E. T.- V.

Judith Shapiro

Argentina

Una situación particular: un sillón de tres plazas, un hombre y un extraterrestre en una habitación oscura. Y por supuesto un televisor, nunca puede faltar un televisor. Se ven publicidades, por ahora, la tanda. Pero si se agregan banderas, cerveza y maní se obtiene un partido. De qué, no importa. Un partido.

El hombre, con sus proporciones exageradamente grandes y su flacidez, ocupa la posición normal en el sillón; a la derecha, sobre el almohadón aplastado que guarda un hueco perfecto para su trasero. Hace meses que está sentado mirando la televisión, como hace también meses que no se baña. Se alimenta de comida chatarra y si por casualidad alguna vez toma agua es sólo porque no tiene más cerveza ni gaseosa y la madre demora en volver del supermercado.

El hombre tiene puesta una camiseta blanca con manchas rancias y amarillas debajo de las axilas y alrededor del cuello, y algo que parece ser un pantalón corto, pero que en realidad es un calzoncillo. Su madre no sabe con seguridad cómo se las arregla el hijo para satisfacer sus necesidades; el baño está siempre limpio y sólo algunos días al mes se vuelve inhabitable por la apestosa nube de olor que él deja a su paso. En esos días, un fuerte sonido de succión llena la casa cuando el hombre se levanta, cuando se despega del sillón. Entonces la madre está demasiado espantada para entrar al living y enfrentarse con lo que sea que queda sobre el almohadón debajo del hijo. Su cuello es ancho y blando, con capas de grasa y manchas oscuras de transpiración que dan un toque de color a los pliegues de piel. Aunque crece lenta y ahora no está muy larga, la barba tiene salpicaduras de migas, sal, pegotes de caramelo, y por supuesto baños de grasa, grasa fresca, nueva y brillosa, la misma que en la cabeza. Los brazos gordos y débiles descansan sobre el regazo, sosteniendo el plato hondo con maní y la lata de cerveza fría recién abierta.


Ilustración: Siverio

Por falta de uso de su vista periférica y del cerebro ya bastante atrofiado, el hombre sólo distingue a su lado una sombra que mira televisión, cuando en realidad es el extraterrestre que está sentado en la otra punta del sillón. Acaba de llegar con la nave y ha elegido al azar visitar esta casa, resuelto a conocer a los habitantes del planeta en su ambiente natural y observar las costumbres autóctonas. No hay modo de saber —y casi no importa— cómo pudo entrar en la casa, puesto que la puerta sigue con llave, el hombre hace horas que no se levanta y la madre aún no regresa. Tampoco lleva ningún tipo de disfraz; en su completa ignorancia de las reacciones de los humanos considera que de esta manera la interacción sufrirá menos interferencias.

En el mundo de donde proviene el extraterrestre no se conocen las ondas radiales de las transmisiones televisivas; su gente no necesita de ningún medio externo de comunicación. Todos los seres vivos de aquel planeta comparten las habilidades empáticas y telepáticas. Así, pues, observa con una fascinada intriga científica y personal. Las imágenes de la pantalla lo hipnotizan con sus movimientos y colores. Después de un rato de embobada contemplación, el extraterrestre ya no es de veras consciente de la diferencia con su camarada y —olvidada en parte la misión— pasa a ser otro más que mira el partido.

La televisión logra embotarlos a los dos y ninguno se da cuenta del regreso de la madre, que, cargando numerosas bolsas, pasa directo a la cocina a guardar las compras. Pero cuando se asoma al living con otro pack de seis cervezas para su hijo, lamentándose de no haber podido comprar su marca favorita porque está muy cara para la cantidad que ingiere, la segunda figura le llama la atención. Fijándose un poco mejor, la invade la certera sensación de que el acompañante no es humano.

