LA DAMA DE LA LUNA

E. Verónica Figueirido

Argentina

I

La contadora de cuentos se acomodó sobre las pieles y, mirando sin ver a su público, comenzó la letanía que precedía a toda narración.

—A la Dama de la Luna, que nos provee de todo lo necesario, le agradecemos poder estar juntas esta noche. Y que este relato sea agradable a sus ojos, que todo lo ven.

Sintiendo la impaciencia de las mujeres y niñas que la rodeaban, inició la historia, tejiéndola lentamente a medida que hablaba, como si fuera la primera vez.


—En el principio de los tiempos sólo estaba el caos. La tierra y las aguas eran todo uno. Entonces las fuerzas primordiales vieron que eso no era bueno y separaron las aguas de la tierra. Después de eso vieron que todo estaba muy vacío, y crearon la vida entera. La que nada y la que se arrastra. La que vuela y la que hunde sus raíces en la tierra. Todo lo crearon. Al final crearon al pueblo, a la primera mujer, para que fuera capaz de dar vida con su vientre... —Se interrumpió un momento y elevó al firmamento sus ojos vacíos.

—Y el mundo se pobló —continuó con el relato— y prosperó. La primera mujer tuvo hijas e hijos en incontable número. Y las hijas desposaron a los hijos y su prole se desparramó como las hojas al viento.

ğEn aquella época aún no brillaba la luna durante la noche, ni el sol daba su luz en el día. No había ni día ni noche. Siempre estaba claro, nunca oscurecía. Pero sucedió que un día una niña con los pechos en flor, la más hermosa de todas las niñas, tuvo la suerte o la desgracia de que su primo se enamorara locamente de ella. Un amor sin respuesta.

ğMucho tiempo estuvo el enamorado intentando conquistar a la niña, mientras ésta se convertía en una joven mujer y buscaba su propio amor.

La contadora de cuentos hizo una nueva pausa, bebió un trago de agua para aclararse la garganta, y continuó:

—El primo enloquecía de rabia al verla con otros hombres, y juró que si no era suya, no sería de nadie. Esperó y esperó, al acecho como un cazador, hasta que llegó el momento. Con un cuchillo recién tallado se acercó traicioneramente a la muchacha, mientras ésta se lavaba el pelo en el arroyo. Y sobre ella se abalanzó. —Oyó la respiración contenida por la emoción. Siempre era lo mismo al llegar a esta parte—. Sí, se abalanzó sobre ella, y por cierto que le hubiera dado muerte si los cielos mismos no hubieran intervenido.

ğLos cielos, las antiguas fuerzas de la creación, tomaron a los dos y los llevaron junto a ellos. Vieron que era necesario dividir las horas y crearon el día y la noche. Pusieron a la joven en la noche, para que con luz de plata iluminara la oscuridad recién creada. Al enamorado lo pusieron en el día, para que su luz cegadora le impidiese ver a su amada. Ella atraviesa lentamente la noche, y él hace lo mismo con el día, sin lograr tocarla. Grandes males sucederán si alguna vez él la alcanza.

Para finalizar, añadió, como de costumbre:

—Y ella, la Dama de la Luna, vela desde lo alto por todas sus hijas, en todos los momentos de su vida.

La contadora de cuentos había finalizado su historia. Las presentes se levantaron con parsimonia, y en silencio, como era la costumbre luego de cada relato, y caminando bajo la luz bienhechora de la luna se dirigieron a sus hogares, donde sus hombres ya hacía rato estaban dormidos.


II

Le daba los últimos toques a su obra. Todos decían que ya estaba perfecta, pero a ella le parecía que aún le faltaba algo, no sabía qué. Era la figura de una mujer en avanzado estado de gestación, sin rostro, y con el cuerpo grotescamente exagerado. Digno homenaje a la Dama de la Luna.

La dejó a un lado mientras atendía las necesidades de su prole. Un niño y una niña algo mayor que ya salía con las demás en busca de alimento. Ella no podía evitar sentirse orgullosa de su hija. Si la Dama así lo quería, crecería para convertirse en una digna representante de su pueblo. Su hijo, en cambio, no tendría más remedio que ser un cazador, como lo era su padre y lo había sido su abuelo.

Se palpó el abultado vientre. Debía terminar pronto la ofrenda, antes de que su fruto madurara. Y ya estaba casi a término.

Esa noche, mientras todos dormían, se levantó envuelta en pieles y salió afuera, bajo la luz de la Luna. Con la vista en alto le rogó a la Dama protección para los suyos y ayuda para con su obra. Ahí la encontró la salida del sol, dormida bajo los cielos.

