El sin fin de lo mismo. (Mercancía, alienación y exilio en "Hacia la alegre civilización de la capital", de Samanta Schweblin)1 por Elsa Drucaroff |
Introducción
I
Hace unos cinco años un alumno de la facultad me habló de una escritora nueva que hacía cuentos muy raros, me habló de situaciones donde la gente se caía adentro de agujeros negros y salía en cualquier otro momento, de una especie de terror humorístico, o de humor inquietante, nombró a Kafka, dijo la palabra violencia.
En ese momento no la leí porque estaba trabajando en otros temas, pero el sutil y pequeño boca a boca de los lectores jóvenes hizo que la pusiera mentalmente en mi lista de asignaturas pendientes, junto con otros títulos y autores que ellos me nombraron por primera vez. La insistencia, el run run, el pequeño pero sostenido entusiasmo crecían con ritmo tan lento como sólido. Entonces supe que algo se estaba gestando y para poder empezar a entenderlo preparé para la revista Eñe una nota sobre la nueva narrativa argentina en mayo del año 2004. Fue entonces cuando leí a Samanta Schweblin.
Ella andaría entonces por los 25 años. A los 23 había obtenido el primer premio del Fondo Nacional de las Artes y el primer premio del Concurso Nacional Haroldo Conti con su primer y hasta ahora único libro publicado, "El núcleo del Disturbio". Había logrado editarlo en la editorial Planeta, un grupo editorial poderoso de gran presencia en el mercado. Sin embargo, no fue por su Departamento de Prensa, ni por la exhibición en las mesas y vidrieras de las librerías, ni por el interés del público lector argentino en escuchar nuevas voces y descubrir talentos que yo llegué a Samanta Schweblin. De nada de eso disfrutó su libro. Llegué a Samanta Schweblin como a algunos otros autores demasiado buenos de estas últimas décadas: llegué, quiero subrayarlo, porque una movida dinámica de lectores jóvenes, reducida en número pero demasiado importante en sensibilidad, interés y percepción, me convocó a que llegara.
Y ahora yo continúo la cadena y los convoco a ustedes, lectores de Axxón.
II
Después de 1983 el gran público perdió interés por la literatura argentina y los narradores y poetas se pusieron a escribir en la oscuridad, frente a la indiferencia general. Los motivos son muchos y no vienen al caso. Los poetas fueron los primeros en reaccionar: entrados los noventa, a fuerza de autogestión, imaginación y fuerza estética armaron una movida que, si bien no se impuso en los lectores medios argentinos, generó poesía de alta calidad y logró llamar la atención y hasta obtener consagración, a veces, por parte de la crítica especializada. Sin embargo, la narrativa permaneció en la oscuridad. Allá por 2004 muchos escritores nuevos explicaban con razón que la soledad y el aislamiento eran la marca de su oficio. "Lo que hacemos", decían, "no interesa a nadie". Por entonces, mientras lectores ávidos y cultos del "mundo real" explicaban convencidos que después de Borges y Cortázar nadie había logrado en Argentina hacer un fantástico que fuera realmente nuevo, Schweblin publicaba El núcleo del disturbio y ellos no se enteraban.
Pero algo se estaba gestando. No leen solamente los que creen que la única literatura buena fue la que leyeron hasta 1983, hay lectores que creen que el mundo sigue andando. En el 2004 coordiné el ciclo "Jóvenes a la intemperie", sobre nueva narrativa argentina, en el Centro Cultural de España; el ciclo fue un éxito, sobre todo entre los jóvenes, y dio espontáneamente a luz un grupo de lectores multigeneracional y heterogéneo que se llamó Mataronakenny y coordinamos Ariel Bermani y yo. El núcleo del disturbio, ese magnífico primer libro de relatos de Schweblin, fue una de nuestras primeras lecturas.
A finales de ese año Mataronakenny realizó un documento con conclusiones y preguntas para los escritores leídos y los convocó a un encuentro. Vinieron casi todos y todos los que vinieron coincidieron en algo: estaban aislados. "Nos tienen que juntar ustedes", dijo Samanta Schweblin, sonriendo. Y los lectores los juntaron.
