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JUGO GÁSTRICOÁngel Ivaldi |
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"Editar y cortar todas las escenas sobre comida chatarra" piensa Tomás mientras sujeta el vaso grande de telgopor. Vuelca tres sobres de azúcar dentro del café caliente. Revuelve despacio mientras mira las burbujas desfilando en su vasito de soda, las sigue desde que nacen hasta que revientan. Observa también el desfile de gente por Florida, pero lo molesta el resplandor que se mete por la entrada del local. Ingresa alguien capturado por las ofertas de comida rápida, y Tomás lo sigue mirando hasta que llega a las cajas. Regresa su vista hacia la calle. "Apareció el pirado de los volantes, puntual, como siempre". El volantero despliega su circo en medio de la peatonal, rodeado de música callejera y ruido urbano, instalado donde casi se termina Florida, parado en medio del flujo humano que arrastra candidatos al compás de la lengua local y las extranjeras. Extiende sin parar los papelitos, revoleando cada uno con bravura y puntería hacia las manos indiferentes. "Un par de minutos y empezará a sudar como un animal; editar y cortar el volanteo", piensa Tomás mientras la gente elude el poste humano a gran velocidad. Se pregunta por qué el infeliz sonríe todavía: "dentro de esta burbuja todos viven atontados, ahogados en cloroformo", dice entre dientes, "pero despertarán cuando se destruya al monstruo, cuando se aniquile al dragón que escupe anestesia y veneno. Hasta ella despertará".
Café caliente en día caluroso. Tomás sorbe de a poco para no quemarse. Empieza a morder el agitador y a quebrarlo en pedacitos mientras ve una empleada que limpia con cuidado cada hojita de la planta de interior que adorna el lugar. Mira a los que suben la escalera, examina a los que bajan, adivina quiénes acaban de pasar por el baño del primer piso, sigue a una mujer que sale del local y pasa cerca del volantero. En su mente suena el chasquido del volante preparado y entregado con fuerza en la mano esquiva y rencorosa. Ahora reconoce a una pareja que entra al local. Ha invertido mucho tiempo en este ejercicio de mirar; no quiere andar improvisando: podría arruinar todo. Sacará provecho de la agudeza que desarrolló en su trabajo de edición de video en una productora.
Su pie izquierdo patea un ritmo que sube desde el mp3. Aparta el montoncito de plástico mordido hacia un lado de la mesa y disfruta del café tibio. Decía su madre que Tomasito era muy paciente, y siempre ponía como ejemplo aquello de las cartas: allá en Marcos Paz él había publicado un aviso en una revista de juegos, y otro chico de Lobos le había contestado para que empezaran a jugar ajedrez postal. Apenas lograban hacer tres o cuatro movidas por mes, así que acordaron lanzar seis partidas simultáneas. Después agregaron dibujitos de las posiciones de las piezas. Tomás se ponía eufórico cada vez que llegaba un sobre nuevo. Durante casi un año mantuvieron viva esa diversión, que no se podía acelerar ni se debía abandonar. Estaban encantados.
Termina lo que queda de la soda y se saca los auriculares. Lleva muy despacio el vasito plástico a su oreja derecha y ya no le importa el frenesí urbano, porque ahora escucha el mar. Lo escucha como hace años, cuando tapaba su oreja con un enorme caracol que la abuela sabía alcanzarle, el mar encerrado dentro del caracol de mar, el mar en miniatura con todas sus olas, el mar grande asomando detrás de la misteriosa puerta de coral. Escucha ahora un mar apenas parecido, una falsificación en plástico del verdadero mar de fantasía. Pero este mar sin encanto puede regresarlo a días más felices.