Logró finalizar su talla justo cuando comenzaba a sentir los primeros dolores. Se encomendó a la Dama y junto con una anciana se marchó hacia el sitio preparado de antemano. El parto no presentó complicaciones, y para su alegría, el recién nacido era otra niña.

Cuando abandonaron el asentamiento dejó la talla en un nicho toscamente excavado en la barranca junto al arroyo, rodeada de flores, en agradecimiento a la Dama por su ayuda.


III

Las flores que rodeaban la talla decayeron y se pudrieron, el polvo y los animales hicieron lo suyo, hasta que eventualmente el nicho, junto con su contenido, desapareció bajo una montaña de lodo en ocasión de una fuerte tormenta. El lodo se endureció y el arroyo desapareció, protegiendo a la grotesca talla de cualquier interrupción a su descanso, mientras sobre la superficie se sucedían las estaciones y los hombres se elevaban hasta alturas que su creadora no hubiera considerado posible.

Llegó el momento en que, por un hecho fortuito, la piedra en que el lodo se había convertido se hizo añicos, revelando la regordeta figura de piedra tallada. Suscitó mucho interés entre los estudiosos y entre simples curiosos, que se preguntaban por su significado, cuando no por quien la habría tallado con tanta maestría, si bien con una estética no compartida por las presentes generaciones. A ésta, y a otras figuras similares que se iban hallando, se las denominó "Venus".

En un mundo dominado por los hombres, era lógico que a un hombre se le atribuyera la creación de tales figuras.


IV

Llevaba un nombre que evocaba épocas pasadas, de miriñaques y esplendores: Violeta. Pero ella lo detestaba. Sentía que olía a rancio y a pesadas obligaciones y debilidades femeninas. Pensó en hacerse llamar Viola, pero eso era aún peor. La hacía sentirse una clase de mujer que no soportaba. La abuela se reía de todo esto, e intentaba convencerla de que Violeta era un nombre con aroma de flores. Ella sólo refunfuñaba aún más.

De su padre había sacado el escaso sentido del humor, y de su madre la terquedad. La mezcla de ambas actitudes la hacía una persona verdaderamente difícil de tratar. Pero su familia ya se había acostumbrado, como uno se acostumbra a un niño molesto o a un perro cargoso.

Ese día en particular, Violeta protestaba contra el mundo mientras se preparaba para salir con su nuevo novio. La iba a llevar a un lugar incierto a la increíble hora de las tres de la tarde. Pero recién hacía unos pocos días que habían comenzado a salir juntos y la chica todavía no se atrevía a descargar sobre él su malhumor.

La llevó a un Museo. Así, con mayúsculas. A ella, que no había pisado uno desde aquella visita con el colegio hacía tanto tiempo. Sin embargo, poniendo su sonrisa más dulce, se las aguantó y ahí entraron, con la guía en la mano.

Primero, la sala de dinosaurios. Podría decirse que era interesante. Las momias egipcias, inquietantes. Insectos, animales embalsamados, etc., etc.

Al fin llegaron ante una vitrina. Y ahí, frente a ella, se encontraba el objeto más extraño que jamás hubiera visto. En la tarjeta decía: Venus. Y algunas referencias al sitio donde había sido hallada. Era una figura (¿de piedra?) exquisitamente tallada, representando una mujer a punto de dar a luz, obesa, grotesca, sin rostro.

Nunca en su vida había Violeta experimentado una sensación semejante a la que tuvo al contemplar a la estatuilla. Sabía que era la primera vez que la veía, pero sin embargo le era extrañamente familiar. Se quedó ahí, mirándola, hasta que su novio sopló levemente junto a su oído para volverla a la realidad.

Fue la primera vez que vio la figura, pero no la última. Regresó muchas veces, ya sin el novio. Habían llegado a la conclusión de que no estaban hechos el uno para el otro (en realidad él se había hartado de ella), por lo que decidieron separarse sin rencores y sin la intención de volverse a ver.

—Impresionante, ¿no? —dijo una voz a sus espaldas.

Violeta no contestó.

—Tiene más de treinta mil años de antigüedad —fue el nuevo comentario.

Esta vez ella se volvió. El que había hablado era un hombre de aspecto corriente. Edad mediana, estatura mediana, algo panzón y medio calvo. Para nada su tipo. Lo miró de arriba abajo. Luego volvió a darse vuelta.

El otro ni se inmutó.

—Viene de Europa —continuó—. Se supone que es un símbolo de la fertilidad. ¿Ve qué trabajo exquisito? Su autor debió pasar muchas horas tallándolo.

—¿Su autor? ¿Por qué su autor?

—¿Cómo dice?

—Digo, ¿por qué no su autora?

El hombre soltó una risita nerviosa.

—Es sólo que... uno supone que... —No pudo seguir.