Tal vez sin darse cuenta, ya habían empezado esa tarea imprescindible algunas revistas virtuales. La máquina excavadora, efímera pero medulosa revista de la cual saldría otra igualmente medulosa y nada efímera, El interpretador (algunos de cuyos integrantes participaron en Mataronakenny) era una iniciativa armada fundamentalmente por gente que pasó por Letras en la Universidad de Buenos Aires. La máquina... publicó cuentos de Samanta, que no venía de Letras (es egresada de la carrera de Imagen y Sonido). Más tarde, en marzo de 2005, los responsables de la estupenda revista de cuentos Mil Mamuts, Alejandro Larre y Franco Vaccarini (que vienen de otros lados) dedicaron en su primer número un dossier de cuentos a Samanta Schweblin, presentado por el gran Elvio Gandolfo, uno de los no tantos lectores de otra generación que sabe que el mundo no se ha terminado. En septiembre de ese año, Maximiliano Tomas, narrador y director actual del Suplemento de cultura de Perfil, eligió un cuento de Samanta para la antología de autores menores de 35 años, La joven guardia (editorial Norma). En abril de 2006 la escritora Florencia Abbate incluyó un cuento suyo en Una terraza propia, antología de escritoras jóvenes (Norma).
El boca a boca atravesaba transversalmente una reducida pero muy dinámica vanguardia de jóvenes lectores, se iba gestando la nueva movida narrativa argentina, los escritores "se iban juntando" y la literatura de Schweblin no se imponía por la decisión de una élite de académicos exquisitos, crecía por su propia potencia en un entorno vivo, eludía maquinarias de aparato, ghettos y amiguismos, era una fuerza más en un clima donde cada vez es más claro que las cosas han cambiado.
El modo sutil en que los cuentos de Schweblin se abrieron paso llegó afuera del país. Relatos suyos integran las antologías Quand elles se glissent dans la peau d'un homme (Éditions Michalon, Francia. 2007) y Cuentos Argentinos (Siruela, España 2004). Cobró por publicarlos una suma que no le alcanza para comprar las antologías, pero seguirá publicando en el extranjero: algunos de sus cuentos ya fueron traducidos al inglés, al francés y al sueco, para aparecer en revistas o suplementos culturales.
Nada de esto impidió, claro, que en la Argentina El núcleo del disturbio fuera enviado a saldo por la Editorial Planeta poco después de aparecido. Cuando la difusión de un libro no depende de un premeditado aparato poderoso de prensa, cuando los libreros no están dispuestos a usar espacios de sus mesas más que con lo que saben positivamente que va a vender mucho y muy pronto, se precisa una política de mercado que se base en el boca a boca, en el goteo lento, en el abrirse paso. Se precisa, en suma, tiempo. Y los depósitos atiborrados de publicaciones de los grandes grupos editoriales que dependen de capitales extranjeros no tienen ese tiempo, necesitan el espacio para la multitud de títulos en gran parte anodinos o idiotas que salen mes a mes. No es maldad, no es nada personal, es el modo en que está pensada la empresa.
Ocurrió entonces una paradoja que lamentablemente está tan naturalizada entre nosotros, que a nadie asombra o asusta: la escritora argentina que gana el 1° de febrero de este año el premio Casa de las Américas, uno de los más prestigiosos en lengua castellana, tal vez el último, al menos en lengua castellana, donde la transparencia se garantiza a la vez porque el seudónimo sea obligatorio y no haya pre-selección a cargo de lectores anónimos, uno de los últimos o tal vez el último donde cada uno de los importantes escritores del jurado han leído cada una de las obras presentadas. Samanta Schweblin gana el premio en narrativa (en poesía gana otra argentina, Laura Yasan) y la prensa quiere leer su libro anterior... ¡No puede! No se encuentra, hay que correr a las librerías de saldo de Corrientes a ver si se tiene la fortuna de conseguir alguno. No se trata de que no fue rentable para la editorial: es una obra publicada con un premio, la editorial hizo su negocio en el momento mismo en que lo sacó; se trata de la lógica de una producción de libros que no contempla una política cultural.
