ciertas son tus palabras sobre la Ciudad de la montaña, porque Huincalef, que vive en la Tierra del Monte, lejos de aquí, no discutió tus informes sino que los revalidó. Y también es cierto que la anunciada invasión del europeo ha comenzado, aunque pensamos que iba a tener otro rostro, otro atuendo y su génesis en el oeste. Eso puedo decir de lo que aquí se habló. Y puedo decir también, que esta es nuestra tierra, y que dos grandes peligros se yerguen: uno pretende no sólo tesoros, sino regir sobre tierras nuevas; el otro, tan temible como el primero, buscará su sustento en nuestros campos y en nuestros arreos. De ellos nosotros sacamos el nuestro. De un lado, tenemos la conquista; del otro, el hambre, y no hay peores aliados para hacer sucumbir a un antagonista. Esta concordancia es suficiente para determinarnos a entrar en acción. ¡Que todos mis guerreros se preparen, y que se alisten los habitantes de otros toldos, porque donde no hay unidad en lo cotidiano, la habrá en la urgencia! Nunca hubo otra guerra como la que principia.

Epumari inclinó su cabeza, cogió las monedas y las envolvió en el fino paño original. El acuerdo estaba sellado.

Tras escuchar estas palabras, Huincalef, molesto y casi iracundo, se puso de pie y se retiró en forma intempestiva del toldo, sin despedirse. Haliford quedó quieto contemplando la escena en la cual el europeo se marchaba enviando señales de clara desaprobación. Facundo había quedado callado ante la salida del indio-blanco; llegó a la conclusión de que el anciano estaba aturdido y cansado como para poner de su parte una reacción. Sin embargo, tras la escucha de algunos comentarios emitidos por las hechiceras, supuso otra causa y era que la desgracia había coincidido con la llegada del hombre, por lo que a él se la endilgaban.

sigue...


[28] Se refiere a los grandes lagos, Viedma y Argentino. [↑volver]

[29] Su significado es “guerrero del viento”. [↑volver]

[30] Quiere decir “cazador”. [↑volver]