ÁMBAR GRIS

Federico G. Witt

España

Ayer, ignorando lo que el destino me deparaba, recibí un siniestro mensaje en mi cuenta de correo electrónico. Al principio, después de leerlo, pensé que era tan sólo uno más de los que nos llegan en forma de molesto spam, pero no incluía avisos comerciales ni solicitud de que se reenviara en cadena; sus fines tampoco eran políticos ni proponían un boicot contra ninguna multinacional. Pensé que quien lo enviara —procedía de una cuenta de correo online— o bien trataba de gastar una broma macabra o, simplemente, estaba fuera de sus cabales.

Pero luego me llamó mucho la atención, por motivos que explicaré más adelante. A continuación reproduzco el mensaje. A su término relataré lo que ocurrió después, pero antes es necesario que ustedes lo lean con atención sin que mi intervención interfiera con la impresión que pueda producirles.


Y que algún alma caritativa se apiade de la mía.


***


Dicen que el peor de todos los males, el que más nos atormenta, paraliza nuestros pensamientos y agarra por el cuello a nuestros sueños, proviene de lo más profundo de nuestro interior. No me digan que nunca habían oído alguna expresión similar. Hasta hace poco creía que era un latiguillo que guardaba relación con las carencias personales, la percepción propia que todos adquirimos con el tiempo que nos hace ser conscientes de nuestras limitaciones y de la imposibilidad de realizar nuestros sueños. Creía que hacía referencia a alguna clase de temor que desarrollamos al verdadero yo, a percibir cómo somos realmente, cómo nos apartamos del modelo ideal que de jóvenes habíamos forjado de nosotros mismos; una alusión a cierta capacidad de caer en una depresión o trauma como consecuencia de la decepción producida al llegar a la cruel conclusión de que no somos como creíamos que éramos.

Pero no. No es cierto. O no tiene por qué serlo en todos los casos. La frase con la que he comenzado este texto puede ser interpretada de forma literal: el verdadero terror puede residir dentro de nuestro ser, y atormentarnos. Oh, vaya si puede…

Perdonen, tal vez sea mejor que comience desde el principio, no veo otra forma de explicarlo si pretendo que me ayuden. Pero deberán estar preparados para conocer la verdad. Sólo aquéllos que lo estén podrán ser dignos de enfrentarse con el horror que podría surgir de su interior y que ahora reside dentro de mí. Y si se arriesgan y fracasan, si llegan a padecer sufrimientos que les hagan perder el juicio o desear la muerte, no digan que no les he advertido. Lo que me ocurrió a mí le puede suceder a cualquiera. A su elección queda seguir leyendo o borrar el mensaje que han recibido.


Fin de semana


Cuando desperté me encontraba tendida boca abajo en el suelo, medio desnuda y con la cara apoyada en un charco que se había formado con mi propio vómito. Intenté recordar qué había hecho la noche anterior. No pude. Eso quería decir que me había vuelto a emborrachar. Vaya cosa. Ya era algo habitual, y, en algunas ocasiones, muchas, demasiadas, lo que perdía no era sólo el sentido.

Me tranquilizó comprobar que llevaba puestas las bragas y que el bolso estaba encima de la mesa. Odiaba despertarme sabiendo que había tenido una nochecita movida y que no podía recordarla. Era peligroso. Más de una mañana me he despertado en una cama que no conocía, en una casa que no conocía y viendo escurrir hilitos de saliva de la boca de gente dormida que no conocía. O cuerpos entremezclados —que no conocía, lo han adivinado— roncando en mi cama. Siempre me decía que debía tratar de controlar mis hábitos cuando me emborrachaba. Sí, era peligroso, una temeridad. Nunca se sabe qué clase de tipos pueden acabar contigo en la cama si cuando les conoces ya no distingues entre un black label o un destilado de garrafón. Bueno, sí: en el mejor de los casos, tipos que se aprovechan de una mujer que ya no distingue entre un black label y un destilado de garrafón. Y en el peor… no creo que merezca la pena hacer énfasis en esto, pero ustedes se hacen cargo.

Como he dicho, ese día llevaba las bragas puestas y el bolso estaba encima de la mesa. Eso quería decir que había vuelto sola a casa, me había comenzado a desnudar y no había podido; el ataque sincronizado que ejecutaron el whisky y mi falda de tubo había sido definitivo, dando con mis huesos en el suelo. Esta vez sólo habría daños colaterales: el vómito de color verde-bilis había tenido tiempo de actuar bajo mi cara. “Pobre suelo”, pensé, al evaluar el trabajo que el ácido clorhídrico de mi estómago habría hecho con el mármol calizo, señalando así de forma indeleble uno de mis errores de los viernes por la noche.

Pero lo que me había despertado era el timbre del teléfono. No lo había cogido, claro, no tenía fuerzas ni equilibrio para tal proeza, pero había sido suficiente como para despertarme.

Qué asco. Tenía tanto vómito en la mejilla y el pelo que me volví a prometer a mí misma, como cada sábado, que nunca jamás volvería a llegar hasta aquel extremo con el whisky. Y el mismo hecho de pronunciar la palabra en mis pensamientos me recordó que necesitaba un trago.

Me dirigí a la cocina.

El teléfono volvió a sonar.

“Mierda…”, pensé “¿Quién coño puede ser tan cabrón como para joder así un sábado por la mañana?”

Lo cogí:

—¿Quién coño puede ser tan cabrón como para joder así un sábado por la mañana?

—Es ámbar gris, Marisa, aunque supongo que ya lo sabes.

—¿Qué cojones dices? —respondí. Era Javier, un amigo mío policía. Había confianza entre nosotros. Creo que me había acostado con él al menos un par de veces pero si lo había hecho había sido estando tan borracha que ni siquiera podía asegurarlo. Y mira que me jodía, porque el muy cabrón estaba buenísimo.

—Lo que te llevaste anoche, dicen que es de ámbar gris...

—¿¿Eh?? —en realidad fue más un exabrupto que una muestra de sorpresa. En mi estado no podía contestar de otra manera, pero aunque hubiera estado lúcida la respuesta habría sido similar.

—… Y son las seis y media de la tarde —añadió, para acabar sentenciando—: y por cierto, hoy es domingo.


No tardé en reunirme con Javier. Lo justo para ducharme, tomar un par de vasos de whisky —necesitaba despejarme un poco— y salir echando hostias. Habíamos quedado en una cafetería de la Plaza de Colón. Cuando llegué allí él ya me estaba esperando. Por teléfono me había dicho que las cámaras del Museo de Ciencias Naturales habían grabado unas imágenes muy claras en las que —aseguraba— yo llamaba al telefonillo de la cancela exterior, golpeaba al desprevenido guarda cuando éste acudía, abría la puerta con sus llaves, entraba en el edificio pasando su tarjeta de acceso por las puertas de seguridad del interior, me dirigía a una vitrina determinada, rompía el vidrio, agarraba una pieza de pequeño tamaño que estaba allí expuesta y me largaba tan ancha; todo ello con una frialdad absoluta.

—Hola Marisa, tienes buen aspecto —mintió Javier, sonriendo, cuando me senté a su lado.

—Déjate de bromas. Si lo que quieres es echar un polvo no te inventes historias —respondí, ajustándome en la nariz mis gafas de sol. Toda protección contra la luz era poca, a no ser que consiguiera rápidamente otro whisky.