Recuerda cuando armaban la piletita en el fondo abierto de la casa en Marcos Paz. El viejo trabajaba muchas horas en el Malbrán con los venenos, pero el domingo se metía con la parrilla para el gran asado, la vieja con las ensaladas, la abuela preguntando qué hacer, mientras él y sus amigos jugaban en el agua todo el día. La lanchita, la pelota flotando y las salpicadas a quien pasara cerca, pero ojo con que una sola gota tocase el asado. Ensayando salpicadas un día de verano y vacaciones, calculando por las dudas la distancia entre la pileta y la parrilla, fue que Tomasito vio de pronto la gigantesca cúpula gris opaca alzada por detrás del viejo, a varios kilómetros de distancia. Lo sacudió un estremecimiento tan grande que buscó sumergirse para no ver el horror. Alterado y sin aliento, tuvo que salir enseguida a tomar aire: allí estaba ese monstruo sucio, esa campana de vidrio descomunal como una carpa inconcebible que nacía en la tierra y superaba las nubes. Le pegó un grito al viejo y señaló, así que todos los pibes se dieron vuelta, la vieron, y empezaron a gritar.
Tomás vuelve a estremecerse ahora, sentado en el local. Chequea su reloj. Debe esperar un poco más.
Alguien deja libre el periódico en la mesa vecina y él lo arrebata, ganándole de mano a otro que apenas pudo amagar. Hojea un artículo sobre la Avenida de Mayo con su espléndida arquitectura, "pero si es cuestión de mirar un poco para arriba y observar los edificios, ojalá yo pudiera dedicarme a esto en serio". La noticia de un asalto con muertos en el microcentro capta su atención. Consume la nota. Da vuelta la página y ve un plano de Buenos Aires con sus ferrocarriles, subtes y avenidas principales, "tráqueas que aspiran gente a la mañana y la expiran reventada a la noche, jadeo crónico de esta burbuja que se infla y se desinfla, que sobrevive". Ama y odia al compás del periódico, de la tele, de la radio, de la gente, de las escenas que corta y pega en la productora; un experto editando porque dedicó toneladas de horas extras, toneladas de imágenes frente a sus ojos, el mundo entero y la vida de sus cúpulas urbanas, pero adentro suyo el amor, el odio y un callo creciendo mucho para que le duela menos. Mira el plano de las tráqueas: "editar y cortar jadeo mortal".
De chico tenía pasión por dibujar casas. Por todas partes había hojas con dibujos y planitos, después piolines y estacas marcando el potrero para sus futuras construcciones, más tarde un refugio de madera y una casita en el árbol. Ahora, más de dos años sin refugio en La Burbuja, en una montaña rusa de miedo, furia, venganza, resignación, más miedo y furia, madurando inconfesables intenciones bajo el pretexto de estudiar Arquitectura, asimilando el tono urbano con repugnancia, luchando por conservar y pulir sus planes. Pero comprobó que La Burbuja está llena de un aire invasor. Un día se asustó, porque revisando sus convicciones encontró musiquita urbana por todas partes, pegadiza y ladina. A veces le suena tan fuerte que apenas logra recordar el nombre de su perro y el de su potrillo, allá en Marcos Paz. Acá el circo está a pleno, y todos sus payasos chocan y rebotan por la pista y vuelven a chocar mientras La Burbuja crece y se expande, seduce, transforma, asimila y arrasa.
Hoy el diario le muestra la radiografía: "bicho astuto", dice mientras advierte la densa trama de hilos en la telaraña del transporte y recuerda su cotidiana asfixia en el tren de la mañana, en el subte de la tarde, en el bondi de cada día, en las olimpíadas del retorno a las seis de la tarde, o a la hora que sea porque tuvo que quedarse y volver con los rezagados de la maratón, la gente más cansada del mundo. Al observar el mapa del diario imagina las fronteras del monstruo de la cúpula gris. Se agita al meditar en su inevitable avance, "que seguro ya pasó los veinte kilómetros, que Quilmes, Morón y Beccar quedaron adentro del radio...". Nunca encontró nada en los medios que denuncie esa expansión, pero él hace sus propios cálculos "porque veo los efectos, los malditos efectos".
Su padre trataba de dar explicaciones aquel día en que vieron la forma gris de La Burbuja desde la piletita. Intentó calmarlos diciéndoles que no tuvieran miedo, que ellos no sufrirían ningún daño porque sólo afectaba a las personas que se quedaban mucho tiempo adentro, que no anduvieran mirando el cielo con temor porque era rarísimo ver eso, que ni desde los aviones podía divisarse su dimensión, que sólo se avistaba sorpresivamente por un raro efecto de la luz a través de la atmósfera, y que para algunos era un espectáculo bellísimo.
