|
|
RÍO CHICOHéctor Horacio Otero |
|
"Ésta es la exposición de las investigaciones de Heródoto de Halicarnaso,
para que no se desvanezcan con el tiempo los hechos de los hombres..."
Historia, Libro Primero.
En esa época, un metro no era siquiera equivalente a la longitud de la trayectoria recorrida por la luz en el vacío en un lapso de 1/299.792.458 segundos. A decir verdad, un metro era aún 1.650.763,73 veces la longitud de onda de la línea espectral rojo-anaranjada en el vacío de la radiación del isótopo 86 del átomo de kriptón (transición entre los niveles 2p10 y 5d5). Si bien la incertidumbre de su realización era irrelevante para el funcionamiento del visor espacio-temporal (4 nm), el historiador no pudo evitar reflexionar al respecto mientras ingresaba datos en el panel. Este anciano, para quien un metro jamás serían sólo cien centímetros, por fin había logrado obtener la clara imagen de una mujer dormida, cuyo sueño consistía en una vorágine de sonidos y colores fluorescentes.
Ella oía una sucesión irregular de golpes, chirridos y otros ruidos; todo esto superpuesto a una multitud de gritos y agitadas discusiones en voz alta. Veía destellos calidoscópicos que se arremolinaban y tomaban poco a poco la forma de un flujo tornasolado escurriéndose por un desagüe. Para su sorpresa, cuando sus párpados se abrieron, poco cambió para Chochi. Se sentía muy confusa esa madrugada, en especial cuando notó que el volumen del escándalo en vez de desaparecer había aumentado; muy posiblemente me encuentro dormida, pensó para tranquilizarse. Sin embargo, al extender la mano vacilante hacia el interruptor de la lámpara de la mesita de luz y accionarlo, ésta se encendió al instante. Algo mareada, intentó sentarse en el borde de la cama, pero sus pies desnudos, en vez de percibir la fría madera del piso del dormitorio, se sumergieron en líquido. Bajó la vista hacia el agua amarronada, que tenía una profundidad de cinco centímetros y casi cubría el zócalo.
Aunque ella no lo sabía, la mezcla estaba compuesta por petróleo, cloro, gas metano, plomo, cromo, cadmio, tolueno, zinc, níquel, azufre y vertidos cloacales, entre otros ingredientes; una sopa inmunda en la cual las bacterias anaeróbicas vivían a gusto. Tan a su entera satisfacción se habían desarrollado que bastó, para insuflarles vida, que la sudestada azotara una vez más la ciudad e hiciera precipitar sobre esta putrefacta y oleosa película los humores atrabiliarios que la cubrían como una sombra siniestra.
Al viejo historiador le había costado horrores obtener el uso del costoso aparato por una semana. Presenciar siete días del pasado insumía, por supuesto, ese mismo lapso. La demanda de turnos era inmensa y pocas veces satisfecha. Pero él había podido presionar a las personas correctas apelando a argumentos irrefutables. Las drogas supresoras de sueño podían mantener activo a alguien sano durante ese período sin demasiadas consecuencias. Pero en su decrepitud se trataba, obviamente, de un suicidio. Y sus antiguos alumnos, que ya entonces ocupaban espacios de poder, le debían demasiado para negarse a un último pedido.
Morosamente, su sillón flotante se alejó de la máquina. El historiador sonrió y sus manos temblorosas y manchadas, de dedos largos y finos y piel translúcida, comenzaron a garabatear hacia su lado izquierdo sucesivos compases en el aire. Una ópera no menos conocida por ser ejecutada con nuevos instrumentos. Una partitura propia de un oficio ejercido por décadas, con amor y dedicación, con sabiduría e intuición. Y la obertura era la consulta de las fuentes primarias y entre ellas las principales: los diarios.
Mientras frente a él se sucedían como en un largometraje las escenas de la catástrofe, a su lado comenzaron a proyectarse las noticias publicadas el miércoles once de octubre: Inundación; trece desaparecidos, daños incalculables. Tragedia; 9 muertos, 25.000 evacuados. Caos; 20.000 teléfonos afectados, 4.000 totalmente incomunicados, extendidos cortes de electricidad. Los auxilios son centralizados por la Dirección de Defensa Antiaérea Pasiva. La Cruz Roja también reclama ayuda. Se solicitan canoas, balsas, frazadas, medicamentos, alimentos. Los no evacuados sobreviven en los techos, se destaca la solidaridad entre vecinos. Los meteorólogos explican: "Dos grandes centros, ciclónico y anticiclónico han creado una línea de choque sobre la provincia. En los últimos 18 días hubo 13 de lluvia, la mitad del total acumulado ha caído en los últimos 3 días". "La luna que entra con agua, con agua sigue, se escucha decir por su parte a la gente".
