HOTEL IMPERIAL

E. Verónica Figueirido

Argentina

Cuando murió la abuela encontraron la carta entre sus papeles. Estaba ajada y un tanto ilegible, pero aún así se la reconocía como lo que era. Su madre la tomó entre las manos y automáticamente comenzó a alisarla. Carlos la miraba sin decir palabra.

Por fin se cansó y preguntó:

—¿Qué es eso, má?

La madre no respondió inmediatamente. Pero luego dijo:

—Esta carta tiene más de cien años. Ya la dábamos por perdida. Es... —el chico se encogió de hombros, mientras la mujer continuaba— la carta que le envió tu tatarabuelo a tu tatarabuela. La última carta.

Ahora el chico mostraba un poco de interés.

—¿Qué pasó?

—Nunca se supo. Pero el tatarabuelo no regresó. Y ella lo esperó y esperó. Todavía lo esperaba cuando murió.

—¿Volvió?

—¿Quién? ¿El tatarabuelo? No. Era como si hubiera desaparecido de esta tierra.

—¿Me la dejás ver?

Ella se la dio. —Pero con cuidado —exigió.

Carlos la tomó en sus manos. Era una hoja de papel escrita con una elegante caligrafía. La tinta estaba bastante desvaída, y ciertas partes se encontraban también un poco manchadas, como si sobre las palabras hubieran caído gotas de agua (o de llanto). Pero, por sobre todo, estaba en un idioma del que el chico no comprendía ni una palabra.

—¡Má! ¡No entiendo nada!

—Es que está en alemán.

—Pero está raro.

—Es alfabeto gótico. Es lo que se usaba en esa época.

—Ah. ¿Y vos lo entendés?

—No.

Fabuloso. El chico se quedó mirando la carta escrita en un idioma del que no sabía ni jota, y sin siquiera poder descifrar las palabras.

—¿Cómo sabés lo que dice?

—No lo sé —respondió la madre. Volvió a tomar la frágil hoja de papel y nuevamente la guardó en el cajón.

—Vamos, tenemos que hacer la comida.


Años más tarde, Carlos volvió a abrir ese cajón. Acababa de morir su madre y debía decidir qué guardar y qué tirar. Era una tarea dolorosa, pero necesaria. En su departamentito apenas si había lugar para sus propias cosas, y ni pensar en llevar todo lo de su madre.

La carta era la de encima de una pila de viejas cartas atadas con una cinta de raso. Carlos la tuvo nuevamente entre sus manos con un dejo de aprensión. El lenguaje y la escritura le eran tan ajenos como la vez anterior, pero ahora podía hacer algo al respecto. Se la llevó a un amigo del Instituto de Estudios Germánicos de la Facultad de Filosofía Letras. Si alguien podía descifrarla, era él.

—Primero, la fecha: 23 de Octubre de 1878. "Meine liebe Tilli..."

—¿Qué?

—"Mi querida Tilli", así comienza la carta —respondió pacientemente el amigo—. Supongo que ése era el nombre de su esposa.

—Sí, Otilia. Tilli era el diminutivo.

—Bien. Como decía: "Mi querida Tilli: te extraño mucho y también a los niños. Espero que..." —seguía un largo párrafo dedicado a asegurar a su familia que no podía vivir sin ellos. No parecía ser el tipo de hombre que repentinamente abandona a los suyos. En el siguiente párrafo se ocupaba de describir el lugar donde se alojaba, un hotel o pensión— "... con el perfume de las flores. Las habitaciones son algo pequeñas, pero muy acogedoras. Para alumbrarlas utilizan un sistema bastante peculiar. Uno sólo tiene que apretar un botón y listo, en los techos se encienden algo como velas. Son..."

El amigo germanista interrumpió su traducción. Dijo:

—Debe estar hablando de la luz eléctrica, pero no puede ser.

—¿Por qué no?

El otro no respondió, sino que volvió a preguntar.

—¿Sabés de dónde la mandó?

—No estoy seguro, pero según decía mi madre, él era viajante de comercio y recorría los pueblitos del interior.

El germanista meneó la cabeza.

