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A.I. Inteligencia artificial (A.I. Artificial Intelligence)

 

 

AxxónCINE

Por Silvia Angiola


A.I. Inteligencia artificial

Comentario por:
Silvia Angiola

Dirección:
Steven Spielberg

País:
Estados Unidos

Año: 2001

Duración: 146 minutos

Género
Ciencia-ficción. Drama.

Intérpretes
Haley Joel Osment, Frances O’Connor, Jude Law, Sam Robards, Jake Thomas, William Hurt.

Guión
Steven Spielberg, Ian Watson, basado en el cuento de Brian W. Aldiss “Los Superjuguetes duran todo el Verano”

Producción
Jan Harlan, Walter F. Parkes, Bonnie Curtis, Kathleen Kennedy, Steven Spielberg

Estreno en cine:
6 de septiembre de 2001

 


 

 

Dedicado a Axxón en su vigésimo aniversario
y a su creador y director, Eduardo Carletti

 

 

 

«No podrás hacer una película con mi historia» fueron las últimas palabras que el escritor inglés Brian Aldiss le dijo a Stanley Kubrick antes de desvincularse definitivamente del proyecto A. I.: Inteligencia Artificial. Palabras proféticas, ya que no sería el director de 2001 y La Naranja Mecánica quien llevara a la pantalla la obra en la que había trabajado durante años, sino un colega suyo aparentemente incompatible en estilo: el Sr. Blockbuster, Steven Spielberg.

Kubrick se había enamorado de un relato de Brian Aldiss, Los Superjuguetes duran todo el Verano, publicado por primera vez en la revista Harper’s Bazaar en diciembre de 1969. Deseaba convertirlo en una película como había hecho con El Centinela de Sir Arthur C. Clarke: en 1982 compró los derechos del cuento e invitó a Aldiss a trabajar con él en un posible guión. Los Superjuguetes es la historia de un niño llamado David que intuye que su madre no lo quiere y no alcanza a comprender por qué. David ignora (lo mismo que el lector, hasta el final) que es un nuevo modelo de robot destinado a entretener a la mujer mientras ella espera la autorización del gobierno para engendrar un niño de verdad.

Colaborar con Kubrick no resultó una experiencia grata para Brian Aldiss, especialmente cuando comprendió lo que se proponía hacer el afamado director con Los Superjuguetes: «No era La Guerra de las Galaxias, no era E.T. ¡Era el fucking Pinocho!» se indignó.1

Finalmente, Ian Watson escribió el primer esbozo del guión de Inteligencia Artificial (el personaje de Gigoló Joe fue idea suya) y el célebre ilustrador Chris «Fangorn» Baker plasmó las ideas de Kubrick en miles de storyboards.

Cuando Stanley Kubrick murió en marzo de 1999, su viuda Christiane le pidió a Steven Spielberg que se hiciera cargo de A.I. Cinco años antes el director de Cincinnati había rechazado una propuesta similar hecha por el mismo Kubrick, pero esta vez aceptó, e incluso postergó algunos proyectos personales para estrenar la película en 2001, como homenaje al maestro.

No es difícil imaginar la reacción de los fanáticos de Kubrick al enterarse de que Steven Spielberg iba a filmar una obra que el auteur había dejado inconclusa. Spielberg es un gran narrador, un virtuoso de la técnica, pero tiene una marcada tendencia a caer en la sensiblería, la manipulación y el más elemental didactismo. Autoindulgente, deseoso de complacer al público, más aficionado al éxito comercial que al artístico, el Rey Midas de Hollywood es capaz de crear experiencias visuales que ponen al espectador al borde de la butaca, pero no puede evitar arruinarlas tratando de decirle todo el tiempo qué tiene que pensar, qué tiene que sentir o cuál es la forma correcta de interpretar cada historia. Parece sentirse en la obligación de dejar un mensaje esperanzador en todas sus películas, aun en aquellas que tratan sobre la esclavitud o el Holocausto.

