ADANGÊLIÖN

Leandro Vives

Argentina

Adangêliön; la primera vez que vi esa palabra fue en la biblioteca de la Facultad de Ingeniería. Recuerdo que esa tarde había solicitado el libro de electromagnetismo de J. D. Kraus, al que me abandonaría en el inmenso salón de lectura bajo el más absoluto de los silencios. También recuerdo que había procurado sentarme en una de las mesas del centro, donde los viejos veladores todavía funcionan. El tema que me urgía era el análisis de los campos variables en el tiempo, por lo que, habiendo abierto el libro en dicho capítulo, me obligué a leer con vehemencia.

Luego de haber recorrido algunas carillas, mi mente, abrumada por las complejas integrales de flujo, se distrajo con un trozo de papel cuya punta asomaba por detrás de una de las hojas. Lo extraje de un tirón; era de un color amarronado, similar al de los cuadernos que conserva mi abuelo de sus épocas de estudiante. Allí estaba escrita esa palabra con tinta negra. A primera impresión, este hecho que expongo podría parecer circunstancial, pero créanme que no exagero al afirmar que mi vida no ha conocido, ni conocerá, otro más desdichado.

A la derecha de la mentada palabra figuraban lo que supuse era una dirección y una serie compuesta por tres números equiespaciados. Algo en la letra, quizá la extraña tipografía, me resultó interesante, y guardé el papel en el bolsillo de mi campera para retomar, en silencio, la lectura.

Esa noche llegué a casa más tarde de lo habitual, fusilado por los trajines del día y sintiendo apenas la necesidad primaria de ingerir algún alimento. Tomé una ducha y me recosté en la cama a leer algunos casos de la serie del Father Brown de Chesterton. Mis párpados ya habían comenzado a perder su tensión cuando recordé el episodio de la tarde. Entonces me levanté y fui directo hacia mi campera, hurgué en el bolsillo, y encontré el papel hecho un bollo en el fondo.

Le eché un vistazo rápido, que bastó para reafirmar mi conjetura. No sólo estaba seguro de que una parte de esas letras y números atañía a una dirección, sino que incluso me resultaba familiar; aunque fue inútil intentar recordar a qué sitio correspondía. Al fin la busqué en la guía de la Capital Federal, esbozando una sonrisa melancólica al ver que el lugar no era otro que la nueva Biblioteca Nacional. Yo la había visitado en la escuela primaria, poco después de su inauguración. Recuerdo que esa mañana me perdí entre los anaqueles, y que mi reducido tamaño los percibió fríos e inconmensurables, como si hubiese caminado entre muros.

El sueño me impidió mantener los ojos abiertos y me vi forzado a abandonar esos agraciados recuerdos para ir a dormir.

Al día siguiente, al salir de la facultad, tomé un colectivo y me bajé en la puerta de la biblioteca. Me detuve unos segundos en las escalinatas e intenté imaginar qué era lo que me movía a investigar esa pista. Sabía que había decenas de cosas con más sentido para destinar mi tiempo y mi energía, pero, picado por una extraña curiosidad, o quizás por ese estúpido temor a una vida sin riesgos, decidí seguir adelante.

Completé un formulario e ingresé en la sala de lectura. Un breve paseo por los pasillos redibujó los recuerdos un tanto ajados por el tiempo; los anaqueles ya no me parecieron ni tan grandes ni tan fríos. Yo no tenía la menor idea de lo que había ido a buscar, pero fuese lo que fuese, primero debía descifrar la información contenida en el trozo de papel, y así lo hice. A la manera del Dr. Jones, leí los tres números y descubrí que cada uno correspondía, sucesivamente, a un piso, a la posición de un anaquel y al código de un libro. Por lo tanto, sólo debía identificarlos para develar el misterio.

El piso era el mismo en donde me encontraba. Perdido en un rincón muy oscuro, hallé el anaquel. Sin embargo, jamás pude dar con un libro que tuviera tal código. No porque el mismo fuera incorrecto, ya que los códigos de los volúmenes adyacentes justificaban su existencia, sino porque evidentemente alguien lo había sustraído, dejando en su lugar otro libro para que nadie notara su ausencia. Me sentí timado o, lo que es peor, aventajado por otro simple mortal, por un par.

Sentí lástima de mí, y bronca. Luego, resolví que no volvería a mi casa con las manos vacías. El libro que estaba frente a mis ojos se perfiló como el candidato perfecto para mitigar esa bronca; después de todo no pertenecía a la biblioteca y nadie lo reclamaría. Miré hacia ambos lados para percatarme de que nadie me estaba observando. Tomé el libro del anaquel y, antes de ocultarlo en mi mochila, examiné su aspecto. La cubierta era de un raro cuero; como de oveja, pero sólo fue una primera impresión. Por el olor, particularmente rancio, lo juzgué vetusto. Antes de que alguien advirtiera el espacio vacío en el anaquel, abandoné la biblioteca. No sonó alarma alguna.