—Puedo estar equivocado, pero tengo entendido que por esa fecha todavía no había luz eléctrica, y menos en esos pueblitos perdidos por ahí.

Carlos se quedó pensando.

—Me acuerdo que mi madre me contó que vio el sobre de la carta, cuando era chica. Tenía un membrete, decía algo de "Imperial".

—No sé mucho de hoteles, pero el nombre de "Imperial" me parece muy común. Debe haber habido cientos con ese nombre.

Carlos no respondió. Al rato, terminada la lectura, le dio las gracias al amigo por la ayuda brindada y se despidió.

Las siguientes semanas se dedicó, en sus ratos libres, a rebuscar en viejos diarios. Dio con un montón de hoteles que se habían llamado tanto "Imperial" como "El Imperial", en la mitad de los pueblitos de la provincia. La mayor parte había desaparecido hacía muchos años. Algunos, por lo menos hasta cerca de 1950 (esa era la fecha más reciente de los periódicos que husmeaba) todavía permanecían en pie. Decidió que lo mejor era seguir el rastro de los más antiguos, de los que hubieran funcionado hacia 1870. Una recomendación lo llevó hasta la Asociación de Hoteles y por suerte pudo ubicar a un secretario jubilado que le dio datos precisos: para esa época no había tantos hoteles con ese nombre. Unos diez desparramados por la zona en ese entonces habitada.

El problema era que la mayoría habían dejado de existir hacía ya mucho tiempo. ¿De dónde sacar mayor información? ¡Las parroquias! Las iglesias suelen tener archivos de lo que ocurre en los pueblos. En una de esas hasta tenía suerte.

Mandó cartas a las parroquias que en algún pasado tuvieron un hotel llamado tanto "Imperial" como "El Imperial". Luego esperó pacientemente, pero sin mucha esperanza, a que le respondieran.

Sin embargo no tardó mucho en recibir correspondencia. De sitios como Magdalena, Azul, Salto, Colón, y varios más. Algunos ni figuraban en el mapa, de tan diminutos que eran. La mayoría de las cartas estaban firmadas por algún cura párroco, y le informaban que sí, en la localidad había existido un hotel con ese nombre, pero de eso hacía mucho tiempo. O que efectivamente en el lugar se hallaba tal hotel, y le daban las señas adecuadas. Mas ninguno era el que él buscaba.

Hasta que le llegó una carta, escrita por un anciano sacerdote jubilado, en la que le contaba acerca de un pueblo cercano que en otros tiempos tuvo un hotel que se llamaba "Imperial". Parecía ser que dicho hotel había tenido su momento de auge en los últimos años del siglo pasado. Eso era todo lo que decía la carta. Además del nombre de ese pueblo.


Era Hudson. Ése no era un nombre extraño para un poblado del norte de la provincia, ya que los nombres ingleses eran frecuentes en la zona en la segunda mitad del siglo pasado. Pero Carlos no conocía un Hudson en esa precisa ubicación. Tampoco figuraba en el mapa. No debía de tener más de diez habitantes, pensó. ¿Cómo voy a encontrarlo? Miró el matasellos de la carta, Pergamino.

Bien, a Pergamino.

El sábado a la mañana se hallaba en la casa del anciano cura, tomando unos mates. Ahí se enteró de que Hudson estaba a unos veinte kilómetros de Pergamino, que la ruta estaba en muy mal estado y que el pueblo tenía en el momento dieciocho habitantes. "Bueno, no estuve lejos" pensó.

Le preguntó acerca del hotel, sólo para averiguar que no quedaban ni los cimientos.

—¿Es decir que se quemó o algo así?

—No —contestó el sacerdote—. Un día estaba y al otro no.

Debe estar chocheando, se dijo Carlos. Le siguió la corriente.

—¿Ah, sí? ¿Qué, se esfumó?

—No se burle de mí, jovencito —lo retó el otro—. Así fue. Un día estaba, y al otro no.

Se levantó con dificultad y fue a otra habitación. Al rato regresó con una carpeta en las manos. Dentro había unos recortes. Extrajo uno y se lo mostró. Era del diario local y estaba fechado 28 de octubre de 1878. En él se daba cuenta del extraordinario suceso que aconteciera la víspera en el cercano pueblo de Hudson. El hotel "Imperial", que era sabido que poseía "lo último" importado desde Europa, había desaparecido durante la noche y en su lugar sólo quedaba un terreno vacío.

