«¿Estamos solos? (parte 3, conclusión)», Marcelo Dos Santos
Agregado el 18 septiembre 2009 por admin en 200, Divulgación(Especial para Axxón) – blogs.clarin.com/mdossantos/
En la primera parte de este artículo hablamos de la naturaleza de las potenciales especies extraterrestres, y en la segunda, comenzamos a discutir la Paradoja de Fermi, esto es, el porqué de si, como muchos gustan pregonar, el espacio está pletórico de tales razas alienígenas, nosotros no podamos encontrar ni la más ligera traza de ello.
Expusimos los posibles motivos de que no viéramos señales de esos seres, y mostramos las causas por las cuales existen amplias posibilidades de que nos podamos descubrirlos por la sencilla razón de que simplemente no están allí.
Por último afirmamos que, a medida que siguiésemos profundizando en la teoría y analizando los términos de la Ecuación de Drake, tanto más probable sería que nos desilusionáramos totalmente de encontrar vida inteligente en la galaxia.
Pues bien, aquí estamos de nuevo, y, para conmemorar la bicentésima edición de Axxón, haremos precisamente eso: exponer, en términos simples pero con fundamento, los argumentos que se utilizan actualmente para desestimar o al menos minimizar las probabilidades de encontrar, finalmente a alguna raza amiga o enemiga en lo profundo de las estrellas.
Hemos llegado a la conclusión de que el método primario para descubrir a una o varias potenciales culturas tecnológicas (definidas estas como las que poseen y hacen uso indiscriminado de radiotelescopios) es, precisamente, monitorear posibles señales artificiales de radio en el espacio profundo.
Pero, si como afirman muchas teorías, las civilizaciones solo irradian unos pocos siglos separados por muchos millones de años de silencio —además de la enorme atenuación de la señal según se aleja de la Tierra, como se ha descubierto recientemente—, se va a hacer muy difícil estar escuchando al punto adecuado en el momento adecuado. Pero —y aquí es necesario otorgar el beneficio de la duda a los creyentes— bien es posible que la especie ajena haya trascendido la tecnología de la radio, llegando a un estado científico tan avanzado que la misma haya quedado obsoleta y no se utilice más. En ese caso, estaríamos buscando ondas de radio para encontrar a unos seres que no usan la radio y sería imposible encontrarlos jamás.
Ya hemos visto los dos escenarios más usuales: que una comunidad técnica se autodestruya poco después de volverse activa en el espectro radial, y que ya no usen la radio por desactualizada.
El tercer panorama sería que la escasez de recursos —problema en apariencia común entre las civilizaciones avanzadas— provoque que dejen de emitir.
Pero ¿por qué abandonarían la radio unos seres avanzados? Primero, porque las transmisiones de alta potencia y de baja ganancia desperdician partes sustanciales del espectro radioeléctrico y representan un dispendio de energía enorme. Estas características son, en realidad, las que las vuelven detectables desde el espacio profundo. Nosotros, si es que somos un caso típico, ya estamos migrando nuestras comunicaciones hacia las fibras ópticas, las comunicaciones por cable o por IP transmitidas vía satélite, la telefonía fija o celular, el wi-fi, la internet, los enlaces de microondas fuertemente restringidos en cuanto a potencia y direccionalidad y las transmisiones por láser. Como fuentes de radio detectables a gran distancia solo nos quedan los grandes y poderosos radares militares transhorizonte, ciertas transmisiones de radioaficionados y la radio y la televisión abiertas. Poco más. Nada fuera de esto es particularmente visible desde otra estrella.
La televisión analógica abierta genera fuertes ondas portadoras en la banda de UHF, y estas sí se detectan desde grandes distancias. Es por ello que proyectos como SETI buscan, precisamente, portadoras de UHF en estrellas lejanas, pero aún no han encontrado ninguna. A medida que una civilización como la nuestra avanza, reemplaza la tecnología de portadoras por cosas como la televisión digital, que no usa portadoras, es más eficiente en su uso del espectro y, por lo mismo, no se ve desde el espacio.
