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F i c c i o n e s

LA DUNA DEL 40° ANIVERSARIO
Alejandro Alonso
Cuento de CF ganador del Premio Axxón

El escenario estaba listo y las tribunas ya estaban montadas a dos kilómetros del epicentro. Siempre pensé que el abuelo Chiche se había retirado del negocio después de aquel fracaso estrepitoso en el desierto de Nevada. Pero ahí estaba, preparando los últimos detalles y a un tris de tener todo listo para la presentación.
      Llegar a este punto no había sido fácil, ya pueden imaginarlo, con los nativos amenazando con sabotearnos si no abandonábamos los territorios sagrados. Y los permisos gubernamentales, y el infierno aduanero para ingresar con todo ese equipo pesado. Y el agua: conseguir varios millones de litros, aunque no necesariamente potable. El problema básico es que un concierto de esta clase no puede hacerse en cualquier parte. Así que vamos allí donde está la materia prima.
      No, el viejo no sólo no se había retirado, sino que seguía atentamente los informes satelitales y los newsletters sobre el tema. Es su vida... y la mía también. Cuando nos avisaron, subimos al primer avión que partía hacia el continente africano y aquí estamos. En el Kalahari.
      Pueden imaginarse lo que duró el viaje. Al principio creí que el abuelo estaría agotado por el jetlag, pero ni bien bajó del avión quiso ver el perfil de la duna. Nos pusimos en marcha. Llegamos al sitio por la noche.
      La duna estaba bastante bien formada. Calculé que la pared norte tendría treinta y cinco o cuarenta grados de inclinación, y era fabulosamente grande. El equipo de obreros también estaba allí, esperando. Habían inmovilizado la duna con estancos eólicos y ya estaban moviendo la parafernalia.
      De más está decir que no dormí. A las diez y media de la noche trajeron más equipos: amplificadores, sintetizadores, micrófonos, columnas de audio, canales de inducción sónica, láseres de fusión, lavadores. Agua, toneladas de agua.
      Ése fue otro frente de disputa con los nativos, pero Jamil, nuestro capataz, ya había parlamentado con ellos: no era la primera vez.
      —Tres días —dijo el abuelo—. Es todo lo que tenemos.
      Tengo que admitir que el viejo es un cascarrabias, pero nadie (ni siquiera los directivos de Magnacorp Entertainment) le lleva la contraria: es un maestro de dunas y uno muy bueno, probablemente el mejor de todos. De hecho, su padre inventó esta disciplina.
      Esa misma noche, mientras terminábamos de bajar el láser industrial, me llamó para mostrame el bosquejo en el padesigner.
      —¿No nos estamos apurando, abu?
      —Sí, estoy un poco ansioso. Jamil hizo el modelo 3D de la duna y estamos escaneando los granos. Mirá. —Me mostró seis o siete figuras en tres dimensiones—. Son redondeados, pero no totalmente esféricos, tienen algunas pequeñas salientes. Y el grado de pulimento es óptimo, apenas rugosos. Va a sonar muy bien.
      Jamil ya había escaneado unas quinientas piezas de la cima, que tenían entre 180 y 250 micrones de diámetro. El sistema experto tomaría esos datos antes de que saliera el sol, los multiplicaría a una escala francamente sideral y armaría un modelo matemático de la parte superior de la duna (grano por grano) para saber qué frecuencias y armónicas aprovecharíamos durante el concierto.
      Porque de eso se trata. Hacer música con las dunas.
      —¿Cuándo la afinamos? —pregunté.
      —Cuando termine el muestreo. Jamil dice que en una hora o dos.
      El primer paso es preparar la duna (en la jerga se dice "afinar la duna"), y para eso hay que lavarla. El lavado consiste en un fino spray de agua (mucha agua) que termina haciendo decantar las partículas más finas. Hacer esto sin que la duna se desarme es un desafío de ingeniería formidable y requiere del cálculo y la instrumentación de canales de desagüe en lugares muy precisos. Además, al mismo tiempo se talla con el agua la pared de deslizamiento para que la duna tenga en ese flanco una inclinación de 34 grados. Para este procedimiento se usan grúas, y helicópteros que vuelan muy por encima de las dunas, para no afectar el trabajo.