Sus manos se inmovilizaron y los titulares dejaron de aparecer. Todo se detuvo. Estaba completamente extenuado, satisfecho de haber comenzado una tarea que sabía sería superior a sus fuerzas, encarada con el trillado objetivo de aportar algo nuevo a la ciencia social pero con una motivación real mucho más íntima. Curioso, fijó entonces su vista en la mujer.
Chochi se dio vuelta hacia donde su marido roncaba con fervor.
Pepe, Pepe, se inunda la casa comenzó a repetir sin cesar.
¿Qué pasa, mujer, qué pasa?, tanto alboroto se quejó él al incorporarse con sus ojos enrojecidos, casi cerrados por sus pestañas cubiertas de lagañas.
Se las quitó, frotándoselas con la base de las palmas de las manos, antes de mojar sus propios pies. Descalzo y con la camiseta de frisa, sólo atinó a colocarse el holgado pantalón gris que tenía cerca, planchado y doblado sobre una silla, que había preparado para salir a trabajar al día siguiente; triple jornada: maestranza en un local de venta de rulemanes a primera hora, mozo de pizzería al finalizar el día, chofer de taxi en medio.
Decidió elevar la altura de los muebles colocando maderas y ladrillos bajo sus patas.
El nivel del agua había alcanzado diez centímetros y seguía subiendo, mientras Pepe se empeñaba en apilar muebles y artefactos sobre la mesa del comedor. Al alcanzar los veinticinco centímetros la situación se hizo insostenible, y le pidió a su mujer que despertara a los dos hijos, uno de nueve años y otro de once meses, y que subiera a la terraza con ellos y todos los documentos y cosas que pudiera llevar. Mientras tanto, colocó recostadas sobre una mesada la cocina y la heladera, a la cual ya se le había quemado el motor.
En cuestión de minutos el líquido llegó a un metro de altura. Para ese entonces ya estaban todos refugiados en la precaria casilla de madera que oficiaba de depósito de chucherías, escaleras arriba.
Se les había sumado el vecino del fondo del pasillo; su nombre era Jorge y vivía solo, en una prefabricada con techo a dos aguas. El gigantón rubio apenas había podido rescatar de las aguas su pequeña radio, pendiente de una noticia que se resistía a creer.
Un par de horas después, al amanecer, el panorama era desolador. Los que no tenían terraza y no se habían podido escapar estaban sobre los techos de chapa. Los que sí la tenían conversaban en voz alta de una casa a la otra. Los frentistas veían desde lo alto al torrente color de león surcando sus calles. Los camiones provocaban olas al pasar, hasta que dejaron de hacerlo.
Nadie podía creer lo que estaba sucediendo. No sabían cuánto tiempo iba a durar la situación y la mayoría no contaba ni con agua potable ni con comida.
¿Qué le pasaba al río? ¿Por qué atacaba a quienes se creían a salvo de esta posibilidad, a quienes creían que estas cosas siempre pasan a los otros?
Esa misma noche, a corta distancia de allí, la corporización del río se desarrollaba en forma lenta pero irrefrenable. El monstruo surgió de nuevo de las aguas con desperdiciada teatralidad. El temporal había arrasado con las casuchas precariamente construidas sobre sus orillas. Los habitantes de esos ranchos eran sus víctimas habituales, las que no tienen voz, las que la sociedad ignora. Las madres contaban a sus hijos cada noche las historias sobre el hambre del río, sobre cómo éste cobraba siempre su tributo, implacable. Los niños abrían sus ojos a más no poder y luego sufrían horribles pesadillas. Sabían que no debían acercarse a él. Pero esta vez la urbe entera estaba a su merced. No necesitaría esperar a que alguien cayera en sus garras, podría ir a buscar a su presa.
Un joven enjuto y moreno caminaba contra la corriente, con el agua que le llegaba a la cintura. Desconocía el destino de sus padres, que vivían a tan sólo dos cuadras de su casa. Nadie más se iba a ocupar de ellos, no tenía otra elección que desafiar la crecida.