Si establecemos como fecha de origen de nuestras transmisiones de radio las de Hertz en 1888 (aunque hay quienes indican que las hubo antes), nuestra actividad radial primitiva se encuentra ya tan debilitada que difícilmente pueda ser detectada. A medida que desaparezca la televisión común, nos volveremos invisibles por completo.
O tal vez no se nos superpongan los tiempos. Supongamos que una civilización extraterrestre nos bombardeó con mensajes de radio en tiempos de Colón. Nosotros no estábamos escuchando. Tal vez esa misma civilización se extinguió en 1897. De nuevo, no estábamos escuchando.
Los astrónomos hacen de esto un chiste malo: «Todos escuchamos pero nadie transmite».
Es incluso posible que las transmisiones ajenas se basen en principios físicos que aún nos resultan desconocidos. Pueden usar agujeros de gusano o rayos de neutrino o quién sabe qué otra tecnología considerada por nosotros dominio exclusivo de la ciencia ficción. En este caso, jamás los escucharemos.
O aún peor: si sufren de una grave escasez de recursos como teorizamos hace un momento, difícilmente gastarán enormes cantidades de energía solo para hacernos saber que están allí. Si se quedan sin recursos de subsistencia, puede intentar dirigir su tecnología de comunicaciones hacia direcciones mucho más eficientes que la radio, y por eso nunca los detectaremos, lo mismo que si mueren a causa de sus problemas.
Existe una derivación de los principios copernicanos denominada «Principio de Mediocridad«, que postula que tanto la Tierra como la vida que en ella se ha desarrollado son comunes, tan comunes que no se necesitó ninguna condición especial para la aparición de la inteligencia y la tecnología. Dado el estado inicial, todo se habría dado naturalmente y, por consecuencia, el universo debe pulular con civilizaciones del tipo humano.
La Paradoja de Fermi da por tierra con este planteo, desde el momento en que no hemos hallado evidencia alguna de esta supuesta superpoblación de inteligencia y, de todos los planetas descubiertos, apenas un par son de tipo terrestre y se hallan ubicados en la zona habitable de sus respectivas estrellas.
Al Principio de Mediocridad se opone la Hipótesis de la Tierra Especial, que dice que la sucesión de eventos que llevaron a nuestra existencia es astronómicamente improbable; tanto, que nunca encontraremos una raza de iguales en el universo. La Tierra, en verdad, no parece ser un planeta típico: de hecho, ni siquiera el Sol es una estrella común, ni semeja serlo la composición de la Tierra ni la de su atmósfera. La Tierra Especial recurre a atendibles y muy difíciles de contrarrestar argumentos estadísticos que demuestran que es altamente improbable encontrar planetas rocosos en la zona habitable de una estrella de tipo G, que si los hay no tendrán una atmósfera oxidante, que si la tienen no poseerán agua, y que, por lo tanto, la vida es un fenómeno escasísimo y casi imposible de hallar fuera de nuestra esfera azul. Si por una improbabilísima casualidad la vida existiera en algún lugar, no produciría inteligencia, porque esta es consecuencia de la selección sexual, la cual, por definición, es impredecible. El concepto de que la evolución naturalmente deriva en inteligencia es una de las falacias más ampliamente difundidas como si fueran ciertas, casi tanto como la falacia del fósil o el diseño inteligente que esgrimen los creacionistas. A esta mirada mística sobre la vida (si hay vida, habrá hombres) se opone, además, el hecho de que la evolución de la inteligencia en la Tierra obedeció a una transición de células simples a organismos complejos en un evento que, en 1.400 millones de años, ha ocurrido solo una vez: la Explosión del Cámbrico. Y aún así, si la inteligencia pudiera existir como fenómeno común, la tecnología no. La tecnología depende de los suministros energéticos, y da la casualidad de que la Humanidad ha dispuesto desde hace mucho de ingentes aunque no inagotables recursos como el carbón, el petróleo o la madera. ¿Tendrán tanta suerte las demás razas alienígenas? ¿Nacerán en planetas donde grandes cantidades de bosque y dinosaurios se han convertido en combustible fósil, gas, coke, petróleo? ¿Es tan similar la geología de su planeta a la terrestre como para dotarlos de las mismas herramientas? Esto es tan improbable que prácticamente desaparece de la estadística.