—No bromeo —añadió él, ignorando mi sarcasmo—. Eras tú. Te reconocería entre mil. Estabas como una cuba —eso no me sentó demasiado bien.

—Hace al menos veinte años que no tengo ningún interés en entrar en el Museo de Ciencias Naturales —mentí. Era cierto que el viernes por la mañana había estado allí, pero sólo de paso, sin ni siquiera fijarme en las vitrinas. En cualquier caso, no quería dar pistas en mi contra.

—Eras tú, Marisa. Anoche, de madrugada. No tengo la menor duda.

—Mira. Si te soy sincera, no sé lo que hice anoche. Pero te aseguro que no voy agrediendo a los seguratas para robar figurillas de… ¿dijiste ámbar gris?…

—Figurilla no. Una simple pieza. Un trozo de ámbar gris del tamaño de… —se quedó dudando qué decir. Al final recurrió al ejemplo que tenía más a mano—... como esta taza de café —dijo, encantado de haber dado un ejemplo tan conciso—. Devuélvemela y nadie se enterará jamás de quién la robó. Sólo tenemos la grabación de seguridad del museo y la figura no vale gran cosa. El guarda no sufre heridas de gravedad y no te vio la cara, no exigirá que removamos Roma con Santiago para encontrarte. Su trabajo reviste ciertos riesgos, son gajes del oficio y cobrará su indemnización del seguro.

—Joder. De verdad, no sé una mierda de ninguna pieza de ningún museo. Ayer me debí de tirar todo el día durmiendo la mona —“¿Qué, si no?”, pensé.

—He visto la grabación. Lo siento, Marisa —insistió él—. Te lo guardaste en el bolso.

—No me he guardado en el bolso nada de ningún jodido museo —sentencié, dando un golpe en el objeto aludido, que descansaba a mi lado, en mi mismo asiento, pegado a mi cadera.

—Era ese mismo bolso. No hay duda, Marisa. Tenía esa misma… lagartija metálica remachada. No es algo muy común.

Ya me estaba tocando las narices todo aquello. Una cosa es que confundiera a una ladrona conmigo porque nos pareciéramos y otra muy diferente que tuviera aquella seguridad. El objeto metálico del remache no era una lagartija, sino una salamandra, pero daba igual. El hecho era que por desgracia no se trataba de un bolso muy común. Hasta eso parecía que estaba en mi contra.

—Mira. Yo no tengo la culpa de que alguien muy parecido a mí, que llevara un bolso muy parecido al mío, cogiera una maldita figurita de ámbar gris…

—¿Sabes qué es el ámbar gris? —preguntó él, de sopetón.

—Esperma de cachalote, o alguna mierda así —respondí.

—Negativo. Pero no estás del todo equivocada —dijo, sin ocultar su satisfacción. Estaba claro que me iba a soltar la charla—. Es de cachalote, en efecto, pero no es esperma sino un material que excretan en la tripa. En el museo me han explicado que por lo visto esos bichos comen calamares gigantes, cuyos picos de loro les pueden llegar a perforar el intestino. Entonces segregan unas sustancias parecidas a la cera que recubren a esas piezas duras y todo ello, las secreciones junto con el material a medio digerir, forman el ámbar gris, que luego es expulsado cuando cagan o vomitan.

—Muy interesante —dije, dejando muy claro que pretendía ser sarcástica—: ¿Y…?

—Flota. Es muy poco denso, pesa muy poco. Siempre termina apareciendo en alguna playa, donde alguien lo recoge. Antiguamente se pensaba que tenía algunas propiedades afrodisíacas. Otras veces se le asignaban poderes curativos. Algunas culturas lo han utilizado como especia. Y hasta hace poco se ha empleado como fijador de perfumes. Por lo visto realza las propiedades aromáticas de otras sustancias e impide a la vez que se volatilicen demasiado rápido.

»Lo que quería decirte es que todo eso era antes. Ahora se utilizan sustitutivos sintéticos. Por lo visto la escasez de cachalotes y las restricciones en la caza de ballenas... bueno, ya no se usa. Lo que te has llevado no vale nada. No más de mil euros en el mercado negro. No merece la pena asaltar un museo para eso. Tenían otras piezas mucho más caras e igual de mal protegidas. Sin ir más lejos, por lo que me han contado, allí mismo, al lado de...

Javier enmudeció. En ese mismo instante coloqué sobre la mesa un objeto de aspecto rocoso, de color marengo, que, sin duda, era el mismo del que estábamos hablando.


Lo malo era que yo aún estaba más sorprendida que él. Sólo quería un cigarrillo, cuando lo vi; y allí estaba, al lado del paquete de Marlboro.


Me costó Dios y ayuda intentar convencer a Javier de que no tenía ni idea de que tenía aquel objeto en mi bolso, de que era la primera vez que lo veía. No lo conseguí. Ni yo misma hubiera podido creer mis propias explicaciones si se las hubiera dado a un espejo. No sólo me habían grabado con una cámara sino que además el objeto robado se encontraba en mi poder. Y encima no tenía ninguna coartada. Ni siquiera me valía el estar segura de que no había cometido el crimen.

En cualquier caso Javier no tenía ninguna intención de detenerme ni nada parecido. Mientras yo balbuceaba aturdida, él me miraba con aire de suficiencia, convencido de que me había pillado y de que estaba situado en una posición moral algunos peldaños por encima de la mía. Dio por hecho que yo no quería problemas y que al saber que lo que había robado no tenía valor, ante la posibilidad de ser reconocida por alguien más, había decidido devolverlo y hacerme la estúpida. Agarró la pieza, la sostuvo en sus manos, sopesándola al tiempo que la miraba con detenimiento, y luego la sobó, mientras me miraba con una sonrisa de incredulidad que me resultó particularmente incómoda.

—Mira, piensa lo que te salga de los huevos —comprendí que intentar convencerlo era inútil—. No recuerdo nada. Y punto. No sé por qué he podido hacer algo así. Creo que tengo que intentar beber algo menos.

—Tienes que dejar de beber por completo.

—No es cosa tuya.

—Hoy sí ha sido cosa mía —dijo paternalmente, y sostuvo en alto la pieza delante de mis ojos, como para remarcar lo que decía.

—Espero que ese guarda esté bien. No entiendo nada —desvié la atención de un tema que no quería discutir.

—Ya te he dicho que no ha pasado nada. No parece que represente un problema.

—¿Me vas a encubrir?

—Lo haré. Sabes que lo haré —y firmó su promesa con un guiño y una sonrisa de medio lado.

Me levanté sin añadir nada más y me despedí de Javier, metiéndole la lengua hasta la garganta. Supuse que eso serviría como parte de la compensación. La otra parte, por la forma en que me había hablado, ya se la había pagado como anticipo hacía tiempo. Qué lástima no poder acordarme de ello.


Qué lástima no poder acordarme de tantas cosas.


