DIVULGACIÓN: La muerte en aguas hawaianas

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¡Tigre! ¡Tigre!
por Marcelo Dos Santos (especial para Axxón)
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Todos nos conmovimos, hace algunos días, ante la noticia de que un enorme cocodrilo del Nilo se despertó durante una pequeña intervención quirúrgica. El veterinario tailandés Chang Po-Yu sufrió, en consecuencia, la desagradable sorpresa de toparse con la mirada inyectada en sangre de un reptil carnívoro que se suponía debía estar anestesiado mientras él lo cortaba con un bisturí. Podemos imaginar el escalofriante diálogo tácito entre doctor y paciente:

Médico: —Hmmm... perdón. No sabía que estaba despierto...

Cocodrilo: —¿A qué jugamos? ¿A lastimar depredadores?

M: —No, no, no quería lastimarlo. Lo estaba operando, y calculé mal la anestesia...

C: —Ah, bueno. No hay problema. A mí eso no me pasa. Cuando opero a un depredador, ni me preocupo por la anestesia. Venga que lo opero...

Acto seguido, el animalito de más de 200 kilos procedió a efectuar una amputación subhumeral del antebrazo izquierdo del citado profesional, operación concluida con pleno éxito y —justo es decirlo— en tiempo récord.



¿Quién opera a quién?

Lo más impresionante del caso fue que el personal del zoológico consiguió disparar numerosas veces al animal, que, desolado por la falta de fair play de los predadores bípedos, soltó el trofeo obtenido para sumergirse en su laguna a meditar acerca del poco espíritu deportivo de los seres humanos.

Acto seguido, el veterinario y una caja térmica conteniendo su antebrazo fueron conducidos a un hospital de Bangkok donde, tras una laboriosa operación de siete horas, el miembro le fue reimplantado con éxito.

Chang sobrevivió, y todos esperamos que, por su propio bien, concurra urgentemente a un curso relámpago de anestesiología veterinaria...

La Era Paleozoica comenzó hace 538 millones de años. El mundo era muy distinto en aquellos tiempos: lo que hoy es la costa oeste de Norteamérica corría de este a oeste paralelamente al Ecuador, mientras que África se encontraba precisamente en el Polo Sur, donde hoy se halla la Antártida.

Por razones que desconocemos, a principios del Paleozoica se produjo el fenómeno más importante de la historia biológica del planeta: lo llamamos "Explosión Paleozoica".

Aunque la vida había aparecido muchos millones de años atrás, estaba, en aquellos tiempos, representada solamente por unos pocos grupos de animales y plantas. Aunque la evolución ya había comenzado a operar, la diversificación y radiación de las especies estaba todavía en el tablero de diseño.

Pero entonces, todo explotó: las especies comenzaron a evolucionar tan rápido como nunca lo habían hecho, los distintos grupos comenzaron a serpararse y diverger, la variedad se volvió monstruosa y el mar, la tierra y el aire se llenaron de millones de nuevos organismos que nunca antes habían estado allí.

¿A qué se debió este fenómeno? No lo sabemos. Pero lo que sí sabemos es que el 90% de los grupos de animales y plantas que conocemos se generaron en ese momento, y que a partir de allí, todo fue un proceso de desarrollo y de perfeccionamiento. La "creación" de la que habla el Génesis se produjo entonces. Los insectos desarrollaron alas y aprendieron a volar, las plantas verdes y los animales colonizaron tierra firme, y el mundo biológico comenzó a adquirir la configuración que aún vemos.


Hace 450 millones de años, los peces primitivos poblaban los océanos, miles y miles y cientos de miles de especies diferentes. Ellos eran los vertebrados más evolucionados, pero eran tan rudimentarios que ni siquiera tenían mandíbulas.

Un buen día, hace 420 millones de años, en el Silúrico, la Naturaleza decidió comenzar a jugar y experimentar con ellos. Pensó en la manera de aumentar la flexibilidad de aquellos torpes esqueletos óseos y de inmediato (lo que en términos evolutivos significa unos 18 o 20 millones de años) decidió probar con otro material: el cartílago. Y, en efecto, vio complacida que los esqueletos cartilaginosos eran más móviles, resistentes, livianos y aerodinámicos que los de los peces óseos. Eran ideales para diseñar un temible depredador. ¿Qué le faltaba para ello? Inventar la mandíbula provista de dientes... La hizo ¡y se la colocó a un pez! ¿Qué clase de animal sería? Pues... un tiburón.