La mirada antropocéntrica de la Tierra Especial es atacada por los creyentes en vida extraterrestre, pero, hasta el día de hoy y seguramente durante muchos siglos más o tal vez por siempre, todas las evidencias observacionales (o, con mayor precisión, la falta de ellas) le da la razón por encima de cualquier esperanza mística.
Aparte de la dificultad o cuasi-imposibilidad de hallar vida inteligente en otros planetas, existe el descorazonador peligro de que, llegado el caso, no seamos capaces de identificarla como tal. Puede ser que una civilización técnica, llegado cierto punto de su desarrollo, pase por una especie de transición o «singularidad» que la vuelva totalmente indetectable para sus pares. Supongamos que se han alterado a sí mismos, que se han autotransferido a un mundo de realidad virtual o que directamente han dejado atrás el estado material o que existen solamente en niveles cuánticos desconocidos para nosotros. Pensemos que han abandonado la existencia física o que manejan tipos de información que no somos capaces de identificar como tales. En esos casos, descubriríamos solamente «fósiles» de sus estados anteriores de existencia, y nos convenceríamos de que tal cultura se ha extinguido aunque en realidad no fuese así. Pero, de un modo u otro, jamás lo sabríamos y nos resultaría totalmente imposible establecer ningún tipo de contacto con ella.
Convencidos como estamos de la validez de la limitación relativista de superar la velocidad de la luz, no habría sin embargo ningún problema teórico en intentar construir naves capaces de viajar por el espacio a velocidades sublumínicas. En lo que no piensan los creyentes en extraterrestres es en los enormes, prohibitivos costos que debería afrontar una cultura que quisiera explorar su galaxia. Es más que probable que la inversión requerida llevase al colapso financiero, económico y energético a quien lo intentara. Incluso en el improbable caso de tener éxito en la colonización, los costos de mantener una estructura metrópolis-colonias serían tan monstruosos que estas últimas deberían ser abandonadas a su suerte en breve plazo. Con el tiempo, desarrollarían culturas y tecnologías propias, y se harían tan diferentes a su cultura madre que, visto en retrospectiva, todo el proceso no habría tenido sentido alguno.
Si nosotros somos capaces de darnos cuenta de ello, no cabe duda que una potencial civilización técnica también lo será, viéndose obligada a pensarlo dos veces antes de lanzarse a una aventura de conquista y colonización de costo ruinoso y que no conducirá a beneficio económico ni cultural de ninguna clase.
Aún si una raza extraterrestre explora y coloniza la galaxia, así como nosotros no hemos estado escuchando lo suficiente como para descubrir a nadie, es altamente probable que ella tampoco. Dado el tamaño de la Vía Láctea y las distancias que separan a las estrellas, la posibilidad de que la Tierra no haya sido descubierta ni lo sea jamás es un valor distinto de cero, y, según muchos creen, mucho más grande. Por lo tanto, incluso si la vida abunda y activamente busca otras vidas en la distancia, es astronómicamente probable que jamás lleguen a establecer contacto entre sí antes de que se cumplan sus plazos naturales de extinción.
Algunos —entre los que, como es obvio, no me cuento— especulan con que el aparente despoblamiento de la galaxia no se debe a que en verdad estemos solos, sino simplemente a que nuestros extraterrestres vecinos sencillamente son demasiado diferentes a nosotros como para que los cataloguemos como seres inteligentes. Ellos señalan que su matemática puede ser distinta y no entenderse con la nuestra, y que ciertas capacidades como la comunicación pueden pasar por otros canales distintos de la palabra y los conceptos y de este modo bloquear todo intercambio. Como de momento (y seguramente para siempre) la vida terrestre es el único objeto de estudio de que disponemos, estamos perfectamente autorizados a utilizar la hipótesis del principio en el sentido de que la vida inteligente debe ser vertebrada, mamífera, primate y antropomorfa, por lo que, de allí en más, toda teoría sobre extraterrestres técnicos bacteriales, sinciciales, de energía o sencillamente espirituales queda relegada a pura expresión de deseos hasta que se aporten pruebas. Lo cual será harto difícil si no imposible.