El nuevo libro premiado es de relatos y se llama La furia de las pestes. "Quizá no sea el título definitivo", advierte Schweblin, "pero así lo nombro por ahora y con ese titulo se premió". El jurado que la eligió por unanimidad fue integrado por Mario Bellatin, de México; Luis López Nieves, de Puerto Rico; Humberto Mata, de Venezuela; Francisco Proaño Arandi, de Ecuador (que además es el embajador de Ecuador en Argentina) y María Elena Llana, de Cuba y dijo sobre la obra: "alcanza una alta calidad estética, tanto por el conocimiento que demuestra de las técnicas y posibilidades del género, cuanto por la originalidad con que aborda aspectos de la realidad desde diversos enfoques - lo extraño, lo absurdo o lo simplemente cotidiano-, todo ello con un lenguaje al que, más allá de su economía de palabras, sustentan el intenso ritmo interior y un inexcusable aliento poético".
Algunos de los cuentos que lo integran, como "El Cavador" o "Papá Noel duerme en casa", ya han sido publicados en antologías, o en Perfil. Otros se pueden leer en su página web, www.samantaschweblin.com.ar. Sigue sobrevolando sobre ellos ese extraño efecto fantástico que ella define como "cornisa", porque se mantiene siempre en raras y ambiguas relaciones con el realismo, y también mantienen la ironía ácida y la mirada completamente imprevisible que ya se podía admirar en El núcleo del disturbio.
Hacia la alegre civilización de la capital
"Ha perdido su pasaje y tras las rejas blancas de la boletería se le ha negado la compra por falta de cambio." Con esta oración se inicia "Hacia la alegre civilización de la capital", de Samanta Schweblin.2 Todo lo que se narre allí estará provocado por esta situación: no la falta de dinero sino la imposibilidad de comprar. No se puede adquirir un pasaje para volver a "la Capital" y por eso hay relato. La falta de cambio saca al dinero de su lugar de equivalente general, espejo de valor que permite adquirir todo. Y algo de esa "alegría" de poder adquirir todo supone el predicar como "alegre" a la "civilización de la Capital". Con un acento falsamente ingenuo, con entonación socarrona y lejana, el texto define como alegre a esa "civilización" a la que los protagonistas intentarán retornar, donde las reglas son las nuestras: el dinero funciona como equivalente universal de toda la riqueza.
La "alegre civilización" está circunscripta a un espacio urbano: la "Capital"; nunca se la nombra como "ciudad" pero claramente se la opone al "campo". Y en la oposición entre ella y el campo, la mercancía es la protagonista.
El "campo" es el espacio donde Gruner y los demás oficinistas no logran que su dinero sirva para entregarse a cambio de nada. "Ofrecer pagar a cambio de su trabajo. Pagar por cualquier cosa, pagar por la merienda" (p. 20) son intentos desesperados y vanos que se hacen en esa casa de campo. Pero en el campo del cuento no existe el alegre don civilizado del intercambio mercantil. Los intercambios que Pe y Fi proponen son justos: trabajo por comida y una economía inserta además en un absurdo y ficcional núcleo amoroso que es la familia, con papá, mamá e hijitos oficinistas (el humor socarrón, el humor absurdo, el permiso para el disparate, esto tiene que ver con linajes postmodernos como César Aira, por un lado, y modernos como Boris Vian): Pe y Fi son una suerte de bonachones y amantes padres campesinos que encarcelan a los oficinistas sin cambio y los obligan a ocuparse de la tierra, tratándolos como si fueran sus hijos. El reparto es tradicional: mamá Fi cuida, mima, cocina, lava; papá Pe organiza el trabajo en la tierra, instruye en los oficios del campo. Los "pequeños oficinistas" participan así en una economía de intercambios no mercantil que carece de fetichismo y de alienación. Por eso el conejo que cazó el joven Cho se refleja en su "rostro complacido" y es festejado por todos (p. 19), cada uno ve en ese conejo el trabajo solidario de Cho. Sentarse a la mesa a comer es un contacto alegre y humano... incluso si también es fingido, producto del sometimiento y la obligación, incluso si en la escena los oficinistas prisioneros disimulan la rabia contenida.