—Dígame —terció Violeta, picada—, ¿usted cree que todas las cosas importantes las tuvo que hacer un hombre?

—No, no, claro que no —intentó defenderse el otro, pero la chica había dado media vuelta y ya había salido del establecimiento, no sin antes largarle un: "¡Machista!". El pobre hombre se quedó mirándola mientras se preguntaba qué bicho le habría picado. La Venus, segura en su vitrina, parecía mirarlo con ese rostro sin facciones. Él, palmeando el vidrio, murmuró:

—Si tan solo pudieras hablar.

Se pasó pensativamente una mano por la pelada y se dirigió al sector de la administración. Ahí tenía su oficina, en cuya puerta un cartelito decía: Director.


En cuanto llegó a su casa, Violeta se arrepintió de su grosero comportamiento. Pero fue por poco tiempo. Más precisamente hasta la hora de la cena.

Esa noche tuvo un sueño extraño. Estaba arrodillada junto a una fogata, aventando el fuego con una ramita. Era de noche y hacía frío, mucho frío. Podía sentirlo en la piel curtida y en el aire que cortaba la respiración. No estaba sola. Mujeres y niñas se acurrucaban también junto al fuego, levantando de vez en cuando la vista hacia... ¿Qué? La luna. Una luna redonda y grande como un vientre a punto de reventar.

Qué extraña comparación, pensó ella en su sueño. Sintió un movimiento en su interior que la sobresaltó. Y se dio cuenta de que estaba embarazada. Se palpó el vientre. Definitivamente estaba embarazada.

Una pequeña conmoción la hizo volverse. Una anciana ciega, apoyada en una especie de bastón por un lado, y en otra mujer por el otro, se dirigía hacia la fogata. Violeta hizo un movimiento como para levantarse y su mano tropezó con un objeto que tenía a su lado. Lo miró. Era la misma estatuilla que se hallaba en el museo. Pero, ¿era su imaginación o todavía no estaba terminada?

En ese momento se despertó. Por un buen rato estuvo sentada en la cama, intrigada por tan raro sueño. Sin embargo, la impresión fue diluyéndose, entre las clases de la Facultad y la charla insustancial de sus compañeros. Para el mediodía, apenas recordaba haber soñado algo inquietante. Pero ya no podía decir de qué se trataba.

Eso cambió en los días sucesivos. Más bien las noches. Se vio a sí misma tallando la piedra, hasta lograr delicadas herramientas de incierto uso. Enseñándole el arte a una niña que se sentaba a su lado (¿su hija?), cuidando a un pequeño diablillo que correteaba por todos lados (¿su hijo?), trabajando en la estatuilla de piedra por las noches, en esas perfectas noches tachonadas de estrellas y brillante luna.

Vio a ésta convertirse lentamente en cuarto menguante y desaparecer. Ése era un momento de duelo, lo sentía en todo su ser. Su vientre crecía día a día, noche a noche. Pronto daría a luz a la criatura, pero antes tenía que terminar la ofrenda. Atendía junto con el resto de las mujeres a los relatos de la anciana contadora de cuentos, pero en cuanto se despertaba no podía recordar lo que se había narrado, así como tampoco palabra alguna del lenguaje hablado.

Había otra cosa que le llamaba la atención. ¿Y los hombres? Apenas si los veía como al pasar, una sombra más bien.

Luego de varias semanas de semejantes sueños, Violeta comenzó a dudar de su salud mental. Pensó en ir a un especialista, pero eso hubiese significado tener que contarle los sueños, y por alguna razón tal cosa le parecía casi como una violación a la intimidad. ¿Su madre? No, ella no era persona a la que uno pudiera abrir su corazón. ¿Su abuela? Quizás.

La anciana escuchó pacientemente a su nieta, mientras le narraba todo lo extraño que le estaba sucediendo, sin omitir las visitas al museo aunque sí el grosero comportamiento con aquel hombre. Tampoco es necesario que una cuente todo.

Al terminar, la abuela le preparó una taza de té y le sirvió una porción de torta de chocolate, su favorita.

—Mirá, nena —le dijo—, por supuesto que no estás loca, y no le hagas caso a quien te diga lo contrario. Esos sueños son...

—¿Sí? —preguntó Violeta ansiosamente. Pero la anciana suspiró y pareció perderse en sus propias ensoñaciones.

La chica esperó un rato, y ya se disponía a marcharse cuando la abuela regresó a la realidad.

—Son algo especial —dijo— y no pueden ser malos. Lo sé, porque a tu edad también los tuve.

Esa sí que fue una sorpresa.

—¿Qué cosa? —sólo pudo decir Violeta.