Lo que convierte a Inteligencia Artificial en una rareza dentro de la obra de Spielberg, y en particular dentro del conjunto de sus films de ciencia-ficción, es que se trata de una historia compleja, angustiante, por momentos brutal, cuyo único mensaje claro, si tiene alguno, es que la humanidad está destinada a desaparecer de la faz de la Tierra. A.I. fue un fracaso comercial no porque Spielberg haya banalizado y edulcorado la obra póstuma de Stanley Kubrick, como sostuvo parte de la crítica, sino porque, tratándose del director de E.T. y Parque Jurásico, el público esperaba ver una película más reconfortante.

 

 

La historia está ambientada en una Tierra del futuro que, como resultado del cambio climático, ha quedado parcialmente cubierta por las aguas. Para evitar la hambruna los gobiernos dictan severas leyes de control de la natalidad, lo que resulta en la proliferación de autómatas y androides, los «mecas», capaces de hacer cualquier trabajo sin consumir recursos naturales. Además de sus utilidades prácticas, estos seres artificiales también sirven para complacer y saciar las necesidades de los «orga» o humanos: sobre ellos se proyectan las ansias de poder, las fantasías sexuales y las carencias afectivas de sus dueños. Mónica y Henry Swinton (Frances O’Connor y Sam Robbards) reciben en su hogar al nuevo prototipo de la empresa Cybertronics: un niño-robot bautizado como David (Haley Joel Osment) que, según el Profesor Hobby, su creador (William Hurt), es capaz de sentir un amor genuino por sus dueños. Con alguna vacilación la pareja acepta al robot y paulatinamente David pasa a ocupar el lugar del hijo verdadero, que lleva varios años en un hospital en estado de coma. Al cabo de un tiempo Mónica se decide a activar un programa que le garantiza el amor incondicional del pequeño androide. Cuando, inesperadamente, el hijo enfermo se recupera y vuelve a la casa, empieza a competir con su hermano artificial por las atenciones de Mónica y pronto la situación se vuelve insostenible. Henry quiere llevar al robot a Cybertronics para que lo destruyan, pero Mónica lo deja solo en un bosque con su osito de juguete, en una escena desgarradora en la que Spielberg convierte en realidad el temor de todo niño de ser abandonado.

Muy pronto, David cae prisionero de unos cazadores de máquinas que lo llevan a la Feria de la Carne, un espectáculo anti-meca donde los robots anticuados son atormentados y finalmente destruidos para regocijo de una multitud humana.

El niño escapa en compañía de un androide diseñado para el placer sexual, Gigoló Joe (Jude Law), que se convertirá en su compañero de aventuras. A pesar de su función, Joe es más inocente que el propio David: al comenzar la cinta le pregunta a una clienta que muestra signos de haber sido golpeada por su pareja «¿Esas son heridas de pasión?». Si David es el amor sagrado, primordial, el amor a la madre, Gigoló Joe es el amor profano, el romanticismo y la visión idealizada del sexo. Quizás esta voluntad de amar y de ser amados, esta certeza de que el otro puede proporcionarnos plenitud, contención y cuidado, es el factor que hará que los robots sobrevivan a sus creadores.

David, que toma el cuento de Pinocho como su Biblia personal, emprende la búsqueda del Hada Azul (en Rouge City, Spielberg la relaciona explícitamente con la Virgen María) para que lo transforme en un niño de verdad, de manera que Mónica no vuelva a rechazarlo. Con el auxilio de Gigoló Joe y secundado por el osito Teddy, consigue llegar al edificio de Cybertronics en la sumergida ciudad de Nueva York Allí se produce el encuentro con el profesor Hobby, listo para lanzar al mercado cientos de niñas y niños robots, condenados, como el mismo David, a un futuro de prescindencia, abandono y destrucción después de consagrarse a un ser humano de por vida.

Devastado al comprender que no es más importante que cualquier otro artefacto de fabricación masiva, David se arroja al océano y, en el fondo del mar, le reza durante dos mil años a la imagen del Hada Azul de un parque de diversiones, incapaz de entender que su devoción no tiene el menor sentido.

