La Piedra del Tren
Localización:
Al sur de la ciudad, cerca de la estación Tragondo de ferrocarril. Muy cerca, al nor-noreste, se encuentra La Ópera de Todos los Fantasmas.
Descripción:
Cerca de la estación de Tragondo, en el sur de la ciudad, una de las piedras que dan base al puente del ferrocarril, quizás una de las más grises y por lo tanto menos llamativas, fue cortada en 1715 en forma rectangular a partir de un gran meteorito que se extrajo de un campo, cuando los peones empleados para esa tarea no tenían idea de qué era lo que estaban trabajando.
La piedra encierra un bulto de filamentos enredados. Nadie los ha visto jamás en la Tierra, ni siquiera se ha imaginado algo así, pero esos entes —cuya naturaleza no nos atreveremos a analizar aquí— sí han visto muchas cosas, y en muchos lugares.
El planeta de origen de eso era infernal para nosotros: ríos de roca fundida, nubes de ácido, tormentas de polvo abrasador, cúpulas de magma, riberas de cristales sublimados. Entre esos cristales surgió algo que debemos llamar vida, aunque no sea fácil encajar sus parámetros en nuestras ideas. Esa cosa evolucionó, estableciéndose y creciendo, hasta cubrir grandes superficies del infierno. Los ríos de lava cortaban partes de su cuerpo, pero para eso era como si uno de nosotros sintiese un gas que se desliza en el intestino. Los movimientos del magma sacudían las placas de la corteza, las levantaban y retorcían, y para eso era un dolorcito similar al de un día que uno se levanta con resaca.
Los cataclismos y el horror componían y estructuraban su vida. Cuando un asteroide de setenta kilómetros de diámetro golpeó contra la superficie del planeta, una parte importante de eso fue despedida hacia el espacio. El frío no era más terrible que el fuego. Se durmió.
Salió del letargo cuando llegaba a un sol azul, que despertó movimientos vitales con su calor. Los filamentos se reacomodaron y fluyeron los recuerdos. La introspección no le duró mucho: para eso estaban los sueños. Percibió hacia fuera, dedicándose a estudiar ese fuego tan diferente. Del radiante globo surgían llamaradas cien veces más grandes que su mundo. Vio abismos en la cara ardiente, cada uno de ellos mayor que el giro completo de su planeta alrededor de su sol. Los abismos eran oscuros y más fríos y en la cara de eso eran como nubes que hacen sombra cuando uno toma sol.
También notó que los asteroides giraban alrededor del monstruo de fuego azul y se aceleraban. Comprendió por qué llegaban a los mundos —como habían llegado al suyo— con semejante furia. Supo que su roca daría la vuelta y aceleraría. Durmió.
La furia de su roca exterminó unos seres globosos en un mundo equis que navegaba en algún lugar del universo, circundando un sol blanco. Los planetas vecinos del mundo devastado se habían convertido mucho antes en fragmentos que giraban en forma de cinturones, obligados por la danza de la gravedad. De lejos todo parecía sereno, como si nada se moviera. Pero allí había una guerra con millones de batallas. Vio mundos pequeños que se partían en otros menores. Vio a otros, formas similares a él, que se aferraban a sus fragmentos y vivían esa vida que no vamos a describir aquí.
En algún lugar del mundo que había sido de los globoides soñó durante mucho tiempo su sueño mineral.
Un día el sol blanco estalló. Los cinturones se ensancharon como si estuvieran sobre la panza de un gordo. Su mundo, hermanándose al destino de los otros, también se fragmentó. Y su fragmento navegó por el espacio.
Más sueños.
Los planetas azules tenían cosas blandas. Las cosa blandas dominaban a las duras, porque se movían más rápido.
Los planetas gigantes de gas se estructuraban en capas. Cada nivel era un mundo que ignoraba a los otros. Los océanos eran tan grandes que a veces había lugar suficiente para que las civilizaciones de una misma capa no se conocieran entre sí —porque no podían viajar semejantes distancias para tomar contacto— ni vislumbraran que por debajo o por encima navegaban dos o tres millones de formas diferentes, algunas que no podían ni imaginar.
Los mundos fríos tenían cosas reptando por debajo de la superficie, alimentándose del fuego, de las partículas y ondas y de sí mismos.
Eso viajó por miles de mundos.
Estrellas que se robaban materia. Nebulosas con partículas generadoras de estructuras. Gases eléctricos. Océanos de polvo como talco, poblados de hilos que se deslizaban como si el mineral fuese aire.
Dormitó y se despertó tantas veces como las estrellas.
Un día cayó en un lugar que hoy se llama la Tierra. Vio aparecer y desaparecer animales grotescos. Tiempo después —un lapso que no era nada en sus miles de millones de años de existencia— dejó de adormilarse y observó con interés. Vio cosas blandas, veloces, que controlaban el mundo. Vio aparecer casas y pueblos, construidas por los blandos con pedazos de cosas duras. Lo cortaron en la forma que creyeron conveniente y lo pusieron allí donde circulaba un líquido. Era un buen lugar, donde podía observar y saber por qué esas cosas se movían a tanta velocidad.
Eso es algo muy, muy viejo, con una antigüedad que nos hace reír de las reliquias terrestres, los silenciosos planetas del Sistema Solar y la propia galaxia. Forma parte de esta ciudad. Está ahí observando y aprende. Los años son como los momentos que cortan la imagen cuando uno parpadea. Los días son la luz del tubo fluorescente que titila en tu mesa sin que lo notes.
Hace tiempo que no duerme y conoce muchas historias.