Así, entonces, sabemos que los tiburones han estado aquí desde mucho antes que el más primitivo de los dinosaurios. Como vertebrados, sólo los peces óseos sin mandíbula llegaron antes que ellos. De hecho, los viejos y sabios ojos de los tiburones vieron a los dinosaurios llegar y partir, vieron a las tortugas evolucionar, vieron aparecer y medrar a los mamíferos terrestres e incluso se alegraron y engordaron cuando algunos animales parecidos a hipopótamos —llamados Ambulocetus— decidieron regresar al mar y convertirse en los modernos cetáceos.



La madre de todas las pesadillas: Carcharodon megalodon, tiburón blanco gigante y (esperamos) extinto. Aunque cueste creerlo, el pez y el hombre están dibujados a la misma escala

Los tiburones sobrevivieron —no hemos conseguido descubrir el cómo ni el porqué— a las cuatro grandes extinciones que sufrió la biología marina, incluidas la del Pérmico (que se llevó consigo el 96% de la vida marina) y la del Cretácico-Terciario, que acabó con los dinosaurios y, de nuevo, con casi todos los organismos oceánicos.

Algunos tiburones se especializaron en alimentarse de ciertas especies y no de otras, mientras que otros diferentes se mantuvieron como generalistas, atacando todo lo que se movía y parecía más o menos comestible. Altamente evolucionados, millones de años después dieron origen a los tiburones modernos —cercanamente relacionados con las rayas y mantas—, de los cuales conocemos 9 órdenes (sobreviven 8) que comprenden más de 360 especies. ¿A que no adivina cuántas de ellas atacan al hombre? Más del 10%. Los ataques de tiburón han venido siendo registrados desde 1580, y se los ha atribuido (a veces con certeza, otras con algo menos que meras suposiciones) a nada menos que 39 especies diferentes.


Sin embargo, los ataques registrados no son tantos, y la mayoría no han sido graves, si por falta de gravedad se entiende el solo hecho de conservar la vida. Desde el citado año de 1580, cuando se comenzaron a conservar registros fehacientes de los ataques, se han acumulado solamente 733 incidentes, de los cuales solo 109 personas resultaron muertas. Las demás sobrevivieron con heridas relativamente leves o con un variado rango de discapacidades, desde las amputaciones de uno o dos dedos hasta la pérdida total de la mitad inferior del cuerpo (increíblemente, esta víctima aún vive).

De las 39 especies reportadas como capaces de atacar a un hombre adulto, apenas 10 son responsables del 95% de los accidentes, y, aún así, de estas 10 solamente 3 representan un peligro real y concreto para nosotros.

George Burgess, director del Instituto de Ictiología del Museo de Historia Natural de Florida, EEUU, único organismo del mundo que ha logrado recopilar los informes de todos los ataques conocidos durante los últimos cuatro siglos, afirma sin embargo que es muy probable que la gran mayoría de los incidentes con tiburones no sean reportados y que, por lo tanto, nunca lleguen a formar parte de la estadística.

¿Por qué? Por varias y muy atendibles razones. Primero y principal: si un tiburón devora a una persona que nada, bucea o se cae de un bote estando sola, el incidente será catalogado como "desaparición" y no como "ataque de tiburón", porque sencillamente nadie sabe que un pez se comió a la persona. Lo más probable es que se lo considere como un ahogamiento accidental. El segundo motivo es que, si bien los ataques producidos en aguas concurridas o cercanas a lugares turísticos salen en todos los diarios, es perfectamente posible que la mayor parte de los accidentes se produzcan en zonas remotas y atrasadas, donde los testigos y sobrevivientes no tienen modo de avisar al doctor Burgess. Ha habido numerosos ataques en Bangla Desh, en las profundidades del Amazonas o en aisladas costas de Brasil o Guinea-Bissáu de los que nunca se ha sabido nada.


Burgess afirma que las diez especies a las que debiéramos temer son las siguientes:

el tiburón limón, el toro, el azul, el blanco, el pez martillo, el tiburón tigre, el tigre de arena, el tiburón oceánico, el gris y el mako. Ellos son los causantes de los 733 ataques registrados por el Museo de Florida.

Pero la mayoría de estas 10 especies solo acumulan entre 5 y 64 ataques en los anteriores 427 años. Las tres más agresivas para con el ser humano (tiburón toro, gran blanco y tigre) han protagonizado 62, 348 y 116 ataques respectivamente.