—Debe ser una broma —dijo Carlos.

—No —le respondió el cura—. Cuando llegué aquí, hace casi sesenta años, había algunos vecinos de ese pueblo que todavía se acordaban. Claro que habían sido chicos entonces. Vea esto.

Sacó otro recorte de la carpeta y se lo dio. Correspondía al mismo diario, pero unos pocos meses más tarde, de marzo de 1879. Era una escueta crónica acerca de un hombre que debía de haber perdido el juicio, ya que sostenía que no era de ahí sino de otra parte. Cuando se le preguntó de qué parte, no pudo precisar; sólo indicaba el sitio donde tiempo antes se encontrara el hotel "Imperial". El asunto era que había agredido al comisario cuando éste intentó convencerlo de que el hotel ya no estaba. El hombre sólo repetía: "me dejaron, me dejaron". La nota no aclaraba que le sucedió luego, y Carlos le preguntó al anciano si él lo sabía.

—Supongo que lo encerraron en la comisaría, o quizá se lo llevaron a un manicomio. De cualquier modo, debe de haber muerto hace mucho tiempo.

Carlos estuvo de acuerdo. Pero el asunto le intrigaba.

—¿Cómo es que tiene esto? —le preguntó al sacerdote, señalando la carpeta.

—Cuando supe lo del hotel, me interesé en el asunto, y un día, por casualidad, llegó a mis manos un montón de diarios viejos, realmente viejos. No tiene idea de las cosas que la gente desecha. A nadie se le ocurrió darlos a una biblioteca, qué sé yo. No, me los dieron como basura. Bueno, ahí estaban las noticias. Y las guardé.

—¿Me permitiría sacarles fotocopias? —preguntó Carlos, tímidamente.

El anciano dudó, pero al fin asintió.

Esa noche el joven la pasó en un hotel bastante mediocre. Enfrente de él, sobre la cama, tenía las fotocopias de los artículos que le facilitara el cura. Se preguntó si valdría la pena ir hasta ese pueblo, Hudson. Quizás no, pero lo haría de todos modos. Ya había llegado hasta aquí, no le dañaría seguir un poco más.

Hacia 1870 Hudson era un pueblo floreciente, y nadie dudaba de que en unos pocos años llegaría a la categoría de ciudad. Sin embargo no fue así, y durante los primeros años de este siglo ya se notaba su rápida decadencia. Con todo, en 1878 poseía un par de hoteles, el "Imperial" y el "Central". Además hasta allí llegaba el telégrafo, y tenía una oficina de correos. La educación estaba cubierta con la existencia de una escuela de varones y una de niñas, y se hablaba de la fundación de un Colegio Secundario (de varones, por supuesto).

Eso era el siglo pasado. En la actualidad el pueblo, si así podía llamárselo, estaba prácticamente abandonado, y tal como le había dicho el cura, sólo quedaban dieciocho pobladores estables. Algunos más, si se contaban las granjas cercanas. La oficina de correos había desaparecido hacía rato. Así como las escuelas, que habían cerrado sus puertas por falta de alumnos. El Colegio Secundario nunca llegó a ser fundado.

El domingo bien temprano pagó la cuenta del hotel y se dirigió a Hudson. Conducía despacio, ya que el camino estaba bastante malo y además todavía tenía sueño.

El sitio realmente estaba desolado. Las que fueran imponentes casonas de fin de siglo se hallaban semiderruidas y cubiertas de yuyos. Por fin encontró un par de casas que parecían habitadas, y tocó a la puerta de una de ellas.

Le abrió una mujer madura y desgastada. Se asombró bastante de ver a un visitante, y cuando se repuso de la sorpresa le preguntó qué quería.

Carlos le dijo que buscaba el lugar donde quedaba el hotel "Imperial". La mujer lo miró como si le preguntara cómo ir a la Luna. Probó de nuevo. Esta vez le preguntó si tenía idea de en qué lugar había estado el hotel que desapareciera hacía más de un siglo.