En esa línea, cuando "la alegre civilización de la Capital" irrumpa finalmente en el campo, se definirá desde la ruidosa alegría alienada de la diversión urbana: "gente alegre, repleta de artículos de oficina y probablemente repleta de cambio" (p. 28). "Artículo" es la palabra mercantil para señalar cada producto en venta. Un tener cosas, una alegría de lo que se posee, un festejo de propietarios privados caracteriza a "la alegre civilización de la Capital". En cambio, lejos de ella, los oficinistas "ya han perdido todo. Mujeres, hijos, trabajo, un hogar, esas cosas que podrían tenerse antes de quedar varado en una estación como ésa". (p. 22)
Es interesante detenerse en esta cita porque aunque mujeres, hijos y hogar son palabras que pertenecen al orden de géneros, la construcción verbal de que dependen, "han perdido todo", y su coordinación con la palabra trabajo connotan más bien el orden de clases. Esos bienes -"mujeres, hijas, trabajo"- son cosas por tener que se pueden perder si uno no logra imponer el intercambio mercantil en una estación de trenes. La gente de "la alegre civilización de la Capital" que descenderá en el andén del campo al final del cuento está repleta de cambio, de artículos de oficina y de "mujeres, hijos, hogar y trabajo". La propia "alegre civilización" es un bien privado a cuidar. Aparece por primera vez en el cuento en posición sintáctica de objeto directo del verbo "negar", un objeto que un sujeto niega a otro sujeto: "el miserable que le ha negado la civilización alegre de la Capital" (p. 12)
Otra cita curiosa: la mesa servida de la casa de Pe y Fi, la riqueza desplegada sobre la mesa tendida traen un recuerdo: "a Gruner le recuerda a aquellas íntimas festividades navideñas de su infancia y, por qué no, a la alegre civilización de la capital".
"Las íntimas festividades navideñas de la infancia" es un sintagma que proviene sobre todo del Orden de Géneros y de una cultura que atraviesa ciudad y campo: ambos tienen íntimas festividades, hogar (eso que en la cita anterior se declara tal vez perdido), familia. ¿Por qué Gruner no reconoce en ese campo, entonces, "la alegre civilización de la capital"? ¿Qué le falta a esa mesa tendida? Una posible lectura es que le falta la lógica de la mercancía. En esa mesa la riqueza no se obtuvo con dinero y el dinero no media aunque sea indirectamente las relaciones entre los que allí van a a sentarse, como ocurre en la "civilización de la Capítal".
En esa escena, ¿qué los reúne alrededor de la mesa? En apariencia, un remedo del amor familiar, aunque los lectores sabemos que se trata de un teatro forzado. En el fondo, una coerción extraeconómica, pre-capitalista, que más se parece a un secuestro, a una maligna relación entre captores y prisioneros. Tal vez lo no "civilizado" de la escena que despierta la nostalgia de Gruner por "lo civilizado" de la capital pase entonces por el carácter extraeconómico del vínculo humano, por la ausencia de ese consenso que supone la relación mercantil, esa libertad jurídica del mercado que Marx describiera sarcásticamente como libertad del obrero de morirse de hambre, libertad de pactar con el patrón la plusvalía que va a extraerle, pero que en la mirada alienada de los oficinistas es preferible y añorable en cualquier circunstancia.
Porque si de algo se trata este relato y en general todos los relatos de Samanta Schweblin es de la alienación, de la percepción rigidizada y estancada por una alienación inamovible, y de una voz narradora que puede burlarse socarronamente de todo eso, registrarlo, sin encontrar sin embargo un sustrato libre, desalienado, que esgrimir en contra.