El ranking de peligrosidad está liderado por el toro, por la sorprendente —y aún no explicada por la ciencia— circunstancia de que es capaz de vivir tanto en el mar profundo como en los ríos, subiendo por ellos cientos de kilómetros hasta zonas mediterráneas. De los más propensos a atacar, como se ve, el tiburón blanco lo ha hecho en 232 oportunidades más que el tigre, de lo que podría deducirse que es el más peligroso.

No lo es. De los 348 ataques de tiburones blancos, solo 67 han sido fatales, lo cual oscila en torno al 20%. Pero el 25% de los ataques de tiburón tigre han culminado en muertes humanas (29 muertos en 116 ataques), lo cual lo convierte en el más eficiente de todos los tiburones devoradores de hombres. A pesar de estar segundo en el listado, es quien más víctimas ha provocado en proporción.

Del tiburón tigre, pues, hablaremos este mes.


El tiburón tigre fue descripto por primera vez en 1822 por los naturalistas franceses Peron y Lessuer durante un viaje a Australia en el cual recolectaron más de 100.000 especímenes zoológicos. Ellos lo llamaron Squalus cuvier en homenaje al gran Georges Cuvier. Su segundo nombre, Galeocerdo tigrinus, le fue otorgado 15 años más tarde, y significa "tiburón atigrado con cerdas", ya que, si bien no presenta pelos, su hocico visto de frente se parece en algo al de los cerdos. Finalmente, el género conservó este último nombre, pero se le restituyó el homenaje al notable zoólogo francés en el nombre de la especie.



Devorador de hombres: Galeocerdo cuvier

El tiburón tigre debe su nombre —como es de suponer— a las hermosas rayas rayas verticales oscuras que cubren el cuerpo de los ejemplares juveniles, para ir desapareciendo gradualmente en los adultos.

Galeocerdo es un predador solitario y un cazador mayormente nocturno, que se alimenta en forma primordial de tiburones pequeños, tortugas, calamares, focas, pájaros y, por supuesto, toda clase de otros peces. Sin embargo, su dieta parece ser bastante más amplia: se han encontrado en el estómago de muchos tigres cerdos, gallinas, ovejas, equidnas, cocodrilos, latas, maderas, placas de automóviles... ¡y hasta neumáticos enteros!


El devorador de hombres que presentamos hoy es una máquina perfecta, destinada solo a comer y properar. Es posible que sea el depredador más eficiente de los que habitan este planeta, ya que no se ha verificado un solo ataque que no fuera —al menos en parte— exitoso.

Uno de los secretos del tigre (y tal vez uno de los trucos más sublimes e inteligentes de la naturaleza) radica en su método de reproducción. Una vez que la hembra de G. cuvier es fecundada, produce un número indeterminado de huevos fértiles, que se calcula entre 40 y 100. A medida que van madurando, los huevos pasan del ovario al oviducto, una especie de conducto o cavidad, llena de agua de mar, donde completan su desarrollo. Luego, el tiburón en miniatura resultante es expulsado al exterior, lo que dio la impresión a los biólogos antiguos de que este animal era vivíparo. En realidad es ovíparo, pero como sale de su madre libre del huevo hoy se lo llama "ovovivíparo". Siempre llamó la atención de los investigadores el hecho del increíble, olímpico desapego que la madre tiburón muestra hacia sus descendientes. Apenas expulsado, mamá tigre se aleja sin siquiera echar una mirada a su retoño, que a partir de entonces y para siempre queda librado solo a sus propios medios. Tienen solamente un hijo. Pero... ¿cómo? ¿Por qué liberan solo a un alevino si han producido multitudes de huevos?



Un tigre atacando a un ave

La picardía consisten en que el primer tiburón que sale del huevo en el interior del oviducto espera pacientemente a sus hermanos. Al aparecer, los persigue por ese mar en miniatura, los ataca y los devora tranquilamente. A todos y cada uno de ellos. Esto implica, aparte de la obvia función nutricia, que cada tiburón recién nacido es un depredador feroz y perfectamente entrenado, capaz de cazar y sobrevivir por sí mismo, porque ha sido capaz de acechar y devorar a entre 39 y 99 de sus congéneres.

No es la única trampa evolutiva que utiliza el tigre. Sus ojos cuentan con una membrana reflectante llamada tapetum lucidum (la misma que hace brillar los ojos de los gatos) que se ocupa de concentrar y amplificar hasta el mínimo rayo de luz, habilitándolos para cazar en una casi total oscuridad. Es por eso que, aprovechando este accesorio, los tigres son cazadores esencialmente nocturnos. Si la luz es intensa, empero, el tapetum es cubierto por una membrana opaca, de modo que el tiburón no se vea deslumbrado y conserve su agudeza visual bajo cualquier condición de iluminación.