Los avanzados mecas del futuro, similares en aspecto a los aliens de otras películas de Spielberg, sacan a David y a Teddy de su tumba de hielo. El niño-robot es el único lazo que les queda con la humanidad extinguida, por la que sienten una inexplicable nostalgia. Los mecas reconstruyen el hogar de los Swinton y, al comprobar que la obsesión de David es irremediable, le proporcionan un clon de Mónica que sólo podrá sobrevivir doce horas. David, que pasó dos mil años persiguiendo la imagen de una madre que nunca existió (al menos, no para él), accede a vivir un único día «ideal» en compañía de esta réplica, capaz de colmar sus expectativas de una forma que Mónica nunca hubiera podido hacer. Cuando finaliza el ciclo vital del clon, David se queda a su lado, desconectado o dormido, si es que para un robot existe alguna diferencia.

 

 

El estreno de esta amarga distopía espantó a la audiencia y dividió radicalmente a la crítica. Para los estándares de su director fue un fracaso de taquilla: los expertos la calificaron de invendible y los medios especializados dieron cuenta de la «violenta antipatía» que expresaba el público después de verla. «No es como E.T.» era la opinión generalizada.

Las críticas profesionales variaron mucho en tono, sensibilidad y propósito: algunas saludaron a A.I. como la mejor película del año, otras la tildaron, lisa y llanamente, de empalagosa y ridícula. Anthony O. Scott, del New York Times, afirmó que se trataba de la aventura «más perturbadora, compleja e intelectualmente provocativa» que Spielberg había realizado, mientras que Roger Ebert, del Chicago Sun-Times, opinó que la obra «alcanzaba a dominar la artificialidad pero no la inteligencia». Spielberg se limitó a responder que él estaba satisfecho porque esa era la clase de polémica que solían generar las películas de Stanley Kubrick.

La idea original de Kubrick era usar un muñeco animatrónico para hacer el papel de David. Spielberg, en cambio, trató de que el público olvidara que los personajes de la historia no eran criaturas de carne y hueso. Además de darle los roles de David y de Gigoló Joe a dos figuras de trayectoria conocida, asignó la voz del actor Jack Angel, de 71 años, al osito Teddy, y contrató a un grupo de extras amputados para encarnar a los robots que intercambian sus partes en el basurero y que después serán sacrificados en la Feria de la Carne.

A diferencia de otros films spielbergianos, A.I. se planta en la ambigüedad y en la contradicción, desafiando las lecturas monolíticas y dejando una buena cantidad de interrogantes sin responder. Entre ellos, el más elemental: ¿qué responsabilidad nos cabe a los seres humanos ante un ingenio que nos ama y que depende de nosotros para siempre? El niño artificial permanecerá congelado, física y emocionalmente, en la etapa más vulnerable de la vida, y su amor durará milenios, aunque ningún ser humano sea capaz de retribuírselo.

En el póster de la película podemos ver cómo la figura que representa a David se separa de la A de Artificial para convertirse en la I de Intelligence pero también de I (Yo).2 Igual que otros cyborgs, androides y autómatas cinematográficos (Roy Batty, Rachael o el mismo Deckard en Blade Runner, Andrew en El Hombre Bicentenario), el niño-robot de Spielberg representa el triunfo de la inteligencia artificial sobre su naturaleza de artefacto programado, capaz de imitar, pero no de sentir, las emociones humanas.

 

NOTAS

 

1 – John Baxter, Stanley Kubrick: A Biography. (Westview Press, 1997)
2 – José Díaz-Cuesta Galián, El ojo de Steven Spielberg en A.I. Artificial Intelligence. (Universidad de La Rioja).