      Un trabajo descomunal si tenemos en cuenta que el concierto nunca dura más de quince minutos. Lo más probable es que dure siete u ocho. Pero esos pocos minutos son muy apreciados por millones de fanáticos del género.
      Hay algo de esnobismo en todo esto, pero nunca me oirán admitirlo delante del abuelo. Él es un artista y, a su edad, ya no le caben ni los dictados de la moda ni las obligadas prerrogativas del negocio del espectáculo. Para eso estoy yo.
      Lo que sigue es el secado acelerado de la duna. El sol del Kalahari tardaría un par de semanas, pero no tenemos tanto tiempo. Nosotros podemos secar la duna en veinticuatro horas. No es mi especialidad, pero parte del secreto tiene que ver con un aditivo en el agua del lavado, y con inmensos ventiladores, y con decenas de convectores solares en distintas partes alrededor de la duna. Es virtualmente un horno, y eso es todo lo que puedo decir al respecto. El que sabe de esto es Galíndez.
      A propósito: Juan Galíndez también forma parte de nuestro cuerpo de negociación con los bosquimanos que quieren echarnos. Le fascina el tema desde que vio "Los dioses deben estar locos", cuando era chico. Me lo imagino en su adolescencia, viajado millones de kilómetros sentado frente a una enciclopedia. Es el único que siente real empatía por esta gente y también el único lo suficientemente documentado como para sacar algo en claro. Fue Galíndez quien nos dijo que los muertos les hablaban a través de las dunas. Que le daba cosa lavar y secar esas dunas sabiendo que los muertos hablaban a través de ellas. Es un hombre muy sensible, lo reconozco.
      El aditivo en el agua del lavado cumple también con otras funciones. Durante el deslizamiento, la presión del sílice produce cargas electrostáticas en los extremos del grano. Mientras ruedan hacia la base, las partículas terminan agrupándose en filamentos de unos trece milímetros de largo (ése es el promedio en esta zona). El abuelo dice que la calidad del sonido está relacionada de alguna manera con estos filamentos, así que utiliza el agua del lavado para promover filamentos más largos (quince a dieciocho milímetros). Tampoco puedo explicarles el mecanismo de esos filamentos.
      Una vez secada la duna, se procede a la afinación propiamente dicha. Para ese momento, el maestro de dunas y el ingeniero ya tienen a punto el modelo matemático y han jugado con él un buen par de horas.
      Pearson es el mejor en esa tarea. El abuelo Chiche y Pearson se conocieron dos meses antes del fallido concierto de Nevada y trabajaron bastante para esa puesta. Supongo que ésta es su esperada revancha.
      Después de la afinación se construyen las placas de scratching; para eso son los láseres industriales. Son finas paredes de arena fundida, a veces no más gruesas que un grano, que cumplen con la función de estabilizar la duna y a la vez provocar un sonido explosivo durante el concierto, una especie de estallido agudo que contrasta con las reverberaciones en baja frecuencia del deslizamiento. Cuando el espectáculo se inicia, las paredes son derribadas con ondas de alta frecuencia.
      Lo que queda es diseñar el efecto surround, para que los ecos y los ecos de los ecos y las realimentaciones sintetizadas y las armónicas y todo el derrumbe de la duna llegue al público desde varios frentes a la vez. Esto requiere instalar centenares de micrófonos, amplificadores y otros aparatos de toda clase y tamaño.
      Y listo.
      Fueron tres días de trabajo muy intenso, pero pronto rendirán frutos.
      Quisiera decir que todo está en orden, pero no es cierto. Lucio, el encargado de Seguridad de Magnacorp, nos dijo que los nativos están muy enojados. Así que vamos contra reloj en más de un sentido.