—Soñaba que estaba en un sitio frío, cubierta de pieles. Tallaba algo de piedra, aunque nunca vi bien lo que era.

—Una figura. Gorda, sin cara.

—Puede ser —concedió la anciana.

—¿Y estabas embarazada? En el sueño, quiero decir.

La mujer pareció perderse nuevamente en el limbo. Pero no, sólo intentaba recordar.

—Sí, creo que sí.

Violeta estaba casi eufórica.

—¿Y qué pasó?

—Fueron bellos sueños, pero sólo sueños. Dejé de soñar.

—¿Por qué? —quiso saber la chica.

La mujer se encogió de hombros.

—Mis padres murieron y yo tuve que ponerme a trabajar. Fueron tiempos duros y ya no había lugar para los sueños. Después me casé, y mi marido, a pesar de sus virtudes, no tenía mucha imaginación. Los sueños murieron.

—¿Pero por qué nosotras soñamos eso? ¿Qué significa?

—Quién sabe. Quizás soñamos la vida de alguien que vivió antes que nosotras.

—¿Una antepasada?

—¿Por qué no? —respondió la anciana con otra pregunta.

A Violeta no le convencía mucho ese razonamiento. No explicaba por qué sólo ellas parecían soñar con esa mujer. Además, ¿por qué no soñaban con cualquier otra de sus innumerables antepasadas?

Su abuela no tenía respuesta a eso. La chica tuvo una idea.

—Te voy a llevar al museo —anunció.

—¿Para qué?

—Para que veas esa figura, como la que hacías en tu sueño.

Al día siguiente, sábado, cumplió con lo prometido y llevó a la anciana a ver a la Venus. Contra cierta esperanza secreta de la chica, la anciana la reconoció en el acto. Se emocionó tanto que tuvo que sentarse.

—Sí, es la misma. La misma —repetía.

La chica miró hacia todos lados. No, nadie les prestaba atención. Suspiró aliviada. No hubiera querido que pensaran que su abuela estaba loca.

—¿Estás segura, abuelita? Mirá~que puede ser parecida, simplemente. Se encontraron muchas.

—No, te digo que es la misma que yo tallaba en mis sueños. Lo había olvidado, pero ahora me acuerdo. Trabajaba en ella y la tenía que terminar, pero... —La anciana no pudo seguir hablando.

Violeta sintió que la recorría un escalofrío.

—Mejor nos vamos —dijo.

En ese momento vio alguien conocido que se dirigía hacia ellas. Era el mismo hombre que había visto la otra vez, aquel con el que había estado tan descortés. La chica sintió que se le ponía la cara roja de vergüenza e intentó apurar a su abuela. Muy tarde.

—Buenos días —las saludó.

—Buenos días —respondió Violeta.

—Veo que admira a nuestra Venus. Otra vez.

—Oh, ¿usted trabaja aquí? —la chica intentó ser cortés.

—Ah, sí. Soy el Director.

Violeta deseó que llegara algo que la librara de tan incómoda situación. Un tornado, quizás. O un terremoto. Pero nada se presentó.

—¿Es usted amigo de Violeta? —intervino la anciana.

—¡Abuela!

—¿Violeta? Oh, no, no, sólo un conocido —repuso el hombre—. Mi nombre es Marcos. Marcos Wolf.

—Ella es mi nieta. Se llama Violeta —dijo la anciana. A estas alturas parecía estar algo confundida.

Wolf asintió.

—Discúlpenos, pero tenemos que irnos —dijo Violeta, instando a su abuela a que se levantara.

Pero ella no parecía darse por enterada.

—Llevó mucho tiempo —dijo.

—¿Cómo? —preguntó el hombre.

—La ofrenda. Tenía que terminarla a tiempo, pero casi no llego. Llevó mucho tiempo tallarla. La piedra era dura y ...

Su nieta la interrumpió.

—Vamos, abu, que es tarde. A ver si conseguimos un taxi. —Y sin hacer caso de las protestas de la anciana, se la llevó. Aunque tuvo presencia de ánimo para disculparse ante Marcos Wolf achacando a la edad avanzada de su abuela las supuestas incoherencias de ésta.

Una vez en casa la anciana pareció volver casi a la normalidad.

—Simpático, ¿no?

—¿Quién? —preguntó Violeta, sin pensar. Entonces se dio cuenta a quien se refería—. ¿Ese hombre? ¡Pero si es un viejo! Debe tener por lo menos cuarenta años.

—No lo creo —respondió la abuela. Estaba sorprendentemente lúcida—. Le caés bien.

—Apenas lo conozco. Ni eso siquiera. Sólo lo había visto una vez antes de hoy.

Era mejor cambiar de tema.

