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F i c c i o n e s

TRAS LA PARED DE LADRILLOS
Andrés Diplotti

Argentina

"Afirmar que es verídico es ahora
una convención de todo relato fantástico;
el mío, sin embargo, es verídico."
Jorge Luis Borges, "El libro de arena"

Y el viernes llegó por fin. Frente a la puerta del colegio se derramaba una ruidosa masa humana que se deshacía eufóricamente de corbatas, blazers y todo otro signo de disciplina escolar. La algarabía flotaba en el aire cálido de aquel mediodía primaveral. Las chicas, reunidas en pequeños grupos aquí y allá, conversaban animadamente sobre la ropa que se pondrían a la noche. Los chicos, no muy lejos, ultimaban los trucos maquiavélicos con los que intentarían sacársela.
      —¿Qué? ¿Otra vez te vas a quedar en tu casa, amargo? —dijo el colorado Battaglia con sobreactuada indignación.
      —Dejálo. ¿No ves que está muy ocupado con sus libritos? —intervino el gordo López.
      —¡Qué libritos ni libritos! —Esta vez era Salaberry—. Éste tiene una minita por ahí y no quiere decir nada.
      Fede Lezcano no acusó recibo de las recriminaciones. Que dijeran lo que quisieran; él no cambiaría sus planes para el fin de semana. No le disgustaba salir con sus compañeros, claro que no; simplemente no le interesaba hacerlo de la manera compulsiva que le reclamaban.
      Se despidió, dio media vuelta y comenzó a recorrer las tres cuadras que lo separaban de su cita semanal. Antes de alejarse demasiado sorprendió una curiosa formulación metafísica:
      —Si no salís el fin de semana no existís.
      Minutos después, la librería de usados le daba la bienvenida con un abrazo que olía a humedad y a historia. Fede prefería esos olores al aroma intruso del café de los grandes locales alfombrados donde Coelho y Bucay lo miraban como si les debiera algo. Estas humildes estanterías de metal pintado de blanco no tenían nada que envidiarle a aquéllas de lustrado roble. Y, lo que era más importante, aquí no había ediciones casquivanas que lo sedujeran con tapas brillantes, encaramadas sobre precios inaccesibles.
      Saludó al vendedor y fue derecho a buscar la pared del fondo. De uno de aquellos anaqueles, uno entre tantos, colgaba un vulgar trozo de papel amarillento sobre el que un no menos vulgar marcador azul había escrito el más prodigioso de los encantos.

CIENCIA FICCIÓN - FANTASÍA

Allí estaban los tesoros que había venido a buscar, amontonados en una maravillosa promiscuidad de tamaños, editoriales y años de publicación. Los dedos de Fede rozaron con placer los lomos gastados mientras repasaba los títulos y los autores. Asimov. Clarke. Ellison. Algún Brunner o Varley, barajados con otros que no conocía. Spinrad y Card. Asimov otra vez, y un par de españoles: Marín, Thorkent.
      Vio la revista casi por casualidad, asomando tímidamente entre una antología de Dick y otra de Dozois. No pudo dejar de preguntarse cuánto tiempo había estado ahí, oculto su escueto volumen entre los gordos ejemplares.

      CRONOS
      Ciencia Ficción y Fantasía
      Agosto 1984 - Año 1 - Número 5 - $a 195

No era difícil encontrar en esos mismos anaqueles números de revistas extinguidas, en su mayoría de la mítica El Péndulo; auténticos fósiles de una perdida edad dorada de la ciencia ficción argentina.
      El sumario parecía prometedor. Relatos de Sturgeon, Pohl, Leiber y Zelazny. No faltaban representaciones locales, por supuesto, bajo los nombres de Gorodischer y Carletti.
      El último cuento lo hizo sonreír. "Tras la pared de ladrillos", de un tal A. H. Vega. Una curiosa casualidad: él estaba tratando de escribir un cuento con ese mismo título. Buscó la página que le señalaba el sumario y empezó a leer.
      La sonrisa se le fue desdibujando a medida que pasaba las palabras. La coincidencia iba mucho más allá del nombre.

