AxxónCINE: «Darren Aronofsky: Una genealogÃa del fracaso», Adrián Pérez Llahà / Silvia Angiola
Agregado en 14 agosto 2009 por admin in 199, ArtÃculos, tags: CineDarren Aronofsky: Una genealogÃa del fracaso
El Luchador no sólo significa la sempiterna resurrección de Mickey Rourke en un film que bien puede leerse como su falsa biografía; también es la cuarta película de Darren Aronofsky, un realizador que parece haberle encontrado la vuelta a su vocación por pintar la decadencia. Randy «The Ram» Robinson, ese cuerpo llagado y seco que Rourke le presta al film, es el último eslabón de una sucesión de condenados que Aronofsky viene desarrollando desde el comienzo de su carrera, hace poco más de una década. Rigurosamente pesimista, sus personajes están signados por un destino trágico, envueltos en batallas perdidas de antemano. Como si de una Pasión pagana se tratase, sin lugar para el suspenso pero tampoco para la salvación. La forma del martirio ha ido cambiando aunque siempre esté presente la lucha con una fuerza trascendente, detonante de un amplio uso de la función alegórica.
El punto de partida es Pi (1998), la financió con u$s 60.000 de familiares y amigos y Artisan se ocupó de mostrársela al mundo a cambio de u$s 1.000.000. A caballo de la moda indie de los noventa (la misma que le dio el Oscar a El Paciente Inglés e hizo que todos vayamos a ver El proyecto Blair Witch), Aronofsky se hizo un lugar en el cine internacional con una ópera prima oscura, ardua y personal, una de la sorpresas de la temporada. Su protagonista es Max Cohen (Sean Gullette), un matemático obsesivo y enfermo. Encerrado en su departamento junto a su computadora de aspecto caótico, intenta dar con el patrón numérico que hace funcionar al universo. Enfrascado como está en su paranoia, huye por igual de un grupo de judíos ortodoxos, que pretende sus servicios para dar con la tan mentada cifra divina que persigue la Kabbalah, y una enviada de los «chicos de Wall Street» de intereses un poco más prosaicos. A contrapelo de la psicosis controlada en un puñado de torpes alucinaciones que Ron Howard armó para su caricatura de John Nash en Una Mente Brillante, a Max Cohen el problema se le torna insoportable, los números le duelen en el cuerpo. Con él, y un Brooklyn sórdido y decadente, Darren Aronofsky inaugura la base de su universo cinematográfico, revisión recurrente de tópicos que coquetean con el infinito. Aquí son las matemáticas, decisión que enfrenta al film con lo irrepresentable. Para sortear ese problema de no poder hacer cine con algoritmos, Aronofsky perpetra un atajo tranquilizador: a las peripecias del héroe le va mechando citas célebres y personajes famosos del mundo de la ciencia, una especie de cadáver exquisito de la historia de la fascinación por los números. El resultado no hace más que aterciopelar lo que podría haber sido un áspero viaje hacia los confines de la locura. Pi es una ópera prima con todas las letras, barroca, sincrética, algo pretenciosa; autobiográfica en algún punto, allí donde pretende infiltrar la Intelligentsia de la costa este (Aronofsky es egresado de Harvard) dentro de una narrativa a la que le cuesta disimular su clasicismo. El dilema de Max Cohen, en definitiva, parece iluminar el propio camino de Aronofsky como realizador; por un lado los tentadores dividendos del mercado, por el otro la ínfula místico-religiosa. Sólo en Estados Unidos el film recaudó tres millones, además de un premio grande en Sundance y la atención de la crítica en todas partes.
El estreno de Réquiem para un Sueño (2000) generó alguna polémica y terminó de alinear los vectores de la propuesta del film anterior, ya sin la efervescencia del que hace algo por primera vez. Cualidades aparte, se convirtió en una de esas películas que «había que ver». El segundo film de Aronofsky apabulla desde su autoconciencia. Como Sísifo (condenado a acarrear una y otra vez la misma roca hasta la cima de la montaña), Harry Goldfarb (Jared Leto) remolca el viejo televisor de su madre por las desoladas calles de Brooklyn; al final del esfuerzo una improvisada casa de empeño lo beneficiará con el dinero suficiente para que él y su amigo Tyrone (Marlon Wayans antes de las Scary Movies) consigan la droga que el cuerpo les pide. Sarah, la madre de Harry (por la que casi le dan un Oscar a Ellen Burstyn), es la que se ocupa de hacer regresar el aparato a su lugar de origen y así continuar con su propia adicción: devorar helados y bombones frente a programas de autoayuda. Harry tiene una novia, Marion (la hermosa Jennifer Connelly), hija de algún empresario local más o menos próspero, que sueña con estampar sus diseños en su propio local de ropa. Del mismo modo, Harry y Tyrone sueñan con hacer carrera en el narcotráfico «cortando» cocaína para abastecer al barrio, y Sarah con ser la estrella de los programas que consume a diario, para ganarse de ese modo el respeto de sus amigas. Los personajes del segundo film de Aronofsky sueñan con hacer algo rentable de aquello que no pueden dejar de hacer. Son, en cierto modo, la contracara del matemático de Pi, que huía de la fama y el dinero (de la más mínima sociabilidad en realidad) en su afán de encontrarle una explicación al universo. Los personajes de Réquiem para un Sueño podrían ser esos vecinos con los que Max Cohen se rehusaba a establecer contacto en el film anterior; lúmpenes suburbanos, alienados por la brillantina de un mundo que ya no tiene nada genuino para ofrecer, no buscan entenderlo sino apenas disfrutar de sus miserias. Tautológicamente consumidos por el consumo, no hay tren que pueda sacarlos del barrio. Adepto como es a las metáforas más evidentes, Aronofsky desarrolla la acción en Coney Island, antiguo lugar de recreación de la gran metrópoli moderna: Nueva York. Como si sobre las ruinas del ocio ya no quedase otra posibilidad que el vicio más abyecto. La normativa de Aronofsky es mayúscula y con su segundo film completa el programa que había iniciado con su ópera prima, a propósito de las metas que vale la pena seguir. El deterioro físico y moral adquiere dimensiones hiperbólicas en Réquiem para un Sueño, sus personajes literalmente se deshacen frente a la cámara. Antes que como una crítica social el film se yergue como una ensañada refutación general de Occidente. Nada queda en pie en el horizonte que Aronofsky plantea como posibilidad. Los habitantes del Brooklyn que pinta no parecen estar sufriendo las consecuencias de un entrono difícil, hijo de una economía desigual y un proyecto de país que se cae a pedazos; sus itinerarios más se parecen a una condena cósmica, como si estuviesen pagando por todas las culpas del género humano.