Tigre capturado en Hawaii

No solo eso: si la oscuridad es verdaderamente absoluta, el tiburón echa mano de sus "ampollas de Lorenzini". Las ampollas son unos pequeños órganos sensoriales en forma de vasija, alineados longitudinalmente en los lados del cuerpo, que cumplen, ni más ni menos, la función de detectar la actividad eléctrica de los organismos vivos. En otras palabras: supongamos que un tigre caza en la oscuridad total: sus ampollas le permiten detectar y perseguir a un pez fugitivo, basándose solamente en las señales eléctricas generadas por el sistema nervioso, corazón y músculos de su víctima. Es más: se ha comprobado experimentalmente que algunos peces, incluso en la oscuridad, se entierran en el fondo y se quedan inmóviles, en la vana esperanza de escapar de un G. cuvier. Absurda idea: el tiburón, guiándose por el inimaginable mapa eléctrico que generan sus ampollas de Lorenzini, se dirigen sin vacilación a la parte del fondo en que se encuentra oculta su víctima, y en un instante la devora.

La cabeza del tiburón tigre tiene —al revés que la mayoría de los tiburones— forma de cuña, lo que le permite virar rápidamente con un radio de giro increíblemente pequeño, casi en ángulo recto, algo que casi ninguno de sus parientes es capaz de hacer.



Los dientes del tigre: la parte puntiaguda perfora. La otra serrucha

Para completar su letal equipamiento, los dientes del tiburón tigre han sido diseñados por la evolución como los de los demás tiburones, salvo por un detalle: están inclinados hacia atrás, tienen forma triangular pero, detrás de la punta, presentan una superficie longitudinal aserrada. Esto significa que el tiburón tigre no solo puede cortar y arrancar, sino también perforar y serruchar. Esta característica está evidentemente encaminada a abrir incluso el más duro caparazón de tortuga, presas que sus primos se ven obligados a tragar enteras, con la obvia limitación de tamaño que esto implica.


Los tiburones tigre, sin ser tan grandes como los tiburones blancos, alcanzan sin embargo tamaños bastante respetables, especialmente en un depredador que disfruta de la carne humana. Si bien la mayoría de ellos miden entre 3 y 5 metros y pesan desde 385 a 635 kilos, no es raro capturar ejemplares de una tonelada y media y 6 metros y medio de longitud. Imaginen lo que pueden hacer esos dientes pensados para caparazones de tortuga con una pierna o un brazo humano...

El tigre vive mayormente en aguas costeras (lo que facilita los ataques a seres humanos) tropicales o subtropicales, aunque pueden vivir muy bien en aguas templadas. Son animales nómadas, que prefieren la zona ecuatorial en la temporada fría. A pesar de ello, se los ha capturado en aguas japonesas subárticas y neocelandesas subantárticas. También suele frecuentar los estuarios de los ríos y a profundidades de hasta 350 metros.



En rojo, las zonas donde se ha constatado la presencia de tigres (sí, en el Río de la Plata también). Ello no impide que pueda existir también en las áreas azules

Pero, como veremos, es especialmente abundantes en aguas hawaianas, uno de los paraísos para los aficionados al surf.


Es precisamente entre estos deportistas donde se han verificado la mayoría de los ataques. Aunque el motivo por el que los tiburones prefieren a los surfistas entre todas las presas humanas posibles no está claro, se cree que el perfil de la tabla visto desde abajo se parece al de un gran pez (los tigres adoran devorar presas de su mismo tamaño) o, si el nadador está tendido en la tabla y bracea y patea para avanzar, tal vez la sombra pueda confundirse con la de una cría de lobo marino.

Aunque esto no está bien demostrado, sí es cierto que por cada bañista, buzo o nadador, los tigres atacan al doble de surfistas.



Peligro para surfistas: tigre camuflado en una ola

Su ataque es fulmíneo: puede nadar a 32 kilómetros por hora (unos 18 nudos) con súbitas explosiones del doble de esa velocidad en el momento de abalanzarse sobre su presa. Si lo pensamos bien, el tigre supera cómodamente la velocidad a que se desplazan los surfistas (alrededor de 10 nudos), haciendo imposible que el piloto de la tabla escape del ataque del gran pez.