Lunes


Cuando algo se tuerce, lo hace del todo. Quizá algunos de ustedes se pregunten por qué les escribo dando tantos detalles. Pensarán que podría contarles la historia de una forma más resumida, yendo al grano, pero aparte de ser sincera y de encontrarme haciendo algo que en otros tiempos se llamó ‘acto de contrición’, tengo otros motivos para relatar los hechos como lo estoy haciendo. Quiero que se hagan una idea de mi forma de ser. Quiero que estén al tanto de la naturaleza e intensidad de mis escrúpulos… o de la falta de ellos. Y sobre todo, mi intención es proporcionarles un elemento de juicio sobre mi persona. Quiero que me juzguen según vayan leyendo. Quiero que utilicen sus escalas moral y de valores para que sean capaces de formarse una opinión acerca del tipo de persona que soy, de mi catadura ética, de lo que se puede esperar de mí y de si lo que les cuento es cierto. Y sobre todo, que vean que no soy de esas mujeres que tienen un gran apego por su salud y su imagen ante el prójimo, o que se guían por la política de lo correcto. Soy —y era, desde hacía tiempo— perfectamente consciente de que me estaba destruyendo. Así no podía durar mucho. El alcohol acabaría pronto conmigo si antes no lo hacía, en algún hotelucho o en un descampado, algún tipo que hubiera conocido horas antes en algún garito de mala muerte, cuando no fuera capaz de diferenciar entre un whisky de garrafón y un black label. Y nada de eso me importaba. En realidad no creía tener ningún motivo para ser o actuar de forma diferente. No debía nada a nadie, no tenía a nadie a mi cargo y nadie dependía de mí de ninguna manera.


Pero debo proseguir. Sé que no dispongo de todo el tiempo que quisiera.


Recuerdo que aquella soñé algo relacionado con el mar. No, no era exactamente el mar en sí sino las extrañas criaturas que habitan sus profundidades. El sueño iba acompañado de una asfixiante sensación de opresión. A la mañana siguiente me levanté temprano, me serví un vaso de whisky para despejarme, me duché, me arreglé y me fui al trabajo. Soy, o mejor dicho, era, directora del departamento de I+D de la delegación en España de PhytoPharma S.A.

Al llegar a mi puesto de trabajo me esperaba otra sorpresa. Ya les he dicho que cuando algo se tuerce, lo hace del todo. Mi secretaria me dijo que la policía llevaba llamando desde hacía casi una hora. No habían dado razones. “Javier… cabrón”, pensé, rápidamente.

No pude concentrarme en mi trabajo. La pieza de ámbar gris había cobrado una curiosa forma de maza que golpeaba mi conciencia y rebotaba en mis recuerdos, alejando de ellos cualquier otro tema que pujara por hacerse un hueco. Al llegar a casa la noche anterior, y antes de acostarme, estuve consultando en Internet sobre este material. No vi nada interesante aparte de lo que me había dicho Javier. En algunas partes hablaban de la composición del ámbar gris, en otras de su historia; había recetas, pócimas, conjuros en los que se utilizaba… pero nada que resultara relevante. Tampoco encontré enlaces que hubiera visitado recientemente. Lo miré por curiosidad. Las cookies de mi navegador mostraban los enlaces de la Wikipedia —recurso que utilizo siempre en primer lugar para obtener información sobre algo— en azul, no morados. Al llegar a mi despacho había efectuado la misma comprobación, aunque me lo esperaba, ya que mis consultas desde el trabajo siempre las he realizado en posesión de todas mis facultades. En definitiva, nunca jamás me había interesado por el ámbar gris antes de mi encuentro con Javier.


La policía llegó al cabo de media hora. Sin avisar. No habían vuelto a llamar. Me puse lívida. Mis manos temblaban. Me hubiera venido bien un trago. Lo intenté en el minuto y medio que tardaron desde que se anunciaron a la entrada del edificio hasta que se presentaron ante mi puerta, pero había olvidado rellenar mi petaca y me di cuenta de que no disponía de tiempo suficiente para hacerlo. Decidí intentar mantener la calma; ya me desquitaría luego… ¿Le habría pasado algo al guardia de seguridad del museo? Había oído muchas veces que tras un golpe en la cabeza podían pasar unas horas, o incluso días, en los que aparentemente todo iba bien y que luego los individuos caían fulminados al suelo. Un sudor frío surgió por todos los poros de mi piel. No me preocupaba el segurata, no le conocía, de hecho le maldije en mi interior porque el muy hijoputa podía causarme problemas; sólo me preocupaba correr el riesgo de terminar en la cárcel con restricciones en las provisiones de tabaco y whisky.

—Buenos días ¿Es usted Marisa Sepúlveda? —eran un tipo bajito, regordete y calvo y otro que parecía la antítesis del anterior: alto, escuálido y con el pelo cogido con una coleta. El que preguntaba era el bajito.

—En efecto —respondí, en un tono cordial pero a la vez enérgico. Intentaba parecer serena y natural, no exageradamente dócil. Lo último que hubiera deseado es comportarme como alguien que intenta compensar su culpabilidad con una simpatía sospechosa. Por eso añadí—: Debe haber algo que les preocupa mucho, si se han molestado en venir hasta aquí en lugar de seguir llamando para hablar conmigo.

—Íbamos a venir de todas formas. Somos los detectives Martínez y Canales… —se presentó el primero. “El burro delante p’a que no se espante”, pensé, cuando vi que al pronunciar el segundo nombre señalaba a su compañero, el escuchimizado—… Y, en efecto, se trata de algo muy importante —añadió—: ¿Conoce usted al detective Javier Álvarez?

La tierra pareció abrirse bajo mis pies. El muy capullo había hablado. Probablemente su prestigio aumentaría por haber resuelto tan rápidamente un caso. “Cabrón”.

—No sé —respondí, haciéndome la despistada, por si acaso—. Conozco a un tipo que se llama Javier y que es policía pero no sé su apellido ni si es detective —no mentía del todo, no sabía cómo se llamaba el gilipollas de Javier.

—¿Estuvo anoche con él?

¿Qué sabrían? Era mejor no contradecir lo que hubiera dicho Javier, en la medida de lo posible. Quizá les hubiera contado sólo una parte.

—Estuvimos juntos por la tarde, no por la noche. Una hora como mucho. Serían las ocho cuando nos separamos —volví a mentir ligeramente. Probablemente fueran casi las nueve cuando abandoné la cafetería—. ¿Qué ocurre? ¿Por qué no se lo preguntan a él?

—Anoche le asesinaron —fue la respuesta de Martínez—. Y encima de su mesa del despacho hemos encontrado su nombre junto con este teléfono y el de su domicilio. Pensamos que podría darnos alguna pista.

Me quedé estupefacta. No me hacía falta ni disimular.

—¿Cómo murió? ¿Saben quién le mató?

—Murió de un golpe en la nuca. Alguien le golpeó por la espalda y tratamos de averiguar quién fue. El detective Álvarez estaba encargado de un caso que no parecía muy peligroso. Pero ya se sabe, un detective siempre está expuesto a ciertos riesgos, acumula enemigos caso tras caso. No sabemos por dónde empezar, lo único que sabemos es qué investigaba y que tenía sus teléfonos encima de su mesa.

—No pensarán que yo…

—Pensamos que usted pudo ser la última persona que le vio antes de que le asesinaran… —respondió, para añadir a continuación—:… Aparte de su asesino, claro. ¿Sabe a dónde iba después de verse con usted? ¿Con quién había quedado?

—No.

—¿De qué hablaron? —Era obvio que me contaban entre los sospechosos, si es que no era la única, aunque quisieran evitar decírmelo, probablemente por si se me escapaba algo. En cualquier caso tendrían que probarlo, no me iban a detener por las buenas, aunque tampoco me iban a dejar ir así como así sin que les demostrase que no tenía nada que ver con la muerte de Javier.

Me pregunté si sabrían algo de mi relación con la pieza de ámbar gris. Decidí tantear.