Una de las hipótesis más interesantes es este campo no ha sido enunciada por los científicos sino por los escritores de ciencia ficción, y, de nuevo, si las tristes experiencias de nuestra planeta son representativas del resto del Universo, muy bien podría colocarnos como única cultura inteligente en el momento actual. La misma apoya la idea de que toda vida tecnológica que ha conseguido evitar la autodestrucción se dedicará necesariamente a destruir a otras emergentes. Un excelente retrato de H. Sapiens, como se ve. Es decir: si conseguimos salvarnos de nosotros mismos, pronto estaremos considerando a toda otra especie inteligente o en vía de serlo como una amenaza a nuestra propia seguridad y espacio vital, por lo que entre descubrirlas y decidir exterminarlas solo habrá un breve instante de vacilación ética, porque ya se sabe que la propia supervivencia tiene un rango incomparablemente superior a cualquier disquisición moral. En caso de duda, preguntarles a los aborígenes americanos.
Esta matanza deliberada de posibles competidores sería mucho más económica y eficiente si se llevara a cabo mediante dispositivos automáticos y autorreplicables del tipo de las sondas de Von Neumann, modificadas para asesinar en lugar de para establecer contacto. Unas pocas sondas liberadas en el espacio podrían acabar con toda vida inteligente o pasible de convertirse en ello en un lapso sensiblemente inferior a la edad del Universo, lo que torna a esta hipótesis perfectamente plausible. Las sondas asesinas destruirían a la mayoría de las culturas técnicas y obligarían a muchas otras a callar por miedo a ser descubiertas, lo que explicaría la falta de vida aparente en la galaxia. Pero dejaría abierto, empero, el interrogante de por qué no hemos encontrado todavía a las máquinas verdugo y, por supuesto, de por qué no nos estrangularon en la cuna a nosotros mismos en primer lugar. Por estas dos fallas capitales, esta teoría tampoco resuelve por completo la Paradoja de Fermi.
Siguiendo con las hipótesis cienciaficcionales, existe la remota e improbable posibilidad (aunque no por ello menos perturbadora) de que en realidad los alienígenas ya nos hayan contactado y, por algún motivo, hayan decidido aislarnos del resto de la galaxia. De hecho, hay quien postula esta teoría, llamada «Hipótesis del Zoológico» arguyendo que una especie de grupo o federación de razas inteligentes ha decidido que somos demasiado locos o peligrosos o ambas cosas, y por tanto nos han reducido a una especie de encierro que nos ha dejado solos. Nadie tiene autorización para contactarnos ni para hacer evidente su presencia. Somos como ratas en una jaula, como leones en su foso, ignorantes de la presencia de esta especie de Gendarmería cósmica que nos ha condenado al ostracismo.
Finalmente, luego de recorrer todas estas teorías que intentan explicar el mero y simple hecho de que un universo supuestamente pletórico de civilizaciones técnicas no nos muestre la más mínima evidencia de ellas, los científicos están regresando al punto en el que empezaron hace miles de años con los teólogos y los filósofos de la Antigüedad: muchos piensan hoy que la Teoría de la Tierra Especial es correcta y que en verdad el ser humano está solo en el Universo.
Si estamos solos (como parece) o si en el futuro se hará realidad una de las hipótesis reseñadas, no lo sabemos, pero de lo que estamos seguros es de que encontrar a seres tecnológicamente semejantes a nosotros será extraordinariamente difícil y seguramente nos llevará cientos de miles o millones de años, si es que lo conseguimos.
De allí hacia delante, solo es factible especular acerca de lo que sucederá frente a semejante choque de culturas. ¿La colaboración? ¿La hibridación? ¿La guerra? ¿El exterminio?
Nadie lo sabe.
Lo que sí se sabe, si nos atenemos estrictamente a la evidencia y tan solo a la evidencia de que disponemos, es que, hoy por hoy y casi seguramente por los próximos miles de años, a todos los efectos prácticos, los seres humanos estamos solos en nuestra enorme, multiforme, arrobadora y sorprendente galaxia.