      Como dije, la tribu que causa problemas es bosquimana. Y esto es raro, porque son esencialmente pacíficos. Incluso hay anécdotas que dicen que ellos se entienden con los leones. Evidentemente, los que pertenecemos al show business tenemos menos diplomacia que esos leones.
      En varias oportunidades nos dijeron muy amablemente que nos fuéramos, que los dejáramos en paz, pero a esta altura de las cosas algo se rompió entre ellos y el hombre blanco. Fueron muy perseguidos hace unas décadas y tal vez eso los volvió menos amables.
      Con todo, esta creencia de que los muertos hablan a través de las dunas no es generalizada. Galíndez me contó que tiene que ver con una historia de tiempos remotos en la que la Luna muere y resucita, y les enseña a otros a hacer lo mismo. Esta gente cree que los muertos volverán a la vida, como lo hace la Luna cada noche. Hay una liebre metida en el medio, pero no sé qué pito toca. El tema es que algunos pocos consideran que hay un territorio en donde los muertos habitan: bajo la arena. Esto incluye a la Luna, que se hunde cíclicamente en las arenas al final de su vida. De ahí a considerar que los muertos hablan a través de las dunas hay un paso.
      Si me preguntan cómo hacen Jamil y Galíndez para entenderse con esta gente, tampoco lo sé. Los nativos hablan alguna versión de la lengua khoisan (con sus clicks, clocks y tics) y algunos pocos chapucean el inglés. Eso debería bastar para entenderlos. Los holandeses que llegaron al Cabo, en el siglo XVII, tenían menos.
      Sea cual fuere el problema con los bosquimanos, ahora es irrelevante. Los invitados al concierto arribarán dentro de una hora y, cuarenta minutos después, todo habrá terminado: el público habrá visto y escuchado el concierto y nosotros habremos registrado todo para luego reproducir la experiencia en los home theatres de millones de aficionados.
      Todos esos aficionados están dispuestos pagar muy bien por estos minutos de música. El abuelo vislumbró la veta comercial de estas dunas retumbantes hace cuarenta años y como también era aficionado a la música experimental... Sumen: uno más uno da un quinto de millón limpio por espectáculo, a repartirlo entre el maestro y su asistente. El traslado de la maquinaria, los equipos y el trabajo en campo cuesta mucho más, pero una vez distribuidas las copias del DVD+, las ganancias para la Magnacorp son entre medianas y altas. Depende de la duración del derrumbe y de lo inspirado que esté el abuelo.
      Algunos de los que vendrán hoy a presenciar el concierto recibirán en su hogar un estuche dorado con el DVD+ de la versión natural y la remixada del concierto "La duna del 40° aniversario". El abuelo quiso que se llamara así.
      Acaban de bajar los estancos, así que están por comenzar las últimas pruebas de sonido. Esto se hace un rato antes de que llegue el helicóptero con los espectadores. Es una "prueba en seco". Una serie de comprobaciones tipo checklist, y un par de emisiones en alta y baja frecuencia que las columnas de sonido lanzarán sobre la tribuna. El abuelo ya está allá junto con Jamil y con Pearson. Judith, la ingeniera de sonido, está acá, navegando sobre los controles, revisando los monitores y repitiendo cada dos segundos o algo así la palabrita mágica: "Okey". Ella controla el corazón del concierto y ese corazón ya está funcionando a pleno.
      Falta la gente.
      —¿Me copia, Jorge?
      —Sí, Jamil.
      —Hay un tipo dando vueltas.
      —¿Un curioso?
      —No sé, voy para allá. No sea cos...
      Alguien se movió a mis espaldas. Un "stup" sordo, una larga espina en el cuello de Judith y su cabeza cayendo hacia adelante y dando de lleno sobre el panel de control.
      Mientras me dirigía hacia la ingeniera, oí el inconfundible chirrido de las placas de scratching quebrándose. El seguro del botón de Start se había roto bajo la cabeza de Judith. El espectáculo había comenzado.