 


Silvia Angiola, 2009


 

 

 

LOS SUPERJUGUETES DURAN TODO EL VERANO

(Supertoys Last All Summer Long, 1969)

Brian W. Aldiss

 

En el jardín de la señora Swinton siempre era verano. Los deliciosos almendros se alzaban en él con un follaje perenne. Mónica Swinton cortó una rosa de color de azafrán y se la mostró a David.

—¿No es preciosa? —comentó.

David alzó los ojos hacia su madre y sonrió sin responder. Tomando la flor, corrió con ella por el césped y desapareció detrás de la perrera, donde permanecía almacenada la segadora robot, dispuesta para cortar, barrer o cuidar el césped en el momento que fuera necesario. La señora Swinton permaneció inmóvil en su impecable sendero de gravilla de plástico.

La mujer había intentado amar al pequeño.

Cuando se decidió a seguir a David, le encontró en el patio haciendo flotar la rosa en su pequeña alberca poco profunda. El pequeño, absorto con su flor, se había metido en el agua sin quitarse las sandalias.

—David, querido, ¿por qué tienes que ser siempre tan travieso? Entra a casa enseguida y cámbiate los zapatos y los calcetines.

El niño entró en la casa sin protestar, meneando su cabecita de cabello oscuro a la altura de las caderas de su madre. A sus tres añitos, no mostraba el menor temor a la secadora ultrasónica de la cocina. Sin embargo, antes de que su madre pudiera encontrar unas zapatillas de repuesto, David se escabulló de la cocina y desapareció en el silencio de la casa.

Probablemente, se dijo la madre, habría ido a buscar a Teddy.

Mónica Swinton, una mujer de veintinueve años, silueta esbelta y ojos suavemente radiantes, pasó a la sala de estar y tomó asiento cruzando las piernas con elegancia.

Al principio, permaneció sentada y pensativa; muy pronto, sólo estaba sentada. E1 tiempo transcurrió en torno de ella con la maníaca lentitud que reserva a los niños, los locos y las esposas cuyos maridos están lejos de casa mejorando el mundo. Casi por reflejo, extendió la mano y cambió la longitud de onda de las ventanas. El jardín se desvaneció y, en su lugar, apareció junto a su mano izquierda el centro de la ciudad, lleno de una multitud abigarrada, vehículos de transporte y edificios (aunque mantuvo bajo el sonido). La mujer permaneció sola. Un mundo superpoblado es el lugar ideal para estar a solas.

Los directivos de Synthank estaban dando cuenta de un opíparo almuerzo para celebrar el lanzamiento de su nuevo producto. Algunos de ellos lucían las máscaras faciales de plástico que tan de moda estaban. Todos los hombres estaban espléndidamente delgados a pesar de la gran cantidad de comida y bebida que consumían. Sus esposas también mantenían una espléndida esbeltez pese a la abundancia de comida y bebida. Una generación anterior y menos sofisticada habría considerado a todos los presentes como «gente guapa», salvo por sus ojos.

Henry Swinton, director administrativo de Synthank, se disponía a pronunciar unas palabras.

—Lamento que su esposa no esté aquí para escucharle —comentó su vecino de asiento.

—Mónica prefiere quedarse en casa pensando en cosas bellas —respondió Swinton, manteniendo la sonrisa.

—Parece lógico que una mujer tan bella tenga pensamientos igualmente bellos —añadió el vecino.

Aparta tu mente de mi esposa, cerdo, pensó Swinton sin dejar de sonreír. Después, se puso de pie entre aplausos para pronunciar su pequeño discurso. Tras un par de chistes como introducción, pasó a decir:

—La fecha de hoy marca un verdadero hito en la historia de nuestra empresa. Hace casi diez años que lanzamos al mercado mundial nuestras primeras formas de vida sintéticas y todos sabemos el gran éxito que han representado, en especial los dinosaurios en miniatura. Sin embargo, ninguna de ellas posee inteligencia. Parece una paradoja que hoy en día seamos capaces de crear vida, pero no inteligencia. Nuestra primera línea de productos, la Tenia Croswell, es la que más se vende y la que posee menos inteligencia de todos. —Una carcajada unánime acompañó sus palabras —. Aunque tres cuartas partes de los habitantes de nuestro mundo superpoblado pasa hambre, nosotros, gracias al control demográfico, podemos disponer aquí de todo lo necesario y más. Nuestro problema es la obesidad, no la desnutrición. Apuesto a que todos los que estamos sentados en torno a esta mesa tenemos trabajando para nosotros en el intestino delgado una Croswell, una tenia parásita totalmente inofensiva que permite a su huésped ingerir hasta un cincuenta por ciento más de comida sin que ello afecte a su figura. ¿Me equivoco? —La mayoría de los presentes asintió con la cabeza. Swinton continuó diciendo —: Nuestros dinosaurios en miniatura apenas son más inteligentes que esos gusanos. Hoy, en cambio, vamos a lanzar al mercado una forma de vida sintética dotada de inteligencia: un sirviente humano de tamaño natural.

»Nuestro sirviente no sólo es inteligente, sino que posee un grado de inteligencia limitado. Consideramos que las personas le tendrían miedo a un ser con un cerebro humano, de modo que nuestro sirviente biónico tiene un pequeño ordenador en el cráneo.

»Hasta ahora ha habido en el mercado objetos mecánicos con miniordenadores por cerebro, objetos de plástico sin vida, superjuguetes, pero hoy, por fin, hemos encontrado la manera de unir los circuitos del ordenador con la carne sintética.

David estaba sentado junto al amplio ventanal de su cuarto, pugnando con un lápiz y un papel. Por último, dejó de escribir y se puso a hacer rodar el lápiz por la superficie inclinada de la tapa del pupitre.

—¡Teddy! —exclamó de pronto.

Teddy estaba sobre la cama, apoyado en la pared bajo un libro con imágenes en movimiento y un enorme soldado de plástico. El modelo fonológico de la voz de su amo lo activó y Teddy se sentó erguido entre los juguetes.

—Teddy, no se me ocurre qué poner.

El osito saltó de la cama y dio unos pasos rígidos por el cuarto hasta agarrarse a las piernas del pequeño. David lo levantó y lo instaló sobre el pupitre.

—¿Qué has escrito hasta ahora?

—He puesto… —El pequeño sostuvo en alto la carta y la repasó con una mirada seria y penetrante—. He escrito, «Querida mamá, espero que te encuentres bien. Te quiero mucho…».

Se produjo un largo silencio hasta que el osito respondió:

—Suena muy bien. Ve abajo y dáselo.

Otro largo silencio.

—No está bien. Mamá no lo entenderá.

En el interior del osito, un pequeño ordenador repasó su programa de posibilidades.

—¿Por qué no lo vuelves a escribir con lápices de colores?

Al observar que David no respondía, el osito repitió su sugerencia:

—¿Por qué no lo vuelves a escribir con lápices de colores?

David tenía la vista fija en la ventana.

—¿Sabes qué estaba pensando, Teddy? ¿Cómo puede uno distinguir las cosas reales de las que no lo son?

El osito barajó sus alternativas.

—Las cosas reales son buenas.

—Me pregunto si el tiempo es bueno. No me parece que a mamá le guste demasiado el tiempo. El otro día, hace un montón de días, dijo que el tiempo pasaba para ella. ¿Es real el tiempo, Teddy?

—Los relojes marcan el paso del tiempo, los relojes son reales. Mamá tiene relojes, de modo que deben gustarle. Lleva un reloj en la muñeca junto al dial.

David empezó a dibujar un reactor de gran capacidad en el reverso de la carta.

—Tú y yo somos reales, ¿verdad Teddy?

Los ojos del osito contemplaron al chiquillo sin parpadear.

—Tú y yo somos reales, David. —El osito estaba especializado en proporcionar consuelo.

Mónica deambuló lentamente por la casa. Faltaba poco para que llegara el correo de la tarde por el aparato. Marcó el número de la oficina de correos en el dial que llevaba en la muñeca, pero no obtuvo respuesta. Tendría que esperar unos minutos más.

