Biblioteca Municipal de Urbys
Localización
"La biblioteca municipal nació un 1 de Febrero de 1852 a partir del deseo de un grupo de escritores y más firmemente un 31 de Diciembre del mismo año, con el aporte económico desinteresado de Don Francisco Solar, quien financió la edificación y donó las tierras donde actualmente se levanta.
"Originalmente el terreno media seis hectáreas y se había destinado una para construir un Templo Literario que fuera admirable en todas partes por su esplendor, pero cuando se debían firmar las escrituras, Don Francisco enfermó y murió. Sus herederos no vieron con tan buenos ojos los planes de su padre y redujeron considerablemente la extensión de las tierras a un acre y medio. Hubo indignación y se formaron comisiones de vecinos que protestaron al intendente, Don Ángel Alvarado de las Armas, y éste, que era un hombre de muy pocas pulgas, llamó a Enrique Tomoso, destacado arquitecto y hombre de ciencias, y le encomendó la tarea de diseñar una estructura innovadora digna de la ciudad de Urbys, en aquel terreno.
"Don Enrique desapareció por largos siete meses enfrascado como estaba en su nuevo diseño de edificio y al cabo, reapareció triunfal. Mandó construir una humilde estructura de trescientos veinte metros cuadrados con dos plantas de altura, como actualmente se conserva, y en tres meses llamó al intendente para inaugurar la biblioteca. Éste, al ingresar al recinto, quedó fascinado con lo que allí dentro vio y promovió la figura de Don Enrique Tomoso por los cuatro puntos cardinales..."
—Orígenes de la letra imprenta en Urbys
Historia
Cuando llegué a Urbys y pisé las tablas de la estación Tragondo me sentí sobrecogido frente a la colosal estructura laberíntica, sus ornamentos e historia. Deseé recorrer todos sus pasillos pero primero me urgía conocer aquella biblioteca de la que tanto se rumoraba. En la calle me esperaba la diligencia pronta. Con cada paso del equino se agigantaba mi expectativa y el galope de mi corazón. El cochero me gritó algo cuando avanzábamos por Las laderas y miré hacia fuera. Una feroz tormenta azotaba la homónima Calle de las Tormentas. El vendaval golpeaba las viviendas al margen pero ni una sola gota salpicaba las calles aledañas. El cochero detuvo la marcha y el caballo rezongó inquieto. Extrajo un reloj dorado de su saco y lo mantuvo en su palma derecha como esperando que algo ocurriera. Al rato la tormenta cesó, el viento se calmó y los rayos solares iluminaron con fuerza la calle.
—Nunca dura más de dos minutos —explicó.
Alcanzamos la esquina donde se alzaba la biblioteca y debo confesar, me desilusioné. Era un edificio pequeño, pálido y sobrio. Pero, luego, al ingresar, debí sostenerme la mandíbula con las manos. El recibidor se extendía unos siete u ocho metros hasta toparse con un abismo de proporciones inexplicables. Todo se encontraba iluminado por un brillo blanquecino y el abismo se encontraba colmado de columnas de libros que flotaban literalmente en el vacío formando paredes laberínticas hasta donde alcanzaba la vista. Caminé hasta el borde y paseé la mirada maravillado.
—¿Lo puedo ayudar?
Un anciano sentado detrás de un escritorio cobrizo me miraba con curiosidad. No había notado su presencia antes. Él, su escritorio y su banqueta flotaban sobre el abismo, alejados unos centímetros del suelo firme del recibidor. En su mano aferraba un bastón pequeño que hincaba en la superficie etérea. Sus cabellos blancos peinados a la gomina y sus párpados cansados me recordaban a mi padre. Vestía traje gris, camisa blanca y corbata punzó, con un aplique dorado. Sobre el escritorio un cartel pasado de moda rezaba "Bibliotecario" y detrás poseía la publicidad de una farmacia ya inexistente y el calendario del año 1853.
—Si. Hola... Vine a la ciudad especialmente para conocer esta biblioteca, por lo que decían de ella, pero veo que es más fabulosa de lo que comentan.
—Lo es. ¿Usted estudia física, no?
—Si. ¿Cómo lo sabe?
—Debe preguntarse cómo es posible que un lugar así exista. No responde a los conocimientos que tan cuidadosamente le inculcaron en la universidad. Bueno, allí tiene su respuesta —señaló con la punta del bastón un muro de libros que se encontraba a treinta metros del cual asomaba un ejemplar. Éste se separaba del resto con un suave movimiento.
Divisé el libro, miré su bastón tembloroso y luego el abismo insondable y dudé.
—Adelante, vaya. No caerá —me animó el anciano—. Pero déjeme advertirle una cosa: aquí el tiempo se mueve muy lentamente y los libros tienen la cualidad de ser poderosamente atractivos. Una combinación un tanto traicionera. No se descuide.
Asentí con la cabeza sin comprender lo que me decía. Aventuré un pie en el vacío y noté seguridad. Adelanté el otro y quedé suspendido en el aire.
—¡Fantástico! —exclamé.
Bajo mis pies las gruesas columnas de libros se extendían al infinito. Continué avanzando con una suave inclinación vertical y distinguí el título del volumen que flotaba separado del resto: "Física no aplicada" de Enrique Tomoso.
Recorrí sus páginas con el vértigo que transmite un hallazgo inigualable. Descubrí y comprendí cientos de teoremas sobre cronología, ingravidez, movimiento continuo y cuanto más aprendía tanto más deseaba continuar leyendo. Maquinalmente miraba mi reloj y veía transcurrir las horas unas tras otras pero sin una verdadera noción del paso del tiempo. El anciano tenía razón. Habrían pasado meses tal vez, en un sitio normal, y yo sentía que recién había llegado allí.
De tanto en tanto deslizaba una mirada insegura al bibliotecario pero él permanecía inmutable en su sitio. Con el paso de las horas/días (tal vez deba expresarlo en cantidad de libros) fui olvidando su presencia.
Descubrí, apilados, decenas de tratados de diversas ciencias y caí en la tentación de ojearlos todos. Llegué a desparramar por el suelo imaginario del pasillo cientos de obras y treparme por las paredes arrancando con vehemencia más y más volúmenes de una colección que parecía inacabable. Finalmente caí agotado y me dormí en el hueco que había infringido con tanta dedicación.
No sé exactamente cuánto dormí pero desperté cuando un joven ingresó al recinto y, como era habitual, el bibliotecario le designó una obra en particular. Sentí la obligación de desperezarme y salir del hueco que me contenía y me abrigaba. Me sentía entumecido y adormilado. El joven se acercó flotando con decisión y me abrió por la página 324. Quería unas memorias que yo bien guardaba de mis aventuras amorosas en mi ciudad natal. Se las ofrecí dócilmente al tiempo que caía en la cuenta de lo que me había ocurrido. Mi tiempo, mi vida, había transcurrido, se había agotado allí y tan sólo restaban mis memorias, tan cuidadosa y sabiamente compiladas.
Sólo quise advertirte con mi historia, lector ávido, para que al cerrarme y dejarme en mi lugar no cedas a la tentación que mis compañeros, tan disuasivamente, saben provocar.