Cuando llegué a casa preparé algo de comer y me recluí en mi habitación a inspeccionar el libro, que yacía en el fondo de mi mochila. Como dije, era un ejemplar raro y vetusto; el polvo que dispersaron sus hojas amarillentas al abrirlo me provocó alergia. Sin embargo, lo que luego verían mis ojos ameritaba soportar cualquier molestia. La textura del papel, la tinta negra, la tipografía arcaica, la falta de índice y la escasa puntuación fueron indicios de la excentricidad de aquella obra. El texto estaba escrito en inglés antiguo y, aunque yo desconocía esos primitivos vocablos, me atreví a penetrar en sus secretos, reflotando los pocos conocimientos de inglés que traía de la escuela secundaria.

Luego de inspeccionar algunas páginas, conjeturé que podría tratarse de la traducción de un evangelio apócrifo. Pero no fue hasta haber revisado casi la mitad del libro advertí que mis manos sostenían lo que había ido a buscar.

Por fortuna, ningún par se me había adelantado, sino que, por el contrario, era obvio que la persona que había colocado la pista en el libro de Kraus también había intercambiado los libros en la Biblioteca Nacional; posiblemente buscando deshacerse del volumen que yo había encontrado. La idea de deshacerse de un libro ocultándolo en el más recóndito anaquel de una biblioteca me recordó "El Libro de Arena". Por suerte, el que yo contemplaba poseía un número finito de páginas.

Lo que precipitó mi atinada conclusión fue el haberme topado con la siguiente frase: "Now speke we of yonge Leander who opynde the dore and lette the presoners oute of the Adangêliön". Mis ojos la recorrieron una y otra vez, tratando de interpretarla, de traducirla palabra por palabra. El resultado obtenido no fue menos defectuoso que su mentor: "Ahora volvamos al joven Leander que abrió las puertas y dejó libres a los prisioneros del Adangêliön". La sentencia despertó mi curiosidad al instante, pero sabía que me sería imposible realizar una correcta interpretación de aquellas páginas.

Recordé entonces que tres meses atrás un amigo mío de la infancia, que conocía perfectamente la gramática y el vocabulario de la lengua involucrada, había vuelto a Buenos Aires. Lo llamé por teléfono y acordamos encontrarnos dos días después en una casa que él alquilaba en Caballito. Mi voz no pareció sorprenderlo en absoluto, mas me confesó que estaba contento de oírla.

Su nombre es Marcos. Lo conocí en la escuela primaria; ingresó en la institución en sexto grado y en séptimo ya éramos grandes amigos. Durante el tiempo que vivió en el barrio festejamos juntos los cumpleaños. De niño supo que quería ser arqueólogo y así se mantuvo: amante incondicional de la época medieval y, en particular, de las Cruzadas. Entre los idiomas que domina se encuentran el inglés antiguo, el sánscrito y el arameo. Un par de años en Londres le permitieron acceder a no sé qué renombrado premio. Vive solo; su profesión lo mantiene viajando constantemente. Él prefiere la aventura de una novia en cada puerto a la calidez de un hogar y de una familia, algo para lo que, considera, aún somos jóvenes.

Yo siempre llevé una vida totalmente opuesta, aunque en el fondo anhelara una cuota de su osadía.

Cuando nos encontramos me dio un fuerte abrazo, que correspondí con cierta indiferencia. Antes de introducirlo en el tema debí soportar algunas aburridas anécdotas en la isla de Santorini. Le comenté el episodio de la biblioteca y los hechos ulteriores; luego le entregué el libro. Lo colocó en su escritorio, encendió la luz y, con una pequeña lupa comenzó a leerlo desde el párrafo que yo había marcado. Algo irónico, me felicitó por la traducción y me propuso que se lo dejara para examinarlo. Me prometió respuestas para el día próximo y no aceptó una negativa. Desprenderme de aquel objeto me resultó desesperante, pero entendí que no había otra forma de llegar a la verdad.

Al otro día me llamó entusiasmado y me citó en un bar. Llegó puntual, cosa inusual en él. Luego refirió unas palabras acerca del libro. No se aventuró a afirmar nada en relación a la época y al lugar donde había sido escrito; parecía que aquello escondía un misterio mayor que el propio espacio y tiempo.


Ilustración: M. C. Carper

Unas grandes y pronunciadas ojeras eran las pruebas irrefutables del insomnio; había pasado toda la noche leyendo el libro, interpretándolo, desmenuzando el contenido de cada hoja, y yo estaba ansioso por escuchar algo relacionado con esa palabra secreta.