Podía ocuparlos pintando un poco, o llamando a sus amigos, o esperando a que Henry volviera a casa, o subiendo al piso de arriba para jugar con David…

Se dirigió al vestíbulo y anduvo hasta el pie de las escaleras.

—¡David!

No hubo respuesta. La mujer lo llamó tres veces más.

—¡Teddy! —exclamó a continuación en un tono de voz más agudo.

—¡Sí, mamá! —Tras un instante de pausa, la cabecita de pelo dorado de Teddy asomó en lo alto de la escalera.

—¿Está David en su cuarto, Teddy?

—Ha salido al jardín, mamá.

—¡Ven aquí abajo, Teddy!

Mónica observó impasible la pequeña figura peluda mientras descendía los peldaños uno a uno con sus patas cortas y rechonchas. Cuando el osito llegó al pie de la escalera, la mujer lo levantó del suelo y lo condujo a la sala de estar. Teddy permaneció inmóvil en sus brazos, contemplándola. La mujer pudo apreciar la levísima vibración de su motor.

—Quédate aquí, Teddy. Quiero hablar contigo.

Mónica colocó al osito sobre una mesa y Teddy se quedó allí como ella le había dicho, con los brazos extendidos y abiertos en el gesto eterno de un abrazo.

—Teddy, ¿te ha dicho David que me dijeras que ha salido al jardín? —Los circuitos del cerebro del juguete eran demasiado sencillos para saber mantener una mentira.

—Sí, mamá —respondió finalmente.

—De modo que me has engañado…

—Sí, mamá.

—¡Deja de llamarme mamá! ¿Por qué intenta evitarme David? No tendrá miedo de mí, ¿verdad?

—No. David te quiere mucho.

—¿Por qué no podemos comunicarnos entonces?

—David está arriba.

La respuesta hizo que Mónica enmudeciera. ¿Por qué perdía el tiempo hablando con aquella máquina? ¿Por qué no subía las escaleras, sencillamente, y estrechaba a David entre sus brazos y hablaba con él como haría cualquier madre cariñosa con su hijo querido? Escuchó el silencio opresivo que reinaba en la casa, un silencio que surgía de cada estancia con un matiz diferente. En el piso de arriba, algo se estaba moviendo muy quedamente; era David, sin duda, intentando esconderse de ella…

Henry Swinton estaba llegando al final de su discurso. Los invitados seguían atentos a sus comentarios; los miembros de la Prensa, que llenaban dos paredes de la sala de banquetes, tomaban nota también de sus palabras y le sacaban fotografías de vez en cuando.

—Nuestro sirviente será, en muchos aspectos, el producto de un ordenador. Sin los ordenadores, no habríamos podido profundizar en el estudio de la complicada bioquímica necesaria para conseguir una carne sintética. El sirviente que hoy presentamos será también una extensión del ordenador, pues contendrá en su cabeza un ordenador microcomputarizado capaz de desenvolverse en casi cualquier situación que pueda encontrar en el hogar. Con algunas reservas, claro está.

Este último comentario fue acogido con risas, pues muchos de los presentes estaban al corriente del acalorado debate que se había producido en la sala de sesiones hasta adoptar la decisión final de dejar al sirviente asexuado bajo su impecable uniforme.

—Resulta triste observar que, pese a todos los triunfos de nuestra civilización —sí, y también a pesar de los graves problemas que origina la superpoblación—, millones de personas padecen cada vez más de soledad y aislamiento. Nuestro sirviente será para ellas una bendición; él responderá siempre y no se aburrirá ni con la conversación más soporífera.

»Para el futuro tenemos en proyecto más modelos, masculinos y femeninos — ¡algunos de ellos sin las limitaciones de este primero, se los prometo!—, de un diseño más avanzado: verdaderos seres bioelectrónicos que no sólo posean sus propios ordenadores, capaces de una programación individual, sino que estén integrados en la Red Mundial de Datos. De este modo, cualquiera podrá disfrutar en su propia casa del equivalente a un Einstein. Entonces, el aislamiento personal quedará resuelto definitivamente.