—Oh, de nada en especial —respondí—. De cosas nuestras, entre hombre y mujer. Hace tiempo mantuvimos una relación… ya saben… y de vez en cuando me llama para que nos veamos. A veces me pide consejos sobre asuntos personales. La semana pasada me llamó para que quedáramos ayer —me fijé en sus caras al decir esto. No hicieron ningún gesto que delatara que supieran que Javier me había llamado por el tema del ámbar. Se quedaron callados.

No hicieron más preguntas. Se miraron, el flaco se encogió de hombros, se despidieron y se fueron, disculpándose amablemente y agradeciéndome el tiempo que les había dedicado. Estaba limpia. No me habían reconocido como la mujer de la grabación del museo, aquellos dos quizá ni la habían visto.

Me quedé pensando en la mala suerte del pobre Javier. Era un buen momento para echar ese trago del que me había privado antes de que llegaran los polis.

Y… al lado de la petaca, en el bolso, estaba de nuevo la pieza de ámbar gris.


Aquella tarde me emborraché a base de bien. Había pretendido no hacerlo, para poder mantenerme serena, pero no pude. Cuando llegué a mi casa llevaba conmigo tres botellas de whisky recién compradas. Había tirado la pieza de ámbar en un contenedor de basura de un polígono industrial que había de camino y luego me sentí muy nerviosa. Miento, ya estaba temblando desde que descubrí la pieza en mi bolso. Necesitaba un buen trago.


Martes


A la mañana siguiente, cuando desperté en el suelo al sonar mi despertador, miré instintivamente dentro de mi bolso. Sí, allí estaba el ámbar gris. Me derrumbé.

Intenté recordar qué había hecho. Nada. Había estado durmiendo la mona. Había soñado otra vez con el mar, pero no recordaba bien. El sueño era distinto al de la noche anterior. Me arrojaban atada desde un barco… no… un bote o algo así. Los que me arrojaban estaban vestidos como los indios y cantaban algo que no podía recordar. Pero quien sueña lo hace porque duerme, y el sonambulismo no comprende episodios tan largos como para salir a la calle, montarse en el coche, conducirlo hasta un polígono de las afueras, rebuscar en un contenedor de basuras, volver al coche y regresar a casa para acostarse. No. De ninguna manera. Alguien estaba jugándomela. El viernes por la noche algún capullo había enviado a una chica disfrazada como si fuera yo a robar la pieza de ámbar gris, lastimando al guardia, y luego me la había metido en el bolso mientras yo estaba borracha como una cuba. El domingo por la noche ese tipo había matado a Javier y de algún modo me había vuelto a meter la pieza en el bolso mientras dormía. Eso significaba que me seguía en todo momento y que incluso podía entrar en mi casa. El lunes me habría visto tirar el ámbar en el contenedor, me seguiría y volvería a introducirlo en el bolso durante mi borrachera nocturna. Me sentí insegura, vigilada, mancillada. Cerré la puerta con pestillo y cerrojo, incluso puse esa mierda de cadenita que nunca usaba. Y decidí dejar la pieza de ámbar en casa. No más sorpresas con el puto ámbar gris.

Me serví un whisky y me sentí algo mejor, aunque desconocía el motivo para que alguien me la jugara así. No andaba metida en jaleos. No tenía enemigos. Mi trabajo tenía cierto componente de secreto industrial, pero no tanto como para asesinar por él. Además, si hubiera alguna razón para actuar en mi contra, podrían haberme asesinado fácilmente, no habrían jugado a meter la pieza en mi bolso para desconcertarme. ¿Querría alguien volverme loca? ¿Tal vez no tenía nada que ver con mi pasado y me habían elegido como cabeza de turco para echarme el muerto encima y despistar a la pasma? ¿Para qué? ¿Por qué a mí?

La respuesta llegó sola, dando tumbos, a mi mente: era la presa perfecta, la mitad del tiempo estaba inconsciente y se podía entrar y salir fácilmente de mi casa, incluso follarme de propina; era posible que yo misma les hubiera dado las llaves.


No pensaba salir de casa pero la situación, al parecer, ya no dependía de mí. Desde algún momento de mi pasado reciente no era dueña de mi vida.

Alguien llamó a la puerta. A golpes. Gritaron mi nombre. Eran policías. Varios, muchos. Se identificaron. Cuando abrí entraron pistola en mano, se me echaron encima, me tumbaron boca abajo de forma muy poco cortés y me esposaron con las manos a la espalda, mientras me comunicaban que estaba detenida como presunta autora del asesinato de los detectives Javier Álvarez, Manuel Canales y José Martínez.

—Te vas a divertir de lo lindo, muñequita asesina de policías —susurró a mi oído uno de aquellos tipos, mientras me obligaba a ponerme en pie agarrándome de los pelos—. Vas a pasar tantos años haciendo de putita de alguna cerda inmensa que cuando salgas y hagas una mamada habrás olvidado que las pollas no saben a madera.


A partir de este punto todo se desarrolló vertiginosamente. Al comienzo no podía preocuparme más que de intentar probar mi inocencia. En la sala de interrogatorios expliqué que alguien me estaba tendiendo una trampa, pero todo estaba en mi contra: la pieza de ámbar en mi poder, mis citas con los tres asesinados y mi nombre en sus agendas, la cinta de vídeo de la seguridad del museo… era una sospechosa de libro. Me dijeron que mis huellas digitales estaban por todas partes y que sólo quedaba que los análisis de ADN confirmaran mi culpabilidad. Me encerraron en el calabozo de la comisaría y luego me trasladaron a los sótanos de los juzgados de Plaza de Castilla, en condición de prisión preventiva hasta que me destinasen a otro lugar, en idéntica condición.

Lo peor era que se cumplía lo que me había temido el día anterior: no me daban whisky ni cigarrillos.

Por lo menos me habían puesto en una celda individual. Era una presa especial, por supuesto, una presunta asesina. Estaba segura de que aquello no duraría mucho. Cuando hicieran la prueba del ADN verían que todo era un error, o una trampa. Pero cada vez que venían me decían que habían encontrado algún otro testigo, que estaba lista, que me habían reconocido. Pensé que todo lo que me decían era mentira, que a los asesinos de policías les trataban de aquella forma particular, les iban metiendo el miedo en el cuerpo y se reían de ellos y de su miedo, esperando que se les aflojaran los esfínteres…

A pesar de necesitar como nunca antes un trago y de no haber fumado desde hacía varias horas, me quedé profundamente dormida. Recuerdo que soñé con una selva tropical, y luego tuve una sensación de ahogo, de opresión, de oscuridad total, mezclado con olores fétidos y pestilentes, como de pescado podrido; y en mi sueño, a la vez que sentía todo aquello, me vi a mí misma arrancando de cuajo la puerta de la celda, corriendo y destrozando salvajemente a todo el que se me ponía por delante, mutilando, mordiendo, desgarrando y corriendo, corriendo…


Miércoles


Cuando desperté estaba en el Metro, en los túneles, al lado de las vías. Tenía agarrado algo con fuerza en mi mano derecha. Era el ámbar gris. ¡Tenía la puta pieza de ámbar gris en mi mano y estaba en los subterráneos del Metro! No veía nada pero estaba empapada. Hedía. El olor no era a sudor, ni a orines, ni a excrementos; olía exactamente como el foso de despojos del matadero municipal, como si hubieran destilado todos los aromas de la sección de carnes de Mercamadrid y me hubieran rociado con el licor resultante. Y cuando me acerqué, caminando al lado de las vías, hasta donde vi que había luz, comprendí por qué olía así: estaba empapada de sangre desde el cuello a los tobillos.