—Abu, ¿cómo es que de repente te acordaste de tantas cosas?

—No sé. Sólo vinieron a mi mente. Era como si volviera a soñar.

Violeta no contestó a eso. En cambio dijo:

—Bueno, descansá. Pronto debe estar la comida. Voy a ayudar a mamá.

Ya con una mano en el picaporte, su abuela la llamó. La chica se sentó en la cama, a su lado.

—¿Sabés? Nunca dejes de soñar. Que no se te olviden. No dejes que te los quiten.

Las emociones habían sido muchas. Apenas terminó la frase se quedó dormida. Violeta le dio un beso en la frente y salió de la habitación.


Marcos Wolf estaba sentado en una silla frente a la vitrina que contenía la Venus. El museo había cerrado hasta la tarde y la sala estaba en penumbras, con las cortinas corridas. La figura dentro de la caja de vidrio parecía ser tan sólo un pedazo de piedra. Pero era más. Mucho más. ¿Qué tanto? Por segunda vez el Director del museo se dirigió a ese trozo tallado diciendo:

—Si tan sólo hablaras.


IV

El grupo se marchó en pos de nuevas fuentes de alimentos. Las madres, con un hijo a la espalda y frecuentemente con uno o dos a la zaga.

La movilidad a la que estaban expuestos no evitaba que las mujeres se reunieran como de costumbre para adorar a la Dama de la Luna, dadora de vida. A falta de cuevas, se sentaban junto a la fogata, bajo la luz de la luna, a escuchar los relatos de la contadora de cuentos. Los hombres y los niños, mientras, dormían en sus precarios refugios de ramas y huesos. La noche era de las mujeres. Ellos tenían al sol, fuente de calor y de energía, tan necesaria para la caza.

El nuevo asentamiento había demostrado ser provechoso. Los hombres pronto descubrieron un par de los enormes animales peludos al fondo de un despeñadero. Sin esperar a que expiraran, comenzaron a despedazarlos y fue mucha la carne que trajeron de regreso, así como pieles y otras partes. Las mujeres estuvieron muchos días ocupadas preparando las pieles, mientras los hombres utilizaban los huesos para fabricar nuevas armas. Fue una época de bonanza.

Pero todo llega a su fin. Había sido un día espléndido, que prometía una noche digna de la Dama. Y así comenzó, con una luna henchida que iluminaba a toda la comunidad con su luz plateada. Pero algo sucedió. Una sombra en la luna, que se extendía lentamente hasta cubrir toda su superficie, todo ante los ojos horrorizados de las mujeres. La Dama había sido alcanzada por su enamorado. Sería el fin del mundo. Los gritos de terror de las mujeres se escucharon a mucha distancia. Despertaron a los hombres y a los niños y hasta a las bestias que dormían en los alrededores del campamento. No cesaron hasta que la Dama logró deshacerse del abrazo de su enamorado.

Después de esa noche, la vida en el asentamiento ya no fue como antes. En el aire mismo se sentía algo ominoso, y aunque todos continuaban sus tareas con la mayor normalidad posible, sentían y esperaban aterrados el próximo fin.

Éste comenzó con una serie de tormentas, que cobraron varias vidas entre la pequeña comunidad, llegaron las nevadas, severas como pocas. Las fogatas se apagaron y no había con qué iniciar nuevas. Los alimentos escaseaban, apenas si había lo suficiente para alimentar a los más fuertes, los miembros más valiosos del grupo. Los más débiles morirían. De eso no había duda.

Ella, la talladora, se despidió de su hija más pequeña, que esa misma tarde pereciera de inanición. Cubrieron su cuerpo con grandes piedras y a falta de flores depositaron sobre la somera tumba unas ramas que aún mantenían algunas hojas medio secas.

No lloró por la muerte de su niña. Las mujeres ya no tenían lágrimas que gastar por la muerte de sus seres queridos. Sólo les quedaba tratar de sobrevivir ellas mismas para que la muerte de tantos no fuera inútil. Lo que quedaba del grupo, ahora muy reducido, se dirigió hacia nuevas tierras. Viajaron mucho, deteniéndose por días o hasta semanas cuando hallaban algo de provecho. La caza era escasa, pero no estaba ausente. Algunos animales pequeños y escurridizos, gusanos gordos resistentes al frío, o la cría de una bestia peluda con una pata rota. Hasta las mujeres participaron de esta actividad, y cuando se toparon con un inusual rincón oscuro y húmedo lleno de moluscos, los hombres no tuvieron reparos en ayudar en la recolección.

De esta manera lograron sobrevivir, y su pequeño número aumentó con la llegada de dos nuevos integrantes. Las madres se alegraron, pero con reservas. Sabían que, a la primera señal de problemas, las criaturas serían las primeras en perecer.