      Y nadie lo estaba grabando.
      Busqué el botón de REC en la consola, pero no había nada parecido. Son cinco paneles y un cerebro central que lo comanda todo. La pantalla de comando no era muy amigable.
      ¿No había ningún botón de Abort?
      
Evidentemente no. Pero tampoco hubiera servido de mucho. Dejé que dos obreros se ocuparan de Judith y me alejé unos metros para evaluar los daños.
      La duna empezaba a desmoronarse.
      —¿Qué pasa? —aulló el abuelo.
      No supe qué contestar. Tampoco hizo falta. El crujido de las placas era patente y casi continuo. Y los inductores sónicos ya estaban induciendo el temblor en el piso; un brrrummm que se sentía en los pies y en la caja torácica.
      —¿Qué pasa, Jorge?
      Eran como piezas de dominó cayendo en secuencia, una sobre otra, y no había nada que yo o mi gente pudiéramos hacer.
      Las campanas llegaron después, desde el sur. O tal vez debiera decir címbalos o xilófonos: miles de ellos. Los granos caían en marejadas, como una multitud de voces desbordando desde la cima. Los sintetizadores tomaron ese sonido y lanzaron una polifonía perfecta que era como el suspiro de un coro de ángeles.
      Yo estaba corriendo hacia Jamil y el abuelo.
      El oeste respondió. Ahora parecían palabras susurradas gravemente, un diálogo entre gigantes que, con la ayuda de los amplificadores, se transformó en un clamor urgente, salpicado de toda clase de repiqueteos, golpes metálicos y minúsculos ronquidos que se prolongaron por un minuto o más.
      Después lo mismo, pero una octava más arriba y avanzando desde el este.
      Y el grito desde el sur: un crescendo que parecía no terminar nunca.
      Y los ecos.
      Y el golpeteo continuo que aflojaba los músculos e incendiaba la adrenalina.
      La última placa cedió en un estallido pavoroso. Las voces se acentuaron. Era como una pregunta, ¿y ahora qué? Pero la respuesta no se hizo esperar. La realimentación de los ecos llegó desde todos lados al mismo tiempo, todo junto, prolijamente filtrado y ecualizado. En este punto el público tenía la impresión de que no estaba al aire libre: de que el aire faltaba y que los ecos rebotaban en paredes que no podían ver ni tocar. Era una inundación de sonidos sutilmente trabajados para que el oído entrenado pudiera discriminarlos y aún así no pudiera evitar ahogarse. Y después el cierre: el tañido sordo de la duna al natural, sin sintetizadores, ni inductores, ni ecualizadores. Apenas amplificado.
      También era nuestro final.
      Judith estaba viva, pero inconsciente. Jamil llamaba a gritos a los guardias y yo seguía mi carrera hacia el abuelo, que estaba sentado en la tribuna.
      Llegué algunos minutos después, agotado hasta la médula. El abuelo estaba solo en la tribuna. No se movía, tenía la cabeza gacha y el rostro entre las manos. Una postal devastadora.
      No dije nada. Debe haberme oído jadear porque levantó la mirada. Tardó un segundo en reconocerme.
      —¿Pudiste escucharlo? ¿Lo oíste? —preguntó.
      —Sí, abu. Ya le avisaron al helicóptero que se vuelva, no pudo grabarse nada. Un desastre.
      —¿Desastre? Fue increíble. ¡Colosal!
      Por un momento pensé que se había vuelto loco, y estuve a punto de llamar al doctor cuando empezó a describirme cada fragmento del concierto. Lloraba, pero no había rabia en ese gesto.
      Estaba extasiado.
      —Fue un gran momento para la música —dijo al final.
      —Pero no se grabó —grité yo.
      —¿Y a mí qué me importa?
      —Abu...
      Quise decirle algo más, pero me di cuenta de que era inútil. Su expresión era la de un hombre satisfecho. Más que satisfecho. Supe que me anunciaría su retiro del negocio.