Pensé que estaba dormida, que aquello no estaba ocurriendo más que en mi imaginación. Pero no había duda. Estaba despierta, empapada de sangre y en el Metro, en un túnel, con la pieza de ámbar en mi mano derecha. No tenía ropa para cambiarme, ni dinero, ni cigarrillos, ni mi bolso con mi petaca. No podía volver a mi casa, tendría a toda la puta colección de cuerpos de seguridad del estado buscándome y seguramente habrían dado órdenes de meterme un tiro entre ceja y ceja en cuanto asomase la cabeza. Esta vez no preguntarían.

Y yo no sabía por qué, ni de quién era aquella sangre, ni qué había ocurrido por las noches mientras dormía desde hacía tres días, ni qué coño tenía todo aquello que ver con el ámbar gris. Lo único que sabía era que estaba jodida, realmente jodida, que no podía salir de allí con aquel aspecto y que necesitaba mis cigarrillos y un buen trago.

Me metí la pieza de ámbar en uno de mis bolsillos —por suerte me apresaron completamente vestida, con camisa y pantalones, y no me obligaron a cambiarme de ropa, por lo que disponía de bolsillos—, anduve por el túnel hasta un lugar que no estuviera a la vista de los convoyes del metro y me eché allí. La fortuna, si aún se podía llamar así a algo de lo que se cruzara con mi existencia desde hacía varios días, había querido que aún no hubieran empezado a circular los trenes; debía de ser muy temprano, antes de las seis de la mañana, y no pasó ninguno a mi lado mientras caminaba. No podía salir de día. Intentaría salir por la noche y conseguir algo de ropa antes de largarme de Madrid, e incluso de España y de la Unión Europea si fuera preciso, hasta que todo se hubiera resuelto.


La verdad es que de momento no he salido ni tan siquiera de Madrid. Ya he dicho que había dejado de ser dueña de mi destino, aunque aún no les pueda decir por qué.


Me mantuve despierta muchas horas, nunca sabré cuántas pero debió pasar la mayor parte del día antes de que cayera profundamente dormida, agotada de cansancio, pensando en cómo había vuelto a mi poder el ámbar gris y la relación que podía tener aquello con la sangre que cubría todo mi cuerpo. No era mi intención dormirme pero no pude evitarlo. Así que la noche me sorprendió durmiendo en mi escondite.


Jueves


Recuerdo que soñé más intensamente que las noches anteriores. Estaba en la selva, rodeada de indios que me gritaban algo que no podía entender. Luego recuerdo caer al mar, atada de pies y manos, desde una… una canoa, y que sentía que me ahogaba a medida que descendía a las profundidades. Pero no moría. Recuerdo que arrancaba una puerta metálica como si fuera de papel, pero… eso era en Madrid, en el Metro. Luego, las profundidades otra vez, un gran ojo que se me acercaba y luego una gran oscuridad. Y la opresión y el hedor de la noche anterior. Más tarde observaba mi propia imagen, reflejada en un escaparate que estaba iluminado por una farola. Era yo pero estaba irreconocible. Mi cara estaba surcada por unas extrañas arrugas. Mi cabello se había aclarado hasta parecer casi rubio y mi piel… parecía la de un camaleón. Y, sin embargo, era yo.

Aquel pensamiento se mezclaba con otra imagen mía, de antes de que comenzara mi pesadilla de varios días, en la que me veía desde detrás de un cristal caminando por una galería que conocía muy bien. La había visto en persona y luego en un vídeo.


Cuando desperté estaba en la calle, vestida con ropas que no eran precisamente de mi gusto pero que estaban limpias, lo mismo que mi piel. En mi bolsillo encontré, además de la consabida pieza de ámbar gris, un fajo de billetes de cincuenta euros. Estaba en la calle Atocha y todo a mi alrededor parecía normal: el ruidoso Madrid de siempre. Me arreglé un poco en los lavabos de un bar. Mi aspecto era un desastre: el pelo revuelto y la cara como si hubiera pasado una semana sin dormir. Luego entré en un sex-shop y estuve allí más de una hora, haciendo como que miraba los artículos que tenían expuestos en el interior.

Después me dirigí a la Gran Vía, donde estudié los horarios de los pases de las películas. Vi una tras otra, procurando pasar el tiempo entre las sesiones en lugares poco iluminados, como locales de copas y similares. Así transcurrió el día para mí. En todo momento procuré evitar cualquier local que tuviera el televisor encendido, y mirar fijamente a nadie —algo que anteriormente había convertido en una costumbre descarada—, por si daban alguna noticia y alguien reconocía mi rostro. Pero en el estado en el que me encontraba la verdad es que dudo que alguien pudiera reconocerme. Compré un periódico para ver si decían algo de mí. Efectivamente, había una foto mía y tenía a toda la policía a mis talones buscándome como asesina; no decían qué había hecho exactamente aunque me habían atribuido el dudoso honor de ‘asesina en serie de policías’. En realidad quería saber qué había hecho la noche anterior, de quién era toda aquella sangre, pero seguramente no darán una nota informativa de prensa hasta que me hayan capturado. Bastante mala imagen habían dado hasta el momento: al menos tres policías muertos y yo me había escapado de sus calabozos.


Eso fue ayer.


Viernes


Esta noche ha sido diferente, muy diferente. Me quedé dormida durante la última sesión de cine —una película que ni recuerdo, escogida al azar por su horario y no por su contenido—. Al despertar, de nuevo ensangrentada, ya sabía lo que había ocurrido. Hoy conozco todos los hechos y estoy aterrorizada. Sé exactamente cuál es la relación entre la pieza de ámbar gris y mi estado actual. He recobrado la memoria sobre todo lo acaecido durante las noches, mientras dormía, y sé que esta última he vuelto a matar. Y que lo haré noche tras noche, a no ser que uno de ustedes me ayude.


Ésa es la razón por la que les escribo. Ahora mismo estoy en un ‘ciber’. He escrito mi historia y he seleccionado cuidadosamente a los destinatarios. He enviado los mensajes por separado, para que no sepan quién más lo ha recibido y también para que no se pongan en contacto entre ustedes. Tal vez nadie acuda a mi llamada pero les aseguro que lo que les he relatado es cierto. He sido minuciosa con los pormenores de mi forma de ser, no he tratado de mostrarme como no soy, he dejado entrever mi yo y he dado testimonio de mi verdad más absoluta. Podrán comprobar, a través de la prensa, que, si bien la policía no da los detalles, sí que andan buscando a una mujer con mis características. Les pido que no traten de ponerse en contacto con ellos y engañarme porque no me dejaré capturar, y no respondo de las consecuencias.

No queda mucho tiempo. Cada vez será peor. Cuantas más noches transcurran hasta que alguien acuda a mi llamada con la intención de ayudarme, más muertes habrá. Hago responsables a todos y cada uno de ustedes de los crímenes que cometa desde este instante, tanto como lo soy yo misma.


Les ruego que sean discretos. No den nombres. Pónganse en contacto conmigo escribiendo a esta misma cuenta, se lo suplico, y libérenme de esta maldición. El primero que me responda conocerá el resto de mi historia.