El adjetivo alegre es emblemático para esta mirada socarrona: la civilización de la capital es rica en cambio y en artículos, es consensuada, hace mucho ruido, toca literalmente bombos y platillos cuando finalmente baja del tren. Son razones nimias, vacuidades que tiñen a la palabra de ironía y coexisten con la sordidez, el vacío que se narra.
La oposición capital - campo parece tajante. No obstante, en realidad va a ser borrada por el cuento en un movimiento bastante siniestro donde la alegre civilización de la capital terminará penetrando el campo. La convivencia entre la oposición tajante y la contaminación de fronteras está anticipada. El recuerdo de Gruner ante la mesa tendida, por ejemplo, pero también algo gracioso e inquietante: en ese mundo casi de maqueta, exterior, pura superficie, en ese reino rígido de roles que se organiza como verosimilitud consistente, los "pequeños oficinistas" siguen siendo todo el tiempo oficinistas: en la casa de Pe y Fi, Gruner ve que "un oficinista, un hombre de facciones orientales vestido como él, un hombre que posiblemente tome el próximo tren y lleve consigo suficiente cambio para dos boletos, entra a la cocina y saluda a la mujer" (p. 17) "Bajo el mando de Pe, los oficinistas trabajan la tierra." (p. 18). "Charlar una que otra vez con los hombrecitos de oficina. Descubrir en Gong facultades increíbles en lo que se refiere a teorías de eficiencia y trabajo grupal. En Gill, un abogado de alto prestigio. En Cho, un contador capaz" (p. 20)
A diferencia de construcciones ideológicas frecuentes en la literatura de los 60-70, por ejemplo en la obra de Rodolfo Walsh, no es el oficio lo que cambia a los humanos. En comparación con un cuento como "Nota al pie", "Hacia la alegre civilización de la capital" ha cruzado una frontera respecto del ideologema frecuente en Walsh, que podría llamarse "ideologema de los oficios terrestres". Un oficio terrestre es un modo de especialización en el trabajo capitalista por el cual un ser humano se gana la vida en esta tierra; es una tarea que constituye una subjetividad y sólo en condiciones de realización injusta deja de ser un factor de identidad para volverse alienación. Ese proceso cuenta León en "Nota al pie": cómo devino intelectual, habiendo partido del oficio de mecánico, y cómo en ese nuevo oficio terminó reencontrando la explotación y la alienación que lo lleva al suicidio. Pero en el cuento de Samanta Schweblin no hay procesos de transformación, devenires: el relato mismo está escrito desde la alienación. Schweblin produce un cronotopo donde la oposición ciudad - campo es falsa, tiempo-espacio son uno y eterno, no hay movilidad ni cambio; detrás de cualquier escenario, el puro vacío se revela al final tal cual es.
Dos lugares opuestos que en realidad son lo mismo, cambios que no son cambios, identidades que apenas son roles. Éste es un cuento del lo mismo, ese lo mismo que los novelatos de Marcelo Cohen sueñan con aniquilar, esa homogeneidad desazonante de la barbarie iluminista que denunciaran Adorno y Horkheimer y ha llegado mucho más lejos de lo que la exasperada y pesimista denuncia pudo incluso imaginar.3 Llevada a su máxima expresión, la lógica de lo intercambiable, de la mercancía, es lógica del lo mismo. No hay sino un lo mismo que amenaza en todas partes. Siempre se está donde falta la diferencia, se vaya a donde se vaya. La lógica de la mercancía aparece en este cuento en su expresión más terrorífica, inamovible. No es cambiable ni demostrable, no llegó de algún modo y por lo tanto puede irse de otro modo: es un dato de hecho, condición misma del relato, su piso, su presuposición. Y si no fuera por la mirada socarrona y lúcida (que, aunque no logre ver otra cosa diferente sí entiende el absurdo, el disparate, la desazón de todo esto), sería simplemente una presuposición naturalizada.
