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PECADOSMarcos Zocaro |
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Después de un día sin muchas emociones, una clase de catequesis a la que ya nadie concurría y una misa que más bien había sido un solitario monólogo, el Padre Shiffer se encerró en su habitación. Quiso encender el equipo de audio pero ni siquiera ese aparato lo respetaba, por lo que tuvo que conformarse con el silencio, que de vez en cuando era interrumpido por un fugaz concierto de truenos.
Mientras empezaba a desvestirse, levantó la vista hacia el espejo, pero no se vio. Era ilógico, descabellado, pero hasta aquel pedazo de vidrio lo ignoraba. Dejó caer al suelo el cuello de la sotana y se fue acercando al espejo, hasta quedar prácticamente pegado. Y, como si se hubiese vuelto invisible, éste no lo mostraba a él sino al placard que había detrás. Un placard por delante del cual, luego de un crujido de la noche, cruzó velozmente una figura negra e indefinida.
El sacerdote volteó en un instante, pero ahí ya no había nadie, estaba más solo que nunca.
Con el corazón latiéndole a mil por hora, se arrodilló en medio del cuarto y pidió disculpas una vez más, tal como lo hacía diariamente desde hacía más de un año. Rezó diez Ave María y varios Padre Nuestros, hasta que inesperados pasos en el pasillo le impidieron continuar.
Temblando, y con un repentino y fortísimo dolor en medio del pecho, se asomó por la puerta: el pasillo estaba desierto y ya no se oían pasos; en cambio, desde la nave principal de la iglesia llegaban unos débiles gemidos de gato.
En penumbras, el religioso empezó a caminar hacia el lugar. Y a medida que lo hacía, los gemidos se fueron transformando en el estremecedor llanto de un nene.
Llegó al altar al borde de un ataque de pánico. Y cuando fue a prender las luces, las lámparas dieron un coordinado chispazo y se apagaron todas a la vez.
Accionó otra vez el interruptor, pero no tuvo éxito. Y un manto negro descendió sobre la parroquia, que era iluminada únicamente por esporádicos refucilos y por un pobre alumbrado público que se colaba por los vitrales.
El llanto, que se intensificaba cada vez más, salía del oscuro confesionario, al fondo de las filas de bancos.
El Padre Shiffer se fue acercando, muy despacio, conteniendo la respiración. Las piernas le pesaban, y creía estar alucinando.
Un relámpago lo hizo retroceder unos pasos. Y su corazón terminó por dar un vuelco cuando el llanto dio lugar a un prolongado grito de ultratumba, a continuación del cual un nene salió del confesionario y corrió hasta chocar contra la pared... y traspasarla.
El sacerdote escapó con desesperación, como si de eso dependiese su vida, pero al llegar al altar se frenó en seco. Había visto algo. Se dio vuelta, muy lentamente, y... descubrió al mismo nene de antes, ahora sentado en el banco de la primera fila. Tenía la cabeza casi entre las piernas y se balanceaba hacia adelante y hacia atrás, susurrando algo incomprensible. A pesar del calor, el aire que exhalaba de su boca era helado.
Con las pulsaciones lastimándole el pecho, el Padre Shiffer se le fue arrimando, sin dejar un solo segundo de invocar a Dios. Y, cuando estuvo a poco menos de dos metros, el nene levantó la cabeza de repente y le clavó la mirada, aunque esa espeluznante cosa no tenía ojos: sus órbitas estaban vacías...
El Padre corrió, corrió y no paró de correr hasta detenerse en la puerta de su habitación. Y, al tocar el picaporte, recibió una descarga eléctrica que lo estrelló contra la pared.
Lanzó un grito de dolor que podría haber destruido todos los vitrales de la parroquia; un grito que fue acompañado por una multitud de escalofriantes alaridos que provenían del vacío.
Súbitamente, la puerta de la habitación, que continuaba cerrada, empezó a latir como un reactor nuclear a punto de estallar; primero lo hacía despacio, pero luego los movimientos fueron tan violentos que la puerta parecía elástica. Y sus bordes irradiaban una luz cegadora.