Miró la pared, y la pared pareció mirarlo a él. Mejor dicho, algo pareció mirarlo a través del material opaco. No era posible, por supuesto: la pared era sólida, no tenía ningún resquicio por el que pudiera colarse una mirada. Pero él sabía que lo observaban. Lo sentía en los huesos.

La sensación era tan extraña que no encontró otra forma de manifestarse que la de un mareo. Fede apretó los párpados con fuerza y respiró profundo, luchando por no perder el equilibrio. Permaneció unos instantes con los ojos cerrados y luego los fue abriendo con lentitud. En un gesto automático buscó la siguiente oración, deseando fervientemente no encontrarla.

Había algo tras la pared de ladrillos.

La sensación tenía ahora nombre: se llamaba terror. Volvió veloz a corroborar la fecha que se repetía en tapa y sumario. Agosto del '84. No era un error. En esa revista, impresa antes de que él naciera, estaba su propio cuento.
      La cerró de un golpe, la estrujó entre sus dedos. La miró. Apartó los ojos de ella, negando su existencia, y volvió a mirarla. El sumario insistía tercamente: A. H. Vega, "Tras la pared de ladrillos".
      La cuestión estaba allí presente, hostigándolo. No podía evadirla. ¿Qué hacer con la revista? Temía llevársela y temía dejarla. Temía enfrentarse a aquello que lo perturbaba; pero más aún lo asustaba perderla para siempre. Deseó nunca haberla encontrado...
      Más que tomarla, la decisión se le impuso. Depositó sobre el mostrador las dos monedas que satisfacían el precio, escrito con lápiz en la primer página; deslizó el ejemplar dentro de la mochila y, sin despedirse, salió disparado del local.

* * *

Fue el peor fin de semana de su joven vida. Fede creyó, deseó, suplicó que fuera un sueño. Pero la mañana del sábado, la revista seguía allí. Allí estaba todavía al amanecer el domingo. No se había desvanecido como se desvanecen los sueños al despertar.
      Ostentaba todos los atributos de un objeto real. Tenía peso, tenía volumen, tenía color. Tenía noventa y seis páginas de papel áspero envueltas en tapas de ajada cartulina. Las grandes letras amarillas de la palabra CRONOS flotaban sobre una versión cero-g de los relojes líquidos de Dalí. El roce de los años le había quitado a la tapa su lustre original, y la cicatriz blanca de un doblez la cruzaba de arriba abajo. La revista era real. Imposiblemente real.
      En esos dos días, Fede no dejó casi nada sin leer. Leyó el editorial y el correo de lectores. Leyó el sumario y el staff. Leyó la letra chica de los anuncios publicitarios. Leyó cada cuento por lo menos dos veces, y si le hubieran preguntado de qué se trataban no habría sabido qué responder.
      Sólo las páginas de la 84 a la 91 permanecieron vírgenes. Ocho páginas. Las había contado pasándolas velozmente, sin atreverse a leer. Sus ojos sólo habían captado fragmentos de las palabras en que caían antes de saltar a otro sitio.

      ...la pared...
      ...detrás...
      ...un agujero en...
      ...allí había...
      ...miró y vio que...
      ...lo llamaba desde...
      ...pensó...
      ...miles de ladrillos, y en cada la...

      Ocho páginas. Centenares, miles de palabras que se alternaban y se encimaban como ladrillos para llenar ocho páginas completas. Eso era lo peor de todo. El cuento que desde hacía meses dormía en el disco rígido nunca había alcanzado más que unos pocos párrafos. Fede no sabía cómo continuarlo, cómo hacerlo crecer. No había sido capaz de hallar respuesta a la pregunta fundamental:
      ¿Qué hay tras la pared de ladrillos?
      Necesitaba una referencia, un punto de apoyo; buscaba desesperadamente algo para aferrarse a la realidad antes de volverse loco. La pesquisa en Internet no reveló nada sobre el tal Vega. Ni nacionalidad, ni fecha de nacimiento y muerte (si acaso había muerto), ni siquiera el significado de las iniciales A. H. Ni biografía ni bibliografía, como si jamás hubiese existido.
      Quien sí existía era Carlos Giacomelli, director editorial de Cronos durante su corta vida de apenas once números entre 1984 y 1985. Actualmente administraba un sitio Web dedicado al género; no sería difícil contactarlo por correo electrónico.
      Fede descubrió complacido que no tenía necesidad de decirle nada que no fuera cierto. Que había encontrado la revista por casualidad en una librería de usados; que ese cuento lo había impresionado especialmente; que, puesto que era imposible hallar información sobre el autor, agradecería que lo ayudara en tal sentido. Impecable. Confió el despacho del mensaje a las redes electrónicas y suspiró, reclinándose en la silla. Ahora no tenía más que esperar la respuesta.