Tomás crecía y observaba lo que pasaba con La Burbuja. Por ejemplo, lo de los relojes, que adentro andaban más rápido que afuera. O lo del lenguaje, que cambiaba. Lo comprobó cuando mandaron a su amigo de la primaria al Higher Techne School como pupilo. Después del primer año del secundario el amigo salió de la ciudad para pasar juntos el verano en Marcos Paz. Tomás ya no entendía la conversación del chico; aunque hablaban el mismo idioma, no lograba interpretar ese zumbido de palabras desconectadas. Lo divertido fue que para fines del verano su amigo parecía ser otra vez el de antes, y lo triste fue que después de aquello Tomás nunca lo volvió a ver. El viejo tenía razón, pero también se equivocaba: con el paso del tiempo, La Burbuja se divisaba con mayor frecuencia, fugaces reflejos de su cúpula gris de abismo. La gente se acostumbró.
Termina de hojear el periódico inundado de piquetes, aumentos, asaltos y acuerdos inútiles. Mañana habrá paro de subtes. "Cortar toda escena de subte y amontonamientos". Se aproxima la hora. Aparta la bandeja, recoge sus cosas y sale despacio hacia la correntada caliente de la calle Florida. A la derecha, bajo la sombra, lo sorprende un grupo de cuatro chicas soplando bronces distintos en perfecta armonía. Asoman Ginastera y Piazzola en vibraciones que ondulan hasta los árboles de la Plaza San Martín. Turistas y empleados se aglomeran en Marcelo T y Florida dando la espalda a los distinguidos locales de ropa. Tomás también quiere escuchar. Ve las copas de los árboles ondulando en el viento y en la música. El pulso vital de la plaza lo magnetiza y lo invita a cruzar el río de motores para dedicarse a otra contemplación. No se resiste a los pequeños placeres urbanos. Cruza y sube la escalera para adueñarse de la posición de privilegio que otorga la elevación de la plaza en Florida al 1000. Lo embriaga un placer suntuoso al llegar allí. Examina la ornamentación del Plaza Hotel y el estilo art déco de su vecino gris, el Kavanagh. Sigue con la vista hacia su izquierda acompañando el descenso del tránsito que resbala suavemente. Distingue la ventanita al río que le ofrece la calle Rojas y algo de los espejos gigantes de Catalinas, mientras más autos bajan con gracia hasta la desembocadura de Alem junto a la orilla verde intocable. Al fondo, la Torre Monumental y su reloj. Una vez subió allí cuando anochecía, y no quería bajar. Ahora se imagina observado desde la Torre, una partícula entre el verde espeso que aguanta el sol y la alfombra verde tendida entre Maipú y Florida-San Martín, esa lengua esmeralda cercada por luminosos colmillos de cemento, acero y vidrio.
Toda la vista lo envuelve, lo acaricia, le murmura cosas. Prolonga el giro sobre sus pies para contemplar la plaza y su conjunto de mundos hilvanados, unión de texturas, escenario de surcos labrados en pasto por las hormigas y surcos labrados en baldosa por los hombres. La arboleda impone intimidad y respeto hasta desatar un grito en el fabuloso claro del otro lado, sobre Santa Fe. El giro de Tomás queda completo con el distinguido Plaza Hotel de nuevo a la vista. Suspira y chequea su reloj. No puede quedarse allí.
Vuelve a la zona peatonal. Deberá recorrer Florida hasta la avenida Córdoba, tal como lo ha ensayado. Con cuidadoso trabajo y gran constancia había logrado trabar una falsa amistad con Brian, el nuevo empleado de la central urbana ubicada en Córdoba y Florida. En pocos minutos Brian tomará su turno, un muchacho dinámico y confiado que, para ir a la central, saldrá a las doce en punto de su odiado trabajo en un pequeño local de la peatonal. Al salir de allí lo sorprenderá un encuentro inesperado: su nuevo amigo Tomás le dará un abrazo y le dirá que él también va hacia la avenida Córdoba. Luego Brian accederá sin dudar cuando Tomás le pida conocer las oficinas de su trabajo en la central de control urbano, ese sagrado sitio desde donde se administra la distribución de toda la energía de la ciudad. Algunos dicen que en ese tótem, el edificio de la ochava en curva y las ventanas ovaladas, está el centro de la cúpula.