Apoyaba una mano sobre el paredón de la antigua fábrica de frazadas, intentando avanzar. De repente, comenzó a percibir una presencia. Alguien o algo que lo observaba en la oscuridad. Estaba exhausto por el esfuerzo; sin embargo, algo más lo apesadumbraba. Una especie de tristeza profunda que invadía su alma.
Sus piernas luchaban contra algo mucho más poderoso que el agua. Sus pies se hicieron pesados, su avance casi imposible. Cubierto de sudor, sintió ganas de vomitar. Una mezcla de sangre, flema y bilis en sus venas, que bullía sin cesar.
Giró su cabeza, pero siguió sin ver nada.
Estaba aterrorizado, sabía que lo seguían. Podía jurar que una respiración se agitaba sobre su nuca. La opresión en el pecho continuó en aumento. Tropezó con un gran trozo de chatarra y se hundió en la corriente. Sintió asco de estar entre la basura y la materia fecal y se incorporó, tambaleante. Arrepentido de su coraje, olvidó por un momento a sus padres. Tenía que escapar.
Lo invadió la certeza de que el monstruo estaba allí a su espalda. Se dio vuelta. Y entonces lo vio. Gritó y gritó hasta lastimarse la garganta. Retrocedió, instintivamente. Sin pensarlo, se abrazó al poste de luz, tal vez en un inútil intento de escalarlo.
Fue más rápido de lo que jamás hubiera pensado. La electricidad lo calcinó en cuestión de segundos. Humeante, su piel se ennegreció. La sangre le salía a chorros por las orejas. Impasible, la imagen del monstruo se reflejaba en el iris de sus ojos.
Ajeno a tanta violencia, el historiador despertaba de su sueño plácido horas después, mientras amanecía en forma idéntica y simultánea, tanto en el pasado como en su presente. Aún inmóvil en su asiento, el viejo sostendría (si se lo interrogase por enésima vez) que la Historia no se repite; que es una espiral que vuelve a pasar por lugares similares a los ya recorridos pero que, como un río en permanente mutación, nunca son los mismos.
Eficiente enfermera y asistente, la androide se acercó con una bandeja en la que había un churro sobre un platito y un estilizado vaso de leche chocolatada sobre una servilleta de papel, cumpliendo un deseo que no había sido formulado en palabras. Intactos quedarían sobre el escritorio en el cual los apoyó, pero el anciano sonreía agradecido como un niño, recordando la infancia en la cual su inapetencia provocaba que se le pudieran contar las costillas a simple vista, pero en la que esa tentadora combinación jamás había sido rechazada.
Decidido a reiniciar su tarea, inicializó el sistema, solicitando los diarios del día jueves. Sin embargo, nada apareció en la pared. Tantos millones invertidos en un artefacto maravilloso como éste para que fallara. Si él hubiera podido pararse y caminar, en ese mismo momento, y despreciando la tecnología, se hubiese dirigido a una hemeroteca. Como tantas otras veces antes, las yemas de sus dedos hubieran quedado sucias con la tinta de los diarios de tanto hojearlos. Su mirada se hubiera puesto amarillenta como las páginas, feliz de haber reposado horas sobre ellas. Sin embargo, nada le había dado nunca tanto placer como desatar las cintas de los legajos ministeriales que morosamente le acercaban con un carrito en el Archivo General. Era una ceremonia siempre iniciática, acompañada de un aroma a papel apolillado que se le antojaba exquisito.
Retornando a su presente impotencia, revivió un sentimiento familiar aunque desagradable; la angustia del estudioso frente a la falta de recursos. Pronto se dio cuenta de que no era este el caso; simplemente el Día de la Raza era en aquel entonces un feriado sin diarios. Empecinado, retomó los periódicos del día anterior y descubrió una pequeña noticia que se le había pasado por alto: la ruptura espontánea de una de las compuertas de un puente ubicado cerca de la terraza donde las personas de la imagen que observaba se despertaban doloridas, luego de haber dormido a la intemperie sobre delgados colchones.
Por suerte dejó de llover dijo Chochi a modo de buenos días. El sol inclemente los castigaría durante todo el día, provocándoles quemaduras.