—¡Ah! —exclamó la mujer—. Eso.

Por lo visto no le gustaba hablar, pero le indicó el lugar. Era a unas tres cuadras, doblando luego a la derecha. Pero le aclaró que no había mucho para ver.

Eso era verdad. Cuando llegó al lugar indicado sólo halló un terreno baldío. Pastos altos y varios perros que holgazaneaban por ahí. Pero ni el más mínimo rastro de que alguna vez se hubiera edificado algo.

Se quedó desconcertado. "Desapareció de la noche a la mañana", le había dicho el cura.

Un leve ruido a sus espaldas le hizo volverse.

Eran la mujer madura y un hombre más joven.

—Mi hijo —dijo la mujer.

—¿Desde cuándo? —preguntó Carlos señalando el baldío.

—Desde el abuelo de mi abuelo —respondió el hombre joven. Agregó:— Dicen que era un hotel como no había otro. De repente, se esfumó, y las cosas ya no volvieron a ser iguales.

—¿No creerán ustedes en realidad ese cuento de que desapareció así nomás?

Para entonces la mayoría de los pobladores habían ido a ver al forastero. No solía venir mucha gente al pueblo, más bien casi nadie. Un anciano muy anciano se adelantó.

—Fue mi abuelo, él se quedó de este lado.

—No le haga caso, chochea —le dijeron.

El viejo desdentado tomó a Carlos del brazo. Tenía una fuerza sorprendente para su edad.

—No. Es así. Mi abuelo no pudo volver. Lo dejaron aquí.

Carlos recordó el artículo acerca del hombre desequilibrado que le había facilitado el cura de Pergamino. Quiso preguntarle algo al anciano, pero fue interrumpido por la mujer madura que lo invitó a almorzar en su casa. El almuerzo resultó ser una reunión de toda la comunidad. El joven se preguntó si tomarían juntos todas sus comidas. Es probable que fuera así, considerando la cantidad de habitantes que tenía el pueblo.

También estaba allí el viejo. Debía ser el más viejo del lugar. Después de comer se acercó a Carlos y se sentó a su lado.

—No viene mucha gente por aquí —dijo, quizás a modo de excusa.

—Ah —fue todo lo que se le ocurrió contestar.

Un rato de silencio. Luego Carlos pidió:

—¿Por qué no me cuenta sobre su abuelo?

—Fue en el siglo pasado...

—¿En 1878? —interrumpió el joven.

—Sí. ¿Cómo lo sabe?

—No importa. Adiviné, supongo. Siga, por favor.

—Estaba ese hotel y un día desapareció.

—¿Desapareció?


Ilustración: Valeria Uccelli

—Sí. El hotel. Y mi abuelo quedó afuera.

Carlos intentó comprender el incoherente relato del otro, pero no era fácil.

—Afuera. —No preguntó, sólo repitió las palabras del viejo.

—Sí. Y no pudo volver con los suyos. Así que se tuvo que quedar de este lado. —Pensativo, agregó:— Cuando yo era chico me contaba cómo era el otro lado. Donde está Hudson había una ciudad con muchos carruajes sin cocheros y la gente iba donde quería en muy poco tiempo. Claro —dijo con una risita— eran los autos.

Siguió riéndose entre dientes mientras se levantaba y dejaba a un asombrado Carlos mirándolo como si estuviera loco. Posiblemente lo estaba. Al menos eso era lo que pensaban los demás pobladores de un fantasmal Hudson.

Pronto anochecería. Había pasado en el lugar más tiempo del que planeara. Se despidió de todos y se dirigió a su auto.

Ahí lo esperaba el viejo desdentado. Sin decir palabra sacó algo de un bolsillo y se lo dio. Luego se marchó, quién sabe a dónde. Carlos miró lo que el otro le había puesto en la mano y se encogió de hombros. Era una moneda algo gastada.

No le decía nada. Pensando en que el viejo no estaba en sus cabales, puso en marcha el vehículo y salió del pueblo, de vuelta a Pergamino.

Ya ahí, antes de volver a su casa, pasó a saludar al anciano sacerdote. Éste lo recibió contento y le preguntó si había hallado lo que buscaba.

