ARGENTINA |
Hace un poco más de treinta y cinco años, a mitad de los argentinamente conflictivos años setenta, mi familia emigró desde la ciudad de Buenos Aires al partido de Morón, situado a ocho kilómetros del lÃmite de la gran capital del paÃs.
Nosotros vivÃamos, a su vez, a un poco más de tres kilómetros del centro administrativo del municipio, en un barrio suburbano cuyo eje era una ruta-avenida recorrida, principalmente, por el colectivo 236. Este transporte era el vehÃculo que conectaba dos lugares mágicos a los ojos del chico que supe ser. El primero era la civilización plena, con cemento por todos lados, negocios, y hasta los primeros televisores color que vi en mi vida. En la otra punta estaba mi casa, rodeada de calles de tierra apisonada, zanjas con agua y ranitas a la vera del camino, y un arroyuelo cercano al que solÃa ir a capturar pececitos con una red. También, muy importante, estaba la presencia de la Séptima Brigada Aérea, una base militar a tan sólo tres manzanas de distancia, de la que principalmente veÃamos el largo paredón de cemento y ladrillos con sus torretas y, en algunas zonas, el alambrado que separaba las pistas militares de la zona civil, lÃmite que el pasto y el sol ignoraban olÃmpicamente. De hecho, el 236 pasaba, y sigue pasando, por la entrada principal de la base aérea, una zona vedada donde estaba prohibido estacionar o detenerse y donde, a los ojos del niño que fui, a veces pasaban cosas muy extrañas.
Mucho más que ahora, allà habÃa cielo, un cielo libre, no escondido detrás de edificios, un cielo lÃmpido en el que se podÃa divisar fácilmente aquellas cosas que jamás nos supimos explicar: enormes estructuras largas y oscuras que, al atardecer, dudaban entre ser nubes o insólitas naves-cigarro, que muchos observábamos embobados. O aquella noche en la que, tras lo que nos pareció una persecución aérea, una enorme bola de fuego pasó sobre nuestra casa alumbrándolo todo sin emitir, inexplicablemente, nada más que el zum! de las flamas crepitando, sin una explosión que luego sacudiera el barrio ni una noticia, al otro dÃa, que explicara el suceso. Pero, por sobre todo, aquello que con mis hermanos recordamos como paracaidistas cayendo sin que les funcione el mecanismo, aunque hoy dudo entre catalogarlos como elementos arrojados para medir la fuerza del viento para calcular la zona de aterrizaje, o nominarlos de otra forma, con un resultado mucho más macabro.
En ese escenario suburbano, de casa bajas (algunas bastante pobres), con calles que no soportaban una lluvia importante (mucho menores que las actuales) sin transformarse en lodazales, crecà mirando hacia los dos extremos: el mundo pequeño de los insectos y las plantas, del agua llena de acertijos bajo la lente de mi microscopio de juguete, y el cielo imponente, plagado de estrellas, casi tan grandes como las luciérnagas que, en noches calurosas y húmedas como la de hoy en Buenos Aires, prendÃan y apagaban sus faroles como llamándonos a iniciar su cacerÃa. AllÃ, la Luna esquivaba tras unos cuantos minutos el foco de mi telescopio, y a determinadas horas los satélites marcaban, con sus luces, un paso de reloj que entonces se nos antojaba exacto.
Es curioso que mi plan de aquel entonces no se haya cumplido, porque saltando entre Jacques Yves Cousteau y Carl Sagan, entre la oceanografÃa y la exobiologÃa, no llegué ni a una ni a otra cosa: apenas después y antes de terminar mis estudios secundarios apareció la informática, aquella otra entidad que tal vez, algún dÃa, tome conciencia de sà misma o, lo que es mejor, nos haga tomar real conciencia de lo que significan nuestras propias vidas y las de los que viajan junto a la humanidad en esta gran nave azul.
Es asà que en muchos de nosotros la marca de lo fantástico nos acompaña desde temprano. El 236 de mi infancia acompañó mis fantasÃas de niño, algunas de las incógnitas de mi adolescencia, y de alguna manera moldearon este presente que me tiene frente a sus ojos, en este 236 de Axxón, deseando que el mismo sea un boleto para que ustedes, lectores de la revista, puedan sacar a volar la imaginación.
Nos escribimos,
Dany Vázquez, Axxonita.
Axxón 236 – noviembre de 2012
Editorial
Excelente. Contenido y forma perfectos. Saludo la vuelta del Editorial.
Me hiciste mirar hacia mi propia infancia ahÃ, en Morón. Una infancia donde el «fulbo» era todo, y la amistad no venÃa con «contactos» ni «me gusta». Un lugar extraviado andá a saber en qué depósito de chatarra inservible; donde lo que tenÃas que decir, lo decÃas en la cara.
Vaya mi recuerdo para mi escuela primaria «República Oriental del Uruguay».
Gracias, Dani. Espero que la Editorial se repita en todos los números. De aquà en más.
Muy bueno, Daniel. Me hiciste recordar mi infancia también. Y hay algo ahà que se conecta, un ¿sentimiento? ante lo maravilloso, lo inexplicable, que de adulto se sigue encendiendo cada vez que leo un cuento de Axxón o de del género en general.
Yo también espero que las editoriales hayan vuelto para quedarse.
Muy buen Editorial, Dany. Continuando la tradición de Eduardo pero con impronta personal. Como deben ser las cosas!! Felicitaciones a ambos!
Maravillosa y sublime mirada introspectiva, Danny, gracias por compatir. Qué fuerza tan tremendamente evocadora, carajo! Idea algún conflicto, complot militar-alienÃgena y tienes el arramque de una gran novela.
Muy bueno, Daniel.
Dany: ¡Gracias! Para mà era el 57 (con todo y cuentos de aparecidos contados entre colectiveros), y la linterna para que te viera el cole a la noche en las paradas de la vieja panamericana sin luz o con muy poca.
Coincido con Fraga, esto es casi el inicio de una novela. Pero más que nada es una ventana a tu/nuestra vida y todo lo común de los locos de la CF tenemos. Los mismos renacuajos en las cunetas, los mismos miedos históricos, los mismos héroes divulgadores que abrieron horizontes increÃbles… ¡Gracias, amigo!
Si bien no vivà en Moron, sino en Villa Ballester, tengo de mi infancia recuerdos parecidos, a la vez cálidos y agridulces. Gracias
Se me habÃa pasado este editorial; puede ser que haya sido publicado en alguno de esos momentos complicados de la vida que nunca faltan. Me pareció hermoso, y me hizo recordar muchas cosas de mi infancia. Evidentemente, la similitud y la resonancia de lo que sentÃas, y lo que sentÃa ahora, nos unió -además de ser los dos de aries- y por eso nos hemos comprendido siempre. Dos locos fanáticos por lo que hacen, y que luchan en la vida a los ponchazos con los cigarros oscuros en las nubes reales y las caÃdas libres, sin paracaÃdas, que la vida te presenta regularmente. Hermoso Editorial. Edu