* * *

Linda manera de empezar el lunes: el Loco O’Donell con otro ataque de clase magistral. Ya habían sido Responsabilidad Cívica, Unidad Latinoamericana y Educación Sexual. Hoy: Pensamiento Científico.
      —No pueden ir por la vida aceptando cualquier cosa que les digan —empezó su disertación parado frente a la clase, figura espigada, barba entrecana y anteojos ahumados—. Tienen que desarrollar un espíritu crítico.
      La mitad de los alumnos se mostró pronto incapaz de sostener el peso de sus cabezas. Alguien murmuró que era inhumano hacerles pasar por esto faltándoles tan poco para terminar la escuela. Fede, por su parte, encontraba la clase más que interesante. Le venía como anillo al dedo.
      —Esto es lo que tienen que tener presente —continuó el Loco—: no es lo mismo un hecho que una hipótesis. No es lo mismo un hecho —insistía mientras lo escribía con letras bien grandes en el pizarrón— que una hipótesis.
      Bien, el hecho podía ser expuesto con claridad: su cuento apareció en una revista publicada antes de su propio nacimiento. ¿Hipótesis? No necesitaba pensarlas demasiado. Leía regularmente ciencia ficción y fantasía desde los ocho años; las posibilidades surgían por sí solas más rápido que lo que era capaz de anotarlas en la hoja de carpeta.
      Y sin embargo, no encontraba ninguna que le resultara satisfactoria. ¿Sería él una reencarnación de A. H. Vega? Demasiado místico. ¿Sería descendiente de A. H. Vega? Absurdo; la literatura no se codifica en el ADN. ¿Terminaría el cuento en el futuro y luego viajaría en el tiempo, para publicarlo con seudónimo? Eso le gustaba más, pero con todas esas incómodas paradojas... ¿Telepatía, tal vez?
      ¿Y si fuera una broma? Battaglia era capaz de hacer algo así. También podía ser Salaberry, o Lorenzo. O todos juntos. Esta posibilidad parecía mucho más simple y realista... Hasta que se ponía a analizarla. Habrían tenido que tener acceso a su computadora, terminar el cuento, fraguar la revista... Era una empresa demasiado ardua y al mismo tiempo un chiste demasiado refinado para un grupito de inadaptados. Pero si no podían ser ellos, ¿entonces quién? ¿Quién tenía la motivación y los medios para hacerlo?
      En definitiva, las posibilidades se reducían a dos: fenómeno paranormal o conspiración. No es divertido tener que elegir entre la esquizofrenia y la paranoia...
      —¿Qué estoy diciendo, Lezcano?
      Volvió a la realidad para encontrarse rodeado de risas mordaces, frente a una mirada que lo reprobaba tras cristales ahumados.
      —Yo... eeh...
      —¡Está volando por la galaxia Alfa Centauro! —le llegó la voz de Battaglia desde el último asiento, al mismo tiempo que un papel abollado impactaba en su nuca.
      Fede se dio vuelta y vio la mueca que pasaba por risa en la cara cubierta de acné del agresor. Un gesto grotesco muy acorde a tal astronómica ignorancia.
      —Preste atención, Lezcano. Esto es importante —terminó el Loco y se dio vuelta para seguir agregando a la confusión terminológica que campaba en el pizarrón.
      El pequeño incidente había servido para despertar a la clase, aunque no en el sentido que el profesor habría deseado. Proyectiles de menor calibre seguían llegando al banco de Fede, quien los ignoraba estoicamente. No pudo volver al papel; el misterio tendría que esperar en el fondo de la mochila hasta algún momento más adecuado.