Así llegó a producirse el increíble y horroroso episodio que relataré a continuación, seguramente el más extraño y sorprendente de toda la historia de los ataques de escualos contra humanos.


El 6 de julio de 2001 fue un hermoso día en Florida. La playa de Pensacola estaba muy concurrida, ya que los norteamericanos disfrutaban las vacaciones de su día patrio (el 4) y el tiempo estaba precioso. El Golfo de México estaba bastante calmo y el cielo claro y soleado.

La tarde caía. En la playa, Vance Flosenzier y su esposa Diana vigilaban a sus hijos y sus sobrinos, que jugaban en el agua. El sobrino menor, Jessie Arbogast, de ocho años de edad, nadaba en la parte en que se hacía pie, mientras que dos hermanas algo mayores estaban mucho más lejos.


Un tiburón similar en la misma playa

Todo parecía estar bien en ese ambiente idílico, pero la realidad se encargaría de demostrar que Jessie se encontraba en el lugar equivocado en el momento menos conveniente.

Justo a la caída del sol, el hermano de Jessie, que se encontraba a su lado, sintió algo extraño en la pierna: casi como si le hubiesen pasado un papel de lija por la pantorrilla. En la escasa profundidad del agua (unos 45 cm), Jessie observó la aleta dorsal de un tiburón, elevándose 60 cm. por sobre la superficie.

Los escualos —sabido es— nunca parecen estar positivamente seguros acerca de lo que es comestible y lo que no lo es, y por ello suelen recurrir al tristemente célebre "mordisco de prueba" para salir de dudas. Siguiendo el principio nietszcheano de que lo que no hace mal hace bien, muerden, tragan y, si el bocado no los mata a ellos y es más o menos digerible, pues bien, vuelven para terminar con él.

En este caso, el tiburón (un tigre de mediano porte o, según otras fuentes, un toro), eligió a Jessie y le aplicó un enorme mordisco en el brazo derecho. Decidiendo que se trataba de un buen alimento, viró rápidamente y arrancó un gran trozo del muslo del niño.

En la horrible lucidez del que va a morir, los gritos escalofriantes del chico congelaron el aire de la calurosa tarde: "¡Me agarró! ¡Me agarró! ¡Sáquenmelo! ¡Sáquenmelo...!".



Los heroicos Diana y Vance Flosenzier
El tío Vance giró la cabeza en la dirección de los gritos y vio el mar teñido de sangre. Junto a otro hombre, corrió desesperadamente la cincuentena de metros que lo separaban del agua. Flosenzier es un triatlonista entrenado, lo que significa que en escasos segundos estaba junto al niño. No podrá olvidar jamás lo que vio entonces: un G. cuvier de dos metros y medio de longitud y 95 kilos de peso, con el brazo de su sobrino en la boca, listo para asestar el golpe definitivo. No lo pensó: zambulléndose a su lado, tomó al gigantesco animal por la aleta caudal y trató de tirar de él para separarlo del niño, intento que no funcionó en un primer momento. Diana, que ya había llegado al agual tiraba de Jessie en sentido contrario, intentando liberarlo del mortal beso del tiburón. Este espantoso tironeo, que duró algunos segundos, terminó cuando el tigre decidió que los vociferantes depredadores bípedos eran demasiado para él y, soltando la presa sobre la pierna del muchacho —pero conservando el brazo arrancado entre las mandíbulas— se dio por vencido e intentó liberar la cola del agarrón que Vance mantenía sobre él.

Sin embargo, el hombre (1,86 metros y 100 kilos de peso), haciendo caso omiso de sus manos heridas por la irregular piel de la aleta caudal, decidió no darle el gusto y, en un ciclópeo esfuerzo que sólo puede explicarse por la fuerza de la desesperación, arrastró al tiburón hasta la orilla, adentrándolo más de 20 metros en la playa.

Diana, mientras tanto, tomó el cuerpo exangüe del niño en sus brazos y, sacándolo del agua, lo depositó también sobre la arena. "Saqué al tiburón del agua porque era consciente de que los demás niños estaban todavía en el mar" explicaría Vance más tarde.

El hermanito de Jessie gritaba: "¡Un tiburón mordió a mi hermano!". Sus alaridos atrajeron a dos mujeres que pasaban, Trina Casagrande y Susanne Werton, quienes luego declararon que "No había sangre. Se veía el músculo del niño colgando de su hombro, y el hueso del húmero, arrancado bien arriba, parecía un palillo de tambor". Las señoras no vieron sangre por la sencilla razón de que Jessie la había perdido toda en el agua, a través de la arteria humeral seccionada. Los labios del chico estaban totalmente blancos y, si bien sus ojos estaban abiertos, se habían vuelto hacia arriba.