Con el agua estancada al mismo nivel, poco había por hacer, por lo que la mujer se ensimismó en sus recuerdos. No pasaba un día sin que volviera a su mente la escena de su padre consumido por el cáncer, con ella y sus tres hermanos alrededor, velándolo en vida en su propia su cama. Cómo todo terminó en un segundo, incluyendo a su sueño del vestido de quince años que habían comprado con las estampillas del ahorro postal, parecido a aquellos con los que deslumbraba la primera dama. Su cumpleaños iba a ser muy diferente, vestida de luto el mismo día en el que casi todo un país lloraba la muerte de quien recibiera el nombre de abanderada de los humildes.
Pepe, en cambio, recordaba su infancia como hijo natural en la aldea de pescadores cercana al Finis Térrea, donde su gente había vivido desde hacía siglos, habiendo sobrevivido incluso al ataque de piratas sarracenos y normandos, pero sin poder evitar quedar maltrecha por la sucesión de una guerra civil y otra mundial. Guerras que a los dieciséis años había abandonado para cruzar el mar, sólo para ser hambreado durante semanas en tercera clase, teniendo que sacar coraje del deseo de reencontrarse con su madre, sin saber que del otro lado del mundo su padrastro la maltrataba y la empujaba hacia un romance con la bebida que finalmente derivaría en una cirrosis y en la muerte misma.
El vecino permanecía sentado en el piso, acurrucado, con la oreja pegada a la radio. Murmuraba entre dientes. Por momentos se escuchaban las frases que en el informativo repetía una y otra vez: "[...] confirman la muerte... el cadáver sería llevado a la capital para su reconocimiento.... otras versiones indican que se realizaría un entierro secreto en algún lugar [...] Mientras esto ocurría. Jorge apretaba los puños y en voz baja repetía:
Es mentira, es mentira.
Sólo interrumpía su trance cuando debía saltar la pared para pasar al techo de la gomería que se encontraba al frente. Es que una división por géneros determinaba la resolución de las necesidades fisiológicas. La mujer podía ir escaleras abajo y resolverlo allí mismo junto al agua, pero los varones habían decidido trasladarse hasta poder hacerlo directamente sobre el curso del río que creían que los castigaba sin razón.
El río, en realidad, había tenido poco que ver con lo que pasaba. Y esto lo sabía muy bien el oficial retirado a cargo de la Fábrica Militar de Aceros, ubicada junto al mismo. Por días había temido que éste desbordara y se llevará consigo no sólo aquello de lo que era responsable, sino también su futuro económico y la seguridad de su familia.
La noche en que se había iniciado todo, la situación había llegado a un punto insostenible. Debían evacuar el edificio antes de que el agua los cubriera. En ese momento sonó el teléfono en medio de un silencio espeluznante que había durado minutos, cuando sus colaboradores ya no tenían sugerencias que acercarle y la desesperación los estaba dominando a todos.
Levantó el tubo, tuvo un segundo de asombro y luego respondió según la jerga habitual, con voz clara y firme. Escuchó en silencio, apesadumbrado. Colgó y respiró profundo. Tragó saliva, levantó la mirada, y les dijo a todos que se retiraran salvo a su asistente personal. Cuando estuvieron a solas, ambos de pie, le ordenó:
Reúna media docena de sus oficiales de confianza y destruyan de inmediato las compuertas que se encuentran bajo el puente; el agua se dirigirá hacia el sur y la fábrica se salvará. Y dicho esto tomó asiento, dando por terminada la conversación, y en sincera espera de que su interlocutor se retirara lo antes posible.
El asistente sin embargo, en aparente estado de shock, se mantuvo impasible. Luego de unos segundos de indecisión, replicó:
Se inundaría media provincia, señor. No podemos hacer eso... y a partir de allí se quedó sin habla.
Tiene sus órdenes. Cúmplalas. Esto demanda reserva absoluta. Espero que sus hombres sean de plena confianza.
Acto seguido, el oficial saludó y abandonó la oficina. Llevar a cabo su misión fue relativamente sencillo. Lo que no esperaba era que, a continuación de la concreción de su infamia, desde las agitadas aguas surgiera una sombra ominosa. Un ente que había habitado hasta entonces sólo en las pesadillas de los ribereños y que a partir de ahora no conocería límites. Una sombra que vieron refugiarse tras unos terraplenes y de la que darían cuenta a la superioridad, luego de huir despavoridos. Algo que el gobierno se resistiría a creer pero que frente a tantos testimonios coincidentes debía ser algo más que la culpa que desbordaba de sus conciencias. Una alteración, algo diferente y por lo tanto subversivo, un obstáculo que debía ser superado lo antes posible, con dinamita.
|
Cuando las imágenes del jueves 12 de octubre comenzaron a desplegarse frente al historiador, éste no prestó demasiada atención a los personajes, rojos de las quemaduras solares, hambrientos y sedientos, callados y aburridos hasta el hartazgo. Estaba ocupado en el envío del que sabía sería su último artículo. A la monografía, escrita hacía ya bastante tiempo en base a un estado de la cuestión sobre fuentes secundarias, fue necesario modificarle un poco las conclusiones y adicionarle, en forma de apéndice, la grabación de la destrucción deliberada de las compuertas.