***


Así terminaba el relato. Cuando lo recibí lo leí en diagonal y no le concedí importancia. “Una broma por Internet”. Pero mientras tomaba un café a media mañana, en la TV de la cafetería escuché una noticia que me produjo un gran estupor: la policía andaba buscando a una mujer. Sólo decían que era una peligrosa asesina, inteligente, fría y atractiva, carente de escrúpulos y dotada de unas habilidades extraordinarias para la lucha cuerpo a cuerpo. Mostraron una foto y no dieron su nombre ni explicaron exactamente el número de muertes que había provocado ni su modus operandi —era necesario mantener esa información en secreto, aducían, para no interferir con la labor de búsqueda—. Los periodistas se dedicaron a criticar la falta de información que habían obtenido a través del departamento de prensa de las autoridades en lugar de centrarse en la noticia, pero para mí fue suficiente.

Mi primera intención fue la de ponerme en contacto con la policía pero no pude evitar releer antes el relato detenidamente, por curiosidad. Dos veces. Despacio. La segunda vez intenté, más por deformación profesional que siguiendo el ruego de su autora —soy psiquiatra—  centrarme en las características psicológicas de aquella mujer. Sin duda no mentía, aunque era una psicótica con un trastorno bipolar: estaba convencida de tener diferentes identidades de día y de noche y no recordaba lo que hacía la segunda de sus personalidades. Sin embargo, había dado tantos detalles sobre lo que había hecho su personalidad diurna que no parecía alguien que huyera de la policía ni que tratara de esconderse. Todo lo contrario: sabía de antemano que la mayoría de quienes recibieran su petición de ayuda la habrían desestimado o habrían llamado a la policía. Ningún fugitivo intentaría enviar a varios —¿cuántos?— desconocidos una petición de ayuda intentando ponerse en contacto con ellos. Aquella mujer, sin duda, temía más a lo que le atormentaba que a ser apresada por la justicia.


¿Por qué no contestarla? Seguramente algún otro destinatario ya habría alertado a la policía. ¿Por qué había sido yo uno de los elegidos para recibir su confesión? No soy ningún héroe altruista, no era mi intención ayudar, pero en aquel momento sentí un gran deseo de saber más, de tratar con aquella paciente involuntaria, de actuar por mi cuenta. Muchas de las cosas que ella relataba de sí misma podría haberlas escrito yo en primera persona hace un año. Sé lo que es ser consciente de la propia autodestrucción y tener pena de sí mismo.

Antes de darme cuenta, había contestado a su mensaje.

Aún no habían transcurrido ni dos horas cuando ella respondió: la cita sería en el Parque del Retiro a las seis de la tarde, frente al recinto del Florida Park —un lugar frecuentado por niños a aquella hora. Quería, sin duda, estar segura de que no se organizaría una redada: nadie dispararía allí y ningún policía expondría a ningún niño a servir de rehén en caso de jaleo. Además podría comprobar que no ocurría nada anormal: si no había niños, o si los había pero en cantidades menores a las habituales, se iría y las muertes continuarían.

Acepté.


Llegué diez minutos antes de la hora. Fui solo. Me dejé ver. No sabía si ella me conocía físicamente pero me pareció adecuado. Ella no estaba allí. Transcurrieron varios minutos y pasó la hora de la cita. A las seis y diez comencé a impacientarme, a y media estaba convencido de que me la habían metido doblada y me dispuse a largarme de allí.

No había llegado aún a la puerta más cercana del parque cuando escuché su voz, detrás de mí:

—Tenía que asegurarme de que había venido solo. No, no se vuelva aún. Siga caminando. Daremos un paseo. —Y añadió—: Y gracias por venir.

Se colocó a mi altura, caminando a mi lado. Era muy atractiva, ciertamente, pero se encontraba en un estado de absoluto agotamiento y la ropa no parecía quedarle del todo bien. Podría ser por haberla elegido precipitadamente o para no llamar la atención… o tal vez para que su personaje fuera más creíble en el caso de que hubiera mentido.

—Bien, satisfaga por completo mi curiosidad —tenía que estar seguro—. Dígame, Marisa, ¿quién la envía y cuánto le han pagado para gastarme la broma? ¿Han sido mis amigos? Le pagaré el doble si me dice quién…

—Todo lo que escribí era cierto —contestó, tajante. Se lo esperaba—. Necesito ayuda. Pero antes debo asegurarme de que no me equivoco con usted —Y acto seguido, sin pausa, añadió—: ¿Por qué intentó suicidarse?

Me quedé helado.

—No sé de dónde ha obtenido esa información pero en cualquier caso no es de su incumbencia.

—Luego es cierto, usted intentó suicidarse alguna vez en el pasado —continuó, como si tal cosa—. Con eso me basta. Se arrepintió. Fracasó. Fue un puto cobarde incapaz de terminar…

—¡Nadie le ha pedido su opinión! ¡Estoy aquí respondiendo a su mensaje, en el que suplicaba ayuda! —grité. Ella tenía razón, intenté suicidarme hace once meses, pero no estaba dispuesto a hablar de aquello con una desconocida, y menos en mitad de la calle.

—Obtuve su correo de una lista de tratamientos de grupo para suicidas— respondió, tranquila, mientras encendía un cigarrillo, tras lo cual añadió—: Es todo lo que sé de usted. Eso y que ha venido es todo lo que necesito saber. Ahora le pagaré lo que le prometí:


Y comenzó a contarme su historia. Yo escuchaba atentamente mientras caminábamos. A aquellas alturas mi curiosidad sobrepasaba con creces a mis intenciones de ayudar en su extraña psicosis a aquella indeseable.

—Esta noche he sabido, al fin, qué me ha estado ocurriendo. Nadie me lo ha contado y tampoco he deducido yo misma qué extraños acontecimientos han conducido mi vida hasta esta especie de horror en el que me encuentro inmersa. Cuando me dormí en el cine, los sueños fueron mucho más vívidos. Ya no soñaba, recordaba. Mi ser se había fundido completamente con otro que me dominaba cada vez que se hacía de noche. Pero será mejor que empiece a contarle la historia de ese otro ser.

»Hace… en realidad no sé cuánto, pero mucho, ¿mil años? Fue antes de que los españoles llegáramos a América, eso seguro. En la costa de alguna región entre lo que hoy son Perú y Ecuador habitaba una tribu de pescadores. En algunas ocasiones algunos de sus miembros viajaban tierra adentro, hacia la selva y las montañas, para comerciar con sal. En una de estas incursiones se encontraron a un viajero procedente de algún remoto lugar. Aquel viajero, que fue recibido y acogido entre ellos; aseguraba ser un poderoso brujo que había hallado la clave de un secreto: la transmigración de su alma.

—Eh, espera. Esto me huele a tomadura de pelo y por ahí no voy a pasar —protesté.

—Aseguraba —continuó ella, haciendo caso omiso a mi advertencia— poder traspasar su espíritu a otro cuerpo y gobernarlo a su antojo siempre que fuera de noche. La posesión iba acompañada de la expresión y materialización de sus peores instintos y perversiones. Y no sólo eso, también de la de los individuos poseídos, pues en cada posesión arrebataba y añadía a su ser el componente maligno del individuo cuyo cuerpo ocupaba. Durante la noche el poder del cuerpo poseído era tal que sólo podía compararse a su fealdad. Podríamos describirlo como un cúmulo de energía perversa que se somatizaba en la víctima. Aquel individuo estaba tan seguro de su invulnerabilidad y de su poder que no ponía reparos en anunciar su capacidad y luego demostrarla ampliando su historial de terror. ¿Qué beneficio, qué placer supondría cometer atrocidades, si su superioridad sobre los demás no se ponía de manifiesto? ¿Qué mayor dicha podía existir para alguien como él, que comprobar los efectos de sus actos en aquellos individuos que, aun puestos sobre aviso, no podían sino comprender demasiado tarde su propia desgracia?