Estas ínfulas trascendentales de Aronofsky tienen un correlato en su estilo visual. La capacidad (o incapacidad) de Max Cohen en Pi para interpretar las reglas del universo se sostiene en ese furioso blanco y negro que ilumina el film, especie de mundo quemado por la cercanía de verdades reveladoras. La incapacidad de Harry Goldfarb (su madre, su novia y su amigo) de distinguir entre la realidad y la compulsión se actualiza en un catálogo desaforado de estímulos de bisutería. En ambos casos la decadencia insoslayable de los personajes está presentada como un problema perceptivo, una imagen que se acopla con la vida interior de alguien que ya no es capaz de reconocer el mundo. Como muchas otras cosas este detalle también se verá exacerbado en La Fuente de la Vida (2006), suerte de callejón sin salida en la carrera del director. Era la primera vez que iba a contar con un gran presupuesto, iban a ser casi cien millones de dólares con Brad Pitt y Cate Blanchett como protagonistas. El film se terminó haciendo en Australia con la mitad del presupuesto, cayendo los estelares en el local Hugh Jackman y en Rachel Weisz, esposa del realizador desde entonces. La Fuente de la Vida fue un fracaso rotundo en todo el mundo. El film narra la agonía de Izzy (Weisz), enferma terminal. Tom Creo (Jackman), su marido, es un científico empecinado en salvarle la vida. Existe un relato paralelo, enmarcado en una ficción que Izzy va escribiendo sobre un cuaderno, en la que ambos actores encarnan a personajes alegóricos («Conquistador» y «La reina») dentro de una especie de fábula sobre la búsqueda de la fuente de la juventud en el Nuevo Mundo, en épocas del imperio español. Al mismo tiempo, entrelazada, una suerte de abstracción de ambos relatos nos muestra a un Hugh Jackman con la cabeza rapada junto a un árbol milenario dentro de una enorme esfera transparente. La situación es completamente fantástica, en contraposición a la textura seca y fría del relato de base y al ambiente onírico de la fábula paralela. Aronofsky prescindió de efectos digitales (ese gran homologador del cine contemporáneo) para resolver sus escenas, por lo que el film adquiere un tono general algo extemporáneo, entre melancólico y legendario. Los tres tiempos del film se van explicando entre sí y bien pueden condensarse en el atribulado parlamento que Tom Creo suelta llegando al final: «la muerte es una enfermedad, se puede curar». En su abierta arbitrariedad el film no admite lecturas provisorias, todo está pautado para completar un programa, una especie de trilogía sobre el infortunio del hombre moderno.
Desde las aporías con las que debe lidiar el matemático Max Cohen, pasando por las miserias de la carne que aniquilan a los habitantes de Réquiem para un Sueño, hasta llegar a la exuberante alegoría de La Fuente de la Vida sobre la imposibilidad de vencer a la muerte, Aronofsky ha insistido en hacer visibles los límites de la existencia. Ese es su tema y esos sus intereses, plasmados siempre con particular riesgo visual, asfixiantes puestas en escena, enorme pretensión metafórica; como pretendiendo darle definitiva carnadura material a los grandes dilemas del universo.
La aparición de El Luchador puede leerse como una experiencia superadora dentro de la carrera de Darren Aronofsky. Agotadas las herramientas de sus tres primeros filmes, la propuesta de este último impresiona por su austeridad. En efecto, la decadencia de Randy Robinson, ayuna como se presenta de énfasis y subrayados, gana en dramatismo y afirma su honestidad. Entrando en la madurez de su carrera, Aronofsky parece haber entendido que para ofrecer la imagen justa del sentimiento trágico de la vida sólo era necesario el escueto retrato de un viejo solo y consumido, transitando las inevitables vísperas de la muerte.
NOTA 1 : Este artículo fue publicado en la revista digital Cinecritic.biz
Adrián Pérez Llahí, 2009
Adrián Pérez Llahí estudió Artes en la Universidad de Buenos Aires. Es investigador y periodista cinematográfico. Ha escrito numerosos artículos sobre cine latinoamericano y es coautor de los libros Civilización y barbarie en el cine argentino y latinoamericano (Biblos, 2005) y Cines al margen. Nuevos modos de representación en el cine argentino contemporáneo (Libraria, 2007).