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BAILARINESWilliam Meikle |
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Sí, ya sé que está oscureciendo, y sé que se está poniendo frío, pero vine aquí sólo por un minuto. No le ocupará mucho de su tiempo. Hay algo que quiero mostrarle, alguien a quien me gustaría que conozca.
Vamos. Complazca a un anciano que necesita contar su secreto.
Está justo ahí, detrás de la iglesia. Sí, en el cementerio más viejo. No tiene miedo, ¿verdad? Se lo aseguro, no hay nada aquí que vaya a lastimarlo.
No a usted.
Aléjese del musgo sobre las piedras. Algunas de las variedades más legamosas pueden pegarse en su ropa, y es una pesadilla tratar de sacarlo.
Justo por allí es el mejor sitio. Quédese parado y en silencio ahora, deje que sus ojos se acostumbren a la oscuridad. Pronto verá por qué lo traje aquí.
Allí está.
¿La ve? Está de pie ahí mismo. Mire, enfrente del gran ángel gris, justo a la izquierda de la gran mancha de luz de luna, casi debajo del olmo viejo. Sí, allí, junto a la lápida más grande.
Mi hermosa Sarah. Para siempre joven, para siempre veinteañera.
Vea cómo brilla el rojo de su pelo como madera en llamas, un halo alrededor de la blanca perfección de su cara. Y mire, tiene puesto el vestido. El que le compré para el baile, el último baile de nuestra juventud.
Ese vestido me costó tres libras y seis peniques, más que el sueldo de una semana en aquellos días. Los tiempos han cambiado, ¿verdad? Mi madre me dijo que estaba loco por gastar todo ese dinero en un vestido de una chica que no era mejor que lo que debía ser. Pero yo sabía que ella valía cada penique.
Me sentí mareado por el placer que bailaba en sus ojos mientras se lo probaba, balanceando las caderas para obtener todo el efecto de los largos pliegues sueltos. Todavía puedo recordar, incluso ahora después de cincuenta y pico de años y muchos besos de desconocidas, el dulce sabor a miel de sus labios cuando me agradeció, la presión de sus manos en mi espalda cuando nos abrazamos.
Ojalá me tocara ahora. Sólo una vez para ir juntos al final. Si sólo pudiera verme. Tengo tantas cosas para contarle que nunca le dije.
Qué quieta está, qué compuesta. El viento se niega a despeinarla, la lluvia se niega a mojarla, la tierra se niega a tomarla. Todavía hay algo más.
Acérquese y mire. Ella respira; parpadea; sus labios se separan y luego se unen, pero no hay aliento. No como usted y yo, que soplamos vapor, parados aquí. Puede ser casi invierno, pero para ella es el fin del verano, siempre el verano.
Esos labios. ¡Qué profundos, rojos y tentadores estaban esa noche, y qué húmedos brillaban mientras me miraba! Sonriendo, bailando, riéndonos, nos movíamos a través de la pista de baile. Éramos jóvenes; la guerra apenas nos había tocado, y yo estaba enamorado por primera vez. La noche incluía la perspectiva de muchos y nuevos placeres.
Y entonces llegó él.
Supe que sería un problema. Desde el mismo comienzo pude ver que así era. Estadounidense, simpático, arrogante y diferente. Hola emoción, adiós seriedad. En el lapso de un minuto la había perdido para siempre.
¿Le cuento cómo ocurrió?
Interrumpió nuestro baile. Simplemente se acercó sin ser invitado, dijo "disculpe", y entonces se fueron girando sobre el piso en una ráfaga de piernas, pies y brazos. Traté de detenerlo cuando pasaron otra vez, pero él tenía todas las ventajas, altura, peso, dieta, compostura y entrenamiento, mientras que yo simplemente tenía mi rabia.
Después, mientras estaba allí parado, contando dientes con la lengua y tratando vanamente de absorber la sangre con mi pañuelo, escuché una risa. Levanté la mirada y la vi, a través de unos ojos que ya habían empezado a hincharse. Apenas a unos dos metros, pero ya distante, colgando del brazo del conquistador. Su pelo marcaba una roja cicatriz donde se posaba en el hombro, y en ese momento supe qué era lo que tenía que hacer.
¿Puede verla? Se está moviendo. Pero observe. ¿Acaso sus piernas se doblan? ¿Camina como usted o como yo? ¿O planea, suave y silenciosa como un gran búho blanco? Escuche. ¿Puede escuchar pisadas sobre la grava? ¿O sólo estamos usted, yo y el silencio?
No puede saberlo, ¿verdad? Ella engaña al cerebro, pero no resiste demasiada atención. Trate de no mirarla demasiado, fije su mente en otros asuntos.
Ah sí. Las campanas. Deben ser las ocho otra vez. ¿Cree que ella puede escuchar? Se dirigirá hacia la pared. Cuando llegue, apoyará los codos y mirará por encima, al prado a la izquierda donde solía estar el campo de aviación.
Recuerdo a las mujeres, silenciosas, esperando, atentas a los sonidos que les dirían que sus hombres regresaban. Solían irse una a la vez, a medida que los aviones retornaban, hasta que solamente quedaban algunas, observando, esperando, dudando.
Vea cómo bailan los rayos de luna a su alrededor, haciéndola brillar. Tan blanca, tan brillante, tan pura. Y ninguna sombra empaña esa visión.