Cada nueva edición del Boletín de Historia, en el que sería sin dudas aceptado el paper más allá de cualquier referato, se había convertido en una maravillosa experiencia de inmersión tridimensional en el pasado, todo gracias a los avances científicos. Una nueva ocasión para que las ciencias sociales tuvieran algo que agradecer a las "duras".
La indignación los que vivieran su artículo en el futuro no cambiaría nada de lo que había sucedido. Sin embargo, el anciano se sintió aliviado cuando lo despachó, con copia a media docena de amigos y abstracts para que llamara la atención en otras tantas instituciones pertenecientes a su campo intelectual. El juicio de la Historia no tiene consecuencias prácticas entre los contemporáneos a los hechos, pero de algún modo él estaba convencido de que, eventualmente, modificaría y mejoraría a la humanidad.
Si bien la misión que se había propuesto estaba cumplida, todavía le quedaba tiempo de uso del magnífico aparato y también le restaban algunas fuerzas. Nunca sabría si lo que lo impulsó a continuar fue la intuición, el interés que se suscita en el cruce entre la Historia y la historia personal, o el íntimo pero inconfesable deseo de morir haciendo lo que más amaba.
Hizo proyectar entonces los titulares del viernes 13, mientras la muerte comenzaba a poseerlo: "Refugiados en escuelas, comisarías, estadios y galpones. Pillaje y especuladores. 120.000 evacuados, más de 40 muertos. Establecimiento a las 9 horas del Comando zona de Emergencia Gran Buenos Aires en el Cuartel del Ejército Primero. Veinte localidades bajo las aguas. El Ejército se hace cargo del Norte, la Aeronáutica del Oeste, la Marina del Sur. Vacunación masiva contra la fiebre tifoidea. El agio y el pillaje se someterán al Código de Justicia Militar, incluyendo la pena de muerte. Utilizan cuatro helicópteros, tres lanchas y seis balsas para auxiliar gente en los techos, rodeados por aguas arremolinadas por el viento. El Ministerio de Bienestar social organiza la "Colecta Nacional" del gobierno. 30.000 familias desamparadas. Daños por 117.000 millones de pesos."
Un relato comenzó a resonar en su mente, como un eco lejano: "Juan era un muchacho, casi un chico; hacía días que no tenía datos míos, de mamá, de ustedes. Las noticias de los diarios y la radio eran terribles, gente aislada sin medios de subsistencia, golpeados por una inundación cuya finalización parecía aún lejana. Tu tío tomó una bolsa, metió en ella toda la comida y la bebida que pudo y salió a la calle.
Visitó la Basílica que se había transformado en el principal centro de concentración de refugiados. Caminó entre las cuatro mil quinientas personas, desoladas como si se tratara de sobrevivientes de una guerra. Por momentos creyó ver los rostros que buscaba entre muchos otros parecidos. Una hora más tarde salió de allí con la convicción de lo que debía hacer.
Había mucha gente reunida apenas más allá del puente que servía de límite entre la capital y la inundación. La mayor parte conversaba en voz alta, esparcía rumores, acrecentaba con detalles inventados relatos que iban de boca en boca, decían contar con información fidedigna y reservada de lo que realmente sucedía.
Algunos miembros de fuerzas de seguridad alistaban botes para el rescate y la asistencia a las víctimas.
También había gente que llevaba adelante su propia empresa de salvataje, arriesgando su vida. Y los aprovechadores (o los buscavidas, según se mire) de siempre, cobrando un lugar en un precario bote para quien se animara al viaje. Héroes y villanos, como ocurre en momentos extremos, lo mejor y lo peor de la gente.
De algún modo Juan logró subir a uno y fue testigo de un viaje por una nueva y bizarra Venecia, un viaje espeluznante entre cadáveres flotantes, animales domésticos abandonados y autos sumergidos.