Vance estaba haciendo masaje cardíaco a Jessie, mientras Diana le practicaba respiración artificial. El hombre hizo una seña a Werton, que cubrió el cuerpito con unas toallas de playa. A continuación, relevó a Vance en el masaje cardíaco (cinco compresiones por cada espiración de Diana en la boca de Jessie). El tórax subía y bajaba, indicando que el aire llegaba correctamente a los pulmones. Mientras Werton presionaba, el tío del chico rompió unas remeras para cubrir el extremo del húmero y utilizó tiras de toallas para confeccionar un torniquete con el que comprimió la arteria humeral, deteniendo de este modo los últimos conatos de hemorragia que se llevaba los pocos restos de sangre que quedaban en el cuerpo del jovencito. El brazo había sido amputado apenas a 10 cm. por debajo del hombro.



La muerte del dador de muerte

Haciendo gala de una calma envidiable, el tío tomó su celular y llamó al 911. La grabación del llamado dice: "Ha perdido la pierna derecha y el brazo derecho. Ya no están más. Se le salió toda la sangre. No respiraba, y hace un minuto ni tenía pulso. Necesitamos un helicóptero de inmediato, o algo parecido".

La policía derivó el llamado a la guardia del Hospital Bautista de Pensacola, que en menos de cuatro minutos puso su helicóptero en el aire.

Antes de aterrizar, los tripulantes vieron al gran tiburón en la arena. Una vez posados, los rescatistas comprobaron que el cuerpo de Jessie había sido casi totalmente drenado de sangre, una circunstancia a la cual solo el 1% de las víctimas sobreviven. "No hay nada que bombear" dice Greg Smith, médico de emergencias que se hizo presente en la playa ese anochecer. Explica también por qué ninguna medicación puede hacer que el corazón comience a latir: "Porque es una bomba, y no puede trabajar en seco".



Un toro, otro posible culpable del ataque contra Jessie

El piloto del helicóptero, que no había visto al niño y por lo tanto esperaba poder evacuarlo, afortunadamente mantuvo los rotores de la aeronave funcionando. Piénsese que el niño no tenía ni sangre, ni pulso, ni era capaz de respirar. Pero en vez de declarar la muerte en la playa, Greg y el paramédico Chris Warnock decidieron aprovechar la mínima ventaja de que el piloto no hubiese apagado el motor: con la ayuda del tío, tomaron al niño en brazos ("Era como llevar una muñeca de trapo", declararía el médico más tarde) y lo llevaron al helicóptero, donde le insertaron un tubo endotraqueal y continuaron con las maniobras de resucitación.

Antes de despegar, los rescatistas preguntaron por el brazo del niño. "Nadie lo ha visto" les respondieron. Así, apenas 6 minutos después de haber aterrizado, el helicóptero levantaba vuelo nuevamente rumbo al hospital.


Pocos instantes después del despegue del aparato, una ambulancia llegaba también a la playa. La ocupaban un Ranger del Servicio de Parques Nacionales llamado Jared Klein y Tony Thomas, guardavidas y bombero voluntario. Los dos hombres descubrieron con alivio que la víctima ya había sido evacuada por aire, pero también averiguaron que el brazo amputado no estaba a bordo.

El enorme tiburón aún luchaba por su vida, convulsionando sobre la arena, y para Jared y Thomas sacar una obvia conclusión fue como sumar dos más dos. Los testigos les informaron que ya habían revisado el agua y que el miembro cortado no estaba allí, así que... ¿dónde más podía estar?

El ranger sacó su arma reglamentaria y, apoyando el cañón sobre el cráneo del escualo, le dio el pasaporte al otro mundo mediante el sencillo expediente de pegarle cuatro tiros en el cerebro.


El fin de un asesino: el
ejemplar que atacó a
Jessie, muerto a tiros

Muerto el aspirante a asesino, Jared introdujo su bastón antimotines entre las mandíbulas del pez y, haciendo palanca, consiguió abrirle la boca.

Y allí, increíblemente, en el fondo de la garganta, se encontraba el brazo de Jessie. La feroz lucha que debió llevar a cabo el tiburón para sustraerse de las manos de Vance y luego las convulsiones debidas a la asfixia, le habían impedido tragar el macabro trofeo.