Él la estaba corrompiendo. Podía verlo, incluso las pocas veces que los vi juntos. Allí estaban, reían y tonteaban como un par de niños recién salidos de la escuela. ¡Y se besaban! ¡En público! Justo allí, en la calle principal, para que todos los vieran también, y otra vez, más tarde, en el bar, alardeando enfrente de mí.
Por supuesto tenía medias. Y lápiz labial. Y chocolate. Y cigarrillos. El precio de su inocencia, el salario del pecado.
Esperaba que no fuera demasiado tarde, que todavía pudiera salvarla. Observé. Esperé. Planifiqué. Ella continuaba con su destrucción, pero pronto llegaría mi turno.
Vea cómo se mueve entre las piedras, sin intentar pasar a través de ellas. ¿Le parece sólida? Usted no puede ver a través de ella, no como en los libros o las películas. ¿Piensa que si me acerco y le extiendo mi mano ella podría sostenerla, podría sentirla? ¿Notaría que yo estoy ahí?
Con el paso de los años, he pensado a menudo en por qué regresa. Es sólo ahora, cuando estoy cerca de mi propio final, que puedo verlo sin pasión. Tal vez cuando vaya a reunirme con ella, ambos comprendamos.
¿Sabía que yo era mecánico? Bien, lo fui, y uno bueno. Fue fácil. Ya tenía la administración del campo de aviación, de modo que fue sencillo que yo mismo revisara su avión. En cuanto pasé cinco minutos a bordo, sólo fue cuestión de esperar el siguiente vuelo.
Fui sutil, sin embargo. No quería que el avión explotara sobre la región; no sobre Inglaterra. Alguien podía haber notado mi trabajo. No, la explosión sólo ocurriría cuando el avión subiera a más de trescientos metros. Eso sería suficiente. Cuando llegara a esa altura, el avión estaría bien lejos, sobre el canal.
Lo sacó al día siguiente.
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Mire. Ella ha llegado a la pared. ¿Ve que sus codos siguen blancos, a pesar de la humedad, el musgo y la piedra? Sus ojos estarán húmedos. ¿Serán esas lágrimas verdaderas? ¿Podría quizás tocarlas? ¿Tocarlas y de algún modo sentir su dolor?
Al día siguiente vi que el vuelo despegaba, doce aviones que se colocaban lentamente en formación antes de empezar su larga escalada en el cielo. Los miré hasta que se metieron en las nubes, entonces escuché con atención mientras se alejaban zumbando. ¿Hubo una explosión? ¿El zumbido disminuyó? Nunca lo supe.
Sea un asesino o no, él nunca volvió, y nunca dejé de sentir la culpa.
Más tarde ese día, cuando el cielo se llenó con sonido otra vez, las mujeres abandonaron la pared, una por una, hasta que sólo quedó ella, tratando de atravesar las nubes del este con la mirada, deseando su regreso.
Yo estaba de pie por aquí, y observaba, maldiciendo la devoción de ella, maldiciendo el ascendiente de él, mientras caía la oscuridad y los cielos quedaban en silencio.
Estábamos a fines del verano y la temperatura bajaba rápidamente. Empezó a caer una ligera llovizna que me enfrió hasta los huesos.
Y todavía ella esperaba, y todavía yo observaba.
Véala. Tiene un cigarrillo. Qué torpe se ve en esos blancos dedos de perla. Arde, hay un buen cuarto de pulgada de ceniza en el extremo, pero no hay humo, no hay olor.
Él la inició en ese hábito. Me dijo esa mañana que lo hacía porque así parecía una verdadera dama. Como si no hubiera sido una dama antes de eso. Me hizo enfadar, tanto que ya no pude seguir observando.
Vea cómo se vuelve, sorprendida. Ahora se verá perpleja por un segundo. Luego verá que soy yo; sólo el joven yo de cara fresca, sólido y confiable.
Ahora observe con atención. Podrá captar la decepción que revolotea a través de su cara. Mire, ella gira otra vez, regresa a su vigilia.
Una mirada y yo fui relegado a la desesperación. La tomé por el hombro e hice que se volviera a mirarme; le exigí explicaciones. Ella forcejeó en mis brazos pero la sujeté mientras girábamos en una parodia de vals; la sujeté mientras gritaba, sus labios alguna vez hermosos se retorcieron de rabia.
Me empujó de nuevo, y esta vez fue demasiado fuerte para retenerla. Sorprendida al verse libre tan fácilmente, perdió el equilibrio.
Extendí la mano hacia ella, desesperado, mientras caía lenta, lentamente, hacia las duras lápidas. Y entonces escuché el sonido, el que escucho tarde por la noche, en sueños, el sonido de su cuello mientras se quebraba.
De modo que ahora esperamos, ella a un novio que nunca regresará, yo un final para la culpa y la esperanza de perdón. ¿Cuál de nosotros está más muerto?
Y el tiempo pasa y observo, todas las noches, mientras baila, sólo para mí.
Título original: "Dancers". Traducción: Graciela Lorenzo Tillard © 2008
Nos escribe el autor: soy un escritor escocés y ahora vivo en Canadá. Tengo siete novelas publicadas en Estados Unidos y más de 150 cuentos publicados en EE.UU., Canadá, el Reino Unido, Irlanda, Arabia Saudita, Grecia, India y Rumania.
Este cuento se vincula temáticamente con "La casa hechizada", de Charles Dickens (158), "Los piratas fantasmas", de William Hope Hodgson (178), y "El fantasma", de Adelaida Saucedo (161)
Axxón 184 - abril de 2008
Cuento de autor europeo (Fantástico : Fantasía : Fantasmas : Escocia : Escocés).