Swinton volvió a su asiento entre aplausos entusiastas. Incluso el sirviente sintético, sentado a la mesa con un traje nada ostentoso, aplaudió satisfecho.

Con su carpeta escolar a rastras, David avanzó pegado a la pared exterior de la casa.

Se encaramó al banco ornamental situado bajo la ventana de la sala de estar y se asomó con cautela al interior.

Su madre estaba en medio de la estancia. Sus facciones eran vagas y su inexpresividad asustó al pequeño; que la observó fascinado. Permaneció inmóvil, y ella también. El tiempo debía haberse detenido, como lo había hecho en el jardín.

Por último, la mujer se volvió y salió de la sala. David aguardó unos instantes y dio unos golpecitos en la ventana. Teddy miró a su alrededor, le vio, saltó de la mesa y se acercó a la ventana. Empleando sus zarpas, logró abrir ésta finalmente.

Los dos se miraron.

—No soy bueno, Teddy. ¡Escapémonos!

—David, eres un niño muy bueno. Y tu mamá te quiere mucho.

El niño movió la cabeza lentamente, en gesto de negativa.

—Si me quiere, ¿por qué no puedo hablar con ella?

—No seas tonto, David. Mamá se siente sola. Por eso te tuvo.

—Ella tiene a papá. Yo no tengo a nadie más que a ti y me siento solo.

Teddy le dio un amistoso cachete en el rostro.

—Si tan mal te sientes, será mejor que acudas de nuevo al psiquiatra.

—Ese viejo psiquiatra no me gusta. Me hace sentir como si no fuera real.

David echó a correr por el césped. El osito se subió a la ventana y le siguió tan deprisa como le permitían sus patas cortas y rechonchas.

Mónica Swinton estaba arriba, en el cuarto de juegos. Llamó a su hijo una vez y se quedó allí indecisa. Todo estaba en silencio.

Sobre el pupitre había varios lápices de colores. Siguiendo un súbito impulso, la mujer se acercó al mueble y abrió la tapa. En el interior había decenas de hojas de papel, muchas de ellas llenas con la torpe escritura de David a lápiz, cada letra de un color distinto a la precedente. Ninguno de los mensajes estaba terminado.

«Mi mamá querida, ¿cómo eres realmente, me quieres tanto como…?»

«Querida mamá, os quiero mucho a ti y a papá y el sol está brillando…»

«Querida queridísima mamá, Teddy me está ayudando a escribirte. Os quiero mucho a ti y a Teddy…»

«Querida mamá, yo soy tu único hijo y te quiero tanto que a veces…»

«Mamá querida, tú eres realmente mi mamá y odio a Teddy…»

«Querida mamá, adivina cuánto te quiero…»

«Querida mamá, yo soy tu pequeñín y no Teddy y te quiero pero Teddy…»

«Querida mamá, te escribo ésta carta sólo para decirte cuánto, cuantísimo…»

Mónica dejó caer las hojas de papel y rompió a llorar. Las letras, con sus colores alegres e inexactos, se esparcieron por el suelo.

Henry Swinton tomó el expreso de vuelta a casa de muy buen humor y dirigió de vez en cuando la palabra al sirviente sintético que le acompañaba en el viaje. El sirviente le contestó con cortesía y precisión, aunque sus respuestas no siempre venían al caso para una mentalidad humana.

Los Swinton vivían en uno de los bloques de casas más opulentos de la ciudad, a medio kilómetro sobre el nivel del suelo. Incrustado entre otras viviendas, su piso no tenía ventanas al exterior. Nadie deseaba ver el mundo exterior superpoblado. Henry abrió la puerta colocándose ante el portero automático que le identificaba por su retina y penetró en la casa seguido por el sirviente.