Por fin, comenzó un coloquio que duró aproximadamente una hora. Lo que leerán a continuación no es más que un resumen de lo que me dijo:

Según versa lo escrito, a diferencia de lo que afirman las creencias que nos han inculcado, el alma no es una única entidad, sino que es la conjunción perfecta de otras tres. La primera, denominada "Thectus", es la representación del bien, la segunda, "Practos", contiene la verdad absoluta del universo, y la tercera, llamada "Demostis", es la representación del mal. Cuando una persona muere, estas tres entidades se separan, aguardando, en un lugar ignoto, la concepción de un nuevo ser para unirse nuevamente. Sin embargo, por alguna razón desconocida e imprevisible, dos almas pueden quedar atrapadas como en una especie de eterno intercambio circular. Esto quiere decir que, durante cada transición, dichas almas intercambian dos de sus entidades: el Thectus de una por el de la otra y, en igual forma, el Demostis; el Practos no se intercambia, pues la verdad, ante los ojos del universo, es única y la misma para todos.

Una vez producido el fenómeno, dos personas nacerán y morirán al mismo tiempo, encontrándose en cada vida y sintiendo que una parte de su ser le corresponde al otro. Ese particular y eterno fenómeno es lo que se define como Adangêliön.

En ningún momento el texto alude a su autor, sólo menciona a un tal Leander quien, según parece, fue el único guerrero capaz de liberar a dos almas de dicho estado.

Lógicamente, inquirí cómo se había podido llevar a cabo esa interrupción del fenómeno. Marcos me explicó que aquel guerrero, llamado Leander, debió dar muerte a uno de los dos pobres diablos y, luego, hasta el fin del día, supo proteger al restante de las garras de la muerte. Según el libro, esto es casi imposible de consumar, ya que cuando uno de los dos perece las fuerzas del Adangêliön hacen lo imposible para conducir al superviviente al mismo destino; pero si se logra, el alma del fallecido no puede intercambiar sus entidades y éstas vuelven a unirse para conformar el alma de un nuevo ser.

Marcos decidió quedarse a vivir en Buenos Aires para estudiar el libro hasta extraer la última gota de conocimiento. Para mí, la historia era por demás descabellada, y no reparé en dejar el libro en sus manos, mas su obsesión por el mismo comenzó a hacerse notoria con el tiempo.

Cierto día se apareció en mi casa; estaba como drogado, no paraba de gesticular y de hablar efusivamente. Dijo que había descubierto una verdad increíble que nos atañía a ambos. Me preguntó la hora exacta en que había nacido. Yo la tenía fresca porque mi madre, con frecuencia, jugaba esos números a la quiniela. Mi respuesta lo puso aún más frenético. Luego, recordó los muchos cumpleaños que habíamos festejados juntos y relató algunos pasajes de nuestras vidas. Le pedí que se dejara de dar vueltas y que fuera al grano. Finalmente, sentenció que nuestras almas habían sido atrapadas por lo que conocíamos como Adangêliön. Le murmuré que estaba loco y que tenía la sensación de que mi casual encuentro con aquel trozo de papel en el libro había sido obra suya, para burlarse de mí una vez más. Después, le indiqué la puerta.

Antes de retirarse, me aseguró que traería pruebas.

Ya pasaron tres años de aquel entredicho y, cada día, me siento más atrapado. Marcos dice que debemos ser los únicos en todo el universo y que es una bendición. Yo creo justamente lo opuesto, lo cual es lógico. Hace algunos días intenté compartir el secreto con mis allegados, pero no encontré a nadie que me creyera y, mucho menos, que estuviera dispuesto a ayudarme. Sé que si un hecho tuvo lugar aunque sea una vez, puede volver a suceder. Creo —estoy seguro—que puedo ser mi propio salvador. De dar resultado mi plan, juro que escribiré mi nombre junto al de Leander.

Hoy, el libro descansa donde lo encontramos y sigue siendo, para mí, tan misterioso como peligroso. Dejo esta nota a modo de advertencia, en el mismo libro de electromagnetismo de J. D. Kraus donde todo empezó, junto al mismo trozo de papel donde vi esa palabra.

Lamento la suerte que correrá Marcos, pero así está escrito, y así deberé resistir durante el resto del largo día...



Leandro Aníbal Vives nació en 1979 en Buenos Aires, Argentina, ciudad en la que aún vive. Estudió Ingeniería Electrónica en la UBA y se graduó en 2005. Actualmente trabaja en investigación en el área de Antenas y propagación de ondas. Con respecto a la literatura, obtuvo menciones en algunos concursos de cuentos en Buenos Aires, y en 2006 ganó el primer premio en género cuento del 11° Concurso capitalino y provincial de poesía y cuento "Urbano y suburbano 2006", otorgado por Ediciones Baobab. Como premio, editó su primer libro de cuentos, El engaño del tiempo, en julio de 2007.



Este cuento se vincula temáticamente con "LEYENDA A LAS PUERTAS DE UNA SALA DEL MUSEO DE ARTE MODERNO", de Mauricio-José Schwarz, "BIBLIOTECA POPULAR", de Franco Arcadia (128), y "EL LIBRO DE COCINA DE LOS MUERTOS", de Alfredo Alamo (156)


Axxón 184 - abril de 2008
Cuento de autor latinoamericano (Fantástico : Fantasía : Libros herméticos : Policial : Argentina : Argentino).