De una u otra forma casi podría decirse que prosperaron. Pero el recuerdo de la noche terrible en que el sol dio alcance a la luna perduró en la memoria por mucho tiempo. Formó parte de los relatos que narraban las generaciones que les sucedieron, hasta que se disolvió junto con otras narraciones en nuevos mitos e historias, con las que otras contadoras de cuentos instruían a las gentes.


V

Acababa de recibir el e-mail de Estados Unidos. Si fuera una carta, se diría que aún tenía la tinta fresca. Eran buenas noticias, ya que los propietarios de la Venus habían prorrogado su entrega por dos meses más. Así que por dos meses tenían asegurada su exhibición. Luego... tenían dos o tres préstamos posibles a la vista. Sólo tenían que confirmarlos.

Marcos Wolf estaba de buen humor. El museo marchaba sobre rieles bien aceitados. Cierto que la afluencia de público no era lo que se dice abundante, pero ¿qué museo se llena en estos días? Bueno, en estos días o en cualquiera. Otro motivo para su satisfacción, quizás no reconocido, era que cuanto más tiempo la Venus permaneciera en exhibición, más oportunidades tendría de volver a ver a esa chica. Todos los días recorría las salas y como quien no quiere la cosa se quedaba más tiempo junto a la estatuilla, esperando a Violeta.

Pero desde la ocasión en que visitara el museo junto con la anciana, no había regresado. Al pensar en eso se esfumó parte de su buen humor, para ser reemplazado por la perplejidad. La mujer había hecho unos comentarios tan raros a propósito de la estatuilla, que Wolf no podía sacárselos de la cabeza. ¿Qué habría querido decir, o serían tan sólo delirios de una anciana a la que ya no le funcionaba tan bien la cabeza?

Luego de varias semanas sin novedades había perdido las esperanzas de ver a la chica. "Me estoy volviendo un viejo ridículo", pensó, pasándose la mano por la pelada en un gesto automático, como hacía cada vez que cavilaba por algo.

Una tarde lluviosa la vio, mirando las otras exhibiciones de la sala y chorreando agua.

—Son puntas de flecha —se atrevió a decir a sus espaldas.

Violeta respondió, sin volverse:

—Evidentemente.

—Las usaban para cazar —añadió Wolf.

—Eso supuse.

Realmente, no era un diálogo muy enriquecedor.

—La invito a un café —dijo bruscamente Marcos Wolf.

—¿Cómo? —se sorprendió la chica.

Se volvió para mirarlo. El hombrecillo parecía estar ansioso esperando su respuesta. Se rió.

—Está bien —aceptó.

Fueron a la cafetería del museo, bastante modesta pero donde servían un café aceptable. Ahí ella se enteró de que Wolf tenía estudios de Antropología, más específicamente Arqueología. Pero prácticamente había abandonado su carrera para hacerse cargo de la dirección del museo. Violeta, por su parte, no tenía mucho que contar. Que era estudiante de Derecho, y no precisamente de las mejores (no, eso no lo dijo), que vivía con sus padres y su abuela, y que le gustaba ir a bailar de vez en cuando.

Ella comenzó a ir al museo una vez por semana, después de clases. Charlaban un rato y tomaban un café. Un día Marcos le comunicó que al día siguiente retirarían a la Venus de exhibición. Violeta no dijo mucho, pero se le notaba que lo sentía. Aunque por supuesto estaba consciente de que no pertenecía al museo y que tarde o temprano llegaría el momento de su devolución. El hombre se disculpó innecesariamente, y entonces le preguntó por qué le importaba tanto esa figura.

La chica no supo qué responder. No le podía decir que soñaba con ella, que en sus sueños era la talladora misma.

—No sé —respondió—. Creo que tiene algo que me atrae.

Ésa era una respuesta lo suficientemente vaga e inofensiva.

—Tu abuela —ya se tuteaban— dijo algo esa vez que vino al museo. Algo sobre una ofrenda, si me acuerdo bien.

Violeta tragó saliva nerviosamente.

—Ella es una mujer vieja. No hay que tomarla muy en serio.

El hombre asintió.

—Pero de todas formas parecía muy afectada —agregó.

Era mejor cambiar de tema.


Las noches eran a la vez esperadas y temidas. Sus sueños la adentraban en el mundo helado de la talladora, luchando por sobrevivir. La vio perder a su pequeña, y luego al niño, ya casi hombre, sepultado por una avalancha. Pero también la vio prosperar en forma de la niña mayor, cuando ésta tuvo a su primer hijo.

La vida continuaba...