"Pero estaba demasiado lejos para alcanzarlo", manifiesta Jared. Mientras el guardia mantenía abierta la boca del animal, Thomas se envolvió el brazo con toallas y, arriesgando su propia integridad física (¿qué hubiera sucedido si Jared soltaba la mandíbula superior?), extrajo el miembro del niño del interior del monstruo. Tan lejos estaba, que tuvo que utilizar unas largas pinzas hemostáticas para lograr apresarlo. Lo envolvieron en toallas y lo preservaron en hielo para llevarlo al hospital.


Cuando el helicóptero llegó al hospital, hacía más de 30 minutos que Jessie estaba sin sangre. Como se comprende, su cerebro tampoco había recibido oxígeno durante ese tiempo. Nadie hubiera dado dos centavos por su vida... salvo el equipo médico de guardia del hospital.

Pusieron al chico en una camilla y lo trasladaron al cuarto piso, manteniendo el trabajo de RCP durante todo el camino. La enfermera Dawn Colbert abrió una vía intravenosa en el brazo sano y comenzó a pasarle interminable cantidad de unidades de sangre 0- (el grupo conocido como "dador universal" porque cualquiera puede recibirla) calentada a la tamperatura corporal. En menos de 15 minutos transfundió un litro y medio, lo que representa el 50% de la cantidad normal para un niño de 36 kilos. Apenas ingresada la sangre, el muñón y la pierna heridos comenzaron a sangrar. Pero sangraba por mera gravedad, porque su corazón seguía sin latir. Mientras Dawn transfundía, su compañera Sandi Miller vigilaba el pasillo, porque ya les habían avisado que el brazo estaba en camino. De repente, uno de los médicos creyó sentir un tenue pulso carotídeo, y un instante después otro reportó que ya había pulso femoral. Contra todo pronóstico, el corazón del niño había despertado a la vida.

Enseguida llegó la ambulancia con el brazo. Jared corrió escaleras arriba con el envase térmico, mientras otra enfermera iba a buscar al cirujano de guardia, Jack Tyson.


"Me estaba duchando para retirarme. No había sido un buen día para mí: acababa de operar a una niña pequeña y se me había muerto". El doctor Tyson no estaba del mejor humor del mundo, y era comprensible. "Entonces, una enfermera entró y me dijo: `Venga. Tenemos un chico al que un tiburón le comió el brazoŽ. El término no me extrañó pero no me lo creí, porque las descripciones suelen llegarnos a través del 911, y cuando alguien llama al 911 suele estar nervioso y exagera. Pero cuando llegué al quirófano y vi el muñón en el hombro, solo atiné a decir: `Dios míoŽ...".

Tyson hizo llamar de inmediato a la cirujana ortopédica Juliet De Campos, que examinó el muñón y la brutal herida de la pierna. "¡Dios!", exclamó la mujer. "¿Tenemos el brazo? ¡Se puede reimplantar!". Sucedía que el corte, tanto en el muñón como en el miembro amputado, era increíblemente neto y recto, sin los bordes mellados y desgarrados habituales en este tipo de heridas. En consecuencia, se apresuraron a convocar al cirujano microvascular Ian Rogers, que explica: "Era un corte limpio, recto. Era tan bueno como cabía pedir. En 16 años de reimplantar miembros amputados, nunca había visto un corte mejor. Y por supuesto, ninguna herida de tiburón es así". A pesar de la circunstancia alentadora, igualmente De Campos, Tyson y Rogers necesitaron una discusión de más de una hora antes de decidir el curso de acción a seguir. Si bien la operación de reimplante era muy riesgosa, no era más peligrosa que el hecho de haber pasado media hora con el cerebro sin oxígeno. A pesar de que se esperaban lesiones cerebrales en el niño por este motivo, siempre cabía la posibilidad de que se recuperase. Una forma de mejorar sus probabilidades sería operarlo y reimplantarle el miembro perdido.


Juliet De Campos

El procedimiento no sería fácil: había que reconectar un hueso, una gran arteria, tres venas, tres nervios y tres grandes grupos musculares para garantizar al menos un uso medianamente normal del brazo.


Los padres de Jessie llegaron en ese momento: Vance los había llamado desde el cuartel de los Rangers. Demudados, escucharon la explicación de Tyson: el niño había perdido un brazo, la mitad de la masa muscular de una pierna, había estado en estado de anoxia cerebral por media hora, seguramente debería afrontar graves lesiones neurológicas, y ahora este médico les estaba pidiendo que autorizasen una operación de muchas horas para reimplantarle el brazo... extraído del tubo digestivo de un enorme tiburón. "¿Qué posibilidades de éxito tenemos, doctor?", preguntó el desesperado padre. "Nadie lo sabe", fue la lacónica respuesta.