Las chicas siguen cosechando aplausos y monedas mientras Tomás forcejea para pasar entre la gente, y aun más forcejea en su interior, porque hace rato que le ronda un clima seductor, un aire que transforma, un oleaje irresistible, flujo y reflujo que hoy mecen a Tomás, el mismo Tomás que antes sentía la tierra firme bajo los pies cuando cruzaba con su madre el sospechado aunque invisible muro de la cúpula, cuando quedaba decisivamente abandonado en Buenos Aires, tan abandonado como su padre en Marcos Paz, cuando cristalizaba su odio en la forma de planes inconfesables y concluyentes. Pero ahora apenas logra flotar en la marea. La Burbuja, Brian, La Central y la planeada destrucción aparecen y desaparecen en su horizonte.
Se aparta con dificultad del auditorio callejero y encara una marcha fatigosa desde el 900 de Florida hacia Córdoba. Conoce de memoria los detalles del recorrido hasta el edificio de la esquina, el de las ventanitas ovaladas, oscuro nido del corazón de la esfera, ése, el tótem, el que todavía no sospecha el peligro. Reina el calor. Se detiene a mirar cueros, pieles y piedras en las vidrieras armadas para fascinar al turista. No piensa como otras veces en los pampas que sabían fabricar y usar esas cosas. Sólo siente fascinación por los artículos, la vidriera es una más entre todas las melosas invitaciones de La Burbuja, como la invitación que arruinó a su familia: "Sólo por una temporada", había dicho su madre al aceptar una especialización, cuando Tomás egresaba del secundario, "escucháme Raúl, hasta podríamos compartir tiempo juntos allá, Tomás y yo; si él quiere estudiar arquitectura en la facultad entonces es una oportunidad para los dos; no vamos a estar lejos tuyo, porque los fines de semana te venís vos a la capital o vamos nosotros para allá". "Lejos" le suena fuerte, le duele, porque lejos quedó su madre con la vida que al fin decidió llevar. Tomás intenta repasar su plan, eso que oculta, pero lo está contemplando como si se tratara de una idea ajena. Está débil, siente amor y odio entremezclados, alivio y dolor superpuestos. Ahora es temor, miedo a la escena de un viejo postrado, una madre extraviada y un joven a punto de fracasar.
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Pega fuerte el sol que penetra todas las capas y rebota en mil vidrieras y dos mil anteojos oscuros. Enceguece, adormece. En pocos metros de peatonal Tomás supera con fastidio una nube de ofrecimientos y se detiene en la casa de libros frente a la mesita de ofertas. Le atrajo una portada grande y colorida que muestra una tropilla de caballos salvajes, "esos invencibles animales en su llanura". Algo de la llanura se le ha desvanecido. Casi no recuerda sus críticas contra la gente adormecida que devora kilómetros por rutas y rieles, que abre treinta segundos sus ojos para decir "¡cuánto campo!" y los vuelve a cerrar. Lo que decía sobre los adoradores de la eficiencia le resulta ahora como una voz lejana, tan lejana como la imagen de sus padres trabajando con los caballos del Instituto Malbrán: un bioquímico y una médica veterinaria rodeados de salvadoras fábricas de anticuerpos en cuatro patas. Vida de familia a ritmo de pueblo, lejos de La Burbuja y sus millones de histéricas pantallas que alguna vez deberán apagarse: "alguien tiene que hacerlo" es su grito ahogado, el débil rumor que le va quedando. Alguien bajo la cúpula de la gran ciudad, si es que alguien queda todavía.