—No —respondió el joven—. Sólo encontré un viejo loco. —Y le mostró lo que le había dado.

El cura tomó la moneda, se puso los anteojos para ver mejor, y la estudió.

—¿Sabe lo que es esto?

—Una moneda vieja, ¿por?

—Sí, ¿pero la vio bien?

Carlos la miró y volvió a mirar.

—No tiene nada de raro.

—Sólo que no puede existir. Vea la esfinge que tiene.

Era la del Presidente de la República, General San Martín.

—¡Pero si nunca fue Presidente!

—Precisamente.

El joven no pareció comprender. El cura lo miró con impaciencia.

—¿Es que no se da cuenta?

—¿De qué?

—Esta moneda nunca se emitió. No debería existir.

—Pero ahí está.

—Sí.

En ese momento algo hizo "clic" en la mente de Carlos. Todo pareció encajar perfectamente en su lugar.

—El hotel era una puerta hacia otro lado.

El sacerdote sonrió satisfecho.

—Creí que nadie se daría cuenta nunca.

Al rato, mate y factura mediante, Carlos se atrevió a preguntar:

—¿Qué lado será ése?

—Otro mundo, quizás. Casi igual al nuestro, pero con unas pocas diferencias. Luz eléctrica cuando aquí todavía no se había descubierto, autos antes de tiempo... Quién sabe qué caminos hubiera podido seguir la historia si alguien, en un momento clave, hubiera tomado una decisión distinta...

Carlos recordó la carta de su tatarabuelo. Y asintió. Ciertamente a su antepasado le había causado mucho asombro encontrarse con la luz eléctrica, en una época donde no correspondía hallarla de ninguna manera. Le contó al cura acerca de su tatarabuelo y de cómo era que había decidido investigar su desaparición.

—Mi madre decía que mi tatarabuela, por lo menos eso le contaron a ella, siempre sospechó que se había fugado con otra mujer. Creo que mi madre pensó lo mismo.

—A nadie se le hubiera ocurrido pensar que desapareció, literalmente.

—¿Qué cree que pudo haberle pasado?

—Quedó atrapado del otro lado, tal como el otro hombre quedó atrapado de nuestro lado. Y, posiblemente rehizo allí su vida. Quizás se volvió a casar y a tener hijos.

—Tal como le ocurrió al otro.

—Sí.

Antes de irse, Carlos le preguntó:

—¿Cómo es que usted se interesó en esto?

El anciano no contestó por un momento, y luego dijo:

—El hombre que hallaron desvariando en 1878 no fue el único que quedó atrapado de este lado. También hubo una muchacha, mi abuela, que imprudentemente pasó la noche fuera del hotel y a la mañana se encontró con que ya no estaba.


De regreso a su casa, el joven pensó en los sucesos del fin de semana. Otros mundos conviviendo con el nuestro pero a la vez sin tocarse, salvo en muy contados lugares. Se preguntó si el hotel habría sido la única puerta. Seguramente no. Debía haber otras, en algún punto del globo.

Algún día las hallaría, y entonces...

Quién sabe lo que haría entonces.

En otro mundo, en algún sitio, alguien con su misma sangre lo esperaba.


© E. Verónica Figueirido, 1997 - 2007



E. Verónica Figueirido fue una de las fundadoras del CACyF en 1982, y ha colaborado con sus ficciones en AXXÓN, CUÁSAR, CYGNUS, FOBOS, NUEVOMUNDO, PARSIFAL, SINERGIA, SOLARIS y VÓRTICE. Vive en Necochea, provincia de Buenos Aires.

Hemos publicado en Axxón su cuento DEMOGRAFÍA (158)


Este cuento se vincula temáticamente con "EL PUEBLO QUE SALIÓ DE LA NADA", de Martín Cagliani (167), "EL MAYOR PODER (II)", de Guillerno Rothsche (177) y "ILSA LUND", de Leonardo Luis Killian (147)


Axxón 182 - febrero de 2008
Cuento de autora latinoamericana (Cuentos : Fantástico : Ciencia Ficción : Realidades alternativas : Argentina : Argentina).