Decidida la cirugía, Juliet De Campos se dispuso a preparar el muñón. Luego, cortó aún más el extremo del húmero del miembro cercenado (unos 3 cm) para que admitiera una chapa que uniera ambas partes. Mientras ella hacía esto, el doctor Rogers indicaba cada nervio, arteria y vena del muñón con puntos de sutura de diferentes colores para hacerlos más fáciles de distinguir.

Juliet, finalmente, ajustó las placas para mantener los dos bordes de hueso unidos mediante seis tornillos: dos en el muñón, dos en la unión en sí y dos más en la parte distal del húmero (la que correspondía al brazo).

Luego, Rogers reparó los músculos, uniendo cada extremo del muñón a su correspondiente extremo en el brazo. Una vez concluido, se dedicó a reconectar las terminaciones nerviosas (cada una más delgada que un cabello) para que el miembro recuperara su motricidad y sensibilidad. Finalmente, empalmó cada vena y arteria con sus homólogas seccionadas. Sin embargo, la pérdida de tejido sufrida por el muñón no le dejaba tejido venoso suficiente para completar la operación: a causa de ello, se vio obligado a tomar varias venas de la pierna buena del paciente para reemplazar lo que le faltaba en el brazo.


Los autores de la proeza, de izquierda a derecha: Tyson, De Campos, Rogers

Cuando todos los procedimientos estuvieron correctamente realizados, se retiraron las ligaduras y la sangre volvió a ingresar al brazo. Como es de esperar, ya que las arterias tienen una pared muscular que las ayuda a mantener la forma pero las venas no, estas últimas estaban colapsadas, por lo que los profesionales esperaron con ansiedad para ver si la sangre era capaz de circular por ellas. En seco tanto tiempo, los vasos arteriales sufrieron contracciones espasmódicas al recibir el fluido nuevamente, pero en pocos minutos el fenómeno se detuvo gracias a la aplicación de un potente antiespasmódico.

La doctora De Campos masajeaba incansablemente el brazo, blanco y completamente frío, a la espera de una reacción de calor o sangrado, señal segura de que la sangre estaba circulando por su sistema.

Sin embargo... quince minutos más tarde, el brazo no mostraba señales de circulación. "Estuvimos así más de media hora", afirma Ian Rogers. "De repente, todos los cortes y heridas comenzaron a sangrar a la vez, y pude escuchar pulso arterial en el brazo de Jessie". La circulación había quedado restablecida por fin, luego de 16 horas de laborioso trabajo artesanal y refinadísima técnica quirúrgica.


Cuando Jessie despertó, dos días más tarde, las noticias fueron buenas y malas a la vez: si bien el brazo reaccionaba a la punción y tenía cierto grado de movimiento en los dedos, también se hizo evidente que la temida lesión cerebral estaba presente. El niño muestra una hemiplejia y hemiparesia, desafortunadamente en la mitad del cuerpo que no fue atacada por el depredador. Además de ello, sufre un trastorno neurológico llamado afasia relacional, que no le permitía, en principio, pronunciar palabra alguna. Hoy, sin embargo, seis años depués del ataque, el joven de 14 años puede ya pronunciar palabras complejas, aunque no formar frases con ellas.

Si bien no ha recuperado totalmente el uso del brazo reimplantado y no es capaz de sentarse solo ni caminar, puede girar, rodar y arrastrarse sobre un colchón inflable.

"No podemos decir si recuperará totalmente el uso del brazo. A través de la rehabilitación posiblemente pueda caminar con muletas o armazones de metal, a causa de la pérdida de masa muscular en la pierna, pero esto tampoco es seguro" dice el doctor Rogers.


Así complotó la Madre Naturaleza contra el pequeño Jessie Arbogast. Con las ventajas obtenidas a lo largo de cientos de millones de años de evolución, el tiburón atacó al niño escudándose en aquel viejo aserto biológico que afirma que la Naturaleza es buena con las especies pero muy cruel con los individuos.

A pesar de ello, el muchacho tiene mucha suerte de estar con vida —más allá de sus lesiones—, porque se enfrentó con la más perfecta máquina de matar de este planeta, un ser tan depredador y eficiente como ningún hombre hubiese podido soñar ni en la peor de sus pesadillas: el tiburón moderno.


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