Schweblin usa el cine. Un tiempo presente que connota el guión cinematográfico se elige para narrar durante todo el relato. El modo en que describe acciones refuerza esa connotación. El lenguaje del género guión es descriptivo y presente porque explica a quienes van a rodar y montar el film qué se ve en cada momento en la pantalla. Se escribe lo que se ve. Los diálogos van en otra columna, separados: son lo que se escucha. Este relato elige casi siempre contar sin diálogos, es puro movimiento visual. El texto comienza narrando una causa que no se ve ("ha perdido su pasaje") en perfecto compuesto, pero sentada esa mínima causalidad que organiza todo, se continúa con la imagen visual "tras las rejas blancas", y así se sigue:
"Ha perdido su pasaje y tras las rejas blancas de la boletería se le ha negado la compra por falta de cambio. Desde un banquito de la estación, mira el inmenso campo seco que se abre hacia los lados e intuye que pronto sucederá algo terrible. Cruza las piernas y extiende las páginas del periódico para encontrar artículos que apuren el paso del tiempo. La noche cubre el cielo y a lo lejos, sobre la línea negra en la que se pierden los rieles de la estación, una luz amarilla anuncia próximo el tren de la tarde." (p. 11)
Por momentos esta técnica se interrumpe para contar breves procesos psicológicos internos, pero el relato es predominantemente visual y cuando se acelera el ritmo se apela a un infinitivo que encadena acciones en un montaje rápido, connotando velozmente el paso rutinario del tiempo: "Volver a llorar frente a la boletería y por la noche ofrecerse para preparar el almuezo del día siguiente. Cazar con Cho conejos de campo, sugerir pagar en agradecimiento a la buena voluntad de la familia, pagar al menos los servicios de cocina. Procurar saber cómo se hace esto y lo otro y procurar también pagar por aquella información tan importante (...) y cada tanto, con la esperanza que sólo renace en algunos días, la de conseguir cambio para pagar su pasaje, sentarse en el banco de la estación y contemplar un nuevo tren que, ante las inevitables señas de Pe, pasa sin detenerse". (p. 20).
Si a veces se remite al montaje cinematográfico, otras al movimiento de una cámara: "una mano fuete, que es la de Gruner, se aferra a uno de los caños que forman las rejas de la escalera trasera del tren y el mismo impulso de la velocidad de la máquina desprende a Gruner y perro de la estación como de un recuerdo que se ha pisado hasta hace poco pero que ahora se aleja y se pierde como una mancha en el campo verde" (p.28)
El uso del cine es frecuente en los cuentos de Schweblin. ¿Cómo leerlo en "Hacia la alegre civilización de la Capital"? Adorno y Horkheimer señalaron no sólo el mecanicismo y el lo mismo del que venimos hablando sino la puesta en juego de esta tendencia en las imágenes de reproductibilidad técnica.4 Schweblin usa el cine porque hace con la escritura lo mismo que cuenta, escribe lo que dice que escribe: pone en juego el lo mismo tanto desde la trama como desde una tecnología de repetición. El cine repite lo que ve, rezongan Adorno y Horkheimer; tranquiliza al espectador, explicándole que está mirando en una obra de arte lo mismo que existe.
Sin embargo, en este relato lo mismo se vuelve terrorífico, nada tranquilizador. No hay un uso realista del lo mismo (como por otra parte tampoco lo hay necesariamente en el cine del que hablan Adorno y Horkheimer, ni en el realismo como estética que ellos esencializan, pero no es objetivo de este trabajo discutirles). Dijimos: "Hacia la alegre civilización de la capital" hace lo que cuenta: relata que pese a la oposición tajante de espacios, ambos son exactamente el mismo cronotopo; pese a que el campo aparece como irrupción de lo inquietante (y remito acá a otra lectura alrededor de este y otros cuentos actuales que tiene como eje lo fantástico y que leí en este mismo lugar5), pese a que la supuesta normalidad añorada se opone a la terrorífica prisión absurda en el campo pre-mercantil, no hay oposición alguna que tenga sentido. El único lugar "bueno" es siempre el que no se tiene, porque en realidad no existe lugar "bueno". Basta llegar a donde no se estaba, poseer lo que no se poseía, para entender que es igual al que se ha dejado, para imaginar o saber, qué importa la diferencia, que lo que vale está siempre en otra parte.