La cabeza alta y ovalada sobresale notoriamente del respaldo del sillón. El cuello es fino pero muy flexible, de la misma manera que los brazos. Éstos terminan en cuatro dedos, de los cuales uno se mantiene inmóvil, incluso cuando, en un acto de verdadero coraje, ella le ofrece una lata de cerveza y los demás dedos se cierran con dificultad alrededor del metal frío. Aunque encantada por la maravillosa presencia, no se demora más en la habitación. Conoce la actitud del hijo siempre que tiene visitas, y su propia y tremenda cobardía que le llena cada poro cuando él levanta la voz y vomita insultos para echarla y que lo deje tranquilo. Sonríe con amabilidad sin mostrar los dientes, y se retira sin más.

A pesar de que las imágenes tienen atrapada toda la atención del extraterrestre, sus sentidos empáticos no se adormecen. Se enfrentan a un mundo muy distinto, que emana mensajes tan diferentes que sufren una sobrecarga. Siente que entran en su cabeza, una tras otra, como bombardeadas, impresiones claras desde el hombre a su derecha.

En un par de segundos que se estiran y estiran como si fueran siglos, el extraterrestre pierde de vista todo a su alrededor. Sólo quedan la oscuridad de la habitación, la sombra de cabeza ovalada a su izquierda, el rectángulo tranquilizador de la pantalla y su trasero caliente sobre el tapizado del sillón. Ya no es él sino el humano, con el plato hondo de maní en una mano y las latas de cerveza vacías alrededor. Tiene la cabeza sedada, entumecida, aunque sus percepciones de extraterrestre sacan a flote una extraña sensación de pesimismo y estancamiento. Le pesa respirar. Los pulmones están agobiados por el peso de la grasa, y casi puede sentir cada latido del corazón empujando la sangre espesa. Percibe con dura impotencia el olor que despide su cuerpo depositado en el sillón, mirando lo que sea con tal de ser estimulado, incluso la estática. Quiere por lo menos cambiar de canal pero no logra que su brazo abandone el movimiento rítmico del plato a la boca y de la boca al plato. Y nota de pronto, los ojos desorbitados, que el zumbido que escucha no proviene de la lluvia del aparato, sino de las moscas que vuelan a su alrededor, atraídas por la putrefacción de su propio cuerpo, cuerpo descerebrado que no sirve ni para espantarlas.

Una mano carnosa y húmeda lo toma de la muñeca para sacarle la cerveza sin empezar, y sus sentidos agotados le gritan que no puede soportarlo ni un segundo más. Sale de la casa como un remolino enclenque, ignorando las maniobras de distracción que el protocolo establece ante la presencia de humanos y, sin disfraz, corre hasta la nave donde lo espera la seguridad de sus compañeros. Ya cobijado, se pregunta si el hombre habrá compartido las visiones y si habrán llegado a afectarlo de algún modo.

En la casa, la madre vuelve al living llena de emoción para ofrecerle más cerveza al extraño acompañante. Pero encuentra su lugar vacío. Triste y desilusionada, sin saber qué hacer, se sienta junto al hijo frente al televisor.



Judith Shapiro nació y vivió siempre en Rosario, desde el 16 de enero de 1989. O sea que tiene una edad indecentemente corta. Tiene una hermana mayor y una gemela. Sus papás les leían desde que eran chiquitas, por lo que no debe llamar la atención que le empezara a interesar la literatura, en especial los libros de la colección Minotauro que pertenecían a la mamá. Ése fue su punto de encuentro con la ciencia ficción (aunque no es lo único que lee)

Hemos publicado en Axxón sus cuentos MUERTE CON-CEP-TUAL (154) e IDEAS (153)


Este cuento se vincula temáticamente con CUENTOS RELACIONADOS: SOPORTE VITAL, de Marcelo López González (167), COPYRIGHT, de Pedro Pablo Enguita Sarvisé (186) y MICROMEGAS, de François Mary Arouet (Voltaire) (176)

Axxón 196 - abril de 2009
Cuento de autor latinoamericano (Cuento: Fantástico : Ciencia Ficción : Estilo de vida : Contacto con extraterrestre : Argentina : Argentina).