De inmediato, se vio rodeado por la grata ilusión de unos jardines en perpetuo verano. Resultaba sorprendente como el Holograma Total podía crear aquellos enormes espejismos en un espacio tan reducido. Detrás de sus rosas y glicinas quedaba la casa; el engaño era completo: una mansión georgiana parecía darle la bienvenida.

—¿Qué te parece? —preguntó al sirviente.

—A veces, las rosas padecen de puntos negros.

—Estas tienen garantía de estar libres de imperfecciones.

—Siempre es recomendable adquirir productos con garantía, aunque cuesten ligeramente más.

—Gracias por la información —replicó Henry seriamente. Las formas de vida sintética tenían menos de diez años de existencia y los viejos androides mecánicos, menos de dieciséis; los defectos de sus sistemas todavía estaban siendo pulidos año tras año.

Henry abrió la puerta y llamó a Mónica.

La mujer salió inmediatamente de la sala de estar y le echó los brazos al cuello, besándole ardientemente las mejillas y los labios. A Henry le sorprendió la acogida. Al apartarse un poco para observar su rostro, advirtió que Mónica parecía irradiar luz y belleza. Hacía meses que no la veía tan excitada e, instintivamente, la abrazó con más fuerza.

—¿Qué ha sucedido, querida?

—¡Henry, Henry…! Oh, querido, estaba desesperada…. Pero acabo de marcar el número del correo de la tarde y… ¡No te lo creerás! ¡Oh, es tan maravilloso!

—Por el amor de Dios, Mónica, ¿qué es eso tan maravilloso?

Henry alcanzó a ver fugazmente el membrete de la copia fotostática, aún húmeda al salir de la impresora, que la mujer tenía en la mano: Ministerio de Población. Notó que su rostro palidecía, embargado de pronto por la emoción y la esperanza.

—¡Oh, Mónica…! ¡No me digas que ha salido nuestro número!

—¡Sí, amor mío, sí! ¡Nos ha tocado la lotería de la paternidad de esta semana! ¡Ahora podremos concebir un hijo inmediatamente!

Henry soltó un grito de alegría y los dos se pusieron a bailar por la sala. La presión demográfica era tal que la reproducción tenía que quedar estrictamente controlada. Para tener un hijo era necesario el permiso gubernamental y la pareja llevaba cuatro años esperando aquel momento. Ahora, la pareja expresó su felicidad con unas lágrimas incoherentes.

Por fin, contuvieron su emoción entre jadeos y se quedaron en medio de la estancia riéndose mutuamente de la felicidad que animaba sus rostros. Al bajar del cuarto de David, Mónica había pulsado en su dial la orden de que los cristales opacos de las ventanas recobraran la transparencia, de modo que ahora podía contemplar la panorámica del jardín al otro lado. Una luz solar artificial bañaba el césped con un fulgor dorado… y David y Teddy aparecían allí fuera, contemplando a la pareja.

Al ver sus rostros, Henry y su esposa se pusieron serios.

—¿Qué haremos con ellos? —preguntó el hombre.

—Teddy no es problema. Funciona bien.

—¿David presenta algún defecto?

—Su centro de comunicación verbal todavía presenta problemas. Creo que tendrá que volver a la fábrica.

—Muy bien. Veremos que tal está antes de que nazca el niño. Y eso me recuerda que… Tengo una sorpresa para ti; ¡una ayuda, justo en el momento en que resultará más necesaria! Ven conmigo al vestíbulo y te enseñaré lo que he traído.

Mientras los dos adultos desaparecían de la sala, el niño y el osito se sentaron bajo los rosales.

—Teddy… supongo que mamá y papá son reales, ¿verdad?

—Haces unas preguntas de lo más ridículas, David. Nadie sabe qué significa de verdad eso de «real». Vamos adentro.

—¡Antes voy a coger otra rosa!

David cortó una flor de color de rosa brillante y la llevó consigo a la casa. La colocaría en la almohada cuando se acostara. Su belleza y suavidad le recordaban a mamá.