El encierro, el exilio humano en el lo mismo (pese a todas las convicciones anticapitalistas, antiiluministas, antimercantiles e incluso antipatriarcales que se pueden encontrar en esta denuncia) es irreversible. La escritura cinematográfica por la que opta el relato no connota sólo reproducción, también apela al género que por excelencia se escribe sólo como herramienta, no como fin en sí: instrucción para filmar cuyo único sentido es ser reproducida en una instancia posterior e industrial.
Adorno y Horkheimer difícilmente concebirían la inquietud y el efecto siniestro de esta escritura, y sin embargo revela lucidez en este contexto histórico. Es literatura que los propios Adorno y Horkheimer festejarían por su negativa a producir una conciliación con el mundo que reemplaza y denuncia. Este cuento no es un disparate cool, festivo, uno de los textos cómplices y livianos que tanto éxito tienen a veces en la crítica. Frente a la imposibilidad de vislumbrar una salida, esta literatura escrita por alguien que no tiene 30 años se reserva el derecho de la observación y la lucidez, de volver relato ese lo mismo desde una orientación distante, burlona (en el sentido de burla dialógica bajtiniana) y crítica.
Es interesante comparar este gesto literario con uno claramente moderno. En "Nota al pie", Walsh propone una literatura donde la escritura puede valer una utopía, como si dibujar con la escritura una nota al pie discriminada, la N. De T. de cualquier edición, que avanza y "triunfa" sobre el texto central, fuera un hecho reparador, justiciero, homenaje y solución utópica, literaria, a la opresión y alienación del obrero traductor en la industria editorial capitalista. El planteo mismo supone la confianza de que esto tiene algún sentido, alguna posibilidad de imaginar un mundo mejor, una justicia aunque más no sea en la hoja impresa, autónoma y artística.
Entendiendo al relato en definitiva como mercancía, Roland Barthes se hace una pregunta en S/Z, cuando analiza "Sarrasine", de Balzac: "¿qué vale este relato?.6 Si la trasladamos al cuento de Walsh, podríamos contestar: vale hacer justicia para León. En "Hacia la alegre civilización de la Capital" no hay propuesta posible. ¿Qué vale ese relato? Apenas un saber y el derecho a no ser cómplice, a mirar con distancia lo que se comprende, incluso a reír. Vale una empecinada resistencia subjetiva que no encuentra modo de objetivarse en una salida de acción eficiente, aunque sea en la ficción.
La escritura de Schweblin se engarza voluntariamente en la lógica del lo mismo como si entendiera que el arte hoy no puede fingirse "independiente" y "alternativo", que nadie escapa de producir y crear y advertir desde un adentro global. Salvo encontrar los claroscuros, las fisuras desde adentro, salvo resistir en un exilio activo e interno, no hay cómo escapar. No, por lo menos, desde el arte. La de Walsh tenía un afuera real en el que referenciarse. Schweblin escribe en mala época.
NOTAS:
1. Este trabajo es fruto del seminario "Mercado, literatura y nueva literatura argentina", que dicté durante el segundo cuatrimestre de 2005 en la carrera de Letras de FyL UBA, y también de varios programas desarrollados en el Seminario de Literatura Contemporánea en Lengua Española, a mi cargo en el ISP Joaquín V. González, donde trabajé el cuento desde su aspecto fantástico. Por eso, las conclusiones que acá se organizan están atravesadas además por ideas que aportaron mis alumnos. A todos ellos, entonces, mi agradecimiento.Cita bibliográfica: "El sin fin de lo mismo. (Mercancía, alienación y exilio en "Hacia la alegre civilización de la capital", de Samanta Schweblin)". En: Actas de las XX Jornadas de Investigación del Instituto de Literatura Hispanoamericana, Facultad de Filosofía y Letras, UBA. Bs. As., en prensa.