* * *

—Fede, la abuela está ordenando la biblioteca. ¿Por qué no vas a ayudarla?
      No hizo falta que se lo dijeran dos veces. La última vez que a la abuela Irma le dio por poner orden en la colección que había sido del abuelo Francisco, varios volúmenes irrecuperables de Poe y Lovecraft terminaron en el camión de la basura.
      Estar ocupado en algo lo ayudaba, además, a distraer la mente de aquel asunto de la revista. La respuesta de Giacomelli había llegado esa misma tarde, y no podía ser más decepcionante: no recordaba ni el cuento ni a su autor. Tendría que revisar, cuando tuviera tiempo, los archivos que dormían dentro de cajas ignotas en quién sabe qué sótanos. Todo estaba como al principio.
      La abuela Irma, con esa intuición que tienen a veces las abuelas, autorizó a Fede a llevarse todos los libros que quisiera antes de que él dijera una palabra al respecto. Necesitaba espacio en la biblioteca para portarretratos con las nuevas fotos de los nietos, dos tortugas de porcelana y un potus.
      —Te vas a quedar a tomar la leche, ¿no, Fede? —preguntó mientras le pasaba el plumero a una enciclopedia.
      —Sí, abu —respondió Fede, y apartó un par de libros sobre la mesa: La invención de Morel y El hombre ilustrado, dos textos que se había propuesto dejar madurar antes de emprender su lectura.
      —Ayer estuvo tu primo el Matías, contándome del torneo de fútbol. ¿Sabías que los árbitros le tienen bronca al club donde juega? Si serán sinvergüenzas. El otro día vino la Lorena...
      El chirrido del timbre interrumpió el reporte familiar.
      —Es doña Amparo —dijo la abuela, informándose a través de la ventana—. A ver qué quiere esta vieja...
      Fede tuvo que estirarse para alcanzar un ejemplar de El libro de arena, otra lectura postergada. Estaba primorosamente encuadernado y forrado en tela, algo que no se conseguía ya ni en las grandes librerías con aroma a café. Pensó que era una suerte que esa condenada revista no hubiera socavado su amor por los géneros fantásticos.
      ¿Y cuál era el gran misterio, después de todo? Había estado tan ocupado tejiendo hipótesis descabelladas que no había pensado en la más sencilla: había leído el cuento antes. Cuando pensaba estar creando, no hacía otra cosa que reproducir los párrafos que habían quedado guardados en algún rincón oscuro de la memoria. Si hasta tenía nombre: "criptomnesia", recordó de alguna parte. ¿Por qué no lo había considerado antes? La posibilidad había tomado forma en su cabeza desde el principio, pero por algún motivo la había descartado automáticamente, como si no valiera la pena tenerla en cuenta. Tal vez la sensación de estar viviendo algo tan parecido a las historias que leía, por incómoda y desconcertante que fuese, era demasiado intensa como para arruinarla con una alternativa razonable. Ahora se sentía un poco tonto por haberse dejado llevar de esa manera. Ya borraría de su disco rígido aquel descorazonador plagio inconsciente, y olvidaría definitivamente el asunto.
      El abuelo Francisco había dejado un sitio marcado en El libro de arena. Lo notable no era la página señalada, sino el señalador mismo: un sobre que se advertía viejísimo, más aún que el libro. En su frente, escrito a máquina, se leía "Sr. F. Lezcano" y la dirección de la casa. No había remitente. Sobre las estampillas, descoloridas y parcialmente despegadas, el matasellos indicaba una fecha de 1957.
      —¿Qué es esto, abuela?
      La abuela no estaba. La vio por la ventana hablando alegremente con la vecina, Dios sabría de quién.
      Abrió el sobre, entre curioso y divertido. Si no fuera por la fecha del matasellos, si no fuera por la evidente vetustez del papel amarillento y manchado de humedad, podía pensarse que él era el destinatario. Era una misiva breve, apenas unas pocas líneas de antigua mecanografía.
      La sensación de vértigo volvió.

Estimado Sr. Lezcano:

Lamentamos cualquier inconveniente que le pueda haber sido ocasionado a raíz de la edición prematura de "Tras la pared de ladrillos" en el número 5 de la revista Cronos. Se ha tratado de un error totalmente ajeno a nuestra voluntad que, estamos en condiciones de asegurarle, habrá sido subsanado en el momento en que Ud. lea estas líneas.