»No le creyeron, a pesar de ser gente muy supersticiosa. Pero al poco tiempo comenzaron a ocurrir unos sucesos terribles, vivo reflejo de lo anunciado por el brujo: por las mañanas aparecían cadáveres mutilados, se revelaban destrozos, violaciones, y los supervivientes relataban que habían visto a un ser espantoso, extremadamente fuerte, que tras atacar de forma salvaje huía saltando por las ramas de los árboles. Los escasos testigos que pudieron vivir para contarlo aseguraban que era en parte humano, pero algunos le atribuían rasgos de reptil, mientras que otros no dudaban en definirle como anfibio; una aberración obscena que tan sólo debería habitar en historias que se cuentan a la luz de una hoguera.

»Los individuos más influyentes de aquella comunidad se reunieron con discreción y decidieron acabar con el extranjero de día, cuando tan sólo era una persona como cualquier otra. Y sí, le apresaron, pero él sonreía y les amenazaba: si le mataban y dejaban libre su alma, en cuanto cayera la noche poseería al cuerpo que más le gustara. El hechicero de la tribu, hombre cauto y reflexivo, les hizo desistir de la idea de matar al brujo en sacrificio, como proponían. Para aplacar y convencer a aquellos hombres enfurecidos, dijo que sacrificar al extranjero sin permitir que su dios interviniera les acarrearía grandes calamidades. Su dios era una criatura que habitaba en las profundidades del océano, que de tanto en tanto se aproximaba a la ensenada y atacaba a los botes de los pescadores.

»Así pues, esa misma mañana los hombres más influyentes de la aldea, entre los que se contaba el hechicero, cargaron en una canoa al brujo extranjero y se dirigieron al exterior de la ensenada, donde le arrojaron atado a un lastre de gruesas piedras para que se hundiera rápidamente. De este modo, cuando falleciera, su alma, que debería permanecer junto a su cuerpo hasta que llegara la noche, por mucho que vagara no encontraría más que seres de las profundidades a los que poseer y su dios acabaría tarde o temprano con aquella aberración.

»Aquí termina la parte de la historia en lo que concierne a aquella gente, que, sin duda, debió sentirse muy aliviada desde que la primera noche transcurriera sin que les afectara ninguna nueva calamidad.

—¿Podemos sentarnos a tomar algo? —pregunté. No creía ni una palabra de todo lo que Marisa me estaba contando pero he de reconocer que aquella historia me había cautivado—. Y ya, de paso, me cuentas qué coño tiene que ver todo esto contigo, con el ámbar gris, y, sobre todo, conmigo.

—Como quieras —respondió.



Ilustración: Héctor Chinchayán Paredes

En la otra acera había un pub. Entramos en él. Tras haber pedido (ella un whisky y yo un café), continuó su relato.

—Aquella gente no estaba del todo equivocada. El brujo se hundió hasta el fondo, después de sentir cómo la presión le reventaba los tímpanos. El muy cabrón la había palmado antes de haberse hundido ni cien metros. Su esencia vital, compuesta por su propia alma junto con el cóctel de maldad heredado del alma de todos los cuerpos que había ocupado, permaneció allí, a la espera de que se acercara algún ser lo suficientemente dotado de voluntad como para que le pudiera servir de vehículo. Con lo que no podía contar era con que el dios de aquella gente anduviera por allí, merodeando, aquellos días. Era un calamar gigante que extendió sus tentáculos y devoró hasta el último pedazo de aquel cuerpo aplastado por la presión. Y al hacerlo fue poseído por el espíritu del brujo, pues ya había caído la noche.

»El brujo, en su forma de calamar, abandonó su lugar cerca del fondo marino para acercarse a la ensenada, hasta la costa, con objeto de retornar cerca de algún ser humano. Pero no llegó muy lejos. Un enorme ser le embistió de costado. Aunque el brujo trató de presentar feroz batalla, fue devorado. El cachalote, que andaba varios días tras la pista de su manjar favorito, había saciado su apetito.

»El brujo había evitado relatar algunas de sus debilidades a la tribu. Entre ellas, que no podía realizar dos transmigraciones seguidas. Después de una posesión podía retornar a su cuerpo esa misma noche. Pero es que su cuerpo, tanto si nos referimos al humano como al del calamar, habían sido destruidos. Así que tuvo que esperar hasta la noche siguiente en el interior del cachalote para poseerle.

»Lo que no podía prever aquel perverso y maligno cóctel de podredumbre perversa era que tal cosa nunca sería posible. Lo que son las cosas, puñetera y jodida casualidad: sin haberle poseído, se encontraba en el interior del único ser que poseía el antídoto perfecto para él como representación del mal en su forma esencial. Para evitar perforaciones causadas por materiales como el pico de loro de los calamares, el aparato digestivo los cachalotes segrega…

—Parece que entra en escena ámbar gris —interrumpí, divertido, antes de dar un sorbo a mi café.

—En efecto —y diciendo esto puso la pieza sobre la mesa, permitiéndome que la observara—. Eso que tienes en las manos está compuesto por una mezcla jodidamente curiosa de materiales que, al igual que retiene las esencias volátiles de los perfumes (y no me preguntes por qué, porque es que no tengo ni puta idea), es muy eficaz para absorber lo que he venido llamado ‘esencia vital’. A medida que el cachalote segregaba esta mierda el brujo se fue viendo impotente para salir de allí y poseer al gigantesco animal, que, ajeno a la batalla que se desarrollaba en su interior, continuó su vida como si tal cosa.

»Al cabo del tiempo expulsó la bola de ámbar gris que había formado. Ésta emergió y flotó, siendo llevada por la corriente hasta que llegó a alguna costa. Años después alguien la encontró. Y al cabo de los siglos, tampoco me preguntes cómo, apareció en la vitrina del Museo de Ciencias Naturales.

—Y tú la recogiste —añadí—. Pero no entiendo por qué. Ni por qué el espíritu pudo salir hacia ti y poseerte —dije esto por seguirle la corriente, pues no creía ni una palabra del asunto de las posesiones, por supuesto. Sin embargo quería saber hasta qué punto podía aquella mente enferma desarrollar una historia coherente y sin lagunas argumentales.

—El espíritu, o mejor dicho, la esencia maligna del brujo y de los anteriores individuos poseídos por él, no podía escapar de la pieza de ámbar gris para poseer a otra persona, tal y como había hecho antes de su desgracia. Pero el muy cabrón se dio cuenta de que podía desprenderse de su prisión en pequeñas porciones. La primera porción era demasiado pequeña, incapaz por sí misma de poseer por completo a una persona. Tan sólo podía poseer parcialmente a alguien sin mucho apego por su propio ser, y para hacerlo tenía que estar lo suficientemente cerca.