De tanto en tanto, escuchaba los gritos desesperados de la gente que le pedía ayuda. No se puede ayudar a todos y Juan lo sabía. Saberlo no le impedía sentirse mal con la situación, mirar hacia otro lado, apretar los dientes, maldecir para sus adentros, prometerse falsamente que arriesgaría su vida para volver a ayudar a todos esos desconocidos.
Cuando llegó a nuestra terraza, se bajó del bote con el agua hasta la cintura y la bolsa en alto y encontró a todos salvos. Algo más sanos estuvimos luego de comer y beber por un rato, entre abrazos de agradecimiento y lágrimas de alegría. Unas horas más tarde llegaron los botes dispuestos por el gobierno, arrojando víveres hacia los techos.
Luego de cinco días el agua comenzó a bajar; el padre del muchacho electrocutado intentó entonces despegarlo utilizando un trozo de madera húmeda, pero desistió cuando recibió una descarga eléctrica. Pasarían días hasta que un oficial de un juzgado y los bomberos finalmente lo retiraron. La madre enloqueció; invariablemente, el padre pasaba a diario, al dirigirse y retornar de su trabajo, frente al mismo poste de luz.
El vecino aceptó la muerte del Che sólo cuando escuchó por la radio a Fidel reconociéndolo desde Cuba. No habló por semanas. A partir de entonces, discutía con aquellos que le porfiaban, sosteniendo que la Revolución también había empezado a morir luego de la muerte de su paladín.
Se reconoció oficialmente que hubo aproximadamente 145.000 evacuados y cincuenta muertos. Nadie se responsabilizó. Se abrió una cuenta llamada Fondo Nacional de Emergencia, a la que se donaron cuantiosas sumas de dinero que no llegó a los damnificados, quienes lo perdieron todo.
Pronto los diarios olvidaron la inundación, los muertos y las pérdidas y volvieron a concentrarse en la política y en noticias frívolas. Pero la gente vivió rodeada de un olor nauseabundo y limpiando todo con lavandina por semanas. En las paredes quedó una línea, a una altura de dos metros, que no podía ser borrada por ningún medio y a la que hubo que darle muchas capas de pintura para cubrir. Era como si se empeñara en señalar un antes y un después. O en no olvidar.
No se ha vuelto a saber del monstruo. Tal vez murió a consecuencia de las voladuras que los militares realizaron para que las aguas se desplazaran. O tal vez no y volvió al lecho del río y sigue cobrándose víctimas entre los ribereños sin voz. O entre todos nosotros, que nos sumimos en la melancolía. Y espera, agazapado, a que vuelva a llover como en 1967 para venir a buscarnos."
Al historiador le gustaba escuchar este relato en su infancia, narrado por su padre antes de dormirse, en especial en las noches lluviosas, cuando soñaba que el agua volvía, y que su cama flotaba. Ahora sentía que él y su sillón se elevaban, esta vez sin necesidad de artilugios tecnológicos.
Lo último que el anciano haría sería empalmar a través de su mirada sus propios ojos vidriosos y cansados con los del niño en el andador que sonreía despreocupado y chocaba contra muebles y paredes mientras sus padres lloraban amargamente. Lloraban por lo perdido, por los muebles y los artefactos. Lloraban también por sus pasados, que los habían unido en la desesperación con la esperanza de salir adelante.
Glauco sobre glauco se fundieron los iris y negro sobre negro las pupilas del niño y el viejo; se superpusieron así la esperanza y la ingenuidad del que tiene todo por delante en una vida por vivir, con la paz y la serenidad de quien ya no tiene asignaturas pendientes.
Héctor Horacio Otero nació en Buenos Aires en 1966. Estudió Historia en la Universidad de Buenos Aires. Publicó una novela corta juvenil de género fantástico (Aguada, el nacimiento de un guerrero, Editorial Mondragón, 2004) y cuentos de ciencia ficción en diversos medios (Cuásar, Alfa Eridiani, NGC3660, Lunatique, etc.)
Este cuento se vincula temáticamente con "LOS ESPECTADORES", de Eduardo Abel Giménez (169), "CRÓNICA DE UN VIAJE INÚTIL", de Mariano Carril (169) y "CONVIDADOS DEL FUTURO", de José Altamirano (169).
Axxón 179 - noviembre de 2007
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Estudio del pasado: Inundación : Argentina: Argentino).