Sin otro particular, y confiando en que este incidente no le acarreará mayores consecuencias, saludamos a Ud. muy atte.

La Administración

* * *

Había anochecido. La luz de la calle otorgaba una fugaz existencia amarilla a las diminutas gotas de lluvia.
      —Te quedás a comer, ¿no, Fede? No vas a volver a tu casa con este tiempo.
      —Sí, abu —respondió desde el sillón. Fue una respuesta mecánica; la atención melancólica de Fede no se apartaba del bulto oscuro que, más allá de la ventana, la suave lluvia iba impregnando de manera lenta, pero pertinaz.
      —Dale, llamá a tu mamá y avisále que te quedás acá.
      —Ya voy.
      Pero no se movió. Siguió echado inerte sobre el sillón, con la cabeza apoyada en el respaldo, la nariz a pocos centímetros del vidrio. A lo mejor, pensó quietamente, no debería haberse acobardado. ¿Acaso no había soñado siempre con una oportunidad como ésa?
      En aquella carta había mucho más que una escueta disculpa, eso estaba claro. ¿"La Administración", decía? Eso no era una firma. Podían llamarse así, pero la verdadera firma era el modo en que le habían hecho llegar el mensaje. Quienes fueran, sabían hacerse entender.
      A lo mejor, pensó al oír el traqueteo del camión que doblaba en la esquina, todavía no era demasiado tarde. Se imaginó en la calle, rebuscando en la caja entre papeles inútiles y libros rotos. Bajo la lluvia. La lluvia sería un inconveniente, se le ocurrió, y la idea fue reconfortante.
      Se arrellanó en el sillón, abrigándose en su cálido abrazo, buscando su silencioso consentimiento. Pero la pesadumbre no tardó en volver, punzante e inoportuna. La lluvia no tenía por qué ser un obstáculo, se dijo a su pesar. ¿Qué importaba mojarse un poco, qué importaba incluso un resfrío, ante aquello que se le ofrecía?
      Tendría que haberlo hecho antes, pensó. Tendría que haberlo hecho cuando tuvo la ocasión. El recuerdo de las últimas horas le permitió alejarse de la caja de cartón que descansaba en la vereda, del reflejo de las luces del camión sobre el pavimento mojado que anunciaban el fin inminente de la espera.
      La revista no parecía haber cambiado cuando la sacó por última vez de la mochila. Era la misma tapa de siempre, las mismas letras amarillas, los mismos relojes al borde de la disgregación. La misma cicatriz blanca. Inmediatamente debajo tenía que estar el sumario, señalando el camino de siete cuentos. Y en último lugar debía estar "Tras la pared de ladrillos", de A. H. Vega. Sólo habría tenido que abrir y mirar, y la incertidumbre se habría acabado.
      Todavía estaba a tiempo. El pánico del último instante lo había empujado a un acto cobarde, grotesco. Pero todavía podía repararlo. La revista aún estaba allí, casi al alcance de su mano. Todavía podía tener la respuesta.
      El chirrido alarmantemente cercano de los frenos interrumpió sus propósitos. Se limitó a observar con pasividad a las figuras que se movían allí afuera, apurándose bajo la lluvia, hasta que la inquietud volvió a cobrar fuerza. A lo mejor debería hacerlo. A lo mejor debería salir ahora, mientras la decisión dependiera de él.
      A lo mejor, pensó por última vez mientras el hombre recogía la caja y la arrojaba con indiferencia cósmica al camión de la basura, debería salir con sus amigos el fin de semana siguiente.


ANDRÉS DIPLOTTI

Andrés Fernando Diplotti es Diseñador Gráfico. Nació el 24 de febrero de 1978 en Rosario, aunque hace mucho que vive en Pergamino. Fue seleccionado en tres ediciones consecutivas del concurso literario organizado por la UNR Editora (la editorial de la Universidad Nacional de Rosario). Los cuentos se llamaban "Las nubes de Saturno" (1998), "Sinapsis" (1999) y "El intruso" (2000). Ha publicado en Axxón dos episodios del poema épico-costumbrista "El Gaucho de los Anillos: La Comunidá del Anillo", bajo el seudónimo Otis. En el número 122 de Axxón publicamos su cuento Cuerpo y Alma.


Axxón 137 - Abril de 2004

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