»Cuando en la mañana del viernes visité el museo para hablar con una colega, pasé cerca de la vitrina donde acechaba el ser maligno en su prisión de ámbar. En seguida, detectó a alguien fácil de poseer. Su espera de años en el museo, y de siglos antes de ir a parar a éste, había concluido. Me poseyó parcialmente. Podríamos decir que consiguió que esa noche, creyendo que dormía, robara la pieza. Y después no ha permitido que me separara de ella, haciéndome regresar hasta donde quiera que estuviese, para que noche tras noche una porción de su ser pudiera incorporarse al mío propio hasta poseerme por completo. Es por eso por lo que yo creía que soñaba con el mar, con indios que me arrojaban a él, con monstruos de las profundidades, aromas pestilentes, sensación de opresión… en realidad en mi relato no lo conté todo, iba recordando muchas más cosas. De todas formas, hasta esta última noche, cuando me ha poseído por completo, cuando hasta su última porción ha escapado del trozo de ámbar, no he podido recordar toda la historia como si fuera él. Mi yo verdadero, el que te habla ahora durante el día, posee esos recuerdos. Los he incorporado. Aunque el mal no se somatice durante el día, comparto los recuerdos. Y ahora que ya me ha poseído, cuando ha vuelto a reunificar todo su poder, es cuando más peligroso resulta, ya que puede volver a pasar de una persona a otra. Y va a incorporar lo peor de mí.


Marisa se detuvo para encenderse otro cigarrillo. También pidió otro whisky, mientras me observaba; parecía complacida porque la hubiera escuchado hasta el final. No la creí pero estaba impresionado por su frialdad. Aparte de tratarse de una esquizoide muy grave con toda probabilidad también era una psicópata; un caso digno de estudio. Pensé que sería una pena que la condenaran sin ofrecer a alguien la oportunidad de tratarla, y las instalaciones penitenciarias no se caracterizaban por su eficacia en la rehabilitación de este tipo de enfermos. Lo más probable era que la machacasen entre los tratamientos y el maltrato de las demás presas.

—Bueno —le dije—, ya me has contado tu historia y la relación de todo con el ámbar gris. Ahora dime en qué modo puedo ayudarte, y por qué yo.

—Ya me has ayudado —sentenció, sonriendo de medio lado—. Has sido elegido para ser el próximo recipiente de la encarnación del engendro que me posee. Yo quedaré libre, huiré y me instalaré en otra parte, con otro nombre, e intentaré rehacer mi vida, si no termino antes con mi hígado y mis pulmones o si algún cabrón no me apuñala para robarme el bolso o arrancarme las bragas cuando no pueda distinguir entre un black label y un garrafón.

»Verás —se inclinó sobre la mesa al decir esto, como adoptando un tono confidencial—, hay otro secreto: el componente más perverso de una persona debe manifestarse para que el brujo pueda arrebatarlo al migrar de un soporte orgánico a otro. Y desde que el brujo me ocupó aún no he exhibido ese componente. He tenido la suerte de ser capaz de elegir cómo hacerlo. No todos pueden, a muchos se les escapa y el brujo se lo arrebata sin más. En mi caso, elijo transmitir la peor de las calamidades a quien yo escoja. Y escojo a quien más detesto. Sólo puse un filtro: el próximo debía ser alguien que, habiéndome juzgado ética y moralmente, hubiera decidido actuar no por ayudarme sino por corregirme y así sentirse bien consigo mismo. ¿Y quién mejor que alguien que en su día fue incapaz de resolver sus problemas, decidió acabar con su vida, no lo hizo y desde entonces trata de actuar como buen samaritano cuando en realidad lo que pretende en lo más profundo de su ser es reparar en otros sus propios errores? Del mismo modo que yo soy lo que más detestas, tú representas lo que más desprecio yo.

»Ya es demasiado tarde para ti. Quizá siempre lo fue. Nunca debiste responder a mi correo.

Hasta ahí podíamos llegar. Le dije que no la había creído, que sólo trataba de ayudarla de un modo profesional y que lo mejor era que se entregara y se pusiera en manos de especialistas, que yo intentaría alegar en su favor. Incluso en el peor de los casos no pasaría más de doce años entre rejas. La mitad, si se portaba bien. Pero si no me hacía caso, algún policía con ganas de venganza iba a ganarse una medalla.

—Me importa una mierda lo que creas —replicó, levantándose—. Ya conoces la historia. Ni siquiera trataba de retenerte hasta que llegara la noche. Contártela sólo ha sido un detalle por mi parte, por la putada que te he hecho. Podía habértelo agradecido de otra forma, pero siento que necesitaba contártelo ante todo. Ya te dije que lo mejor del mal es recrearse de antemano, avisar. Tú mismo podrás comprobarlo dentro de un rato. Para entonces prefiero estar cuanto más lejos mejor, sé de qué hablo. Esta noche pasada he visto lo que ocurre. Abur —se despidió y se fue, dejando un puñado de billetes arrugados sobre la mesa.


No traté de detenerla. No quería mi ayuda, intentaría ponerme en contacto con la policía e interceder por ella; era todo lo que podía hacer, pensé.


* * *


Sé que ustedes no me van a creer, que lo del ámbar, el calamar gigante, el cachalote, las posesiones… suena increíble, pero debo intentarlo. Si tan sólo consiguiera que se publicase esta historia… Es necesario que alguien la recuerde cuando lea los titulares de los periódicos durante los próximos días.

No me voy a extender con detalles morbosos, no dispongo de palabras, ni de tiempo, para alargar este texto, pero no quiero que nadie tenga que ver lo que yo presencié unas horas después de irse Marisa de mi lado. Nadie debería jamás verse a sí mismo cometer tales atrocidades.

He intentado encontrar una solución. Sencillamente, no la hay. El ente maligno que habita en mí y que se expresa de noche quedará libre tanto si desea cambiar de alojamiento como si me suicido. Y las probabilidades de ser tragado por un calamar y a continuación por un cachalote son infinitamente pequeñas, ridículas.


No soy como Marisa. Ahora que lo pienso…, sí que nos avisó, nos advirtió bien claro de que le daba igual todo. Tiene gracia. Pero yo no puedo. No quiero elegir, como ella hizo, una persona con un perfil que yo deteste para asignarle este mal. Sólo la elegiría a ella de nuevo, pero dudo mucho que la encuentre.


No. Voy a acabar con mi vida. No puedo vivir con esto durante más tiempo. Sólo espero que lo lea cuanta más gente mejor y que estén prevenidos: fíjense en las noticias, y si en su entorno se cometieran asesinatos en serie o en masa, abandonen la ciudad. El mal puede provenir de nuestro interior. Del de cualquiera. Nadie está a salvo.


Federico Guillermo Witt Sousa (Madrid, España, 1967) es doctor en Biología y ha dedicado quince años al estudio del metabolismo fotosintético de las algas de agua dulce, repartiendo sus actividades entre el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, en España, y la Universidad de Darmstadt, en Alemania. Tras vivir en Madrid y Heidelberg, desde 2005, año en que nació su hija, ha fijado su residencia en Córdoba (España). Habiendo publicado hasta ahora numerosos artículos en revistas científicas en inglés y siendo coautor de una patente internacional, en 2006 ha comenzado a dejar volar un poco su imaginación y se ha introducido de forma activa en el mundo de la ciencia ficción, con actividades como la escritura de relatos y la administración de un portal en internet dedicado al género.
     Ámbar Gris es el primer cuento que le publicamos, pero seguramente no será el último.


Este cuento se vincula temáticamente con "1807", de Alejandro Alonso (112) y "Muñecas rusas", de Sergio Gaut vel Hartman (129).


Axxón 176 - agosto de 2007
Cuento de autor europeo (Cuentos : Fantasía : Posesiones : Monstruos : España : Español).