Varias veces se preguntó acerca de sus sueños. ¿Sería la talladora un producto de su mente? O tendría razón su abuela, que creía que era alguna remota antepasada, cuya vida revivían en sueños. Pero de ser así, ¿por qué sólo ellas soñaban? ¿Por qué no su madre, o sus tías, o cualquier pariente pasado o presente? Aunque quizás ellas no fuesen las únicas. Quizás hubo otras que soñaron, y a las que encerraron por locas, o tuvieron un destino peor. O callaron.

O pudiera ser que no todas soñaran. Que una entre cientos, o miles, fuese la elegida. O maldecida, depende del punto de vista.


VI

Ya sus manos eran incapaces de hacer surgir la forma de la piedra. Temblaban y se le caían los objetos. Tampoco su vista era como la de antes, y había días en que parecía que una nube se depositara en sus ojos. Pero era época de relativa bonanza y la comunidad estaba dispuesta a hacerse cargo de ella. A su vez, la talladora pagaba su alimento narrando las historias del pueblo. Ahora ella era la contadora de cuentos. Pero para todos era aún la talladora, aunque otras mujeres hubiesen ocupado su lugar.


Ilustración: Graciela Lorenzo Tillard

—Demos gracias a la Dama de la Luna, que nos provee de todo lo necesario —comenzó esa noche, mirando los borrosos rostros de su auditorio. Sintió la impaciencia que flotaba en el aire.

—Sucedió que el pueblo estaba demasiado bien alimentado y confiado en que su bienestar duraría para siempre. Pero fue una noche... Una noche en que la Dama velaba como siempre por su gente cuando su pariente solapadamente la alcanzó. La engulló y la escupió —Su voz se quebró al recordar aquellos terribles momentos. Sin embargo se repuso, para continuar con su relato. Al fin y al cabo, ella era la contadora de cuentos.

—Entonces terminó el mundo que conocíamos. La Dama estaba demasiado débil para cuidarnos, y no pudo evitar las calamidades que vinieron. Fueron tiempos difíciles, y todos pensamos que había llegado nuestro fin. Pero la Dama recuperó su fuerza, y sobrevivimos.

Sobrevivieron, pero a un gran precio. Pensó en todos los muertos. En sus hijitos, en los hijos de los demás, en los viejos y débiles que se reunieron con la Dama, sacrificados para que no se extinguiera la comunidad.

Una vez que se quedó a solas, envuelta entre las pieles y avivando el fuego con una ramita seca, sintió de nuevo la tremenda opresión que últimamente la embargaba cada vez que recordaba aquellos tiempos.

Su cuerpo estaba cansado, muy cansado. Ya anhelaba reunirse con la Dama, con sus hijitos muertos y con todos los amigos que habían partido. Sería pronto, muy pronto. Lo sentía en los huesos.

Con estos pensamientos se quedó dormida.


VII

La estatuilla al fin había regresado a sus dueños. Marcos, al ver el sitio vacío que hasta pocos días antes había ocupado, sintió una punzada de desolación. Había llegado a encariñarse con el objeto: sin la Venus nunca hubiese conocido a Violeta. Pero no, ahora lo que importaba era qué pondría en ese lugar vacío hasta que llegara el reemplazo prometido. Una colección de talismanes que había en el depósito quedaría bien, o quizás esa muñeca esquimal.

Se decidió por la muñeca. Dejó las indicaciones al encargado de la sala y se marchó. Violeta lo esperaba en un café del centro. Se había hecho costumbre encontrarse una o dos veces por semana. Charlaban acerca de la Facultad, de los problemas del museo, o de la situación general del mundo. La chica hasta había suavizado su mal carácter, o por lo menos lo ocultaba muy bien.

Pero esa tarde Violeta no tenía uno de sus mejores días. Desde hacía un tiempo había notado que sus peculiares sueños comenzaban a espaciarse. Ya se había hecho a la idea de que estarían con ella por toda su vida, así que su posible desaparición la tenían algo nerviosa y confundida. Deseó poder confiarle todo a Marcos, para que la hiciera sentir segura. Diría "todo va a estar bien". Pero no se atrevía.

Su abuela misma no era un refugio seguro. En los últimos tiempos dormía casi todo el día y prácticamente no reconocía a nadie. El médico no les dio mucha esperanza. Era muy anciana y su corazón no andaba bien. Les sugirió internarla en una clínica, donde cuidarían de ella sus últimos días. Pero la familia no quiso ni oír hablar de ello.

—Mi abuela se muere —dijo después de estar ambos en silencio por casi media hora. De su otro problema, no dijo nada.

Marcos no respondió. No había nada que decir. Pero le apretó la mano como diciendo "aquí estoy". Violeta sonrió con tristeza.


—Abu —la llamó cariñosamente, sentada al borde de la cama.