El religioso se incorporó de inmediato y se replegó contra la pared, sin poder dejar de mirar horrorizado aquel espectáculo, mientras los alaridos continuaban acribillándole los oídos.
A los pocos segundos, la puerta regresó a la normalidad y los alaridos se enmudecieron. El cura permaneció un instante más sin despegarse de la pared, y luego se acercó a la placa de madera. En cámara lenta, llevó la mano hacia el picaporte y la abrió. Pero su habitación ya no estaba allí: su lugar lo ocupaba un interminable y sombrío pasillo.
Con el corazón en la boca, se adentró en la oscuridad. Avanzó unos cuantos metros hasta que... lo vio de nuevo. Allí se encontraba el nene, resplandeciente y con los brazos abiertos estilo crucifixión, vestido con una diminuta sotana negra, y ahora no sólo no tenía ojos sino que estaba decapitado; y su cabeza, chorreando sangre, rodaba por el suelo en dirección al Padre Shiffer. Él dio media vuelta y empezó a correr sin dejar de mirar hacia atrás, descubriendo que, aparte de la cabeza, lo perseguía un río de sangre. Una sangre de un rojo similar a la lava, una sangre que desprendía fuego.
Salió del pasillo y fue a cerrar la puerta, pero ésta ya no estaba.
Un trueno rompió uno de los vitrales de la pared y los vidrios llovieron sobre el sacerdote, que de todas formas siguió corriendo en dirección a la nave principal de la iglesia.
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La cabeza del nene ya había desaparecido, pero el río de sangre ahora tenía el caudal de un océano. Y el fuego devoraba las paredes.
Y los dibujos de los vitrales cobraron vida y empezaron a gritar. Jesús gritando. María gritando. Los Apóstoles gritando. Todos gritaban sin parar.
Al llegar al altar se lanzó sobre las piernas del enorme Jesucristo crucificado y las abrazó con fuerza, mientras el mar de sangre se desparramaba por todos los rincones y el fuego se multiplicaba.
Llorando, le pidió al Jesucristo un poco de misericordia. Y cuando lo fue a mirar a la cara, aquel Jesucristo ya no poseía el rostro del Hijo de Dios, sino del nene. Y lloraba sangre.
Un trueno resonó en toda la parroquia.
Y el Padre Shiffer fue envuelto por las llamas.
Y luego de una serie de relámpagos, el edificio colapsó.
La mañana después de la tormenta, una muchedumbre se agolpó ante las puertas de la antigua e impecable parroquia para ser testigos de cómo dos uniformados retiraban de adentro del edificio el cadáver del Padre Shiffer. Todos los allí presentes, sin excepción, consideraban como una injusticia lo sucedido, no porque les doliese la partida del sacerdote, sino debido a que el Padre Shiffer moría infartado a sólo dos días del inicio del juicio oral en su contra. De cualquier forma, todos, en especial los más creyentes, estaban seguros de que la Justicia Divina castigaría adecuadamente a quién había hecho semejante barbaridad con ese chiquillo.
Marcos Zocaro nació en 1985, en La Plata, provincia de Buenos Aires, Argentina, donde sigue viviendo y estudiando. En el 2008 le publicaron 8 cuentos policiales en el diario HOY de La Plata (dos de ellos recibieron una mención especial), otro cuento en "Colección Negra" (una antología de una editorial platense). Este año también ganó una mención de honor en los premios Junín País y el segundo premio del concurso de cuento del Rotary Club de City Bell.
Este cuento se vincula temáticamente con LLAMA DESNUDA, de Dimitris G. Vekios (177), LA MÁSCARA DE LA MUERTE ROJA, de Edgar Allan Poe (174) y VIAJE NOCTURNO, de Olga Appiani de Linares (147)
Axxón 192 - diciembre de 2008
Cuento de autor latinoamericano (Cuento : Fantástico : Terror : Apariciones : Argentina : Argentino).