      Pearson volvió en ese momento y se lo llevó con él.
      —¡Colosal, Jorge! —gritaba el abuelo.
      Me senté en la tribuna para ver el desastre. Nadie sabía qué hacer. Estaban como aturdidos. No podían creer que todos esos días de trabajo continuo hubieran sido en vano.
      —Lo atrapamos.
      Jamil, Lucio y otros dos estaban llegando con el saboteador. Lucio exhibía la cerbatana en alto.
      —Treinta centavos cuesta, e hizo mierda una inversión de un millón y medio. Es una locura.
      —¿Está contento? —le pregunté en inglés al nativo. No creí que comprendiera el castellano—. ¿Está contento ahora que arruinó todo?
      Evidentemente lo estaba.
      —Contestále —insistió Lucio y lo soltó para que el otro pudiera acercarse.
      Era un tipo bajo y muy flaco, un bosquimano. Tenía el estómago un poco hinchado, la piel curtida y se le habían caído casi todos los dientes.
      Pero sonreía.
      Y probablemente me hubiera dado la mano, como había visto que hacíamos los hombres blancos, si yo se lo hubiera permitido.
      —Ellos hablaron —dijo en perfecto inglés—. Usted lo sabía. Nuestros muertos hablaron hoy, y usted y el anciano lo supieron todo el tiempo.
      Jamil adivinó mi indignación asesina y, antes de que yo pudiera alcanzar el cuello del prisionero, lo tomó del brazo y se lo llevó casi a la rastra.
      —Gracias —gritó el bosquimano—. Usted sabía y nosotros no sabíamos...
      —¡Váyase al diablo!
      Y se fueron. Y ya no quise hablar con nadie más.
      Hace un rato me desahogué llorando y ahora estoy mejor.
      Es probable que sobre "La duna del 40° aniversario" se tejan unas cuantas leyendas. El mundo del espectáculo es así. Habrá quienes dirán que pudieron ver y oír todo desde el aire y quienes traficarán con copias pirata de una grabación que jamás llegó a hacerse.
      No puedo consolarme con eso.
      Un millón y medio en inversión de la Magnacorp Entertainment y más de doscientos obreros trabajando en el desierto, y veinte profesionales de distintas disciplinas, y cientos de toneladas de equipo, y muchas horas de procesamiento en los sistemas expertos y en los simuladores, y todo este despliegue descomunal para que sólo dos espectadores pudieran disfrutarlo a pleno: mi abuelo y un nativo.
      Deben ser los hombres más afortunados de la Tierra.


Alejandro Alonso

Alejandro Alonso nació en 1970, en San Martín, provincia de Buenos Aires. En la actualidad se desempeña como periodista de tecnología y negocios, sin dejar de lado su vocación de escritor. Publicó sus primeros relatos en Axxón a partir del número 33 (cuento "Demasiado tiempo"). Desde entonces ha continuado su carrera de escritor con gran empuje, publicando en la Argentina, México y España, y avanzando en calidad, contenido, imaginación y maestría de una manera avasalladora. Ha logrado juntar una producción muy potente por lo original de sus temas y por lo interesantes y bien escritas que están las historias. En España resultó finalista en dos de las convocatorias a concursos de relatos (Pablo Rido y Domingo Santos) y últimamente han aparecido relatos suyos en Artifex Segunda Epoca. Como justo reconocimiento a su tenacidad y enorme capacidad de trabajo, tiene hoy un sólido panorama en posibilidades de publicación y de seguir cosechando galardones.
     En el número 112 de esta revista apareció el relato "1807", que forma parte de una serie de cuentos de índole "fantástica" con ambientación histórica. En ese mismo estilo, se ubica "De memorias ajenas", que puede ser leído en la sección El Cuento Elegido.
     Alejandro Alonso ganó el Premio Axxón 2001 en la categoría Cuento de CF con este cuento: "La duna del 40° aniversario".


Axxón 117 - agosto de 2002
Ilustrado por Valeria Uccelli


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