De pronto los caballos de la tapa saltan y lo atropellan con galope brutal, una estampida que estremece; apenas consigue seguir de pie en medio del temblor. Con un paso lento hacia atrás logra sostenerse, la vista despacio hacia arriba, hacia la otra ciudad encima de los negocios, hacia ventanales y balcones y arquitectura de otra época que lo distraen. Recuperar de a poco la marcha, pasar al lado del puesto de revistas que se derrite bajo toneladas de papel parlante, ver de lejos el edificio de la esquina Córdoba, ése, el que su madre recién llegada comparaba con un tótem de caras superpuestas y ojos ovalados sobre la frente en curva, pasar por Harrods y sospechar el desvanecido esplendor que sólo conoció por viejas fotos, escuchar el acordeoncito de esa nena de la calle y rimarlo con el baile de los patitos a cuerda del viejo ladri de enfrente, llegar a la orilla de la avenida Córdoba pero sin recordar para qué, ver la imponente esquina de Galerías Pacífico y a Spilimbergo, Castagnino y los otros haciéndole cosquillas a la bóveda, admirar el edificio como en aquella primera noche que lo vio iluminado y regalando luz a los vecinos, pisar la calle caliente, sentirse engrampado y soldado al suelo por el sol que taladra, vibrar con esta querida Buenos Aires maldita.
Le parece que un remolino pasó y se fue. Se refriega la cara con las manos. Ahora gira y da la espalda a Córdoba. Un poco confuso, piensa que pudo haber soñado algo, habrá soñado que se metía en el interior de un tótem gigante para arrancarle el corazón con mano implacable, que lo veía caer desparramando sus cenizas en el viento, que conseguía un abrazo de familia bajo un cielo despejado. "O lo soñé o vi algo parecido al editar". Se cree más lúcido. Ve Florida en fiesta de colores con baño de luz dorada y brillantina bajo el sol del mediodía. "Verano a todo trapo, qué placer". Levanta la vista y llega a distinguir al fondo esos maravillosos arcos amarillos dibujados sobre el verde espumoso de la plaza. Quizá sea hora de una hamburguesa y un breve llamado a la productora para explicar que se le complicó el día. Como a las tres de la tarde podrá retirar entradas en el Unione para impregnarse a la nochecita de un poco de buen jazz entre esas paredes históricas de la calle Perón que todavía transpiran leyendas de los tanos de Buenos Aires. También podría darse una vuelta por San Telmo, quizá tenga suerte y enganche a los Malosetti, qué mejor.
Percibe que está empezando a vaciarse la calle Florida: se diría que ya comenzó el fin de semana largo. Los buscadores de descanso empiezan a abandonar la ciudad para poder amarla mucho más a su retorno. Ella mastica en silencio su rencor; los inundará con veneno dulce cuando vuelvan. Tomás regresa por la peatonal y a los pocos metros, del otro lado, viene caminando Brian con paso acelerado, se le hace tarde para su jornada en la central urbana. El joven levanta la mano pero Tomás no lo ve, quizá no lo reconozca tampoco; él sólo está planeando su día. Camina con paso lento y despreocupado.
Relajada ahora, la ciudad se recuesta en el lecho acomodando su panza en el río. Desde lo profundo de sus rígidas entrañas urbanas eructa el triunfo, celebrando su buena salud.
("Jugo gástrico" fue publicado inicialmente en el libro "Fantástico Buenos Aires", Angel Ivaldi, Dunken, Buenos Aires, Marzo de 2007)
Ángel Ivaldi nació en Buenos Aires en 1957; casado con tres hijos. Estudió Ingeniería en la Universidad de Buenos Aires y atendió numerosos cursos de especialización en Sistemas, área en la que continúa desempeñándose. Por otra parte dedica todo el tiempo posible a escribir ficción. Participó como orador y expositor en numerosas presentaciones de interés cultural; su afinidad con las letras se manifiesta a edad temprana y se mantiene a través del tiempo, ligada también con una prolongada actividad como expositor y docente. En marzo del 2007 publica una colección de relatos, "Fantástico Buenos Aires", en Editorial Dunken.
Este cuento se vincula temáticamente con "A BRILLAR MI AMOR", de A. Graciela Parini (156) y "AJOLOTE", de Santiago Oviedo (156)
Axxón 181 - enero de 2008
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Fantasía urbana : Argentina: Argentino).