La anciana abrió los ojos pero no pareció reconocerla.

—Soy yo, Violeta.

Por los ojos de la mujer apareció una sombra de inteligencia. Estuvo a punto de decir algo, cuando esa sombra se esfumó. Violeta suspiró, vencida.

—La Dama, la Dama me espera —oyó que su abuela decía claramente.

—¿Qué decís?

Pero la anciana no la escuchaba. Estaba en otro lugar. Un mundo frío, cubierto de nieve y hielo. Envuelta en pieles, ante una fogata moribunda, le hablaba a su hija y nieta y mujeres de la comunidad.

—En el principio de los tiempos sólo estaba el caos —comenzó a decir con voz cascada—. La tierra y las aguas eran todo uno. Las fuerzas primordiales vieron... —Su voz se convirtió en un murmullo.

La abuela se había dormido. Violeta se quedó velando junto a ella.

—A la Dama de la Luna, que nos provee de todo lo necesario —recitó inconscientemente Violeta. Se detuvo en seco. ¿Qué era lo que había dicho? Algo que había oído hacía tiempo, casi una eternidad, en sus sueños.

La Dama, la Dama de la Luna. Los relatos de la contadora de cuentos se hicieron repentinamente claros. ¿Cómo es que antes le había parecido que era un idioma desconocido? Reconoció las palabras y en ese cuarto, junto a su abuela agonizante, recordó las noches junto a la fogata mirando con adoración una enorme luna llena, henchida. Como una mujer a punto de parir. Fue hilvanando las historias narradas por la contadora de cuentos, tal como ésta parecía tejerlas de la nada, cada vez nuevas y cada vez viejas como el mundo.

No olvides los sueños, le había dicho su abuela. ¿Cómo podría?

Anhelaba contárselos a Marcos. Probablemente le fascinaría saber cómo era la vida en tiempos tan remotos, cosas acerca de las cuales los libros sólo podían especular. Pero no. Esto era algo que sólo pertenecía a ellas, a las que se les diera el don de soñar esa vida y participar, mediante los sueños, de los afanes y diario trajín de aquellas mujeres. Nadie más estaba incluido.

La abuela respiraba con dificultad. Violeta llamó a sus padres.


VIII

La talladora se moría. Toda la comunidad se había congregado a su alrededor a rendirle homenaje. No muchos, ni hombres ni mujeres, lograban llegar a una edad tan avanzada. Los niños habían juntado unas pocas flores que se daban en algunos sitios libres de nieve y algunas mujeres intentaban enlazarlas en una guirnalda.

La talladora soñaba... En sus últimos momentos tenía unos sueños extraños, como nunca antes había tenido. Soñaba con cosas fantásticas e incomprensibles. En su sueño sabía que era ella, pero se veía y sentía diferente, y sus ojos veían maravillas más allá~de todo lo imaginable. Era joven, y era vieja. Entraba a un sitio lleno de objetos que no podía distinguir. Pero ahí, frente a ella, estaba lo que tallara tanto tiempo atrás y que ofrendara a la Dama.

Era Violeta, y era la abuela, que en el museo miraban la ofrenda a la Dama. En un rincón de su mente la talladora sabía que eso no podía ser. Ella misma la había depositado en un nicho y la había cubierto de flores, para agradecerle por el feliz alumbramiento de su niña ya muerta.

Intrigada pero contenta, la talladora expiró.


La anciana dejaba escapar sus últimos estertores, mientras su mente vagaba muy lejos de ahí. Era la talladora, agonizando en medio de su comunidad, contenta con sus extraños sueños. Violeta reprimió un sollozo cuando a su abuela finalmente se le detuvo el corazón y el doctor, con una mirada triste, les comunicó que acababa de fallecer.



E. Verónica Figueirido fue una de las fundadoras del CACyF en 1982 y ha colaborado con sus ficciones en NUEVOMUNDO, SINERGIA, CUÁSAR, VÓRTICE, CYGNUS, PARSIFAL, FOBOS y SOLARIS. Vive en Necochea, provincia de Buenos Aires.

Hemos publicado en Axxón: DEMOGRAFÍA (158), HOTEL IMPERIAL (182)


Este cuento se vincula temáticamente con FUERA DEL RÍO, LEJOS DEL MAR, de Alexis Javier Winer (153), ¿LO HARÍAS POR MÍ, MI AMOR?, de Juan Pablo Ringelheim (186) y ADIVINA, ADIVINANZA, de José Carlos Canalda Cámara (179)


Axxón 193 - enero de 2009
Cuento de autor latinoamericano (Cuento: Fantástico : Ciencia ficción : Mensaje genético : Leyendas : Argentina : Argentina).